Alexis o El tratado del inútil combate (9 page)

BOOK: Alexis o El tratado del inútil combate
9.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Así que mis recuerdos son recuerdos de amor. Sin duda, no era una verdadera pasión, pero no estoy seguro de que una pasión me hubiera hecho mejor o más dichosos. Sin embargo, me doy cuenta demasiado bien de todo el egoísmo contenido en aquel sentimiento: me apegaba a ti. Apego: desgraciadamente, es la única palabra que conviene. Transcurrían las semanas: la princesa encontraba todos los días alguna razón para retenerte; creo que empezabas a habituarte a mí. Habíamos llegado a intercambiar nuestros recuerdos de infancia; conocí algunos dichosos gracias a ti; por mí, tú los conociste tristes: fue como si hubiéramos desdoblado nuestro pasado. Cada hora que pasaba añadía algo a aquella intimidad tímidamente fraternal. Me di cuenta, con temor, de que habían terminado por creernos novios.

Le abrí mi corazón a la princesa Catalina. No decírselo todo: insistí sobre la extremada indigencia en que se debatía mi familia; tú eras, por desgracia, demasiado rica para mí. Tu nombre, ya célebre en el mundo de la ciencia desde hacía dos generaciones, valía seguramente más que un pobre título de nobleza austriaca. En fin, me atreví a hacer alusión a faltas anteriores, de naturaleza muy grave, que me prohibían pretender tu amor, pero que naturalmente no pude precisar. Esta semiconfesión, que fue para mí muy penosa, no consiguió más que hacerla sonreír. Mónica, ni siquiera me creyeron. Tropecé con la testarudez de gentes frívolas. La princesa se había propuesto unirnos de una vez por todas: tenía de mí una idea favorable que no volvió a modificar. El mundo, a veces demasiado severo, compensa su dureza con su falta de atención. No sospechan de nosotros, simplemente. La princesa de Mainau decía que la experiencia la había vuelto frívola: ni ella ni su marido me tomaron en serio. Les pareció que mis escrúpulos eran el testimonio de un amor verdadero; porque estaba inquieto, me creyeron desinteresado.

La virtud tiene sus tentaciones, como todo; mucho más peligrosas porque no desconfiamos de ellas. Antes de conocerte, yo soñaba con el matrimonio. Los que llevan una existencia irreprochable, sueñan quizá con otras cosas; nos compensamos así de no tener más que una naturaleza y de no vivir más que uno de los aspectos de la felicidad. Jamás, ni en los momentos de completo abandono, había tenido, en mi familia, admirables ejemplos de ternura femenina; mis ideas religiosas me llevaban a ver, en el matrimonio, el único ideal inocente y permitido. Imaginaba que una joven muy dulce, muy afectuosa y muy grave terminaría algún día por enseñarme a amarla. No había conocido, fuera de mi casa, a ninguna que se le pareciera: pensaba en las jovencitas de sonrisa pálida que vemos en las páginas de los viejos libros, Julie von Charpentier o Thérèse de Brunswick. Eran imaginaciones un poco vagas y desgraciadamente muy puras. Además, un sueño no es una esperanza; nos basta con él; incluso nos parece más dulce cuando lo creemos imposible, porque no sentimos la inquietud de tener que vivirlo algún día.

¿Qué debía hacer? No me atrevía a decírselo todo a una jovencita, aunque su alma fuera ya un alma de mujer. Me hubieran faltado los términos precisos; hubiera dado de mis actos una imagen debilitada o quizás excesiva. Decírtelo todo era perderte. Si consentías en casarte conmigo, a pesar de todo, era como echar una sombra sobre la confianza que tenías en mí. Yo necesitaba esa confianza para obligarme, de alguna manera, a no traicionarla. Me creía con derecho (deber, más bien) a no rechazar la única tabla de salvación que la vida me ofrecía. Sentía que había llegado al límite de mi valentía: comprendía que solo no me iba a curar nunca. En aquella época quería curarme. Termina uno por cansarse de vivir solamente formas furtivas y despreciadas de felicidad humana. Hubiera podido, con una sola palabra, romper aquel noviazgo silencioso; hubiera encontrado excusas; me habría bastado con decir que no te quería. Me abstuve de ello, no porque la princesa, mi única protectora, no me hubiera perdonado jamás, sino porque esperaba en ti. Me dejé deslizar, no digo hacia la dicha (amiga mía, no somos felices), sino más bien hasta este crimen. El deseo de obrar bien me condujo más bajo que los cálculos más inicuos: te robé tu porvenir. No te aporté nada: ni siquiera ese gran amor con el que contabas; lo poco que tenía de virtud fue cómplice de aquella mentira, y mi egoísmo fue todavía más odioso por creerse legítimo.

Tú me querías. No soy tan presuntuoso como para creer que estabas enamorada de mí. Aún hoy me pregunto cómo pudiste adoptarme así. Cada uno de nosotros sabe poca cosa sobre el amor, tal como lo entienden los demás. O bien, te gusté. Te gusté gracias a esas cualidades que crecen a la sombra de nuestros defectos más graves: la debilidad, la indecisión, la sutileza. Sobre todo, creo que me comprendiste. Había sido lo bastante imprudente para inspirarte piedad; porque habías sido buena durante algunas semanas, encontraste natural serlo durante toda la vida: creíste que bastaba con ser perfecta para ser dichosa; yo creí que para ser dichoso, bastaba con no ser culpable.

Nos casamos en Wand, un día de octubre bastante lluvioso. Yo hubiera preferido, Mónica, que nuestro noviazgo hubiera sido más largo; me gusta que el tiempo nos lleve, y que nos arrastre. No estaba exento de inquietud ante aquella existencia que se abría ante mí, piensa que tenía veintidós años y que tú eras la primera mujer que ocupaba mi vida. Pero a tu lado todo parecía sencillo y yo te agradecía el que me asustaras tan poco. Los huéspedes del castillo se habían marchado uno tras otro. Nosotros también pensábamos marcharnos, irnos juntos. Nos casamos en la iglesia del pueblo, y como tu padre se había ido a una de sus lejanas expediciones, sólo asistieron a nuestra boda algunos amigos y mi hermano. Vino mi hermano, a pesar de que aquel desplazamiento le costara caro; me dio las gracias con una especie de efusión por haber, me dijo, salvado a nuestra familia. Comprendí que hacía alusión a tu fortuna y me dio vergüenza. No respondí nada. No obstante, amiga mía, ¿acaso hubiera sido yo más culpable sacrificándote a mi familia que sacrificándote a mí mismo? Era, recuerdo, uno de esos días mezcla de sol y de lluvia, que cambian fácilmente de expresión, igual que un rostro humano. Parecía como si quisiera hacer bueno y yo quisiera ser feliz. Dios mío, era feliz. Era feliz con timidez.

Y ahora Mónica, tendría que haber un silencio. Aquí debe acabar el diálogo conmigo mismo para comenzar el de dos almas y dos cuerpos unidos. Unidos o simplemente juntos. Para decirlo todo, amiga mía, haría falta una audacia que no quiero tener: haría falta sobre todo ser también una mujer. Quisiera tan sólo comparar mis recuerdos con los tuyos, vivir despacio aquellos momentos de tristeza o de penosa felicidad que quizás hemos vivido demasiado deprisa. Me vuelven a la memoria pensamientos casi desvanecidos, confidencias tímidas murmuradas en voz baja, música muy discreta que hay que escuchar atentamente para oírla. Pero voy a tratar, si es posible, de escribir también en voz baja.

Mi salud, que seguí siendo precaria, te inquietaba, tanto más que yo no me quejaba nunca. Te empeñaste en que pasáramos los primeros meses juntos en países de clima menos rudo: el mismo día de nuestra boda salimos para Méran. Luego, el invierno nos echó hacia otros lugares aún más cálidos; pude ver el mar por primera vez y el mar con sol. Pero eso no tiene importancia. Al contrario, hubiera preferido otras regiones más tristes, más austeras, en armonía con la existencia que yo me esforzaba en desear vivir. Aquellas comarcas llenas de despreocupación y felicidad carnal me inspiraban al mismo tiempo desconfianza y turbación; siempre sospechaba que en la alegría estuviera contenido el pecado. Cuanto más reprensible me había parecido mi conducta, más me había agarrado a las ideas morales rigurosas que condenaban mis actos. Nuestras teorías, Mónica, cuando no son formadas por nuestros instintos, son las defensas que oponemos a éstos. Me molestaba que me llamaras la atención sobre el corazón demasiado rojo de una rosa, sobre una estatua o la belleza morena de un niño que pasaba; sentía una especie de terror ascético hacia aquellas cosas inocentes. Y por la misma razón, hubiera preferido que fueras menos hermosa.

Habíamos ido retrasando, por una especie de tácito acuerdo, el instante en que os perteneceríamos del todo uno al otro. Pensaba en ello con un poco de inquietud, y de repugnancia, también; me parecía como si aquella intimidad demasiado grande fuera a estropear o a envilecer algo. Y además, no podemos saber lo que harán surgir entre dos seres las simpatías o antipatías de los cuerpos. Quizás no fueran ideas muy sanas, pero en fin, eran las mías. Cada noche me preguntaba si me atrevería a ir a tu cuarto; no me atrevía. Por fin, tuve que hacerlo; sin duda, ya no hubieras comprendido. Pienso, con un poco de tristeza, que cualquier otro que no fuera yo hubiera apreciado mucho más la belleza (la bondad) de ese don, tan sencillo, de ti misma. No quisiera decir nada que pudiera herirte, ni aun menos hacerte sonreír, pero casi me pareció un don maternal. Más tarde, he visto a tu hijo acurrucarse junto a ti y he pensado que el hombre, sin saberlo, busca sobre todo en la mujer el recuerdo del tiempo en que su madre lo abrazaba. Por lo menos, esto es verdad tratándose de mí. Recuerdo, con infinita piedad, tus esfuerzos un poco inquietos para tranquilizarme, consolarme, alegrarme, quizás; y casi creo haber sido yo tu primer hijo.

Yo no era feliz. Es cierto que sentía alguna decepción por esa falta de felicidad; pero, en fin, me resignaba. Había renunciado a la felicidad o por lo menos a la alegría. Además, me decía que los primeros meses de una unión son raras veces los más dulces y que dos seres, bruscamente unidos por la vida, no pueden fundirse tan rápidamente uno en el otro para no hacer más que uno solo. Hacen falta mucha paciencia y mucha buena voluntad. Las teníamos de sobra los dos. Me decía también, con más justeza todavía, que la alegría no nos es debida y que no tenemos razón al quejarnos. Todo vendría a ser lo mismo, si fuéramos razonables y quizá la dicha no sea más que una desgracia mejor soportada. Me decía todo esto porque el valor consiste en dar razón a los acontecimientos, cuando no podemos cambiarlos. Por tanto, que la insuficiencia esté en la vida o sólo en nosotros, es igual y sufrimos lo mismo. Y tú tampoco, amiga mía eras feliz…

Tenías veinticuatro años. Era poco más o menos la edad de mis hermanas mayores. Pero tú no eras, como ellas, apagada y tímida: había en ti una vitalidad admirable. No habías nacido para una existencia de pequeñas penas o pequeñas alegrías; había demasiada vida dentro de ti. De soltera, te habías hecho del matrimonio, una idea muy severa y grave, un ideal más lleno de ternura que de amor. Y, sin embargo, sin saberlo tú misma, en el encadenamiento estrecho de aquellos deberes aburridos y a menudo difíciles, que debían según tú componer el porvenir, metías algo más. Las costumbres no permiten en la mujer la pasión; sólo se les consiente al amor; quizá por eso amen tan totalmente. No me atrevo a decir que habías nacido para una existencia de placer; hay algo culpable o por lo menos prohibido en esa palabra; prefiero decir, amiga mía, que habías nacido para conocer y para dar la alegría. Habría que tratar de volvernos lo bastante puros para comprender toda la inocencia de la alegría, esa forma llena de sol de la felicidad. Habías creído que era suficiente ofrecerla para obtenerla a cambio; no afirmo que hubieras sufrido una decepción: hace falta mucho tiempo para que un sentimiento, en una mujer, se transforme en pensamiento, pero estabas triste.

Así que no te amaba. Habías renunciado a pedirme ese gran amor, que sin duda ninguna mujer me inspirará jamás, puesto que no lo he sentido por ti. Pero eso tú lo ignorabas. Eras demasiado razonable para no resignarte a aquella vida sin salida, pero demasiado sana para no sufrir por ello. Siempre somos los últimos en darnos cuenta del sufrimiento que causamos, y, además, tú lo escondías. En los primeros tiempos te creí casi feliz. Te esforzabas por apagarte, para gustarme, llevabas trajes oscuros, de tela gruesa, que disimulaban tu belleza porque el menos esfuerzo por arreglarte me asustaba (ya entonces lo comprendías), como una ofrenda de amor. Sin estar enamorado, sentía por ti un cariño inquieto: la ausencia de un momento me entristecía todo el día y no hubiera podido saber si sufría por estar lejos de ti, o bien, simplemente, tenía miedo de estar solo. Yo mismo no lo sabía. Luego, en cambio, tenía miedo de estar contigo, de estar solos y juntos. Te rodeaba de una atmósfera de ternura enervante: te preguntaba veinte veces seguidas si me querías, aunque sabía demasiado bien que era imposible.

Nos esforzábamos por practicar una devoción exaltada que ya no correspondía a nuestras verdaderas creencias: aquellos a quienes todo falta se apoyan en Dios y es precisamente en ese momento cuando Dios les falta también. Con frecuencia permanecíamos hasta muy tarde dentro de esas viejas iglesias acogedoras y sombrías que visitábamos en los viajes; incluso habíamos cogido la costumbre de rezar en ellas. Volvíamos por la noche, apretados uno contra otro, unidos por lo menos por un fervor común. Encontrábamos pretextos para quedarnos en la calle mirando vivir a los demás; la vida de los otros nos parece siempre fácil porque no la vivimos. Sabíamos muy bien que nuestra habitación nos esperaba en alguna parte, una habitación de paso, fría, desnuda, abierta en vano sobre la tibieza de las noches italianas, sin soledad, pero sin intimidad. Porque compartíamos la misma habitación, era yo quien lo quería. Dudábamos todas las noches antes de encender la lámpara; su luz nos molestaba, pero no nos atrevíamos a apagarla. Me encontrabas pálido; tú no lo estabas menos; tenía miedo de que hubieras cogido frío y tú me reprochabas dulcemente haberme cansado con oraciones demasiado largas. Éramos el uno para el otro de una desesperante bondad. En aquella época sufrías mucho de insomnio y a mí también me costaba dormirme; simulábamos la presencia del sueño para no tener que compadecernos uno a otro. O bien, llorabas. Llorabas lo más silenciosamente posible para que yo no me diese cuenta, y yo fingía entonces no oírte. Quizás valga más no darse cuenta de las lágrimas cuando no podemos consolarlas.

Mi carácter cambiaba; me volvía caprichoso, difícil, irritable, como si una de las virtudes me dispensara de todas las demás. Me molestaba que no consiguieras darme esa serenidad con la que yo había contado y que tanto me hubiera gustado, Dios mío, conseguir. Había tomado la costumbre de las semiconfidencias: te torturaba con confesiones siempre inquietantes por no ser completas. Encontrábamos en las lágrimas una especie de satisfacción miserable: nuestro doble desamparo terminaba uniéndonos tanto como la felicidad. Tú también te transformabas. Parecía como si yo te hubiera robado tu serenidad de otros tiempos, sin haber conseguido apropiármela. Tenías, como yo, impaciencias y tristezas repentinas, imposibles de comprender; no éramos más que dos enfermos apoyándose uno en el otro.

BOOK: Alexis o El tratado del inútil combate
9.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Hollow Queen by Elizabeth Haydon
Dead Romantic by Simon Brett
The Angst-Ridden Executive by Manuel Vazquez Montalban
Nantucket Grand by Steven Axelrod
The Nameless Dead by Paul Johnston