Alexis o El tratado del inútil combate (8 page)

BOOK: Alexis o El tratado del inútil combate
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Lo que le reprocho a la enfermedad es que nos permite renunciar demasiado fácilmente. Nos creemos curados del deseo, pero en la convalecencia nos llega la recaída y nos damos cuenta, siempre con el mismo estupor, de que la alegría puede aún hacernos sufrir. Durante los meses que siguieron, creí poder continuar viendo la vida con los ojos indiferentes de los enfermos. Persistía en pensar que quizás no me quedaba mucho tiempo, me perdoné mis culpas, como Dios, sin duda, nos perdonará después de la muerte. Ya no me reprochaba el sentirme conmovido con exceso por la belleza humana; veía la debilidad de convaleciente en aquellos ligeros estremecimientos del corazón, la turbación excusable de un cuerpo nuevo ante la vida. Volví a mis lecciones y a mis conciertos. Era necesario, porque mi enfermedad me había costado muy cara. Casi nadie había pensado en preguntar por mí. Las gentes, en cuyas casas daba clases, no se dieron cuenta de que aún estaba muy débil. No hay que guardarles rencor. Yo no era para ellos más que un joven dulce, aparentemente razonable y cuyas lecciones no eran caras. Me consideraban únicamente desde ese punto de vista, y mi ausencia no significaba para ellos más que un contratiempo. En cuanto fui capaz de dar un paseo largo, me dirigí a casa de la princesa Catalina.

El príncipe y la princesa de Mainau pasaban en Viena, por aquel entonces, unos cuantos meses del invierno. Me temo, amiga mía, que sus pequeños defectos mundanos nos hayan impedido apreciar lo que había de extraordinario en aquella gente de antes. Eran los supervivientes de un mundo más razonable que el nuestro, por ser precisamente, más frívolo, menos preocupado. El príncipe y la princesa tenían esa afabilidad fácil, suficiente, en las pequeñas casas, para reemplazar la verdadera bondad. Éramos un poco parientes por parte de las mujeres; la princesa recordaba haberse educado con mi abuela materna en un colegio de monjas alemanas. Le gustaba recordar aquella intimidad tan lejana, ya que era de esas mujeres que sólo ven en la edad una nobleza más: quizás su única coquetería consistiera en rejuvenecer su alma. La belleza de Catalina de Mainau no era más que un recuerdo; en vez de espejos, en su habitación tenía unos retratos de otros tiempos. Pero se sabía que había sido hermosa. Decían que había inspirado vivas pasiones y también las había sentido; tuvo penas que no le duraron mucho tiempo. Supongo que le ocurría con sus pesares igual que con los trajes de noche: sólo se los ponía una vez, pero los guardaba todos, así que tenía armarios de recuerdos. Tú decías, amiga mía, que la princesa tenía el alma de encajes.

Yo iba raras veces a sus fiestas, pero siempre me recibía bien. No sentía por mí (yo me daba cuenta) verdadero cariño, sino sólo un afecto distraído de vieja señora indulgente. Y, sin embargo, yo casi la quería. Me gustaban sus manos, un poco hinchadas, apretadas por el anillo de las sortijas, sus ojos cansados y su acento límpido. La princesa, como mi madre, empleaba ese francés dulce y fluido del siglo de Versalles que da a las menores palabras la gracia anticuada de una lengua muerta. Encontraba en ella, como después lo encontré en ti, un poco de mi hablar natal. Hacía todo lo que podía para formarme a la vida mundana; me prestaba libros de poetas; escogía los que eran tiernos, superficiales y difíciles. La princesa de Mainau me creía razonable: era el único defecto que no perdonaba. Me interrogaba, riendo, sobre las jóvenes que encontraba en su casa; le extrañaba que no me enamorase de ninguna. Aquellas simples preguntas eran para mí un suplicio. Naturalmente, ella se daba cuenta: me encontraba tímido y más joven de mi edad. Yo le agradecía que me juzgara así. Cuando somos desgraciados y nos creemos muy culpables, hay algo tranquilizador en ser tratados como niños sin importancia.

Sabía que yo era muy pobre. La pobreza, como la enfermedad, eran cosas feas de las que se apartaba. Por nada del mundo hubiera consentido en subir cinco pisos. No la censures, era de una delicadeza infinita. Quizás fuera para no herirme por lo que me hacía regalos inútiles, y los más inútiles son a veces los más necesarios. Cuando se enteró de que estaba enfermo, me envió flores, no tenemos que sentirnos avergonzados por vivir en una habitación sórdida. Era más de lo que yo esperaba de nadie; no creía que hubiese en la tierra alguien tan bueno que me enviara flores. Por entonces, ella sentía pasión por las lilas color malva; gracias a ella tuve una convalecencia perfumada. Ya te he dicho lo triste que era mi habitación; quizás, sin las lilas de la princesa Catalina, nunca hubiera tenido el valor de curarme.

Cuando fui a darle las gracias, todavía me encontraba muy débil. La vi, como de costumbre, sentada ante uno de esos trabajos de aguja que raras veces tenía la paciencia de acabar. Mi agradecimiento le extrañó; ya no se acordaba de haberme enviado flores. Amiga mía, esto me indignó: parece como si la belleza de un regalo disminuyera cuando el que lo hace no le da importancia. Las persianas, en casa de la princesa Catalina, estaban siempre cerradas; vivía, por gusto, en un perpetuo crepúsculo y, sin embargo, el olor polvoriento de la calle invadía la habitación; se daba uno cuenta de que empezaba el verano. Yo pensaba, con una abrumadora fatiga, que tendría que soportar aquellos cuatro meses de verano. Pensaba en las lecciones que se harían cada vez más escasas, en los inútiles paseos nocturnos en busca de un poco de frescor, en el nerviosismo, en el insomnio y en otros peligros más. Tenía miedo de volver a caer enfermo; terminé por quejarme, en voz alta, de que el verano llegara tan pronto. La princesa de Mainau lo pasaba en Wand, una antigua propiedad que le venía de los suyos. Wand sólo era para mí un nombre indefinido, como todos los de los lugares en que creemos no ir a vivir jamás; tardé algún tiempo en comprender que la princesa me invitaba. Me invitaba por piedad. Me invitaba alegremente, ocupándose de escogerme una habitación, tomando, por decirlo así, posesión de mi vida hasta el próximo otoño. Entonces sentí vergüenza por parecer, al quejarme, esperar algo. No tuve el valor de castigarme rechazando su oferta y además ya sabes lo difícil que es llevarle la contraria a la princesa Catalina.

Fui a Wand pensando que pasaría allí tres semanas: permanecí varios meses. Fueron unos largos meses inmóviles. Transcurrieron lentamente, de manera maquinal y verdaderamente insensible; se hubiera dicho que yo esperaba algo sin saberlo. La existencia allí era ceremoniosa aun siendo muy sencilla; probé la calma de aquella vida más fácil. No puedo decir que Wand me recordaba a Woroïno; si embargo, sentía la misma impresión de vejez y de eternidad tranquila. La riqueza parecía haberse instalado en aquella casa de la misma manera que la pobreza lo había hecho en la nuestra. Los príncipes de Mainau siempre habían sido ricos; por tanto no podía uno extrañarse de que lo fueran y ni siquiera los pobres se irritaban por ello. El príncipe y la princesa daban muchas recepciones: vivíamos entre libros recién llegados de Francia, partituras abiertas y cascabeles de coches de caballos. En ese ambiente culto y, sin embargo frívolo, parece como si la inteligencia fuera un lujo más. Sin duda, el príncipe y la princesa no eran amigos míos: eran mis protectores. La princesa me llamaba, riendo, su músico extraordinario; me exigían, por las noches, que me sentara a tocar el piano. Yo sentía muy bien que, ante aquella gente de mundo, sólo podía tocar una música banal, superficial como todas aquellas palabras que decían, pero también había belleza en aquellas arias olvidadas.

Aquellos meses pasados en Wand me parecen una larga siesta durante la que yo me esforzaba por no pensar en nada. La princesa no quiso que interrumpiera mis conciertos; me ausenté para dar varios de ellos en algunas grandes ciudades alemanas. A veces me encontraba allí con tentaciones bien conocidas, pero no eran más que un incidente. Al regresar a Wand, se me borraba hasta el recuerdo: hacía uso, una vez más, de mi aterradora facultad de olvido. La vida de la gente de mundo se limita, en superficie, a algunas ideas agradables o, por lo menos, decentes. Se sabe que existen realidades humillantes, pero se vive como si no hubiera que soportarlas. Es como si acabaran por confundir el traje con el cuerpo. Claro que yo no era capaz de un error tan grosero: he llegado hasta a mirarme desnudo. Sólo que cerraba los ojos. Yo no era feliz, en Wand, antes de tu llegada; sólo estaba adormecido. Después, llegaste tú. Tampoco fui feliz a tu lado, pero imaginé la existencia de la felicidad. Fue como el sueño de una tarde de verano.

Sabía de ti, de antemano, todo lo que se puede saber de una chica joven, es decir, poca cosa o muy pequeñas cosas. Me habían dicho que eras muy hermosa, perfecta y rica. No me habían dicho lo buena que eras; la princesa lo ignoraba o puede ser que la bondad para ella sólo fuera una cualidad superflua: pensaba que la simpatía es suficiente. Muchas chicas jóvenes son hermosas; también las hay ricas y perfectas, pero yo no encontraba ninguna razón para interesarme por todo eso. Que no te extrañe, amiga mía, que tantas descripciones fueran inútiles: hay en el fondo de todo ser perfecto, algo único que desconcierta al elogio. La princesa quería que te admirase antes de conocerte, así que te imaginé menos sencilla de lo que eres. Hasta entonces no me había sido desagradable representar en Wand el papel de un invitado muy modesto, pero me parecía que querían forzarme a brillar ante ti. Yo me sentía incapaz y las caras nuevas siempre me intimidaban. Si hubiera dependido de mí, me hubiera marchado antes de tu llegada, pero me fue imposible. Ahora comprendo con qué intención me retuvieron el príncipe y la princesa; por desgracia, eran dos viejos empeñados en proporcionarme la felicidad.

Tienes que perdonar a la princesa Catalina. Me conocía lo bastante poco para creerme digno de ti. La princesa sabía que eras muy piadosa; yo también lo era, antes de conocerte, de una piedad timorata e infantil. Claro que yo era católico y tú protestante; pero eso importaba tan poco… La princesa se figuraba que un nombre de rancio abolengo sería suficiente para compensar mi pobreza, y los tuyos también razonaron de la misma manera. Catalina de Mainau se compadecía, puede que exageradamente, de mi vida solitaria y a menudo difícil; temía para ti un marido vulgar; se creyó obligada, de alguna manera, a reemplazar a tu madre y a la mía. Y además, yo era pariente suyo; también quiso complacer a mi familia. La princesa de Mainau era sentimental: le gustaba vivir en una atmósfera un poco sosa de noviazgos alemanes; el matrimonio era para ella una comedia de salón sembrada de ternuras y sonrisas en la que aparece la felicidad al llegar el quinto acto. La felicidad no llegó, Mónica; pero quizás seamos incapaces de alcanzarla y no es culpa de la princesa de Mainau.

Creo haberte dicho que el príncipe me había contado tu historia. Creo que más bien la historia de tus padres, porque la de las jovencitas es siempre una historia interior; su vida es un poema antes de llegar a ser un drama. Escuché aquella historia con indiferencia, como uno de aquellos interminables relatos de caza y viaje en los que el príncipe se perdía, por la noche, después de largas cenas. Y era en verdad un relato de viajes, puesto que el príncipe había conocido a tu padre en el curso de una expedición, ya lejana, a las Antillas francesas. El doctor Thiébaut fue en célebre explorador; se había casado bastante mayor; tú habías nacido allí. Luego, tu padre, al quedarse viudo, dejó las Islas y habías vivido en una provincia francesa, en casa de unos parientes de tu padre. Habías crecido en un ambiente severo, pero muy cariñoso. Tu infancia fue la de una niña feliz. Cierto es, amiga mía, que no necesitas que te cuente tu historia: la sabes mejor que yo. Tu vida transcurrió, día tras día, versículo por versículo, a la manera de un salmo. No es necesario siquiera que la recuerdes: te ha hecho como eres, y tus gestos, tu voz, toda tú, dan testimonio de ese pasado tranquilo.

Llegaste a Wand un día, a finales del mes de agosto, a la hora del crepúsculo. No recuerdo exactamente los detalles de esa aparición; no sabía que entrabas, no sólo en aquella casa alemana, sino también en mi vida. Recuerdo solamente que ya había oscurecido y que las lámparas del vestíbulo aún no estaban encendidas. No era la primera vez que ibas a Wand, así que las cosas tenían para ti algo familiar; también ellas te conocían. Estaba demasiado oscuro para que yo pudiera distinguir tus facciones; sólo me di cuenta de que estabas muy tranquila. Amiga mía, las mujeres son raras veces tranquilas: son plácidas o bien febriles. Tú eras serena a la manera de una lámpara. Conversabas con tus huéspedes, decías sólo las palabras que había que decir y hacías sólo los gestos que había que hacer; todo era perfecto. Aquella tarde estuve más tímido aún que de costumbre; hubiera descorazonado hasta a tu bondad. Sin embargo, no sentía antipatía hacia ti. Tampoco te admiraba: estabas demasiado lejos. Tu llegada me apreció simplemente un poco menos desagradable de lo que yo había temido al principio. Ya ves que te digo la verdad.

Trato de revivir, lo más exactamente posible, las semanas que nos llevaron al noviazgo. Mónica, no es fácil. Tengo que evitar las palabras felicidad o amor, porque, en fin, yo no te he amado. Sólo que llegaste a ser para mí algo querido. Ya te he contado lo sensible que yo era a la dulzura de las mujeres: sentía, al lado tuyo, un sentimiento nuevo de confianza y de paz. Te gustaban, igual que a mí, los largos paseos por el campo que no conducen a ninguna parte. Yo no necesitaba que condujeran a ninguna parte; me bastaba con sentirme tranquilo a tu lado. Tu natural pensativo congeniaba con la timidez: nos callábamos juntos. Luego, tu hermosa voz grave, un poco velada, tu voz bañada de silencio, me interrogaba suavemente sobre mi arte y sobre mí; yo comprendía que sentías hacia mí una especie de tierna compasión. Eras buena. Sabías lo que era el sufrimiento por haberlo curado y consolado muchas veces: adivinabas en mí al joven enfermo o al joven pobre. Tan pobre era, que no te amaba. Sólo te encontraba dulce. A veces se me ocurría pensar que hubiera sido feliz siendo tu hermano. No iba más lejos. No era lo bastante presuntuoso para imaginar otra cosa, o quizás, mi naturaleza se callaba. Cuando lo pienso, era ya mucho que se callara.

Eras muy piadosa. En aquella época, tú y yo creíamos todavía en Dios, en ese Dios que tantas gentes nos describen como si lo conocieran. Sin embargo, nunca hablabas de Él porque lo sentías presente. Se habla sobre todo de los que se ama cuando están ausentes. Tú vivías en Dios. Te gustaban, como a mí, los viejos libros de los místicos, que parecen haber mirado la vida y la muerte a través de un cristal. Nos prestábamos libros. Los leíamos juntos, pero en voz alta, sabíamos demasiado bien que las palabras siempre rompen algo. Eran dos silencios acordes. Nos esperábamos al llegar al final de la página: tu dedo seguía los renglones de las oraciones empezadas como si se tratase de seguir un camino. Un día en que me sentí más valiente y tú más dulce que de costumbre, te confesé que tenía miedo de condenarme. Sonreíste gravemente para darme confianza. Entonces, bruscamente, aquella idea me pareció pequeña, miserable y muy lejos; comprendí, aquel día, la indulgencia de Dios.

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