Read Al servicio secreto de Su Majestad Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
Fräulein Bunt los interrumpió bruscamente:
—Aquí no se nombra a nadie por su apellido, Sir Hilary. A las muchachas sólo las llamamos por su nombre de pila. Verá usted: esto forma parte del tratamiento, el cual requiere que se introduzca un cambio, una especie de transformación de la personalidad, para ayudar a la curación. Mañana le explicará el Conde algo de esto, con toda seguridad. El día en que dé a conocer sus métodos, el mundo se quedará asombrado.
—De esto estoy convencido —dijo Bond con diplomática amabilidad.
Luego, cambiando de tema, se puso a hacer comentarios sobre la magnífica decoración de la sala, ya que esto le proporcionaba la oportunidad de fijarse atentamente en los camareros. No era difícil adivinar que tres de ellos eran de Córcega, tres de Alemania, otros tres probablemente de la región balcánica; en cuanto a los restantes, se veía que eran eslavos. Seguramente habría tres franceses en la cocina. ¿No seguía siendo ésta la antigua composición de ESPECTRA, calcada sobre el conocido patrón de la célula comunista: tres hombres tomados de cada una de las grandes organizaciones de gángsters y de los servicios de espionaje de Europa? ¿Acaso los tres eslavos habían sido miembros del antiguo SMERSH? Todos ellos daban la impresión de ser tipos duros y violentos, y hasta tenían un cierto aspecto de delincuentes profesionales. Observó que las muchachas los llamaban por los nombres de Fritz, Joseph, Ivan y Achmed. Indudablemente, algunos de ellos actuaban durante el día como monitores de esquí. «¡Vaya, vaya!», se dijo Bond. «O mucho me equivoco, o tengo que habérmelas con una banda completa de criminales».
Cuando acabó de cenar, Bond se retiró con el pretexto de que tenía que reanudar su trabajo. Subió a su habitación y, después de colocar ordenadamente sus libros y documentos sobre la mesa escritorio y la mesa suplementaria que le habían facilitado, se sentó con la cabeza inclinada, fingiendo trabajar intensivamente. Pero en realidad se puso a reflexionar una vez más sobre las impresiones y los acontecimientos del día.
A las diez oyó las voces de las muchachas, que se daban las buenas noches en el pasillo, y luego el chasquido de los pestillos al cerrarse las puertas tras ellas. Se desnudó, apagó la luz y se acostó boca arriba. Así estuvo un rato, con la mirada fija en la oscuridad. Después se volvió de costado y se quedó dormido.
PARA DESAYUNAR, UN MUERTO
James Bond se despertó sobresaltado al oír un grito. Era el alarido horrible de un hombre, como un aullido que subiera del infierno. La voz sostuvo un momento su primera nota aguda y penetrante y luego se extinguió rápidamente, como si el hombre se hubiera despeñado por un precipicio. El grito procedía de la derecha, posiblemente de un punto situado muy cerca de la estación del teleférico. Hasta en el cuarto de Bond, dotado de ventanas dobles que amortiguaban el ruido, sonó aquel alarido de un modo terrorífico.
Bond saltó de la cama y descorrió las cortinas… ¿Qué espectáculo se presentaría a sus ojos? ¿Una escena de pánico, de gentes corriendo en tropel? ¿O algo muy distinto? Pero allá fuera no se veía más que un hombre, uno de los monitores de esquí, que subía flemáticamente, a paso lento, por el trillado sendero de nieve que conducía desde la estación del teleférico hasta el edificio del Club. La espaciosa veranda de madera, que se extendía desde la fachada del Club hasta más allá del talud de rocas, aparecía desierta; pero ya habían dispuesto en ella las mesas pata el desayuno. El sol brillaba con luz deslumbradora en un cielo completamente despejado. Bond consultó su reloj: eran las ocho. Por lo visto allí la gente madrugaba para el trabajo; pero también madrugaba la muerte. Porque no le cabía duda, aquel alarido había sido un grito de muerte. Se dirigió a la puerta y tocó el timbre.
Se presentó uno de los hombres que a él le habían parecido rusos. Bond adoptó una actitud de jefe militar y al mismo tiempo de gentleman.
—¿Cómo se llama usted?
—Peter, señor.
Bond estuvo tentado de replicar: «
Piotr, ¿no?
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. Y… ¿qué tal les va a todos mis viejos amigos del SMERSH?». Pero se contuvo y preguntó:
—¿Qué ha sido ese grito?
—Perdón, ¿cómo dice? —aquellos ojos grises como el granito, entrenados, a buen seguro, para observarlo todo sin perder detalle, miraron a Bond con una expresión cortésmente interrogante.
—Hace un momento, un hombre lanzó un grito. Debe de haber sido muy cerca de la estación del teleférico. ¿Qué ha ocurrido?
—Al parecer, uno de los monitores de esquí ha resbalado y se ha caído por una pendiente…
¿Cómo era posible que este «Piotr» estuviese ya enterado del asunto, cuando sólo habían transcurrido unos minutos desde que se oyó el grito?
—¿Está herido de gravedad?
—Es muy posible… ¿Qué desea el señor para el desayuno?
Con fingida preocupación, Bond dijo:
—Espero que al pobre hombre no le haya ocurrido nada grave. Luego, tomó la carta del menú que el otro le presentaba y escogió a su gusto.
—Si se entera de algún detalle más sobre lo ocurrido —le encargó—, comuníquemelo.
—Tenga la seguridad de que, si ha sucedido algo grave, la noticia será anunciada a todo el mundo.
Dicho esto, el hombre se retiró.
Bond se quedó un momento pensativo… Aquel grito le hizo comprender claramente que para él era de primordial importancia mantenerse en forma, por lo que pudiera ocurrir. Y así, antes de ducharse, dedicó un cuarto de hora —de bastante mala gana— a hacer ejercicios de entrenamiento para esquiar, flexiones de piernas y respiraciones profundas. Presentía ya que tendría que largarse de aquel lugar, ¡y muy pronto, además!
Cuando le trajeron el desayuno, lo depositó en la mesa escritorio y abrió una de las ventanas de doble vidriera, operación que le costó bastante trabajo. El aire inodoro y glacial de las cumbres inundó de pronto toda la habitación; Bond se dirigió al termostato y lo ajustó en el grado más elevado de la escala para poner la calefacción al máximo. Después, agachada la cabeza bajo el alféizar de la ventana, se tomó su frugal desayuno al tiempo que las muchachas se reunían allá fuera en la terraza. Estaban tan excitadas que hablaban en voz alta y aguda, claramente perceptible. Bond entendió a la perfección todo lo que decían.
—Sinceramente, yo creo que Sara no debiera haberlo delatado…
—Pero, bueno, eso de entrar de noche en su habitación y ponerse a acariciarla, ¡vamos, eso ya es demasiado!
—¿Quién era?
—Uno de los yugoslavos: Bertil…
—¡Ah, ya…! Ese tipo asqueroso, que tenía unos dientes tan horribles…
—No digas esas cosas. No se debe hablar mal de los muertos…
—Pero ¿cómo sabes tú que ha muerto? ¿Qué es lo que ha pasado en realidad?
—Pues… ése era uno de los hombres que todas las mañanas riegan el start de la pista de bob para dejarla lisa y resbaladiza. Fritz me ha contado que Bertil se escurrió o perdió el equilibrio, o algo por el estilo. El caso es que salió lanzado pista abajo a toda velocidad, como un trineo humano.
—¿Y no ha salido despedido en alguna de las curvas?
—No; al parecer siguió hasta abajo, estrellándose contra la caseta de cronometraje. Pero, en opinión de Fritz, ya estaba muerto antes de recorrer los doscientos primeros metros de la pista.
—Bueno, ¿sabes lo que te digo? Que ése ha sido el castigo por lo que había intentado hacer con Sara. El que las hace, las paga. ¡Siempre!
—Vamos; no seas ridícula. ¿Crees tú que Dios te infligiría a ti un castigo tan severo? Ah, mira, ahí viene Franz… Oiga, Franz, ¿quiere traerme huevos revueltos y café? Y, por favor, diga en la cocina que los huevos no estén demasiado hechos, sino como yo suelo tomarlos…
Bond encendió un cigarrillo y se recostó en su asiento. «No», pensó, «Dios no infligiría a nadie semejante castigo… ¡Pero Blofeld sí!». ¿Habrían llevado a ese Bertil hasta el Start, arrojándolo luego sobre la pista de bob? ¿O habrían ordenado a su camarada que echa se una zancadilla a la víctima, o que le diera un ligero empujón? ¡Dios del cielo, qué muerte! Bond recordó que, en una ocasión, había bajado de aquel modo la Cresta de St. Moritz en toda su longitud sólo a fin de demostrarse a sí mismo que tenía la valentía y el arrojo suficientes para realizar aquella hazaña. Pero, a pesar de ir armado de casco, provisto de una careta contra el viento y protegido por un traje acolchado con cuero y gomaespuma, había pasado sesenta segundos de un miedo cerval. ¿Cómo habría bajado aquel hombre por la pista: de cabeza, o con los pies por delante? ¡Dios, qué muerte! Una auténtica muerte estilo Blofeld, una típica venganza de ESPECTRA por el crimen que más grave se consideraba en una organización como aquélla: ¡la desobediencia! Así pues, ESPECTRA había vuelto a ponerse en marcha… ¿En qué dirección esta vez?
A las once menos diez, Irma Bunt vino a buscarlo. Bond estaba ya vestido y preparado. Se había equipado en Londres —en los almacenes Lillywhites— con unas cuantas prendas de vestir que a él le parecieron apropiadas para un baronet y al mismo tiempo prácticas. No había querido elegir los modernos pantalones de esquí de tejido elástico, sino otros de tela suave, más cómodos, aunque un poco pasados de moda. Llevaba además una especie de cazadora ligera, ya usada, que normalmente solía ponerse para jugar al golf. Sus botas de esquiar, en cambio, eran nuevas y flamantes. Al entrar Fräulein Bunt, recogió unos cuantos papeles y salió tras ella. Después de dar la vuelta por detrás del Club, tomaron un estrecho sendero bien trillado, dejando atrás un letrero en el que se leía esta advertencia: «Propiedad particular. Prohibido el paso».
En seguida se mostró a los ojos de Bond el edificio cuyo tejado en forma de terraza había visto la víspera. Era una construcción achatada, de un solo piso, como un tremendo bloque de granito. Sobre la terraza se alzaba una elevada antena de radio. Una vez dentro, Bond vio que el pasillo central tenía puertas a ambos lados. Reinaba allí un silencio sepulcral.
—Laboratorios —dijo Irma Bunt, señalando hacia las puertas—. Nada más que laboratorios. Y allí está la sala de conferencias, y más allá, las habitaciones particulares del Conde. Como usted ve, vive pared por medio con su trabajo. Su dedicación es total.
Al llegar al final del pasillo, Irma Bunt llamó a la última puerta, la del fondo.
—¡Herein! —dijo una voz desde el interior.
Presa de una tremenda emoción, James Bond traspuso el umbral. De una cosa estaba bien seguro: que, fuera como fuera, no iba a encontrar allí al primitivo Blofeld, a un Blofeld cortado por el patrón del año anterior.
Pero este Monsieur le Comte de Bleuville que ahora se levantaba de la tumbona instalada en su pequeña veranda particular, que salía de la luz del sol y entraba en su despacho con las manos tendidas en un ademán de cordial bienvenida, no parecía siquiera un pariente lejano del hombre cuya descripción figuraba en los archivos secretos…
Una profunda decepción se apoderó de Bond. Estaba descorazonado. El hombre que tenía delante era de elevada estatura, sí, y también sus manos y sus pies descalzos eran largos y estrechos, conforme a dicha descripción. Pero aquí terminaba todo el parecido. Tenía largo el cabello, un poco a estilo dandi, y de un hermoso plateado, no negro precisamente. Las orejas, que, según los datos que obraban en los archivos, deberían estar muy pegadas al cráneo, las tenía un poco separadas, y los marcadisimos lóbulos que figuraban en su ficha no existían en absoluto. Su cuerpo, cuyo peso debía haber alcanzado los 125 kilos y que ahora aparecía casi desnudo, sólo llevaba un calzón de baño negro, pesaría a lo sumo 75. Su boca no era fina; tenía unos labios más bien gruesos y de expresión cordial, y su sonrisa era afable, aunque quizás un poco rígida y estereotipada. Tenía la frente surcada de arrugas, y la nariz aguileña no concordaba con su ficha, ya que, según ésta, debía ser corta y chata; además, la ventana nasal derecha tenía el borde carcomido («probablemente, ¡pobre hombre!, a consecuencia de una sífilis terciaria», pensó Bond). ¿Y sus ojos? Tal vez los ojos hubieran podido traicionar algo del antiguo Blofeld si se hubieran mostrado sin velo alguno; pero daba la casualidad de que estaban ocultos por unas lentes de contacto de color verde oscuro que prestaban a su mirada una expresión algo inquietante.
—¡Mi querido Sir Hilary, es para mí un verdadero placer!
Según los datos que obraban en los archivos del Servicio Secreto, la voz de Blofeld era apagada y monótona. Pero la voz que ahora lo saludaba sonaba clara, llena de vida y animación.
Bond estrechó la mano del Conde, cálida y de piel seca, y, furioso, se dijo a sí mismo: «Pero ¿es que este hombre no va a ser Blofeld? ¡Diablos, por fuerza tiene que serlo!».
—¿Salimos ahí fuera? Fíjese —dijo el Conde señalando con un gesto su cuerpo bronceado—, como usted ve soy un entusiasta del sol, hasta el punto de haber tenido que encargar estas lentes de contacto fabricadas ex profeso para mí; de lo contrario, los rayos ultravioleta que se registran a esta altitud…
Dejó la frase sin terminar.
Bond se quitó la cazadora y siguió al Conde hasta la terraza. Cogió un sillón y lo acercó a la tumbona del Conde, colocándolo de modo que le permitiera observar bien el rostro de su anfitrión.
—Y bien —empezó el Conde de Bleuville—. ¿Qué es lo que tiene usted que decirme que hace necesaria esta entrevista personal? —Se volvió hacia Bond, mirándolo con su estática sonrisa—. No es que yo ponga peros a esta entrevista; al contrario, su visita me resulta muy agradable, extraordinariamente agradable. Así pues, usted dirá, Sir Hilary.
A Bond no le cogió de sorpresa esta primera pregunta, que ya estaba prevista, como es lógico. Sable Basilisk le había dado instrucciones sobre las dos posibles respuestas que había de dar a la misma: la primera, para el caso de que el Conde tuviera lóbulos en las orejas, y la segunda para el caso contrario. En consecuencia, Bond eligió la segunda respuesta, hablando en tono serio y comedido:
—Mi querido Conde —la adopción de esta fórmula de tratamiento parecía indicada, tanto por el cabello plateado del Conde como por sus encantadores y exquisitos modales—, como usted sabe, el College of Arms, al estudiar su caso, tropezó con una dificultad en sus investigaciones: me refiero a la laguna histórica existente entre la desaparición del linaje de los Bleuville y la aparición de los Blofeld en Augsburgo. Pero cierto hecho vino a darnos de pronto una esperanza: el descubrimiento de algo que hacía absolutamente necesaria una confrontación física, una entrevista cara a cara.