Al servicio secreto de Su Majestad (11 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
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—¿Se refiere usted a sus trabajos de investigación sobre las alergias?

—Exactamente.

A su lado apareció el camarero jefe. Sus tacones entrechocaron militarmente produciendo un ruido perceptible. Se distribuyeron las cartas del menú. Trajeron a Bond la bebida que había pedido. Echó un largo trago y ordenó huevos a
la Gloria
y ensalada de lechuga. A Ruby le sirvieron pollo otra vez y a Violet, un asado frío con «montañas de patatas». Irma Bunt tomó requesón y ensalada.

—Pero ¿es que ustedes, señoritas, nunca toman más que pollo y patatas? ¿Acaso tiene algo que ver con sus afecciones alérgicas?

Ruby empezó diciendo:

—Pues hasta cierto punto sí. La verdad es que se me ha despertado el apetito por este manjar y ahora me chillan literalmente los…

Irma Bunt la interrumpió bruscamente:

—¡Pero, Ruby! Sabes muy bien que no se debe hablar en absoluto de los métodos de tratamiento. ¡Ni siquiera con nuestro buen amigo Sir Hilary! —y, señalando con la mano las mesas circundantes, se apresuró a añadir—: Un público de lo más interesante, ¿no le parece, Sir Hilary? Realmente hemos conseguido atraer a este lugar a toda la crema internacional de Gstaad y St. Moritz. Ahí tiene usted, por ejemplo, a su paisano el Duque de Marlborough… ¿Lo ve usted? Ese que está allí detrás, con aquel alegre y divertido grupo de jóvenes. A su lado están Mr. Whitney y Lady Daphne Straight. ¿Verdad que ella es muy elegante? Los dos esquían estupendamente. Y aquella chica escultural de la melena rubia que esta sentada a la mesa grande es Ursula Andress, la actriz de cine. ¿No le parece sensacional para ser ésta nuestra primera temporada?

Bond asintió con cortés amabilidad. Se empezó a servir el almuerzo. Hubo de reconocer que los huevos estaban deliciosos, y dedicó grandes elogios a la excelente cocina del restaurante.

—Gracias —repuso Irma Bunt—. Pues sí; tenemos tres jefes de cocina franceses verdaderos expertos en gastronomía. Y es que los hombres son muy hábiles como cocineros, ¿no cree usted?

Más que verlo, Bond sintió que un hombre se dirigía hacia su mesa. Tenía porte militar, sería mas o menos de su misma edad y su semblante reflejaba una ligera perplejidad. Se acercó a Bond y, después de hacer una ligera reverencia a las damas, dijo:

—Discúlpeme, pero es que he visto su nombre en el libro de registro de huéspedes… Es usted Hilary Bray, ¿verdad?

—Para servirle.

Y se levantó rápidamente, cuidando de dar la espalda a la mesa y sobre todo a Irma Bunt. Sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó ruidosamente para evitar que se oyera la siguiente pregunta, que podría ser fatal para él.

—¿Sirvió usted en los Lovat Scouts durante la guerra?

—¡Ah! —exclamó Bond, con el rostro súbitamente entristecido, como exigían las circunstancias. En voz baja y un poco ronca, prosiguió—: Por lo que veo se refiere usted a mi primo, de Ben Trilleachan. El pobre murió hace unos seis meses. Yo heredé el título.

—¡Dios mío! —dijo el hombre, y desapareció de su rostro aquella expresión de perplejidad que mostrara al principio—. ¡Cuánto me apena esta noticia! ¡Es curioso! No he visto la noticia de su muerte en el
Times
. Siempre leo la sección de «Nacimientos, Bodas y Defunciones». ¿Cómo murió?

—Se despeñó por una de esas malditas montañas que él solía escalar y se desnucó.

—¡Dios Santo! ¡Pobre muchacho! Tenía la manía de andar siempre escalando cumbres completamente solo. Tengo que escribir inmediatamente a Jenny —tendió la mano a Bond—. Siento mucho haberle molestado con esta intromisión. Ya me parecía un poco extraño encontrar al antiguo Sir Hilary en un lugar como éste. Bien, hasta la vista entonces, y discúlpeme una vez más.

El hombre se retiró entre las mesas y se reunió —según pudo observar Bond de reojo— con un grupo de personas de aspecto inconfundiblemente inglés.

Bond volvió a sentarse, cogió su vaso, lo vació de un trago y siguió comiendo. Sentía la frente empapada en sudor, sacó el pañuelo y se secó. Irma Bunt no le quitaba ojo.

—¡Uf! ¡Qué calor hace aquí, al sol! ¿Qué iba a decirles? Ah, sí: ese señor era un amigo de mi primo. Y resulta que mi primo tenía el mismo nombre y apellido que yo. Pariente colateral. No hace mucho que ha muerto el pobre chico.

Los ojos amarillos de
Fräulein
Bunt, clavados en los de Bond, tenían una expresión inquisitiva y llena de curiosidad.

—¡Qué coincidencia! ¿Se parecían mucho su primo y usted?

—Mucho —contestó Bond con vehemencia—. Como dos gotas de agua. Tanto es así, que la gente solía confundirnos.

Miró, por encima de las mesas, al grupo de ingleses. A Dios gracias, estaban ya recogiendo sus bártulos y se disponían a marcharse. Era uno de esos grupos de esquiadores típicamente ingleses.

Charlando alegre frente a su taza de café, Bond pensó para sus adentros: «¡De buena me he escapado! ¡Qué situación tan comprometida! ¡Y por segunda vez en un mismo día! Realmente puedo decir que he tenido suerte…».

Capítulo IX

¿RUBY, PRINCESA?

Mi querido Sable Basilisk:

He llegado sin novedad a este hermoso rincón de Suiza… ¡En helicóptero, fíjese bien! Se trata del Piz Gloria, a 3200 metros de altitud, en plena Engadina. Aquí se encuentra uno realmente satisfecho y a gusto, gracias sobre todo al magnífico personal de la casa, compuesto por diez hombres de diferentes nacionalidades y una competentísima secretaria del Conde,
Fräulein
Irma Bunt. Esta señorita es natural de Munich, según me ha dicho.

Esta mañana he tenido una entrevista fructífera con el Conde, que me ha expresado su deseo de que me quede aquí por espacio de una semana para completar un primer boceto de su árbol genealógico. Siete días son muchos días, desde luego, pero espero que pueda usted arreglarse sin mí todo este tiempo. El Conde, aunque muy ocupado con sus trabajos de investigación sobre las afecciones alérgicas y sus causas (tiene como pacientes a diez muchachas inglesas), ha convenido conmigo en que nos veremos todos los días, pues confía en que los dos, en estrecha colaboración, conseguiremos llenar la laguna histórica producida por la emigración de los Bleuville cuando se trasladaron de Augsburgo a una ciudad de Polonia. Para los fines de que hablamos en Londres, le he sugerido al Conde la conveniencia de concluir nuestra labor de investigación con una rápida visita a Augsburgo, pero todavía no me ha comunicado su decisión a este respecto.

Ruégole diga a mi prima Jenny Bray que probablemente recibirá una carta de un amigo de su difunto marido; al parecer, este amigo sirvió con él en los Lovat Scouts durante la guerra. Dicho señor se me acercó esta mañana, durante el almuerzo, confundiéndome con el otro Hilary. ¡También es coincidencia!

Y ahora pasaré a hablarle del descubrimiento más interesante que he realizado desde que llegué aquí: el Conde no tiene lóbulos en las orejas ¿No es una buena noticia? Además, por su aspecto, presentación y refinados modales, da la impresión de ser una persona verdaderamente distinguida. Tiene una cabeza bien formada, cabellos plateados y una sonrisa encantadora. Desgraciadamente se ve obligado a usar lentes de contacto a causa de la debilidad de su vista y de la fuerte radiación solar propia de estas alturas; además su nariz aguileña está un poco afeada por cierto defecto en una de las ventanas nasales, que, a mi juicio, podría haberse corregido fácilmente mediante una operación de cirugía facial. Habla un inglés impecable con un gracioso tono cantarín. Estoy seguro de que vamos a entendernos muy bien.

Ahora quisiera hacerle un ruego relacionado con el trabajo que se me ha encomendado. Me prestaría usted una ayuda preciosa si pudiera ponerse en contacto con la vieja y prestigiosa editora del Almanaque Gotha para averiguar si disponen allí de datos que puedan ayudarnos a llenar las lagunas de la ascendencia del Conde. Acaso dispongan de alguna pista. Cablegrafíeme todo cuanto pueda ser de utilidad. Ahora que tenemos esta prueba de los lóbulos, estoy seguro de que existe realmente esa vinculación entre el Conde y los Bleuville.

Y nada más por hoy.

Reciba usted un cordial saludo de su afectísimo amigo,

Hilary Bray

Post Data: Esta mañana ha ocurrido aquí un accidente terrible. No le diga nada de esto a mi madre, pues sufriría mucho pensando en los peligros que pudieran amenazarme en medio de las nieves eternas. Un miembro del personal de esta residencia —al parecer un yugoslavo— resbaló en la pista de bob, precipitándose a toda velocidad por la pendiente hasta llegar al mismo valle. ¡Qué espantoso! Creo que lo entierran mañana en Pontresina. A mi Juicio, deberíamos encargar una corona o algo por el estilo. ¿Qué le parece?

H. B.

Bond releyó la carta. Quedó satisfecho. Estas líneas proporcionarían a los jefes encargados de la Operación «Corona» abundante material para empezar a trabajar; sobre todo les daba a entender, de una manera velada, que debían averiguar en el Registro Civil de Pontresina el nombre y apellidos del muerto. Bond tenía la seguridad de que abrirían esta carta al vapor y harían una fotocopia de su contenido antes de echarla al correo. Naturalmente, no descartaba tampoco la posibilidad de que la destruyeran. Pero su jactanciosa y falaz alusión al Almanaque de Gotha impediría que hicieran semejante cosa, ya que esto sería perjudicial para las pretensiones de Blofeld.

Bond pulsó el botón del timbre y entregó la carta para que la llevaran al correo; seguidamente reanudó su trabajo, el cual consistió de momento en meterse en el cuarto de baño y recortar de la tira de plástico varios trozos de unos cinco centímetros de largo cada uno. La parte restante de la tira constituiría la regla graduada que fingió necesitar. En ella hizo Bond dieciocho marcas separadas por distancias de una pulgada. A continuación se sentó a su mesa de trabajo y empezó el bosquejo correspondiente a otros cien años del árbol genealógico de los Bleuville.

A las cinco de la tarde había oscurecido de tal manera que no veía para trabajar. Se levantó a encender la luz cuando de pronto se abrió la puerta para volver a cerrarse inmediatamente, aunque no del todo, pues quedaba una rendija de la anchura de un dedo. Era Ruby. La muchacha se llevó un dedo a los labios y señaló con un gesto el cuarto de baño. Bond la siguió y entraron allí, cerrando la puerta por dentro. Él encendió la luz. La muchacha se ruborizó y susurró suplicante:

—Oh, por favor, Sir Hilary, discúlpeme; pero quisiera hablar unas palabras con usted.

—Con mucho gusto, Ruby; pero ¿por qué en el cuarto de baño precisamente?

—Ah, pero ¿es que no lo sabe? No, ya veo que no. Se trata de un secreto que se quiere guardar a toda costa… Verá usted: todas las habitaciones tienen micrófonos ocultos. No sé dónde están instalados; pero varias veces las chicas nos hemos reunido a charlar en alguna de nuestras habitaciones y hemos comprobado que la señorita Bunt se enteró de ello en todas las ocasiones. Es más: creemos que hay algo así como cámaras de televisión. Por eso —la muchacha lanzó una risita nerviosa— siempre nos desnudamos en el cuarto de baño. Y es que una tiene la impresión de que la están observando continuamente. Yo creo que todo esto tiene algo que ver con el tratamiento terapéutico…

—Sí… Eso mismo creo yo.

—Pues, a lo que iba, Sir Hilary. Me causó una profunda impresión lo que dijo ayer durante la cena: eso de que la señorita Bunt podría ser duquesa. ¿De verdad es posible?

—¡Y tan posible! —dijo Bond sin pestañear.

—Ayer quedé profundamente decepcionada al no poder decirle mi apellido. Y es que… ¿sabe usted? —sus ojos se agrandaron de emoción— ¡yo me apellido Windsor! En mi familia siempre se ha dicho que estábamos lejanamente emparentados con la Familia Real.

—¡Caramba, eso sí que es interesante! —«¡Miserable embustero!», se dijo a sí mismo Bond—. ¿De qué parte de Inglaterra es usted? ¿Dónde nació?

—En el condado de Lancaster. En Morecambe Bay, famosa por sus camarones. Pero también abundan allí las aves de corral, ¿sabe usted?

—Por eso le gusta tanto el pollo.

—Bueno, al principio no; todo lo contrario. Era alérgica a estas aves. No era capaz de soportar los pollos: me repugnaba su plumaje, su estúpido modo de picotear, su porquería, el olor que despiden… ¡Los detestaba! Cuando comía pollo, hasta me salían ronchas en la piel. Aquello era horrible y, naturalmente, mis padres estaban irritados conmigo, pues poseen una importantísima granja avícola y, claro, esperaban que les ayudase a limpiar las baterías de cría: ya sabe usted, esa instalación para la producción masiva de pollos. Y entonces, un buen día, vi un anuncio en las
Revista de Avicultura
. Decía que todo aquél que sufriera una alergia producida por las aves podía solicitar un tratamiento terapéutico dirigiéndose a un instituto de Suiza en el que se realizaban investigaciones científicas sobre esta clase de afecciones. No sólo era completamente gratuito, sino que, además, se le darían al paciente diez libras semanales para sus gastos menudos. Entonces envié una solicitud. Me pagaron el billete hasta Londres y me entrevisté con la señorita Bunt, la cual me sometió a una especie de examen.

»Sólo Dios sabe cómo pude salir airosa de la prueba, si se tiene en cuenta que me suspendieron dos veces en mi reválida de bachillerato elemental. Pero ella me dijo que yo era precisamente lo que el Instituto necesitaba. Y así me vine aquí, donde llevo ya dos meses. Y no se está mal del todo. Cierto es que nos vemos sometidas a una disciplina muy severa; pero el caso es que el Conde me ha curado por completo. Ahora me encantan los pollos —sus ojos resplandecieron repentinamente de entusiasmo—. ¡Creo que son las aves más hermosas y maravillosas del mundo!

—¡Qué estupendo! ¡Es fantástico! —repuso Bond, aunque de momento estaba hecho un lío, sin saber qué pensar de todo aquello—. Bien, pasemos ahora a la cuestión de su apellido. Quiero ponerme a trabajar inmediatamente sobre este asunto. Pero ¿cómo podríamos hablar de esto los dos a solas? El único sitio posible es mi habitación o la de usted…

—¿Por la noche… quiere decir? —en los ojos azules, muy abiertos, había una mezcla de turbación, nerviosismo y expectación pudibunda.

—Sí, creo que es la única solución posible.

Bond avanzó un paso hacia ella y la besó en la boca. Luego la abrazó desmañadamente, como si no estuviera acostumbrado a esas cosas, y le susurró al oído:

—¿Sabe? ¡La encuentro a usted irresistiblemente atractiva y simpática!

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