Al servicio secreto de Su Majestad (13 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
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Moviéndose con el máximo cuidado para no hacer el menor ruido, Bond se metió en la cama. Estaba agotado; pero, dentro de su atormentado cerebro, sus pensamientos siguieron vibrando inútilmente durante media hora antes de quedar sumido en un profundo sueño reparador.

Cuando a las nueve de la mañana se despertó y abrió las ventanas, observó que entoldaban el cielo esos densos nubarrones de color gris desvaído que infaliblemente anuncian una gran nevada. Se había levantado un fuerte viento, que soplaba en violentas ráfagas. Las máquinas del teleférico estaban mudas: las ligeras cabinas de aluminio probablemente no habrían resistido las inclemencias del tiempo.

Bond cerró la ventana y llamó al timbre para pedir el desayuno. Cuando se lo trajeron, descubrió que en la bandeja venía asimismo una nota de
Fräulein
Bunt:

«El Conde tendrá mucho gusto en recibirlo a las once. I. B.».

Los dos hombres se entrevistaron en el despacho del Conde.

—Buenos días, Sir Hilary. ¿Ha descansado bien? —indicó con un gesto la ventana—. Va a nevar… un día magnífico para trabajar. Así nada le distraerá…

Bond contestó a la indirecta con una sonrisa de inteligencia y picardía.

—Estoy de acuerdo con usted. Porque la verdad es que esas bellas señoritas tienen la virtud de distraerle a uno, y de qué manera. Son encantadoras y atractivas a más no poder. Y, a propósito, ¿qué afecciones padecen? Todas ellas tienen un aspecto de lo más saludable.

—Estas jóvenes sufren varios tipos de alergia, Sir Hilary, alergias paralizantes estrechamente relacionadas con la agricultura y la cría de animales. Todas estas muchachas proceden de zonas rurales y sus alergias van en detrimento de su capacidad para el trabajo. Ahora bien, yo he ideado un tratamiento para curar esos síntomas. Tengo la satisfacción de poder decir que, según todos los indicios, este tratamiento está dando óptimos resultados…

Zumbó el teléfono que tenía a su lado.

—Dispénseme.

El Conde descolgó el auricular.


Ja. Verbinden Sie
(Sí. Páseme la comunicación).

Se produjo una pausa de espera, que Bond aprovechó diplomáticamente para fingir que echaba una ojeada a los documentos que había llevado consigo.


Zdies de Bleuville… Da… Da. Jarasho
(De Bleuville al habla… Sí, sí. Está bien).

Colgó el receptor.

—Discúlpeme. Era uno de mis ayudantes del Instituto. Había salido a comprar material para los laboratorios. Oficialmente, el teleférico no funciona hoy. Pero ha habido que organizar un viaje de excepción para que pueda regresar. Con este tiempo, no es muy agradable un viaje así, que digamos. El pobre hombre va a pasar un mal rato… Bien, y ahora, mi querido Sir Hilary, sigamos con nuestro trabajo, si le parece.

Bond desplegó sobre la mesa sus grandes láminas llenas de dibujos y anotaciones y, muy orgulloso, siguió con el dedo la trayectoria genealógica de las diferentes generaciones, marcando las sucesivas etapas. El Conde parecía satisfecho y hasta entusiasmado, a juzgar por sus preguntas y comentarios. Por último, Bond enrolló las láminas y sacó su bloc de notas.

—Y ahora, Conde, tendremos que abordar el problema empezando por el extremo opuesto, es decir, por usted —Bond adoptó de pronto el gesto del investigador profesional, inquisitivo, autoritario—. Según consta en estas anotaciones, nació usted en Gdynia el 28 de mayo de 1908. ¿No es así?

—Así es.

—¿Los nombres y apellidos de sus padres, por favor?

—Ernst Georg Blofeld y María Stavro Michelopoulos.

—¿Nacidos también en Gdynia?

—Sí.

—Ahora, sus abuelos por línea paterna…

—Ernst Stefan Blofeld y Elisabeth Lubomirskaya.

—¡Vaya! Por lo que veo, Ernst es un nombre de pila tradicional en la familia Blofeld, por decirlo así.

—Eso parece, en efecto, puesto que también mi bisabuelo se llamaba Ernst.

—Es un detalle muy revelador. Porque ha de saber usted, mi querido Conde, que entre los Blofeld de Augsburgo hay nada menos que dos varones con el nombre de Ernst. En muchas familias los nombres de pila se repiten de generación en generación. Nosotros consideramos estos nombres hereditarios como una de las pistas más importantes… Bien, ¿recuerda algo más sobre sus ascendientes anteriores a los mencionados? Hemos llegado ya al año 1850 aproximadamente. Sólo nos faltan los datos correspondientes a unos cincuenta años de filiación; cuando los conozcamos, habremos llegado a los Blofeld de Augsburgo.

—No. No puedo decirle más —la negación sonó casi como un grito de dolor—. De mi tatarabuelo no sé absolutamente nada. —Las manos del Conde se crisparon nerviosas sobre la mesa—. Tal vez… con dinero… podríamos procurarnos testigos que corroboren… Vamos, mi querido Sir Hilary, que usted y yo (no hace falta que se lo diga) somos hombres de mundo, y creo que nos entendemos perfectamente… Quiero decir: ¿es absolutamente necesario que los extractos de actas de los archivos, de los Registros Civiles, de los libros parroquiales… sean absolutamente auténticos?

«¡Ya te he cogido, viejo zorro!», pensó Bond.

—La verdad es que no comprendo bien lo que quiere decir, Conde.

—Usted trabaja mucho, Sir Hilary. Pero quizá podría llevar, si quisiera, una vida más fácil y agradable. Me imagino que hay ciertas ventajas materiales que siempre ha deseado poseer y disfrutar: coches, un yate, una hermosa pensión para el día en que se jubile. Basta una sola palabra, dígame una cifra: sus deseos serán órdenes para mí… —los ojos de color verde oscuro se clavaron en los de Bond, recatados y evasivos, obligándole a sostener su mirada—. Sólo se trata de que usted colabore y ponga un poco de su parte. Unos cuantos viajes a ciertos puntos de Polonia, Alemania y Francia… La parte puramente técnica del asunto. Los documentos y cosas por el estilo corren exclusivamente de mi cuenta. Usted sólo tendría que aportar pruebas y testimonios en apoyo de mis pretensiones. Una sola palabra del College of Arms seria para el Ministerio de Justicia de París tan indiscutible como la palabra de Dios, ¿no es así?

Aquello era demasiado hermoso para ser verdad. ¿Qué actitud tomar? ¿Qué giro dar a su papel? Bond, adoptando un leve aire de vacilación, como avergonzado, replicó:

—Lo que acaba de sugerirme, Conde, no deja de ser… interesante. Por supuesto, si los documentos son convincentes, si son realmente sólidos e inatacables, entonces no veo por qué no iba yo a refrendarlos con mi aval. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Oh, no se preocupe lo más mínimo por… —empezó a decir el Conde con vehemencia y acento de sinceridad, pero no pudo terminar la frase, porque en aquel instante se oyó un tremendo alboroto en el pasillo y el ruido de unos pasos que se acercaban pesadamente. Se abrió la puerta con violencia y un hombre, brutalmente empujado por la espalda, entró tambaleándose en el despacho y cayó desplomado sobre la alfombra. Detrás de él aparecieron dos guardianes, que se cuadraron al punto militarmente. Miraron a Bond con una cara de sorpresa: sin duda les extrañaba verlo allí, en compañía del Conde.

—¿
Was ist denn los
? (¿Qué ocurre?) —preguntó este último en tono seco, cortante.

Bond conocía la respuesta a esta pregunta, y por un momento sintió doblársele las piernas. A pesar de que el hombre caído en el suelo tenía la cara literalmente cubierta de nieve y de sangre, Bond reconoció aquellas facciones, familiares para él: aquel cabello rubio y aquella nariz de boxeador, rota durante su servicio en la Marina, eran, los de uno de sus compañeros del Servicio Secreto. No le cabía duda: aquel hombre era Shaun Campbell, el agente Número 2 del Puesto Z de Zurich.

¡Dios santo, qué complicación! Deliberadamente se había mantenido al Puesto Z de Zurich en la más completa ignorancia respecto a la misión encomendada a Bond, y sin duda Campbell había seguido una pista por su propia cuenta, probablemente la del ruso que había ido a «comprar material para los laboratorios».

El que parecía jefe de los guardianes dijo rápidamente, en un mal alemán, pronunciado con leve acento eslavo:

—Venía de polizón en el compartimiento abierto de los esquís, en la parte de atrás de la cabina del teleférico. Aunque estaba casi congelado, opuso una fuerte resistencia. Hubo que reducirlo por la fuerza. Sin duda venía siguiendo al capitán Boris. Dijo ser un turista inglés procedente de Zurich y declaró que no llevaba consigo dinero suficiente para pagarse el billete, pero que sintió deseos de subir hasta aquí para visitar este lugar. Lo hemos registrado. Traía consigo 500 francos suizos. Ningún documento de identidad. Dice apellidarse Campbell.

Al oír pronunciar su apellido, el hombre caído en el suelo levantó la cabeza y paseó a un lado y a otro una mirada extraviada. Le habían golpeado brutalmente la cara y el cráneo con la culata de una pistola. En aquel momento estaba aturdido y medio inconsciente. Cuando sus ojos se encontraron con el rostro familiar de Bond, pareció extrañado en el primer momento, pero mostró en seguida una expresión de alegría, como si le hubieran arrojado una boya salvavidas, y balbució con voz ronca:

—¡Gracias a Dios que estás aquí, James! Diles que soy yo. Diles que soy de la Universal Export, de Zurich. Diles que soy de confianza…

Dicho esto, su cabeza volvió a desplomarse sobre la alfombra.

El Conde se volvió lentamente hacia Bond. Ahora su sonrisa fija, alterada por la cirugía estética, había adquirido una expresión grotesca y horrible:

—¿Conoce usted a este hombre, Sir Hilary?

Bond denegó silenciosamente con la cabeza. Sabía que con aquello firmaba la sentencia de muerte de Campbell.

—No lo he visto en mi vida. ¡Pobre hombre! Me parece que está un poco trastornado… Conmocionado, probablemente. ¿Por qué no le llevan a un hospital del valle? Parece que está bastante grave.

—Y… ¿la Universal Export? Si no me engaño, ya he oído pronunciar ese nombre antes de ahora.

—Pues yo, no —repuso Bond con tono indiferente. Y sacando un paquete de cigarrillos, encendió uno con mano firme.

El Conde se volvió hacia los guardianes. Con voz queda y suave, ordenó lacónicamente:


¡Zur Befragungszelle
! (¡A la celda de los interrogatorios!).

Los dos esbirros se agacharon y agarraron a Campbell por los sobacos. La cabeza caída del herido se irguió, sus ojos lanzaron a Bond una última mirada desesperada y la puerta se cerró detrás de los hombres, que se alejaron por el pasillo arrastrando los pies.

¡A la celda de los interrogatorios! Esto sólo podía significar una cosa: la confesión total, arrancada mediante la aplicación de los métodos más modernos. ¿Cuánto tiempo resistiría Campbell el interrogatorio sin traicionarse? Y ¿de cuántas horas podría disponer Bond todavía para actuar?

—Les he ordenado que lo lleven a la enfermería. Allí lo cuidarán bien —el Conde levantó lentamente la vista de los papeles desplegados sobre la mesa y miró a Bond—. Me temo que este desdichado incidente ha venido a trastornar el curso de mis ideas, Sir Hilary. Discúlpeme, ¿no le importa que lo dejemos para mañana?

—Oh, claro que no, por supuesto. Y en cuanto a su proposición de que en lo sucesivo trabajemos los dos en más estrecha colaboración, estoy seguro, Conde, de que llegaremos a un acuerdo.

—Perfecto.

El Conde cruzó las manos detrás de la nuca y se puso a contemplar el techo durante unos instantes; luego, mirando a Bond pensativo, dijo en tono indiferente:

—Supongo que no estará usted relacionado en ningún aspecto con el Servicio Secreto británico, Sir Hilary…

Bond soltó una sonora carcajada.

—¡No, por Dios! No sabía siquiera que tuviéramos semejante organización en Inglaterra. ¿No desapareció todo eso al terminar la guerra?

La estática inmovilidad de la cara del Conde daba a entender que a él no le parecía tan divertido el asunto como a Bond, ni mucho menos. Dijo fríamente:

—En ese caso, olvide mi pregunta, Sir Hilary. La aparición de ese intruso me ha vuelto, de pronto, excesivamente suspicaz y desconfiado. No me gusta que suban a turbar mi vida retirada, Sir Hilary. La investigación científica no es posible más que en una atmósfera de paz y tranquilidad absolutas.

—En eso estoy completamente de acuerdo con usted —dijo Bond con calor.

Se levantó y se puso a recoger y ordenar los papeles que tenía sobre la mesa. El Conde se levantó cortésmente a su vez, y Bond se despidió de él.

Ya en el pasillo, aguzó el oído, al acecho de cualquier ruido. No advirtió la menor señal de movimiento, pero observó que una de las puertas estaba entreabierta y que por su rendija se filtraba un rayo de luz color rojo de sangre. Bond, pensando que ya, de todos modos, se la había buscado, abrió un poco más la puerta y asomó la cabeza al interior. El local era una especie de laboratorio muy largo, de techo bajo, en el que se veía una gran mesa de trabajo recubierta de plástico y alineada a lo largo del recinto bajo las ventanas, que tenían los postigos cerrados. Lámparas de neón ocultas en las molduras del cielo raso difundían una claridad rojo oscuro, como la de los laboratorios fotográficos. La mesa estaba materialmente cubierta de retortas, probetas y tubos de ensayo. En la pared del fondo, llena de anaqueles, se veían hileras y más hileras de tubos de ensayo, redomas y frascos. Todos ellos contenían un liquido turbio grisáceo. Junto a las mesas había tres hombres. Tres hombres con batas blancas y la nariz y la boca tapadas con máscaras de gasa, al parecer completamente absortos en su trabajo. Bond retiró la cabeza y siguió caminando por el pasillo hasta llegar al exterior. El viento había dado paso a una tempestad de nieve: nevaba, nevaba copiosamente. Bond se levantó el cuello del jersey y se abrió paso como pudo por el sendero que conducía al Club, donde le esperaba un calorcillo muy agradable. Una vez dentro del edificio, se dirigió rápidamente a su habitación y cerró la puerta. Luego entró en el cuarto de baño, se sentó y, hundiendo la cabeza entre las manos, se puso a cavilar. ¿Qué iba a hacer ahora?

¿Hubiera podido salvar a Campbell? Evidentemente, podía haber efectuado una tentativa desesperada, diciendo por ejemplo: «Sí, conozco a este hombre. Es una persona perfectamente honrada y respetable. Hemos trabajado los dos para la misma compañía: la Universal, de Londres». Luego dirigiéndose a él, le podía haber dicho: «¡Vaya, hombre! Tienes muy mal aspecto. ¿Qué te ha ocurrido?».

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