Read Al servicio secreto de Su Majestad Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
En el rostro de Marc-Ange se produjo un cambio sorprendente. Sus ojos adquirieron de repente el fulgor sombrío del ópalo.
—¡Ajajá! —exclamó—. ¡El Blofeld de la ESPECTRA! Sí. ¡Claro que vive todavía! No hace mucho compró a tres de mis hombres, los sobornó para que abandonaran la Union Corse. Todo lo que sabemos es que se encuentra en Suiza, pero desconocemos su dirección exacta. Los agentes de su organización podrán, con toda seguridad, localizar su paradero si la Sécurité suiza quiere ayudarles. Hay que tener en cuenta que siempre pone trabas y dificultades cuando se trata de cuestiones que afectan a la vida privada de los ciudadanos.
A Bond se le había acelerado el pulso de emoción. «¡Al fin he dado contigo, perro!», pensó. Luego dijo en voz alta, entusiasmado:
—¡Esto es maravilloso, Marc-Ange! El resto del problema no presentará dificultades. Sepa usted que tenemos buenos amigos en Suiza.
Marc-Ange sonrió. Era evidente que la reacción de Bond le produjo un verdadero placer. Luego dijo muy serio:
—Pero si las cosas le fueran mal, no dudaría en acudir inmediatamente a mí, ¿verdad?
Abrió un cajón, sacó una hoja de papel con membrete y se la alargó a Bond.
—Aquí tiene mi dirección comercial. Le bastará con telefonearme o telegrafiarme, pero poniendo siempre mucho cuidado en redactar el texto de su mensaje de forma que, en todos sus detalles, se refiera única y exclusivamente a cuestiones relacionadas con aparatos electrodomésticos. Por ejemplo: «Un envío de aparatos de radio no concuerda con el pedido. Entrevístese con mi representante tal día y en tal sitio». ¿De acuerdo? Ya conocerá estos trucos sin duda, ¿eh? Después de todo —añadió con una sonrisa maliciosa—, usted, si no me equivoco, tiene algo que ver con una sociedad internacional de exportación…, la Universal Export. ¿Cierto?
Bond sonrió. ¡Conque aquel viejo diablo también estaba enterado de eso!
Marc-Ange dijo tímidamente:
—Y ahora, ¿puedo llamar a Teresa? Ella no sabe de qué hemos hablado.
Se levantó y, acercándose a Bond, le puso la mano en el hombro.
—Gracias. ¡Gracias por todo!
Y dicho esto, desapareció por la puerta.
UN CEBO INFALIBLE
Dos meses después, rodaba James Bond en su coche por las calles de Londres camino de su cuartel general. Era un hermoso día más de los muchos que en aquel año había lucido el sol, aunque ya en Hyde Park el olor a hojas quemadas anunciaba la inminente llegada del invierno. Aquella mañana, sentado al volante, un tema había vuelto a acaparar los pensamientos de Bond: el tiempo que llevaba esperando inútilmente noticias de Zurich, aguardando a que el puesto Z del Servicio Secreto lograra vencer los escrúpulos de la Sécurité suiza y obtuviera de ésta la dirección exacta de Blofeld. Realmente sus «amigos» de Zurich estaban demostrando ser bastante lerdos o (y esto era lo más probable) irreductiblemente testarudos. En efecto, era indudable que la Sécurité estaba perfectamente enterada de que, en una ocasión, Blofeld, gracias a su posesión ilegal de armas atómicas, había hecho objeto de un humillante chantaje a Inglaterra y los Estados Unidos; pero oficialmente, no se sabía nada de ese asunto: no se conocía en toda Suiza a ningún hombre apellidado Blofeld; tampoco se había encontrado en territorio suizo ninguna prueba de la existencia de una organización resucitada bajo el nombre de ESPECTRA ni bajo ningún otro nombre.
Bond reflexionó si le convendría ponerse de nuevo en contacto con Marc-Ange. Pero, después de pensarlo un instante, desechó la idea. Quería mantenerse alejado de todo cuanto afectara a su relación con Tracy y dejarla tranquila durante algún tiempo.
La última noche que habían pasado juntos, habían vivido unas horas de paz y serena alegría, como dos viejos amigos o dos antiguos amantes. Bond había explicado entonces a Tracy que la Universal Export iba a enviarlo por algún tiempo al extranjero, y que volverían a reunirse tan pronto como él regresara a Europa. La joven se había mostrado totalmente conforme con este plan; declaró que había resuelto trasladarse a algún lugar donde reponerse y descansar, pues había estado a punto de sucumbir a una espantosa crisis de desesperación. Le prometió que lo esperaría. Bond se mostró satisfecho al comprobar que la cura de la muchacha había comenzado ya. Sintió una auténtica necesidad de protegerla. Se había dado perfecta cuenta de que las relaciones entre los dos, y sobre todo el equilibrio síquico y moral de la muchacha, pendían de un hilo, y había que evitar toda posible acción perturbadora.
Había llegado a este punto en sus reflexiones cuando comenzó a vibrar el sincráfono que Bond llevaba siempre en el bolsillo del pantalón. Aceleró la marcha y poco después detenía su coche junto a una cabina telefónica pública de Marble Arch. El sincráfono —aparato radiorreceptor del tamaño de un reloj de bolsillo— era una novedad adoptada por el Servicio Secreto hacía muy poco tiempo. Todo agente que se encontrara en cualquier punto de Londres dentro de un radio máximo de quince kilómetros de distancia del Cuartel General, podría recibir una llamada a través de su receptor de bolsillo. Una vez oída esta llamada, debería dirigirse inmediatamente al teléfono más próximo y ponerse en comunicación con su oficina.
Ya en la cabina, Bond llamó a su central telefónica, marcando el único número exterior que le estaba permitido utilizar, y dijo:
—0O7 al habla.
Inmediatamente le pusieron en comunicación con
Miss Mary Goodnight
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, su nueva secretaria. Era ésta lo que se dice una preciosidad de chiquilla, de ojos azules y pelo negro como ala de cuervo. Dentro de la Sección se había organizado una especie de quiniela particular, por valor de cinco libras esterlinas, apostando a quién sería el primero en conquistar a la chica. Bond había figurado hasta entonces como el «caballo favorito» de esta «carrera»; pero, desde el día en que conoció a Tracy, se había retirado de la competición, considerándose ya como un puro
outsider
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, aunque todavía seguía flirteando con Mary. A través del hilo telefónico le dijo humorísticamente:
—¡Buenos días, Goodnight! ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Es la guerra o es la paz?
Ella lanzó una risita nada acorde con su profesión.
—El asunto parece tener un carácter bastante pacífico, tan pacífico como puede serlo un mensaje urgente llegado de «arriba». Dicen que se dirija usted inmediatamente al College of Arms y pregunte por Sable Basilisk. Él es allí una especie de faraute. Parece que han descubierto algo relacionado con «Bedlam».
«Bedlam» era la denominación adoptada en el código cifrado para designar la búsqueda y localización de Blofeld.
Con la respetuosa seriedad que reclamaban las circunstancias, Bond dijo:
—¿Ah, sí? Entonces tengo que salir disparado… Adiós, Goodnight.
Pero… ¿qué diablos pasaba ahora? ¿Qué significaba todo esto? Bond montó de nuevo en el coche y atravesó, a la mayor velocidad posible, el centro de la capital londinense. «¡Qué cosa más rara!», pensó. ¿Qué tendría que ver en este asunto el College of Arms, una respetable institución de cinco siglos de antigüedad, sin otra misión que estudiar los linajes, establecer árboles genealógicos, expedir títulos nobiliarios y blasones y organizar diversas ceremonias reales?
El College of Arms tiene su sede en la calle de la Reina Victoria, junto a la línea periférica de la City, en un encantador palacete de la época de la Reina Ana, construido de ladrillos rojos al estilo antiguo, con un hermoso patio interior adoquinado en el que Bond estacionó su coche. Una escalinata de piedra en forma de herradura conduce hasta un imponente portón, sobre el cual ondeaba aquel día una bandera con un espléndido animal heráldico. Bond penetró en el sombrío vestíbulo en cuyas paredes revestidas de madera se veían antiguos retratos de orgullosos señores con gorgueras. A lo largo de un húmedo y frío pasadizo, todo adornado con escudos de armas, siguió Bond al conserje mientras pensaba: «¿Qué clase de vejestorio será ese Sable Basilisk?».
Pero, un instante después, Bond era introducido en una habitación luminosa, acogedora y alegremente amueblada, en cuyo ambiente flotaba un leve aroma de tabaco turco. Un hombre todavía joven, más joven incluso que Bond, se levantó y salió a su encuentro. Era delgado como una vara de mimbre, apuesto y con un aire de hombre culto e inteligente. En sus ojos francos brillaba una luz irónica que quitaba a su rostro toda expresión de gravedad.
—¿El comandante Bond? —dijo, tendiendo la mano y dándole un fuerte y rápido apretón—. Le estaba esperando.
Se sentó a la mesa escritorio. Con un leve gesto, indicó a Bond que hiciera lo mismo y alargó la mano hacia un expediente.
—Bueno, ante todo, supongo (o, mejor dicho, creo adivinar) que éste es un asunto del Intelligence Service o algo por el estilo. Sepa usted que yo he servido en el Ejército Británico del Rhin; por lo tanto no tiene usted por qué preocuparse en lo tocante al mantenimiento de secretos relacionados con la seguridad del Estado. Por otra parte, en este Colegio probablemente tenemos tantos asuntos secretos y reservadísimos como pueda haberlos en cualquier departamento gubernamental.
—¡Magnífico! —repuso Bond—. Entonces podemos ir directamente al grano. Tenemos fundados motivos para suponer que ese Blofeld es el mayor criminal que existe sobre la tierra. ¿Recuerda usted el asunto «Trueno», mencionado por la Prensa hace cosa de un ano? Sí, ¿verdad? Pues bien, ese Blofeld era el que dirigía todo el cotarro. Pero dígame, ¿cómo ha llegado usted a tener noticias de él?
Sable Basilisk volvió la primera hoja de su legajo.
—Pensé que podría tratarse del mismo individuo al recibir ayer una serie de llamadas telefónicas urgentes de los Ministerios de Asuntos Exteriores y Defensa. Antes no se me había ocurrido nunca idea semejante, francamente, ni siquiera cuando en junio del año pasado (concretamente el día diez) recibimos esta comunicación confidencial de una acreditada firma de abogados de Zurich, fechada el día anterior. Voy a leérsela. Escuche:
Muy señores nuestros:
Tenemos un cliente muy apreciado, llamado Ernst Blofeld. Este señor se da a sí mismo el título de Monsieur le Comte Balthazar de Bleuville, convencido de que él es el heredero legítimo de este título, que nosotros suponemos extinguido. Esta creencia se basa en relatos que oyó de labios de sus padres siendo niño, relatos según los cuales su familia huyó de Francia en la época de la Revolución y se estableció en Alemania, adoptando allí el apellido Blofeld para sustraerse a las represalias de las autoridades de la Revolución, y al mismo tiempo para poner a salvo su capital, que había sido retirado y depositado en Augsburgo. Más tarde, en el año mil ochocientos cincuenta y tantos, dicha familia emigró a Polonia.
Nuestro cliente persigue ahora con gran interés la confirmación oficial de estos hechos, a fin de obtener legalmente el derecho al título de Conde de Bleuville, sancionado por un Acte de Notoriété en el que luego se estamparía el sello de legalización del Ministerio de Justicia, en París.
Mientras tanto nuestro cliente se propone —y así nos lo ha declarado formalmente— seguir adoptando, aunque sólo sea provisionalmente, el título de Conde de Bleuville, así como el escudo de armas de su familia. Según nuestros informes, la organización de ustedes es la única en el mundo que está en condiciones de poder realizar una investigación de esta índole, y nuestro cliente nos ha pedido que nos pusiéramos en contacto con ustedes y que todas las gestiones relacionadas con este asunto se realizaran sobre una base estrictamente confidencial.
La situación financiera de nuestro cliente es irreprochable, y los gastos que puedan ocasionar estas investigaciones no constituyen para él ningún problema. Caso de que ustedes acepten este encargo, les proponemos como honorarios provisionales la suma de mil libras esterlinas, que serían enviadas a su cuenta en el banco que ustedes designaran.
En espera de sus gratas noticias, quedamos de ustedes, etcétera, etcétera.
Firmado: GUMPOLD-MOOS BRUGGER, Hnos.
Abogados
Bahnhofstrasse, 16—bis
ZURICH
A Bond le chispeaban los ojos de pura animación. Sable Basilisk sonrío.
—Nosotros estábamos más interesados aún por este asunto de lo que parece estar usted. Comprenda: nuestros honorarios son extraordinariamente modestos. Por dicha razón, todos dependemos de ingresos particulares procedentes de trabajos como éste. La proposición de marras era un cebo realmente tentador para nuestra casa, y como el día en que se recibió esta carta dio la casualidad de que yo estaba de servicio, haciendo algo así como de «oficial de guardia», consideré aquello como un maná caído del cielo.
Bond preguntó excitado:
—Y desde entonces, ¿mantuvieron ustedes contacto con ellos?
—Sí, aunque no muy asiduo por cierto. Ni que decir tiene que yo les escribí inmediatamente, comunicándoles que aceptábamos este encargo y nos comprometíamos a guardar el mayor secreto sobre el asunto. Y ahora —añadió sonriendo— viene usted y me obliga a quebrantar esta promesa de guardar secreto… invocando la Ley sobre el Mantenimiento de Secretos Oficiales. Es así, ¿no es cierto? Lo cual quiere decir que, si obro de este modo, es por causas de fuerza mayor, ¿eh?
—Así es, en efecto —contestó Bond, recalcando las palabras.
Sable Basilisk hizo una breve anotación en el papel y prosiguió.
—Naturalmente, lo primero que tenía que hacer era pedir que me enviaran una copia de la partida de nacimiento. Así lo hice, y al cabo de algún tiempo, los abogados de Zurich me escribieron comunicándome lo siguiente: que esta partida de nacimiento se había perdido, pero que no me preocupara por ello; que el Conde había nacido en la ciudad polaca de Gdynia, el 28 de mayo de 1908; que su padre era polaco, y su madre, griega. Me preguntaban, de paso, si podría iniciar mis investigaciones partiendo de atrás, de la época de extinción del título de Bleuville. Contesté dando largas, aunque por entonces ya había descubierto en nuestra biblioteca la existencia de una familia apellidada De Bleuville, oriunda de la localidad de Blonville-sur-Mer, del departamento de Calvados. Su escudo de armas y su divisa eran exactamente los mismos que Blofeld había descrito a sus abogados —Sable Basilisk hizo una pausa—. Más tarde les escribí comunicándoles este descubrimiento, y aproveché mis vacaciones de verano para ir a Francia y hacer indagaciones.