Al servicio secreto de Su Majestad (4 page)

Read Al servicio secreto de Su Majestad Online

Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
3.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Yo soy el jefe de la Union Corse. El Capu.

Capítulo III

EL CAPU

Conque… ¡la Union Corse! Ahora quedaba explicada, por lo menos, una parte del misterio. Toda aquella operación del secuestro, incluso la apropiación indebida del Bombard, constituía un juego de niños para una organización tan poderosa como aquélla. La Union Corse era aún más peligrosa que la Mafia, y tal vez incluso más antigua que ésta. Bond sabía que tal organización controlaba, en Francia entera y sus colonias, casi todo el consorcio del crimen: gangs de protección, contrabando y eliminación de bandas rivales. Hacía sólo unos meses un tal Rossi había sido asesinado a balazos en un bar de Niza. Se sabía que la víctima había pretendido usurpar el trono del Capu, este hombre jovial y rebosante de vida que ahora estaba tan apaciblemente sentado a la mesa, frente a Bond. Y no dejaba de ser curioso y significativo el hecho de que este confortable vehículo de transporte para largas distancias fuera el cuartel general móvil de Marc-Ange.

Marc-Ange Draco hablaba el inglés a la perfección.

—Mi querido comandante —dijo—: quiero pedirle a usted que todo lo que estamos hablando aquí se quede detrás de su herkos odonton. Conoce usted el significado de esta expresión, ¿no?

Volvió a sonreír con aquella sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, añadiendo:

—Entonces, querido amigo, permítame que le diga que su educación no ha sido completa. Sepa usted que esta expresión se remonta a los clásicos griegos y significa literalmente «La valla de los dientes». Y fíjese: es exactamente equivalente a lo que ustedes llaman
Top secret
[4]
. Bien, ¿accede usted?

Bond se encogió de hombros.

—Si usted me revela secretos que afecten a mi profesión, entonces, sintiéndolo mucho, tendré que ponerlos en conocimiento de mis superiores.

—Lo comprendo perfectamente. Pero lo que voy a decirle ahora es algo muy personal y privado. En resumen: se trata de mi hija, de mi Teresa.

«¡Atiza!», exclamó Bond para sus adentros, pero sin dejar traslucir su sorpresa.

—¡Convenido! —contestó, sonriendo—. Okay. ¡Herkos odonton!

—Muchas gracias —prosiguió Draco, encendiendo un Caporal y recostándose en su butaca—. Pues bien, escuche usted. Yo estuve casado sólo una vez… con una inglesa. Para ser más exacto: con una institutriz inglesa. Ella tenía un temperamento romántico, una inclinación natural a la aventura, y esto la determinó a trasladarse a Córcega para comprobar por sí misma si todavía había auténticos bandidos en la isla, tal como había oído contar. Y allí, entre las montañas, me encontró a mí. Por aquella época la policía me buscaba. Bueno, en realidad me había andado buscando toda mi vida. Pero esto a la chica no le importó ni poco ni mucho. Se empeñó en no separarse de mí. Había en ella algo de montaraz y de indomable: amaba la vida libre y despreocupada y (el diablo sabe por qué) encontró divertido aquel juego de andar siempre huyendo, perseguida, de cueva en cueva, y ganarse la vida robando en asaltos nocturnos. Bueno, el caso es que yo terminé por enamorarme de la muchacha. Me la llevé secretamente desde la isla hasta Marsella, y allí nos casamos —hizo una pausa y miró a Bond—. El fruto de esta unión, mi querido comandante, fue Teresa, mi única hija.

«¡Conque era eso!», pensó Bond. Así se explicaba aquella extraña mezcla de elementos que formaban el carácter y el modo de ser de Tracy. Era una muchacha enigmática, pero al mismo tiempo una dama distinguida, justamente mitad corsa y mitad inglesa. ¡Claro! No era extraño que él no hubiera sido capaz de definir su nacionalidad.

—Hace unos diez años, falleció mi mujer —siguió diciendo Marc-Ange—. Y entonces ingresé a mi hija en uno de los más renombrados colegios suizos para señoritas. Tenga en cuenta que yo era ya rico por aquella época y ella era para mí… ¿cómo dicen ustedes? Tienen una frase muy hermosa para expresarlo… Ah, sí: «La niña de mis ojos». Yo le di todo cuanto ella deseaba, satisfaciendo sus menores caprichos. Pero era una fierecilla de las que no se dejan domar. Era literalmente un pájaro en libertad, sin un hogar verdadero, sin madre y, prácticamente, sin nadie que la cuidara y se ocupara de ella, puesto que yo andaba viajando continuamente de un lugar a otro. En su colegio de Suiza trabó conocimiento con esas malditas pandillas internacionales de la «dolce vita» que tanto dan que hablar a la prensa en nuestros días. Siempre andaba mezclada en escándalos y «affaires». Cuando la recriminaba por su conducta y le reducía la pensión que le tenía asignada, ella casi siempre reaccionaba cometiendo locuras aún mayores, creo que sólo por llevarme la contraria y hacerme rabiar.

Se interrumpió de nuevo, y de pronto en aquel rostro, que un momento antes parecía el de un hombre plenamente feliz, se reflejó un hondo sufrimiento.

—Pero aun cuando, para el mundo exterior, ella era una auténtica
playgirl
[5]
, no pudo jamás desmentir la sangre de su madre que corría por sus venas, y esto la hacía despreciarse en secreto a sí misma: el gusano de la autodestrucción iba royendo… ¿cómo diría yo?… las raíces de su alma —el hombre miró de nuevo a Bond—. Bueno, como usted sabe perfectamente, esto les puede ocurrir lo mismo a los hombres que a las mujeres: se queman y consumen en una especie de «furia de vivir», hasta que un día, al hacer el balance de su vida, se dan cuenta, de pronto, de que su existencia no tiene ya razón de ser. Reconozco ahora que ella hizo un gran esfuerzo, que yo calificaría de tentativa desesperada, para encarrilar de nuevo su vida y sentar la cabeza: desapareció, sin decirme nada, ¡y se casó! Se caso con un tal Conde Giulio de Vicenzo. Pero este hombre, que resultó ser un bribón y un sinvergüenza, le sacó todo el dinero que pudo y luego la abandonó, dejándola con una hija de corta edad. Yo me las arreglé para obtener el divorcio, le compré a ella un castillito en la Dordoña y la instalé allí. Durante algún tiempo pareció que, con la niña y con el lindo jardín, cuyo cuidado le proporcionaba una agradable distracción, había encontrado por fin la paz y el sosiego. Pero luego, de esto hace seis meses, la niñita murió de una meningitis…

Dentro del pequeño departamento de acero y aluminio se hizo un silencio absoluto. Bond tenía el pensamiento puesto en Tracy, que tan cerca de él se encontraba en aquel momento. En sus anteriores sospechas, él se había aproximado mucho a la trágica verdad. Tracy había llegado realmente al final de un terrible callejón sin salida.

—¿Ha pensado usted en el sicoanálisis? —le preguntó a Marc-Ange—. ¿Y en los auxilios de la religión? ¿Es católica su hija?

—No. Su madre no quiso que lo fuera. Es presbiteriana. Pero aguarde; todavía no he terminado de contarle toda la historia. Después de la desgracia de la muerte de la niña, ella desapareció. Recogió todas sus joyas y se marchó con ellas en ese pequeño automóvil de su propiedad, viajando a lo largo y a lo ancho de Europa. Luego me enteré de que andaba vendiendo sus alhajas y que llevaba una vida desenfrenada, en compañía de sus antiguos compañeros de pandilla. Naturalmente, hice que la vigilaran y la seguí hasta donde me fue posible, pero ella siempre esquivó todo encuentro conmigo. Ahora, por fin, enterado de que ella había reservado una habitación en el hotel Splendide para ayer noche, salí a toda velocidad de París en este vehículo, pues tenía el presentimiento de que iba a ocurrir una tragedia. Y es que… Verá usted, cuando ella era niña, solíamos veranear aquí. Ella era feliz en esta ciudad, y se había enamorado verdaderamente del mar. Cuando supe que ahora venía hacia acá, recordé de pronto un hecho pasado: un día en que ella se había portado mal, se le impuso el castigo de quedarse encerrada en su cuarto, en vez de ir a bañarse. Pues bien; aquella noche, al irse a la cama, le dijo a su madre: «Me has hecho muy desgraciada, ¡no me has dejado ir al mar! Si alguna vez llegara a sentirme tan desgraciada como hoy, me echaría al agua y me alejaría mar adentro, siguiendo la estela luminosa del sol o de la luna, nadando, nadando y nadando, hasta hundirme en el fondo del mar… ¡Así que ya lo sabes!" Cuando su madre me refirió esta anécdota, los dos nos reímos mucho de aquella rabieta infantil. Ahora, al recordar aquel episodio, se me ocurrió de pronto que aquella fantástica idea seguía latente en ella, arraigada en lo más profundo de su ser y que ahora, al decidir acabar con todo de una vez, habría revivido aquella idea dormida en su subconsciente y la pondría en práctica. En consecuencia, di orden de que se vigilara estrechamente a Teresa tan pronto como ella llegara aquí. De este modo he podido enterarme, mi querido amigo, de la ayuda que usted le ha prestado en un momento crítico… Es un gesto que yo le agradezco en el alma. También sé perfectamente lo que hizo usted después… Oh, no tiene por qué pedir disculpas —añadió precipitadamente, al ver que Bond se revolvía en su asiento con aire azorado—. Lo que usted hizo anoche, y su modo general de comportarse, podría ser el principio de una especie de tratamiento terapéutico capaz de curar a mi hija. Este pensamiento me impulsó a tomar una decisión: esta mañana muy temprano, me puse en comunicación con mi amigo del Deuxième Bureau para pedirle datos acerca de usted, y, para las nueve, ya él me había facilitado los informes. Sepa usted (y esto dijo, volviendo a sonreír por fin— es otro secreto que le confío) que en este vehículo tengo una estación emisora-receptora muy potente. El informe de mi amigo era favorable a usted en un cien por cien: un informe que le honraba no sólo como funcionario sino como… hombre, por lo menos tal como yo en tiendo que debe ser un hombre. En consecuencia di, hace sólo unas horas, la orden de que me trajeran aquí a mi hija y a usted. Ya sé qué esto le habrá causado grandes molestias. ¡Perdóneme, mi querido amigo! Créame que, en este caso, era absolutamente necesario adoptar medidas drásticas».

Introdujo la mano en el cajón superior de la mesa y, sacando una hoja de papel, se la alargó a Bond.

—Lea usted esto y me dará la razón. Esta carta se la entregó hoy Tracy, a las cuatro y media de la tarde, al conserje del Splendide, para que él me la remitiera a Marsella.

Bond tomó la carta. Sólo contenía unas breves líneas, trazadas con una letra muy clara, firme y resuelta.

Querido papá:

Siento tomar esta decisión, pero he llegado al límite de lo que puedo soportar. Sólo una cosa me apena: el haberme tropezado esta noche con un hombre que hubiera podido hacerme cambiar de idea y salvarme. Ese hombre es un inglés llamado James Bond. Por favor trata de encontrarlo y págale la suma de 20.000 francos nuevos que le adeudo. Y dale las gracias de mi parte.

Nadie tiene la culpa de esto. Yo soy la única responsable.

Adiós, y perdóname.

Tracy.

Bond no quiso mirar la cara del hombre que había recibido esta carta. Tomó un gran trago de su vaso y a continuación alargó de nuevo la mano hacia la botella de bourbon. Luego dijo:

—Sí. Comprendo perfectamente…

—Comandante Bond —en la voz de su interlocutor había ahora un acento terriblemente apremiante—. ¿Quiere usted ayudarme a salvar a mi hija? ¡Es ésta mi última oportunidad de devolverle la esperanza, la ilusión de vivir! ¿Lo hará usted?

Bond se quedó mirando fijamente a la mesa. La sola idea de dejarse enredar en un lío de familia le asustaba. El no estaba allí para hacer el papel del Buen Samaritano ni el de un médico dedicado a curar pajaritos heridos.

—La verdad es que no veo el modo de ayudarle en un asunto como éste —dijo por último—. ¿Cuáles son sus planes, exactamente?

Echó otro trago para tener el valor de mirar a Marc-Ange cara a cara.

Los plácidos ojos castaños de aquel hombre centellearon con una luz que denotaba gran tensión.

—Deseo que haga la corte a mi hija y… se case con ella. El día de la boda yo le daría, como dote personal, un millón de libras oro.

Bond estalló, furioso:

—¡Lo que usted me pide es absolutamente imposible! Su hija está enferma. Necesita un siquiatra, no a mí. Y, además, sepa usted una cosa: no tengo la menor intención de casarme. ¡Con nadie! Tampoco necesito ni acepto un millón de libras esterlinas. Tengo dinero suficiente para atender a mis necesidades.

Pero al observar en el rostro de aquel hombre que sus palabras le habían herido en lo más hondo, prosiguió ya en un tono más suave y condescendiente:

—Teresa es una criatura maravillosa. Haré por ella cuanto me sea humanamente posible. Pero antes es preciso que ella misma se cure por su propia voluntad. Es la única solución. Cualquier médico le dirá a usted lo mismo. Debe ingresar en una clínica, la mejor que se pueda encontrar, tal vez en un sanatorio suizo. Tiene que enterrar su pasado y recobrar la ilusión de vivir. Entonces, y sólo entonces, nuestro encuentro tendrá razón de ser. Mire usted: yo soy un hombre duro. Lo reconozco. Y no tengo paciencia para hacer el papel de enfermera de nadie. Tiene usted que comprender que yo no puedo asumir esa responsabilidad, a pesar de la irresistible atracción que siento hacia su hija.

Draco dijo con acento resignado:

—Le comprendo perfectamente, amigo mío. Voy a tratar de actuar de acuerdo con su sugerencia. Ahora bien, ¿podría al menos hacerme otro favor? Son ya las nueve. ¿Tendría inconveniente en salir a cenar con ella esta noche? Por favor, hágale ver que la necesita, que siente cariño y ternura hacia ella. El coche y la ropa de Tracy los han traído aquí. Si es usted capaz de convencerla de que siente realmente deseos de volverla a ver, tenga la completa seguridad de que yo haré el resto. ¿Quiere hacer esto por mí?

Bond sonrió del modo más cordial y amistoso de que fue capaz.

—Naturalmente. Ahora bien; he de advertirle que tengo ya reservado el pasaje para el avión que sale de Le Touquet mañana a primera hora. ¿Está usted dispuesto, a partir de ese momento, a asumir la responsabilidad de velar por ella?

—¡Pues claro que sí, amigo mío! —Marc-Ange se pasó de repente la mano por los ojos, como para enjugarlos—. Usted ha hecho renacer en mí la esperanza. Pero no quiero demostrarle mi gratitud con un simple y protocolario «muchas gracias»: eso no va con mi carácter. Prefiero que me conteste, a esto: ¿hay algo que yo pueda hacer por usted ahora, en este mismo instante, sea lo que sea? Dispongo de muchos y grandes recursos: todos ellos están a su disposición.

De pronto se le ocurrió a Bond una idea luminosa.

—¡Aguarde un momento! Tengo en la memoria un nombre… Un hombre apellidado Blofeld: Ernst Stavro Blofeld. Quisiera saber si ese hombre vive aún y dónde se encuentra actualmente.

Other books

Accuse the Toff by John Creasey
Now Is the Hour by Tom Spanbauer
The Duke's Dilemma by Nadine Miller
Checkmate by Walter Dean Myers
The Forgotten Girl by David Bell
126 Sex Positions Guaranteed to Spice Up Your Bedroom by Aventuras de Viaje, Shumona Mallick
McKettrick's Choice by Linda Lael Miller