Al servicio secreto de Su Majestad (3 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
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Une carte
.

A Bond se le cayó el alma a los pies. Si ella pedía ahora una carta, era seguro que no tenía más que cinco puntos. El monstruo enseñó sus cartas: ¡siete!; sacó una carta del sabot para ella y se la alargó, con gesto desdeñoso, a través de la mesa: la carta era una mísera dama, figura que no tiene ningún valor en el juego del chemin de fer. Delicadamente, con la punta de su pala, el croupier dio la vuelta a las otras dos cartas de la muchacha… ¡Cuatro! ¡La chica había perdido! Bond gimió para sus adentros y la miró para ver cómo reaccionaba ante aquella derrota. Y lo que vio no le gustó nada. La muchacha se puso a hablar en voz baja con el Jefe de Juego. El tono de su voz era apremiante, lleno de ansiedad. El Jefe de Juego denegó con repetidos movimientos de cabeza, y, en medio del silencio que se había producido en torno a la mesa, Bond oyó decir al hombre en tono categórico:

—¡Mais c'est impossible! ¡Je regrette, Madame!

«¡Dios santo», pensó Bond, «esta mujer no tiene un céntimo! Y, por alguna razón, la Caja se niega a concederle crédito». El monstruo de Lila se aprovechaba de la situación, pensando sacarle el mayor partido posible. Sabía que, en caso de que su contrincante fuera insolvente, el Casino le pagaría todo lo que ella le adeudara. Recostado en su asiento, con la mirada baja, echaba grandes bocanadas de humo de su cigarro, adoptando ese aire de dignidad ofendida del jugador a quien han hecho víctima de un engaño. Y entonces se produjo entre los espectadores un murmullo tremendo. Inclinándose ligeramente hacia delante, James Bond lanzó al centro de la mesa dos de sus preciosas fichas de nácar y, mitad con tono de aburrimiento, mitad con acento de fingida sorpresa, dijo:

—Madame olvidaba que ella y yo habíamos convenido en jugar juntos esta noche como compañeros de juego. —Y, sin mirar a la muchacha, dirigiéndose en tono autoritario al Jefe de Juego, añadió:— Le ruego me disculpe. No me había dado cuenta. Estaba pensando en otras cosas. ¡Qué siga el juego!

La atmósfera de tensión que reinaba en torno de la mesa se disipó inmediatamente. La muchacha no demostró la menor emoción. Miró a Bond una sola vez. Luego se levantó con toda calma de la mesa y se dirigió al bar a pasos lentos. Bond continuó junto a la mesa unos instantes; luego, mirando al corrillo con una leve sonrisa, como pidiendo disculpa, se guardó en el bolsillo el resto de sus fichas y se escabulló sin hacer ruido. La muchacha estaba sola en el bar, frente a media botella de Bollinger, con ojos pensativos y tristes y la mirada perdida en el vacío. Al sentarse Bond a su lado en un taburete, ella lo miró de soslayo, curiosa, como estudiándolo.

—¿Por qué ha acudido usted en mi ayuda y me ha salvado?

Bond se encogió de hombros.

—Pues… porque vi a una chica guapa que estaba en apuros. Además, los dos hemos trabado amistad esta misma tarde, en el trayecto de Abbeville a Montreuil. Conduce usted como un ángel —sonrió—. Pero creo que no me habría adelantado si yo hubiera puesto más atención.

El anzuelo dio resultado. El rostro y la voz de la muchacha se animaron de pronto.

—¡Oh, ya lo creo que sí! Le hubiera ganado a usted de todos modos. Siempre sería capaz de dejarle atrás. Y es que usted anhela seguir viviendo; tiene apego a la vida…

«Dios mío», pensó Bond, «esta muchacha está completamente desmoralizada, tal vez a punto de derrumbarse…». Decidió que era mejor cambiar de tema, sin hacer caso de aquella observación.

—Me llamo Bond. James Bond. Y, por favor: siga usted viviendo, al menos por esta noche.

Ella lo miró con semblante serio y pensativo, como tratando de adivinar los sentimientos de él. Luego dijo:

—Mi nombre es Tracy. Es un diminutivo familiar en el que se compendian el nombre, el apellido y el título que le han dicho a usted, refiriéndose a mí, en la sala de recepción del hotel. Tracy es lo mismo que Teresa. Teresa fue una Santa. Yo no soy ninguna santa. El gerente quizá tiene un espíritu romántico. Me dijo que usted le había pedido datos referentes a mí… Así que será mejor que nos marchemos ya, ¿no cree? Ahora no tengo ganas de conversación.

La joven se levantó bruscamente. Bond hizo lo mismo… Estaba aturdido, desconcertado.

—No, no, por favor —dijo la muchacha—. Me iré sola. Usted puede venir más tarde. Mi número es el 45.

Cuando llegó a la habitación de la muchacha, observó que la puerta no estaba cerrada: ella esperaba su visita. Sus ojos azules ardían como brasas, y Bond se dio cuenta en el acto de que aquella mujer maravillosa que conducía como una candidata al suicidio y acudía a la mesa de juego sin un céntimo estaba pasando por una crisis de desesperación y de angustia, cuyas causas él no podía siquiera sospechar. Pero cuando trató de interrogarla, la joven le tapó la boca con la mano.

—No perdamos el tiempo —dijo—; quiero guardar el recuerdo de este momento…

Cuando, una hora más tarde, Bond se despidió de la muchacha, ella quedaba llorando. «Ha sido algo divino», había dicho aquella mujer. Fue todo lo que Bond pudo recordar antes de quedarse dormido. A la mañana siguiente, volvió a la habitación de la muchacha con intención de despertarla y hacer planes para aquel día. Y es que tenía la inequívoca impresión de que ella lo había besado con sincero y apasionado cariño. Pero cuando llegó el momento de decidir el lugar del almuerzo y la hora del baño, ella empezó a poner peros, y al insistir Bond en sus ruegos, adoptó una actitud agresiva de niña rebelde:

—¡Fuera de aquí! ¡Vete y déjame en paz!

Bond comprendió que aquello obedecía a un estado de desesperación. La muchacha había llegado al límite de su resistencia. Bond sintió de repente un deseo irresistible de protegerla, de hacerla feliz. Con la mano en el picaporte de la puerta, le dijo en voz queda:

—Tracy, deja que te ayude. Estás en una situación apurada en este momento, por la razón que sea. Pero escúchame: no por eso se va a hundir el mundo. También yo lo he pasado mal. A todos nos ocurre tarde o temprano.

—¡Vete al diablo!

Bond cerró la puerta con suavidad. Sabía que con aquella chica hubiera sido un error salir dando un portazo. Por algún motivo y en algún momento de su vida, aquella muchacha debió de sufrir un golpe muy duro o pasar por trances muy amargos. Según se alejaba por el pasillo, Bond se sintió —por primera vez en su vida— incapaz de hacer frente a la situación. Apenas sabía nada de aquella muchacha. Ciertamente su nombre indicaba que era oriunda de algún país mediterráneo; no obstante, estaba casi seguro de que no era ni italiana ni española. Aquella joven hablaba un inglés impecable; sus ropas y su estilo de vestir eran el producto de un ambiente social de lujo, tal vez el de uno de esos caros y prestigiosos colegios suizos para señoritas en los que éstas reciben una educación social refinada. No fumaba; al parecer bebía sólo muy moderadamente, y por otra parte no se descubría tampoco en ella el menor indicio de toxicomanía. Tendría a lo sumo veinticinco años. No la había visto reírse ni una sola vez; apenas si había sonreído siquiera. Parecía presa de una profunda melancolía, y había confesado, en efecto, su convicción de que no valía la pena vivir. Tenía que permanecer a su lado y velar por ella, al menos hasta convencerse a sí mismo de que sus fatídicas conclusiones eran falsas. Después de esta entrevista, Bond había permanecido en su habitación, junto a la ventana, basta las cuatro y media de la tarde, vigilando constantemente la entrada del hotel y el pequeño coche deportivo de color blanco. A esa hora vio aparecer por fin a la muchacha, enfundada en un albornoz listado a rayas blancas y negras, y entonces Bond salió de la habitación y echó a correr por el pasillo en dirección al ascensor. No le resultó difícil seguir a Tracy mientras ésta conducía a lo largo del Paseo hasta detener su coche en uno de los aparcamientos; pero tampoco se quedó atrás el pequeño y anónimo Citroën 2 CV que seguía al coche de Bond. Fue precisamente entonces cuando se inició aquella extraña carrera de vigilantes y vigilados que ahora, al remontar el pequeño Bombard el curso del río Royale bajo las estrellas, llegaba al colmo del misterio. ¿Qué pensar de todo aquello? ¿Tal vez Tracy había estado sirviendo de anzuelo sin saberlo? ¿O a sabiendas? ¿Era un secuestro? Y si lo era, ¿a quién querían secuestrar? ¿A Tracy? ¿A Bond? ¿O a los dos? Aún seguía Bond estrujándose el cerebro en sus esfuerzos por descubrir más pistas o indicios cuando de pronto el timonel del Bombard desvió el bote hacia un ruinoso desembarcadero de emergencia. La embarcación atracó por la banda de sotavento; una potente linterna brilló en las tinieblas, enfocándolos; inmediatamente, alguien lanzó una cuerda desde la orilla y amarraron el bote al pie de unos sucios peldaños de madera. El primero en desembarcar fue uno de los bandidos; tras él salieron la muchacha, Bond y el otro bandido. Luego soltaron la amarra y el Bombard prosiguió su marcha río arriba; «probablemente», pensó Bond, «rumbo a su legítimo atracadero, en el Puerto Viejo». En el embarcadero se encontraban ya otros dos tipos rechonchos de la misma ralea. Los cuatro hombres rodearon a Bond y a Tracy y los escoltaron a lo largo de un sendero que avanzaba por un terreno cubierto de dunas. En una hondonada, a unos cien metros del río, asomaba el débil resplandor de una luz vacilante. Al acercarse en aquella dirección, Bond se dio cuenta —de que aquella luz procedía de uno de esos enormes camiones revestidos de chapa de aluminio ondulada que circulan tronando por las grandes carreteras de Francia. El hombre de la linterna eléctrica hizo con ella una señal en el aire y acto seguido se abrió bruscamente la puerta trasera de aquel mastodonte. Bond palpó la navaja que llevaba en el bolsillo. ¿Le quedaba todavía alguna probabilidad de librarse de sus enemigos? No, por supuesto que no. Antes de subir los escalones para entrar en el vehículo, Bond echó una ojeada a la matrícula. En el rótulo indicador de la casa comercial se leía esta inscripción: Marseille-Rhône. M. DRACO. Appareils électriques. 397694. Afortunadamente, en el interior del coche reinaba un calorcillo agradable. Entre las filas de cajas amontonadas quedaba un angosto pasillo. Bond se fijó en las cajas y vio que llevaban estampados nombres de casas fabricantes de aparatos de televisión. Luego, a ambos lados, dos puertas daban acceso a las cabinas. Delante de una de ellas esperaba Tracy de pie. La muchacha devolvió a Bond la chaqueta, le dio las gracias con voz inexpresiva y cerró la puerta; pero, antes de que lo hiciera, Bond había tenido tiempo de entrever un lujoso interior. Detrás de él, el hombre que empuñaba el revólver dijo con impaciencia:

—¡Allez!

Bond avanzó hacia la puerta de aluminio que, según sospechaba, conducía a un departamento situado en el extremo delantero de aquel extraño vehículo. Detrás de aquella puerta estaba la respuesta a todas sus preguntas, y la respuesta era probablemente un hombre: el jefe. Esta era quizá su única oportunidad. La mano derecha de Bond aferró el mango de la navaja que llevaba en el bolsillo del pantalón. Luego extendió la izquierda y, de un salto rápido, franqueó la entrada al mismo tiempo que giraba el cuerpo, cerraba la puerta con el pie y se agachaba, empuñando la navaja en posición de lanzarla. Sintió al guardián detrás de él abalanzarse contra la puerta, pero ésta no cedió, pues Bond tenía la espalda firmemente apoyada contra ella. El personaje que estaba frente a él, a unos tres metros de distancia, sentado detrás de una mesa escritorio, dio inmediatamente una orden en un idioma que Bond jamás había oído: su voz tenía un tono jovial, alegre, casi guasón. La presión ejercida contra la puerta cesó instantáneamente. El hombre sentado a la mesa miró a Bond con una sonrisa encantadora. Era una sonrisa tan amplia y cordial que parecía partir en dos, de oreja a oreja, su rostro arrugado como una nuez. El hombre se puso en pie y, lentamente, levantó las manos.

—Me rindo. Ahora que estoy de pie, constituyo un blanco todavía mayor para su arma. No me mate usted; por lo menos no lo haga mientras no hayamos tomado un whisky doble con soda y hayamos charlado un poco. ¿Okay?

Bond se irguió cuan largo era y sonrió a su vez: no pudo evitarlo… Aquel hombre tenía un semblante irresistiblemente simpático, una cara bronceada y surcada de arrugas, con expresión de buen humor, de picardía juguetona y atracción magnética. De pronto salió de detrás de la mesa y Bond pudo ver que se trataba de un hombre más bien bajo y de mediana edad. Llevaba el mismo atuendo que Bond: un traje cómodo de color azul oscuro. Se advertía claramente la recia y abultada musculatura de su pecho y sus brazos. El hombre tendió la mano a Bond: una mano cálida, firme, de piel seca.

—Me llamo Marc-Ange Draco. ¿Le suena este nombre? ¿No lo ha oído nunca?

—No.

—¡Ah! En cambio, su nombre me es muy conocido… ¡Comandante James Bond! Ostenta usted una alta condecoración británica y es miembro muy importante del Servicio Secreto de Su Majestad. Lo han relevado de sus funciones normales para encomendarle una misión especial en el extranjero —su rostro pícaro y malicioso se arrugó completamente de puro placer y satisfacción—. ¿No estoy en lo cierto?

—¿Qué le hace suponerlo? —preguntó James Bond.

—Pues… ¡Bueno, acérquese y tome asiento! —repuso el hombre—. Tengo que hablar con usted de muchas cosas. Pero antes, el whisky con soda. ¿Conforme?

Le indicó una cómoda butaca que había junto a la mesa, frente a la suya. Depositó delante de Bond una gran caja de plata llena de cigarrillos de diferentes marcas y se dirigió a un archivador metálico que resultó ser un bar completo. Luego colocó sobre la mesa una botella de Haigh & Haigh y otra de bourbon, así como dos vasos de medio litro, un cubo con cuadradillos de hielo, un sifón y un frasco de cristal tallado lleno de agua. Mientras Bond se servía una buena cantidad de bourbon, él echó mano a la botella de Haigh & Haigh. Miró a Bond directamente a los ojos y dijo:

—Me he enterado de quién es usted por un buen amigo mío que pertenece al Deuxième Bureau, de París. Tiene acceso a los archivos y ficheros en dicha capital y yo le pago bien para que me facilite informaciones de este tipo cuando las necesito. Estoy dentro de un campo opuesto al de usted, pero… no diametralmente opuesto, sino en el punto tangencial, digámoslo así, donde se tocan ambos campos.

Se interrumpió. Luego, alzando su vaso, dijo muy serio:

—Ahora voy a demostrarle la confianza que tengo en usted. Voy a poner de nuevo mi vida en sus manos.

Bebió. Bond hizo lo mismo. El hombre de la cara de nuez levantó la cabeza y clavó sus ojos en los de Bond, como perforándolos:

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