Al servicio secreto de Su Majestad (21 page)

Read Al servicio secreto de Su Majestad Online

Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
12.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

Bond se puso a hacer rayas, mientras los otros discutían. Sonó el teléfono. Marc-Ange descolgó el aparato, anotó algunas palabras y colgó de nuevo. Se volvió hacia Bond con un momentáneo aire de sospecha.

—Acaba de llegar de Londres un telegrama dirigido a mi nombre y firmado «Universal». Dice así: «Los pájaros se han reunido en la ciudad y volarán mañana». ¿Qué significa esto,
mon ami
?

«Diablos, ¿cómo he podido olvidarme de esto?», pensó Bond.

—Te pido mil perdones, Marc-Ange —contestó—; hace rato que tenía la intención de avisarte que ibas a recibir este mensaje cifrado. Eso quiere decir sencillamente que las muchachas han llegado ya a Zurich y que mañana saldrán en avión para Inglaterra. Es una noticia estupenda, pues era muy importante sacarlas de allí y ponerlas en lugar seguro.

—Buena idea. ¡Realmente, una magnífica idea! Has hecho muy bien en no mandar dirigir el telegrama a tu nombre. «Oficialmente» tú no puedes encontrarte aquí, ni siquiera conocerme a mí.

Marc-Ange examinó el croquis hecho por Bond y se lo pasó a Toussaint. Este echó una rápida ojeada al dibujo y luego lo plegó con el máximo cuidado, como si fuera un precioso título al portador. Haciendo una leve reverencia a Bond, los dos hombres abandonaron el despacho.

Marc-Ange se recostó en su butaca con un suspiro de satisfacción.

—La cosa marcha —dijo—. Me llevaré a cinco de mis mejores hombres. Contándote a ti y a mí, seremos siete. ¿Cuántos has dicho que hay en esa montaña alpina?

—Unos ocho, aparte del pez gordo.

—Ah, sí, el pez gordo —dijo Marc-Ange, pensativo—. Ese no debe escapársenos. —Se puso en pie—. Y ahora,
mon ami
, vamos a cenar. He encargado una cena… una cena lo que se dice buena, y he dado orden de que nos la sirvan aquí mismo. Luego nos iremos a la cama oliendo a ajo y tal vez un poquitín achispados. ¿Qué te parece?

Bond contestó a esto con toda la sinceridad de su corazón:

—¡Estupendo! No se me hubiera ocurrido nada mejor.

Al día siguiente salió Bond para Estrasburgo, haciendo el viaje en avión y por ferrocarril. Iba satisfecho y lleno de euforia, debido en parte a la buena cocina de Marsella.

Habían pasado la mañana estudiando y concretando detalles alrededor de la maqueta del Piz Gloria, con sus edificios, construida durante la noche. Bond quedó profundamente impresionado por la autoridad, previsión y meticulosidad con que Marc-Ange trataba cada problema, desde la forma de agenciarse un helicóptero hasta el pago de pensiones a los familiares de los miembros de su organización que pudieran morir en tan arriesgada empresa. Marc-Ange había pedido prestado el helicóptero a personas que le debían favores. Estas personas habían robado el aparato al ejército francés y lo tenían escondido en un lugar próximo a Estrasburgo.

En esta ciudad habían reservado a Bond una magnífica habitación en el hotel Maison Rouge. Allí lo acogieron con una cortesía casi exagerada, pero al mismo tiempo con cierta reserva. Por lo visto, la masonería de la Union Corse conseguía que le abrieran todas las puertas… A la hora de cenar, Bond siguió estrictamente las tradiciones culinarias de aquella famosa e histórica ciudad, contentándose con un menú a base de canapés de riquísimo
foie-gias
y media botella de champán. Después de esta sobria cena, se retiró satisfecho a su habitación para dormir. La mañana del día siguiente la pasó en su cuarto. Se puso un traje de esquí, pagó la cuenta del hotel y ordenó que enviaran su equipaje al Vier Jahreszeiten de Munich, facturado a nombre de Tracy.

A las doce de la mañana recibió una llamada telefónica, e inmediatamente bajó las escaleras y salió a la calle, dirigiéndose al gran Peugeot 403, que —según le habían anunciado— le esperaría frente al hotel. Al volante estaba Ché-Ché, que correspondió al saludo de Bond con un gesto casi imperceptible y no despegó los labios durante todo el recorrido que hicieron en coche. Rodaron por la carretera principal a través del insulso paisaje de los alrededores de Estrasburgo y luego torcieron a la izquierda, internándose por un fangoso camino vecinal. Después de atravesar un tupido bosque, apareció por último ante sus ojos un gran pajar, al borde de un extenso campo de labranza. Allí Ché-Ché detuvo el coche y dio tres rápidos bocinazos. En el gran portalón de doble hoja del pajar se abrió inmediatamente un postigo por el que salió Marc-Ange en persona. Con rostro radiante y expresión divertida, saludó a Bond:

—Ven, vamos adentro,
mon ami
. Este es precisamente el momento indicado para tomar una estupenda salchicha de Estrasburgo y un buen trago de Riquewihr.

El interior del edificio parecía casi un estudio cinematográfico. Las luces de unos proyectores iluminaban la forma maciza de un gran helicóptero militar y el local estaba lleno de miembros de la Union Corse y de mecánicos. Dos hombres subidos en sendas escaleras pintaban en el fuselaje cruces rojas sobre fondo blanco, así como las siglas de identificación FL-BGS, destinadas a camuflar el aparato, disfrazándolo de helicóptero civil. Estas siglas eran, naturalmente, falsas. El brillo de la pintura denotaba que estaba todavía fresca. A Bond le presentaron al piloto, un muchacho rubio llamado Georges.

—Tú irás sentado a su lado —dijo Marc-Ange—. El chico es un magnífico navegante, pero no conoce la última parte del valle, y mucho menos el Piz Gloria. Una vez que hayáis tomado algo, no estará de más que deis juntos un último repaso al mapa.

De forma metódica, serena, sin vacilaciones, Marc-Ange supervisó la operación de carga de las «provisiones»: metralletas Schmeisser y paquetes cuadrados de quince centímetros de lado, forrados de hule de color rojo. Luego mandó formar a toda la tripulación —incluido Bond— e inspeccionó las armas portátiles. Todos los hombres, hasta el propio Marc-Ange, llevaban unos flamantes trajes de esquiar de color gris. Marc-Ange entregó a cada hombre un brazalete de tela negra con la palabra BUNDESALPENPOLIZEI nítidamente bordada. Al entregarle a Bond el suyo, le dijo:

—No existe en Suiza tal Policía Alpina; pero seguro que nuestros amigos de ESPECTRA no saben nada de esto. Al menos en el primer momento, estos brazaletes causarán impresión…

Marc-Ange consultó su reloj. Se volvió hacia sus hombres y, con voz potente, dijo en francés:

—¡Las dos cuarenta y cinco! ¿Estamos todos listos? ¿Sí? Pue\1… ¡a despegar!

Unos minutos más tarde volaban sobre el Rhin. Ante ellos apareció Basilea, medio oculta bajo una densa capa de humo procedente de las fábricas. El helicóptero se elevó a 700 metros y se mantuvo a esta altura hasta que hubo dejado atrás la ciudad, después de rodearla por el norte. De pronto Bond comenzó a oír unos chasquidos en sus auriculares, y en seguida el Servicio Suizo de Control Aéreo pidió cortésmente, en alemán, la identificación del helicóptero. El piloto no contestó. Repitieron la pregunta, esta vez en un tono más enérgico. Entonces el piloto contestó en francés:


Je ne comprends pas
.

Siguió un momento de silencio. Luego una voz repitió la orden, pero en francés. El piloto replicó:

—¡Hagan el favor de repetir la pregunta con más claridad!

Lo hicieron así una vez más. Entonces el piloto declaró:

—Helicóptero de la Cruz Roja, transportando plasma sanguíneo a Italia.

La radio enmudeció.

Luego, una voz distante, en tono más autoritario, preguntó también en francés:

—¿Hacia qué punto se dirige concretamente?

—¡Un momento, por favor!

Al cabo de unos minutos, el piloto contestó:

—Aquí FL-BGS. Mi punto de destino es el Hospital de Santa Mónica, de Bellinzona.

La emisora volvió a enmudecer; pero cinco minutos después transmitió de nuevo:

—¡Atención, FL-BGS! No hemos recibido ningún aviso anunciando ese vuelo. Está usted violando el espacio aéreo suizo. Aterrice en Zurich y preséntese en el Servicio de Control de Vuelos.

El piloto replicó con voz fingidamente indignada:

—¡Oiga! ¿Qué significa eso de «aterrice y preséntese en el Servicio de Control»? Esta es una operación de socorro; transportamos plasma sanguíneo de una clase especial que no se encuentra en la zona a la que nos dirigimos. Se trata de salvar la vida de un famoso hombre de ciencia italiano, en Bellinzona. ¿Es que no tienen ustedes corazón? ¿Quieren hacerse responsables de un crimen?

Este arrebato de ira típicamente galo sirvió para que no los volvieran a molestar hasta después de haber dejado atrás el Lago de Zurich. Pero entonces entró en contacto con ellos el Servicio Federal de Control Aéreo de Berna, y se oyó una voz estruendosa:

—¡FL-BGS! ¡FL-BGS! ¡Atención! ¿Quién le ha dado autorización para realizar este vuelo?

—¡Ustedes!

Bond no pudo contener una sonrisa. ¡Qué mentira más colosal y descarada! Pero era lo mejor que podía hacerse. En aquel instante aparecieron ante su vista los Alpes, que con el sol del atardecer cobraban un aspecto tan hermoso como amenazador. Un momento después, volaban al abrigo de los valles, fuera del alcance de las pantallas de radar. Las doradas cimas de las montañas resplandecientes de nieve parecían abalanzarse sobre ellos, acorralándolos por la derecha y por la izquierda. Bond buscó con la mirada el elevado pico de aquella montaña que él aborrecía y temía a un tiempo.

Capítulo XVI

«PLACER INFERNAL» Y OTRAS DELICIAS

¡Allí estaba la maldita montaña! Todavía doraba su cumbre el tenue resplandor del sol poniente. El alto rellano y los edificios del Piz Gloria estaban ya sumidos en sombras de un color oscuro violáceo, y pronto aparecerían bañados por la claridad de la luna.

En el momento en que el piloto giraba ligeramente para dirigir el helicóptero hacia la cumbre de la montaña, comenzó a percibirse un agudo sonido crepitante en la radio de a bordo, y una voz bronca dijo, primero en alemán y luego en francés:

—Prohibido aterrizar. Propiedad privada. Repito: ¡Prohibido aterrizar!

El piloto extendió el brazo hacia el techo de la cabina y desconectó la radio. Realizó unas cuantas evoluciones sobre el punto de aterrizaje previsto y empezó a descender con precaución. Los flotadores de goma, con un rebote, amortiguaron el choque del pesado aparato al posarse en el suelo. Ocho hombres les aguardaban allí mismo. Bond reconoció a algunos de ellos. Todos tenían las manos metidas en los bolsillos. Bond oyó abrirse a su espalda la puerta de la cabina y el bullir de los hombres de Marc-Ange que descendían por la escala. Los dos grupos se alinearon frente a frente. Con la voz autoritaria de un hombre acostumbrado a mandar, Marc-Ange dijo:

—Servicio de inspección de la Policía Federal Alpina. El día de Nochebuena ha habido aquí disturbios. Venimos a hacer una investigación.

Fritz, el camarero jefe, replicó irritado:

—La policía local ya ha estado aquí. La situación es completamente normal. Háganme el favor de marcharse inmediatamente. Además, en mi vida he oído hablar de esa Policía Federal Alpina.

El piloto dio un codazo a Bond, indicando con un gesto hacia la izquierda el edilicio donde se alojaba el Conde y estaban instalados los laboratorios. En aquel preciso instante, una figura borrosa, tocada con casco y vestida con un traje protector acolchado, corría por la senda hacia la estación del teleférico; había salido ya del campo visual de los hombres que se hallaban en tierra. Lanzando una maldición, Bond saltó de su asiento y, asomándose a la portezuela, gritó:

—¡El pez gordo! ¡Se escapa!

En el momento en que él saltaba del helicóptero, uno de los hombres de ESPECTRA chilló:

—¡Der Englander! ¡Der Spion! (¡El inglés! ¡El espía!).

Bond se lanzó a la carrera hacia la derecha, y entonces se desató el infierno. El agente, sin hacer caso, avanzaba a todo correr, zigzagueando y agachándose una y otra vez para hurtar el cuerpo, mientras atronaban sus oídos los disparos de los hombres de ESPECTRA; tiraban con pistolas automáticas de grueso calibre y las balas pasaban silbando por encima de Bond. A este tiroteo siguió inmediatamente el tableteo de las metralletas Schmeisser. Bond, que en aquel momento doblaba ya la esquina del Club, vio que allá abajo, a unos cien metros de distancia, el hombre del casco estaba derribando la puerta del garaje de bobsleigh y que un segundo después salía empujando un bob monoplaza. Resguardándose detrás del trineo, hizo fuego sobre Bond con su pistola de grueso calibre. Bond hizo también tres disparos con su Walther, pero tampoco dio en el blanco, porque el hombre huía a toda prisa, faltándole sólo pocos metros para llegar a la pista de bob del «Gloria Express». A la luz de la luna, Bond vislumbró fugazmente el perfil del fugitivo. Sí, no cabía duda: ¡era Blofeld en persona! Mientras corría Bond pendiente abajo, el jefe de ESPECTRA había saltado sobre el trineo, desapareciendo por la pendiente recta. Bond entró como una tromba en el garaje, sacó a rastras otro trineo del mismo tipo, corrió con él hasta el start y saltó sobre la delgada superficie de sustentación del bob, que era de aluminio. El ligero vehículo se lanzó inmediatamente por la calle de hielo de color azul oscuro, a una velocidad tal que todos los intentos de Bond para frenar con las puntas de las botas resultaban fallidos, pues éstas no se agarraban a la pulida superficie de hielo. ¿Qué variación de la pista se le presentaría ahora en aquella carrera infernal? No tardó en averiguarlo: una curva en peralte… El ligero trineo fue a topar peligrosamente con el borde superior del talud antes de que Bond lograra hundirse de nuevo en el cauce de la pista sumida en las tinieblas. Y, ¿cómo se llamaba la siguiente «atracción» marcada en el mapa sinóptico de la pista? ¿Por qué diablos no se había grabado mejor este plano en la memoria? Pronto obtuvo respuesta a esta pregunta: era la «Recta de la Bala de Cañón»… En seguida lo pudo comprobar, para su desgracia; durante un trayecto de doscientos metros se vio lanzado a una velocidad de casi cien kilómetros por hora. Esto le permitía sin duda ir acortando distancias; a sus pies pudo distinguir las huellas marcadas en el hielo por los clavos de las botas de Blofeld.

Y entonces, como un relámpago, en color negro y plata, surgió ante él una doble curva en S: ¡La «S Implacable» del mapa! Trató de dominar su rumbo lo mejor que pudo, inclinando hacia un lado el peso del cuerpo, pero dio violentamente con el codo contra el talud de la pista y luego saltó de rebote hacia la pared opuesta antes de entrar de nuevo en la recta. Sintió un dolor ardiente en ambos codos… Este dolor no podía deberse sólo al viento helado que silbaba a través de sus mangas hechas jirones… En efecto, tenía también desgarrones en la piel. Bond apretó los dientes con rabia. No llevaría recorrida más de la mitad de la pista, si es que había llegado a tanto. Pero en aquel momento vio delante al otro, que corría lanzado por un trecho iluminado por la luna. Lo reconoció perfectamente. ¡Era Blofeld! Bond, corriendo un grave riesgo, se apoyó en una sola mano; con la otra buscó a tientas la pistola y consiguió empuñarla. Pero el perseguido ya había vuelto a desaparecer entre las sombras, y Bond se encontró de repente con un enorme talud que se alzaba frente a él como una muralla. Este debía de ser sin duda el punto designado en el mapa con el nombre de «Placer Infernal». Bond subió como una flecha el empinadísimo declive. Luego torció su cuerpo hacia la derecha y volvió a entrar en la recta, también iluminada por la luna. Había ganado terreno; estaba ya a unos cincuenta metros de su enemigo. Conteniendo la respiración, Bond hizo dos disparos. Por un momento creyó que había dado en el blanco, pero aquel demonio volvió a desaparecer en la sombra de un nuevo talud. Bond seguía acortando la distancia, se acercaba más y más. Apretó los labios instintivamente, de un modo maquinal. «¡Ah, perro maldito!», pensó. «No tienes escapatoria. Ya no puedes pararte y volverte hacia atrás para disparar… ¡Ahora mismo voy sobre ti!».

Other books

A Great Deliverance by Elizabeth George
In the Middle of All This by Fred G. Leebron
Titanic by Deborah Hopkinson
The Boss's Proposal by Kristin Hardy
The Anderson Tapes by Sanders, Lawrence
The Good Life by Martina Cole
Love on the Malecon by Aubrey Parr
Castles Made of Sand by Gwyneth Jones
The Buried Pyramid by Jane Lindskold