Al servicio secreto de Su Majestad (23 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Al servicio secreto de Su Majestad
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El automóvil maniobraba ágilmente, sorteando el tráfico.

—Lo siento de veras, Tracy —dijo Bond—. Pero, comprende, era un asunto que había que liquidar a toda costa. Una vez comenzada la empresa, no podía abandonarla. De hecho, si me hubiera rajado, no sería ahora tan feliz. Te haces cargo, ¿verdad?

—Sí. Es más: no te querría si no fueras un pirata. Creo que es algo que llevo en la sangre. Sigue siendo así, tal como eres. No quiero de ninguna manera arrancarte los dientes y las uñas, como otras mujeres hacen con sus maridos. Quiero vivir contigo, y con nadie más. Pero no me hagas caso si de vez en cuando lloriqueo un poco. Al fin y al cabo soy mujer… —sonrió fugazmente, y cambió de tema—: Ahí detrás tienes Die Welt con el relato de toda la historia. Ya te habías fijado en él ¿no?

Bond sonrió al ver cómo ella adivinaba sus pensamientos. Llevaba ya un rato resistiendo la tentación de leer el periódico y comprobar cuánta información había publicado la prensa sobre aquel asunto.

En la columna central de la plana aparecían los siguientes titulares: «De nuestro corresponsal en St. Moritz: MISTERIOSAS EXPLOSIONES EN EL PIZ GLORIA. El teleférico de una estación alpina para millonarios, destruido». Algunas líneas más abajo se anunciaba que la policía, valiéndose de helicópteros, realizaría indagaciones en cuanto amaneciera. Luego la mirada de Bond tropezó con los siguientes titulares: «TEMORES ANTE EL PELIGRO DE UNA EPIDEMIA DE POLIOMIELITIS EN INGLATERRA». Y, a continuación, una breve crónica telegráfica de la Agencia Reuter, fechada en Londres el día anterior: «Las nueve muchachas detenidas en diferentes aeropuertos británicos están ya en cuarentena. Se sospecha que en el aeropuerto de Zurich tuvieron contacto con otra joven inglesa posible portadora de gérmenes de polio. Un representante del Ministerio británico de Sanidad ha explicado que se trata sólo de una medida preventiva de rutina. La señorita Violet O'Neill, que se sospecha pueda estar infectada de polio, se encuentra en observación en el Hospital Shannon. Esta joven es irlandesa de nacimiento…».

Bond no pudo por menos de sonreír. Cuando los ingleses se enfrentan con una situación apurada, suelen hacer las cosas maravillosamente. ¿Cuántos contactos, cuántos trabajos de colaboración y coordinación no habrían sido precisos para elaborar aquella sencilla información? Bond plegó el periódico y lo arrojó por encima del hombro. Bien, el caso estaba concluido y su misión cumplida.

Pero, pese a todo, quedaba en pie este hecho: ¡el pez gordo se les había escabullido de las manos!

A eso de las tres, llegaron al hotel. Encontraron un mensaje para Tracy, pidiéndole que llamase al hotel Maison Rouge. Se dirigieron a la habitación de Tracy y pidieron comunicación con Estrasburgo.

—Aquí lo tienes, papá —explicó Tracy—. Y… casi ileso.

Luego pasó el auricular a Bond.

—¿Lo has atrapado? —preguntó Marc-Ange.

—¡No, maldita sea! En estos momentos ya estará en Italia. Al menos así lo supongo, dada la dirección que tomó. Bien, ¿qué tal te las compusiste? ¿Ha salido bien la cosa? Visto desde allá abajo, el espectáculo resultaba impresionante.

—Resultado satisfactorio. Todos liquidados.

—¿Has tenido bajas?

—Sí, he perdido a dos hombres. Nuestro «amigo» había dejado una desagradable sorpresa dentro de su archivador. Allí cayó Ché-Ché. Otro de mis hombres no actuó con la suficiente rapidez y… Los detalles de nuestro vuelo de regreso te los daré a conocer mañana. Esta noche viajaré en mi coche-cama. Ya me entiendes, ¿no?

—A propósito, ¿qué fue de nuestra amiga Irma?

—Ni rastro de ella. No importa. Casi es mejor así.

—Bien. Tengo que darte las gracias por todo lo que has hecho, Marc-Ange. Una magnífica hazaña. Ah, y las noticias de Inglaterra también son buenas. Hasta mañana —dijo Bond, y colgó.

Durante esta conferencia telefónica, Tracy se había retirado discretamente al cuarto de baño. Ahora le llamaba desde dentro:

—¿Puedo salir ya?

—Espera dos minutos más, tesoro, ¿quieres?

Acto seguido, Bond pidió comunicación con el Puesto M y anunció al Jefe de aquel departamento que, pasada una hora, se entrevistaría con él en la Plaza del Odeón.

Avisó a Tracy que ya podía salir y se pusieron a hacer planes para aquella noche.

Cuando Bond entró en su habitación observó que su maleta estaba ya deshecha y que en la mesilla de noche había un jarroncito con flores de azafrán. Bond sonrió, cogió el florero y lo colocó en el antepecho de la ventana. Se dio una ducha rápida, aunque esto le creó una complicación, pues tenía que mantener los apósitos secos. Luego se puso un traje azul oscuro y una gabardina del mismo color. A continuación hizo un rápido guión del mensaje que iba a dirigir por teletipo a M y salió para la Plaza del Odeón.

No se dio cuenta de que, en la acera de enfrente, una mujer se quedaba como sobrecogida de sorpresa al verle cruzar. Con la habilidad de un detective profesional, la mujer lo siguió hasta la Plaza del Odeón; allí lo esperó hasta que volvió a salir y luego lo siguió furtivamente hasta el hotel Vier Jahreszeiten. La mujer se encaminó después a la oficina central de Correos, situada cerca del hotel, y sostuvo una conferencia telefónica con cierto huésped de otro hotel, a orillas del Lago Como.

Sobre la mesa escritorio de su habitación encontró Bond un importante surtido de apósitos y medicamentos. Pidió comunicación con la habitación de Tracy y le dijo:

—Pero ¿qué significa esto? ¿Tienes una ganzúa para abrir las puertas?

Tracy se echó a reír.

—Es que me he hecho amiga de la camarera de este piso. Pero también yo tengo que preguntarte: ¿cómo es que has quitado las flores de la mesilla?

—¿Las flores? Oh, son preciosas por cierto; pero pensé que en la ventana harían más bonito y les daría el sol. Escucha, voy a proponerte una cosa: si vienes a cambiarme los apósitos, te llevaré luego al bar y pediré para ti un vaso de lo que sea. Sólo uno. Para mí pediré tres. Esa es la proporción justa entre hombre y mujer, ¿no es así?

—¡Ahora mismo voy! —contestó ella, y colgó.

La muchacha llegó en seguida. Le hizo tanto daño al curarle que a Bond se le saltaron las lágrimas. Tracy palideció al ver las heridas.

—¿Estás seguro de que no necesitas un médico?

—¡Pero si ya tengo uno: tú! Lo has hecho maravillosamente… Y ahora, a beber.

—¿No te da vergüenza? —gritó ella con aire indignado—. Con tantas cosas que tenemos que hablar… ¡y tú sólo piensas en beber!

Bond soltó una carcajada. Le echó delicadamente el brazo al cuello y la besó con intensa pasión. Luego se desprendió de ella y le dijo:

—¿Ves? Este es el comienzo de nuestra conversación. Ahora en el bar discutiremos los puntos menos importantes. Luego tomaremos una opípara cena en el Walterspiel, y hablaremos de sortijas, decidiremos si hemos de dormir en dos camas gemelas o en una sola, y si tenemos bastantes sábanas y almohadas para los dos; en fin, todas esas cuestiones que hay que aclarar cuando uno se casa.

Y así pasaron la tarde y parte de la noche dedicados al estudio y discusión de estos temas. Bond terminó mareado con todos los problemas femeninos que Tracy le puso sobre el tapete, pero comprobó sorprendido que todos aquellos preparativos para la «construcción del nido» le proporcionaban un placer insospechado, dándole la sensación de que al fin iba a encontrar la paz y el descanso y de que su vida iba a ser ahora más plena, más significativa, al tener a alguien con quien compartirla.

Al día siguiente lo pasaron en grande. Marc-Ange había llegado durante la noche en su gran coche-vivienda, que ahora ocupaba casi todo el aparcamiento del hotel. Desayunaron y almorzaron en su compañía, en un ambiente de risas y de buen humor, y luego se dedicaron a buscar un anillo de compromiso y una alianza. La elección de esta última no presentó ningún problema, ya que se decidieron por el clásico anillo liso de oro; en cambio el de compromiso (en esto insistió Tracy) había de ser a gusto de Bond. Así pues, la muchacha confió la compra a James, mientras ella iba a la modista a probarse por última vez su vestido de novia. Bond tomó un taxi y, en compañía del taxista (un hombre que durante la guerra había sido piloto de la Luftwaffe, de lo que se sentía muy orgulloso), se dedicó a recorrer la ciudad, hasta que al fin, cerca del Palacio de Nymphenburg, descubrió una tienda de antigüedades donde encontró lo que buscaba: un anillo barroco de oro blanco, con un dibujo de brillantes que representaba dos manos enlazadas. La compra fue también muy del gusto del taxista, así que se cerró el trato. Luego se dirigieron al Donisl, a celebrar el acontecimiento con
Weisswurst
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y cerveza, jurando que nunca más volverían a hacerse la guerra. Satisfecho de haber celebrado esta pequeña despedida de soltero, Bond —un poco achispado— regresó al hotel y, eludiendo el abrazo entusiasta del taxista, subió derecho a la habitación de Tracy a colocarle el anillo en el dedo.

Tracy rompió a llorar de alegría, declarando, entre sollozos, que era el anillo más maravilloso del mundo. Pero cuando Bond iba a estrecharla entre sus brazos, ella le dijo con una risita:

—¡James! ¡Si hueles a chorizo y a cerveza! ¿Dónde has estado? ¡Confiésate!

Le contó la historia. La muchacha se echó a reír; radiante de felicidad, empezó a dar vueltas por la habitación, haciendo brillar su anillo con graciosos y exagerados gestos. De pronto sonó el teléfono. Tracy se puso al aparato. Era Marc-Ange; dijo que quería hablar con Bond en el bar y rogó a su hija que los dejara solos media hora.

Bond bajó al bar. Tras madura reflexión, decidió que un aguardiente no le caería mal con la cerveza; en consecuencia, pidió que le sirvieran una copa de Steinhäger. Marc-Ange lo miró muy serio.

—¡Escucha, James! Todavía no hemos hablado los dos como Dios manda. Ten en cuenta que voy a ser tu suegro. Hace tiempo te hice una proposición muy importante y muy en serio. En aquella ocasión rechazaste mi oferta. Pero ahora la has aceptado. Dime, ¿en qué banco tienes tu cuenta corriente?

Bond saltó indignado:

—¡Calla, no sigas, Marc-Ange! Si crees que voy a aceptar de ti, o de cualquier otra persona de este mundo, un millón de libras esterlinas, estás completamente equivocado. El tener demasiado dinero es una maldición. Yo tengo bastante. Tracy tiene bastante. Y, en mi opinión, resulta un deleite hacer economías para comprar cosas que a uno le gustan, pero que de momento no puede adquirir. El único aliciente del dinero está en no tener todo lo que uno necesita.

Marc-Ange estaba furioso:

—¡Tú has bebido! ¡Estás medio borracho! No tienes ni idea de lo que dices. Tracy está acostumbrada a tener todo lo que desea. Y yo quiero que continúe como hasta ahora. Es mi única hija.

—Si tú me das dinero, sea el que sea, te juro que lo destinaré a obras de caridad o a la Beneficencia.

—¡Pero, James! —Marc-Ange adoptó ahora un tono suplicante—. ¿Es que no quieres aceptar nada de mí? ¿Ni siquiera unos fondos en depósito para vuestros hijos?

—Oh, eso sería todavía peor. Si tenemos niños, no quiero que vivan continuamente supeditados a esa tentación del dinero. Si yo hubiera heredado un cuantioso capital, probablemente habría emprendido el mismo camino que todos esos playboys amigos de Tracy, de los que tanto te has quejado. No, no, Marc-Ange —con un gesto de enérgica resolución se echó al coleto su copa de Steinhäger—, no insistas, no hay nada que hacer.

Marc-Ange parecía a punto de llorar. Bond se ablandó.

—Es un gesto magnifico el tuyo, Marc-Ange —siguió diciendo Bond—, y yo, sinceramente, te lo agradezco en el alma. Voy a decirte una cosa: si yo te juro recurrir a ti en caso de que alguno de nosotros necesite ayuda…, ¿te bastará con esto?

Marc-Ange miró a Bond con ojos llenos de duda: unos ojos tiernos y suplicantes como los de un perro.

—¿Me prometes hacerlo así? ¿No tratarás de engañarme fingiendo que no necesitas ayuda para que yo no pueda prestártela?

Bond se inclinó, tendió el brazo por encima de la mesa y estrechó fuertemente la mano de Marc-Ange.

—Te doy mi palabra. Y ahora tranquilízate y alegra esa cara. Ahí viene Tracy. No vaya a creer que nos hemos peleado.

—¡Pues eso es lo que hemos hecho precisamente! —repuso Marc-Ange, con cara de vencido—. Y ¿sabes una cosa? Esta es la primera vez que pierdo una batalla.

Capítulo XVIII

UNA ETERNIDAD POR DELANTE

—Sí quiero.

Bond pronunciaba resueltamente estas palabras decisivas a las diez y media de una espléndida mañana de Año Nuevo, en el salón del Cónsul General británico.

Y las pronunciaba con toda la seriedad y sinceridad de su alma.

El Cónsul General demostró ser hombre eficiente y de gran corazón. Había puesto su propia casa a disposición de los novios para la celebración de la boda. Y en virtud de una dispensa especial recabada del Ministerio de Asuntos Exteriores, había conseguido abreviar en varios días el plazo prescrito para las proclamas.

Una vez firmados los documentos correspondientes, el Jefe del Puesto M, que se había ofrecido para actuar como testigo, sacó un puñado de confeti y lo lanzó al aire. Y dio la casualidad de que casi todo el puñado cayó sobre Marc-Ange, que acababa de entrar con su chistera y su frac típicamente francés. Bond observó, con enorme sorpresa, que su suegro lucía dos hileras de condecoraciones, la última de las cuales (¡increíble!) era la Medalla de Honor concedida por el Rey de Inglaterra en atención a los méritos contraídos como combatiente de la Resistencia Extranjera.

—Algún día te lo contaré todo —le susurró Marc-Ange al oído, guiñando un ojo—. Divertidísimo, querido James. Pero… ¡herkos odonton! Muchas veces las condecoraciones son un premio a la suerte que ha tenido uno. Si yo soy un héroe, se debe a otras cosas por las que jamás se otorgan condecoraciones…

Llegó el momento de las despedidas y Bond se sometió (jurándose a sí mismo que por última vez) a los efusivos abrazos de Marc-Ange. La pareja descendió por la escalinata hacia el coche, donde alguien (Bond sospechó que la esposa del Cónsul) había colocado blancas cintas de seda desde los ángulos del parabrisa hasta la rejilla del radiador.

Tracy, que había elegido para el viaje de novios un vestido tirolés gris oscuro, arrojó en el asiento del vehículo su sombrero de alpinista —muy gracioso y coquetón, adornado con una brocha de barba de gamuza—, subió al coche y apretó el botón de arranque.

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