Read Al servicio secreto de Su Majestad Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
El coche se detuvo frente al piso de Bond.
—Sea buenecita y dígale a May, mi joya escocesa, que se ponga en actividad a toda prisa, mientras yo arreglo un poco mi aspecto físico. Que me prepare una cafetera llena de café y le agregue dos vasos colmados de nuestro mejor brandy. En cuanto a usted, pídale a May que le sirva lo que más le guste. Hasta es posible que tenga preparado plum-pudding. Escuche: son ahora las nueve y media. Hágame el obsequio de llamar al oficial de servicio; dígale que estoy conforme con las instrucciones dadas por M y que llegaremos allí a eso de las diez y media. Dígale también que se ocupe de que el laboratorio esté preparado para trabajar dentro de media hora —Bond sacó el pasaporte del bolsillo de atrás—. Luego haga el favor de darle esto al conductor, y dígale que vaya a toda prisa a entregárselo personalmente al oficial de servicio, y que no olvide decir a los hombres del laboratorio que la tinta empleada es… esto… de fabricaci6n casera. Basta exponerla durante un momento al calor. Ellos ya comprenderán. ¿Entendido? Pues, ¡manos a la obra!
Cuando, unos minutos después de las diez y media, Bond llegó a su despacho, encontró sobre la mesa escritorio una carpeta en cuyo ángulo superior derecho aparecía una estrella roja. Aquella estrella significaba: «ultrasecreto». Dentro de esta carpeta encontró su pasaporte junto con una docena de fotocopias ampliadas de la página 21 del mismo. La lista de los nombres de las muchachas resaltaba muy poco, pero era legible.
Bond dictó velozmente a Mary Goodnight un informe sobre los hechos ocurridos durante los tres últimos días. Luego, mientras la muchacha lo estaba pasando a máquina, él tomó las fotocopias y se puso en comunicación, por teletipo, con el puesto Z de Zurich.
Dos horas después, se encontraba en el magnífico despacho que M tenía en su pequeña mansión de Windsor. Detrás de la mesa escritorio estaba sentado el propio M, quien recibió a Bond con una cordial sonrisa. M sonreía raras veces y aquel gesto siempre significaba una alta distinción para la persona que lo merecía.
El hombre se recostó en su sillón y dijo:
—Bien, James, ¿qué demonios anda usted haciendo por ahí? —sus ojos grises observaron fijamente a Bond—. Tiene cara de haber dormido muy poco. Según me han dicho, en esos centros donde se practican deportes de invierno se pasan ratos muy alegres y divertidos.
Bond sonrió. Metió la mano en el bolsillo interior y sacó las hojas de su informe unidas con grapas.
—Tal vez prefiera echar primero una ojeada a mi informe. Siento que no sea más que un simple borrador, pero puedo completarlo explicando todos aquellos puntos que no estén muy claros.
M echó mano a las hojas escritas, se ajustó las gafas y comenzó a leer.
Una lluvia tranquila repicaba suavemente en los cristales de la ventana. En la chimenea, un grueso tronco cayó sobre la parrilla del hogar. El silencio que reinaba en la estancia producía una agradable sensación de paz y bienestar. Allá, en el hueco de la escalera, un reloj dio la media.
M arrojó las hojas de papel sobre la mesa. Se le había apagado la pipa, y la volvió a encender muy despacio. Luego, con un tono de voz insólitamente amable y cariñoso, dijo:
—Bien, James, otra vez le ha acompañado la suerte… Sí, ¡menuda suerte haber podido escaparse de ésta! La verdad es que no tenía la menor idea de que supiera usted esquiar.
—No he hecho más que mantenerme de pie sobre los esquís No me gustaría repetir esta experiencia.
—No, tiene razón. Y ya veo, por lo que dice usted en el informe, que no ha llegado a ninguna conclusión cierta sobre lo que está tramando Blofeld.
—Así es. No he encontrado el menor indicio claro a este respecto.
—Ni yo tampoco. Tal vez los científicos puedan ayudarnos a aclarar esta cuestión, luego, por la tarde. Pero, de todos modos, hay una cosa en la que usted evidentemente no va desencaminado: ESPECTRA ha vuelto a sentar sus reales y está actuando en este asunto. Y otra cosa: su alusión a lo de Pontresina ha sido muy valiosa. Ese hombre que asesinaron en la pista de bob era un búlgaro, un técnico especializado en bombas de plástico. Teníamos dudas sobre la identidad de Blofeld. La pista de Pontresina nos ha resultado utilísima a este respecto. ¿Está usted absolutamente seguro de que ese hombre es el auténtico Blofeld? Es una hazaña realmente fantástica haber logrado modificar por completo su cara y su cuerpo, la verdad.
—Sí, estoy convencidísimo de que es él. Precisamente el último día de mi estancia allí —es decir ayer— me dio en la nariz ese tufo característico que rodea siempre al viejo Blofeld. Por cierto, me parece que han pasado siglos desde entonces. Es sorprendente comprobar hasta qué punto puede engañarnos la noción del tiempo.
—Ha sido para usted una gran suerte haberse encontrado con esa muchacha. ¿Una de sus antiguas conquistas?
—Más o menos —Bond no había mencionado en su informe su aventura con la joven—. Es la hija de Draco, el jefe de la Union Corse. Su madre fue una institutriz inglesa.
—¡Hm! Un cruce de razas muy interesante… Bueno, ha llegado la hora del almuerzo.
M se levantó y Bond siguió tras él. Entraron en el comedor.
—Lo siento, pero no nos queda otro remedio que aceptar dócilmente el menú clásico: pavo y plum-pudding —dijo M—. La señora Hammond viene trajinando hace ya varias semanas con sus ollas y cazuelas para preparar la comida de este día. ¡Tonterías sentimentales!
Llegó por fin el pudding, ardiendo todo alrededor con su llama azulada, rito tradicional y de rigor en esta ocasión. La señora Hammond había puesto dentro del pudding unas cuantas «sorpresas de Navidad»: lindas figurillas plateadas que, según ella, daban la suerte, y M estuvo a punto de romperse un diente al morder una herradura en miniatura. A Bond le tocó el botón de los solteros. Entonces pensó en Tracy. ¡Ya podía haber sido una alianza!
Tomaron café en el despacho de M y encendieron unos delgadísimos cigarros negros, de los que M solía fumarse dos al día. A las tres se oyó en el exterior el frenazo de un coche sobre la grava.
—Ese debe de ser el 501. Usted probablemente lo conoce ya: es el Jefe del Departamento de Investigaciones Científicas de nuestro Servicio. Con él vendrá el señor Franklin, del Ministerio de Agricultura. Según 501, Franklin es una verdadera eminencia en su especialidad: la lucha contra las plagas. La verdad, no sé por qué el Ministerio de Agricultura habrá decidido enviar a este señor precisamente; pero el Ministro me dijo que en su departamento tenían algunos problemas serios y que estaban persuadidos de que usted había descubierto la pista de algo importantísimo.
Se abrió la puerta y los dos hombres entraron en la habitación. El Número 501 del Servicio Secreto, que se apellidaba Leathers, era un hombre alto, de complexión recia, un poco cargado de hombros, y llevaba gafas de lentes muy gruesas. Tenía una sonrisa simpática, y su modo de saludar a M denotaba una exquisita cortesía, pero no sumisión o servilismo. El otro, en cambio, era menudo y vivaracho; sus ojos brillantes y perspicaces, de expresión un poco guasona, lanzaban continuas miradas a un lado y a otro.
Después de los saludos de rigor, M les pidió disculpas por haberles estropeado la fiesta de Navidad y, una vez que todos tomaron asiento, añadió:
—Perdone, señor Franklin, pero me permito recordarle que todo lo que van a ver y a oír entre estas cuatro paredes está sujeto a la Ley sobre Secretos de Estado.
El señor Franklin expresó su conformidad con una leve inclinación de cabeza.
—Mi Ministro va me ha dado instrucciones en este sentido. Bien —sus ojos un tanto guasones se posaron unos segundos en cada uno de los otros tres hombres—, quizá no tengan inconveniente en decirme ahora de qué se trata de una manera concreta, ya que todo lo que sé se reduce prácticamente a esto: que un hombre que tiene su residencia en la cumbre de una montaña alpina está haciendo los mayores esfuerzos por mejorar nuestra agricultura y nuestra ganadería. ¡Qué simpático! ¿Eh? ¿Por qué vamos a tratarlo como si hubiera robado secretos atómicos? ¡Pobre hombre!
—Pues, sencillamente, porque en realidad ya lo ha hecho alguna vez —contestó M, impasible—. Pero antes que nada será mejor, creo yo, que el señor Leathers y usted echen una ojeada al informe de mi representante, aquí presente, a ver si encuentran en él algo de interés. —M pasó el informe al Número 501—. La mayor parte de las cosas que aquí se mencionan serán nuevas para usted, como lo han sido para mí. Por favor, ¿quiere pasar las hojas al señor Franklin, a medida que las va leyendo?
En la habitación reinó un largo silencio. De nuevo se puso Bond a escuchar el repiqueteo de la lluvia en los cristales y el suave chisporrotear del fuego en la chimenea. 501 terminó al fin de leer el último folio y se recostó en su asiento. Cuando el señor Franklin hubo concluido a su vez la lectura del informe, apiló las hojas delante de sí. Luego dirigió una sonrisa a Bond y le dijo:
—¡Ya puede usted considerarse hombre afortunado, pues está aquí con vida en este despacho!
Bond sonrió a su vez, pero no dijo una palabra.
M se volvió hacia el Número 501.
—Y bien, ¿qué le parece todo esto?
El Número 501 se quitó las gafas y las limpió cuidadosamente con el pañuelo.
—Confieso que no veo muy clara la trama del asunto. A primera vista, esta actividad parece fuera de toda sospecha; es incluso loable, en realidad… si no supiéramos de Blofeld lo que sabemos. Su aplicación del hipnotismo para curar las afecciones alérgicas y hacer que los pacientes e aficionen a las cosas que les repugnan no es una idea nueva, y este procedimiento suele dar magníficos resultados. Pero para que Blofeld haya podido levantar este tinglado, ha tenido que gastar forzosamente sumas enormes de dinero. Tanto si son buenas sus intenciones como si son perversas (y a mi juicio debemos aceptar que son realmente perversas), ¿quién subvenciona todo esto? Y, ¿cómo le ha dado por dedicarse a este campo de la investigación precisamente? Las figuras más destacadas en este ramo de la Ciencia han sido los rusos, desde que Pavlov empezó a experimentar con los perros, que segregaban saliva por acción de un estímulo exterior —se volvió hacia Bond—. ¿Conoce usted algún indicio que demuestre una inspiración o dirección rusa en ese instituto del Piz Gloria? ¿Observó la presencia de rusos, de una manera directa o entre bastidores, en aquel lugar?
—Pues sí, había un hombre: el «Capitán Boris» le llamaban ellos. Nunca llegué a verlo personalmente, pero me consta que era ruso. En todo caso, Blofeld hablaba con él en ruso. Aparte de éste, nadie llamó allí especialmente mi atención en tal sentido, si descontamos a los tres hombres de ESPECTRA que ya he mencionado en el informe. Pero todo parecía indicar que, en realidad, eran simples técnicos.
El Número 501 se encogió de hombros. Luego dijo, dirigiéndose a M:
—Si acepta usted la hipótesis de que éste es un negocio sucio, yo le diría que el tal Capitán Boris desempeña tan sólo el papel de financiador o superintendente del proyecto, mientras Blofeld tiene a su cargo la función de director con absoluta autonomía. Esto encajaría perfectamente con el carácter independiente de ESPECTRA… una banda mercenaria que siempre ha trabajado para el que pagara sus servicios.
—Quizás haya algo en lo que usted dice —repuso M pensativo. Luego se volvió hacia Franklin—: Bueno, y usted, señor Franklin, ¿qué piensa de todo esto?
El funcionario del Ministerio de Agricultura, con la pipa entre los dientes —una pipa pequeña, pulida y brillante, que acababa de encender—, echó mano a su cartera de documentos y sacó unos cuantos papeles, de entre los cuales extrajo un mapa esquemático de Inglaterra e Irlanda, dibujado en blanco y negro, en el que aparecían marcados numerosos símbolos diminutos.
—Este mapa —dijo— representa los recursos agrícolas y ganaderos de Gran Bretaña e Irlanda en su totalidad. Hace un momento, al echar la primera ojeada a este informe, no sabía qué pensar. La cosa me dejó completamente desconcertado. Como muy bien dijo el señor Leathers, estos experimentos parecen del todo inofensivos. Pero —sonrió— lo que ustedes buscan, señores, lo único que les interesa, es tratar de ver la parte oscura de la luna. Inconscientemente adapté mi mente a su modo de pensar, enfocando el problema desde ese ángulo. Y el resultado es que me ha asaltado una sospecha horrible. Perdonen: ¿tienen ustedes ahí la lista de los nombres y direcciones de esas muchachas?
Bond sacó la fotocopia del bolsillo interior de su americana y la empujó a través de la mesa en dirección a Franklin. Este la recorrió con la mirada de arriba abajo. Luego, con una inflexión de temeroso respeto, exclamó:
—¡Ya lo tengo! ¡Sí, creo que es eso!
Los tres hombres concentraron en él su mirada.
Franklin sacó del bolsillo un lápiz rojo y se inclinó sobre el mapa. Echando de cuando en cuando una ojeada a la lista, trazó diez círculos rojos en otros tantos puntos aparentemente no relacionados entre sí y diseminados por el territorio de Inglaterra y de Irlanda. Pero Bond observó que estos círculos cubrían precisamente las zonas en que los símbolos se apiñaban, constituyendo densos grupos. Mientras trazaba los círculos, Franklin comentaba:
—Aberdeen: cría de ganado bovino; Devon: cría de ganado de la raza red-poll; Lancashire: cría de gallinas y pollos; Kent: frutas; Shannon: patatas… —por último, detuvo el lápiz en el aire apuntando a East Anglia, y trazó una gran cruz. Luego, alzando la vista, exclamó—: Y aquí, ¡pavos! —Y arrojó el lápiz sobre la mesa.
A esto siguió un silencio, hasta que al fin M dijo con impaciencia, casi irritado:
—Bueno, señor Franklin, ¡explíquese usted!
El hombre del Ministerio de Agricultura se inclinó de nuevo y sacó un manojo de papeles de su cartera. De entre ellos extrajo un recorte de periódico y dijo:
—He recortado esto de un número del Daily Telegraph, de principios de diciembre. Es una crónica del corresponsal de este diario, un hombre apellidado Thomas, periodista muy serio y competente especializado en cuestiones agrícolas y ganaderas. La información lleva por título: «INQUIETUD EN EL MERCADO DE PAVOS. GRANJAS AVÍCOLAS ENTERAS ASOLADAS POR LA PESTE AVIAR». Luego sigue diciendo: «El abastecimiento del mercado de pavos en la época navideña puede verse gravemente afectado por los recientes brotes epidémicos de peste aviar, que están obligando a las autoridades a proceder al degüello de un gran número de aves…». Y más abajo: «Las estadísticas indican que ha habido que decomisar y sacrificar ya unas 218.000 aves. El consumo total de pavos durante la temporada de Navidad del pasado año se calculó en una cantidad de 3,7 a 4 millones de piezas; este año, el aprovisionamiento del mercado de estas aves durante la época navideña dependerá en alto grado de las proporciones que alcancen los posibles brotes ulteriores de la peste aviar».