Agua del limonero (27 page)

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Authors: Mamen Sánchez

BOOK: Agua del limonero
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Pero Marcela era el vivo retrato de Simonetta Vespucci emergiendo del mar sobre una concha mecida por los vientos de la primavera. No tenía el menor pudor, lo había perdido en el barco en el que atravesó el océano para venir a alborotarle la vida a Gabriel Hinestrosa. Se instalaron juntos en un ático destartalado de la Carrera de San Jerónimo y pecaron tantas veces y con tanto empeño que llegaron a la iglesia de milagro, con el primero de sus dos hijos a punto de hacer su aparición en este mundo sin más bendición que la del sándalo. Intercedió la abuela de la criatura y los llevó a rastras hasta la parroquia de su barrio porque había un cura obrero que ponía discos de Simón & Garfunkel durante la comunión.

El pan bajo el brazo que acompañó al nacimiento de Bruno, un chiquillo muy despierto al que su madre cargó en una mochila para espanto de las vecinas desde mucho antes de cumplirse la cuarentena, llegó en forma de plaza fija de profesor de literatura en la nueva Facultad de Periodismo de la Complutense. Gabriel Hinestrosa se compró unas gafas graduadas con montura de concha, se afeitó la barba, se cortó el pelo, se volvió formal.

Marcela se agobió en el ático, abandonó la guitarra en un rincón, aprendió a coser parches en las rodilleras de los pantalones, a disolver el Cola Cao para que no hiciera grumos, a envolver los bocadillos en papel de plata y a leer cuentos en voz alta. Luego le dio por el punto y el croché, la cocina casera y las excursiones a la sierra.

Cuando Hinestrosa recibió el Premio Nacional de Literatura, parecían dos funcionarios de carrera, tal para cual, corbata y pañuelo a juego, besito en los labios, lágrimas compartidas, dos hijos, tres nietos, un piso en Malasaña, una casita en Guadarrama y un currículo académico intachable.

De Greta ni mención.

La fulminante pasión que lo arrastró hacia la señora Bouvier y que estuvo a punto de acabar para siempre con su cordura se le enquistó en la memoria, como un tumor maligno, y allí permaneció por los siglos de los siglos, sin tener jamás la decencia de confesarle a nadie, y menos aún a Marcela, que una vez, una sola pero tan intensa que nunca pudo quitársela de la cabeza, ni del alma, ni de la conciencia, le fue infiel. Gabriel Hinestrosa pasó a la historia como el más honesto y leal de los hombres: catedrático de caminos rectos, inmune a las tentaciones de la carne, el poder y la gloria, insobornable, justo, ecuánime e imparcial. Por eso, tres años después de enviudar, mientras que con una mano acariciaba la espalda de Clara, con la otra se cubría las vergüenzas para que nada empañara su imagen en la posteridad.

Greta entreabrió los ojos y se lo encontró de espaldas a ella, envuelto en la luz del amanecer. Gabriel Hinestrosa estaba desnudo y temblaba de frío y de miedo; apartaba las cortinas con las dos manos para asomarse a la calle.

—¿Qué miras, Gabriel?

—No hay nadie —respondió él entre aliviado y extrañado.

—¿Quién va a haber?

Hinestrosa regresó al sofá. Tenía la piel erizada; los músculos en tensión.

—Tuve la sensación de que alguien nos vigilaba. Que nos observaba desde fuera, con asco.

—¿Con asco?

Greta se rió a carcajadas. Se incorporó, acarició los hombros del maestro, los masajeó con habilidad hasta que perdieron la rigidez y se relajaron, después lo besó en la nuca, en el cuello, se agarró a su pecho y le susurró palabras en alemán al oído. La noche empezó de nuevo y esta vez no hubo un solo ruido que no surgiera de sus gargantas.

Era tarde cuando se despidieron por fin bajo el dintel de la puerta. Greta le colocó el nudo de la corbata en su sitio.

—Hemos trabajado muy poco en la biografía de Thomas. Conviene que regrese mañana, señor profesor.

—Gracias, señora Bouvier, la esperaré a las siete al pie de la escalera.

Gabriel Hinestrosa cruzó la rotonda sabiendo que ella lo contemplaba desde el interior de la casa. Lo vio alejarse a pasitos lentos e introducirse en una neblina húmeda procedente del parque.

El calor de todo el día se transformaba al caer la tarde en vapor de agua, las hojas más altas se cerraban como puños, los caminos se perdían entre los arbustos, se vaciaban las praderas y los campos de béisbol, se encendían las luciérnagas y las farolas, y todo el mundo coincidía en advertir a los extranjeros que Central Park era como el hombre lobo: humano de día y salvaje de noche.

Pero a Hinestrosa le daba lo mismo. Su cuerpo ardía como una tea encendida, aún arrebatado por el hambre que le despertaba Greta, y no veía más animal en el horizonte que su propia naturaleza indómita. Se sentó en un banco de madera, encendió el último cigarro y dejó que la brisa fresca que se levantaba del lago le acariciara la piel.

El asedio había tenido éxito. En su boca todavía permanecía el sabor dulcísimo del fruto prohibido. El cuerpo de Greta se parecía al mango maduro o a la papaya: áspero en las paredes, jugoso en el interior, con tanta pulpa y tan carnosa que se derramaba aún por las comisuras de sus labios. Si se pasaba la lengua por el perfil de la boca, encontraba el roce de su barba incipiente sobre la suavidad de ella, deliciosa irritación, rubor o sofoco.

Inspiró el humo del tabaco negro, le supo a madera, espiró. Dibujó aros concéntricos, los deshizo de un manotazo. Qué cosa, había creído ver a Marcela en la ventana. Y luego esfumarse igual que la nube gris de habano seco. Pensó en ella. Ahora solía recogerse el pelo con un pasador y ya no se paseaba desnuda por la casa como antes. Trece años juntos los habían vuelto del revés. Se amaban al contrario, desde dentro hacia fuera, perpetrando una imagen de ambos que ya no se correspondía con la realidad. Porque él seguía haciéndole el amor a Simonetta Vespucci y ella a Marcello Mastroianni, subidos los dos en una Vespa camino de ninguna parte, y en cambio, vistos de lejos, no eran más que una pareja convencional, Gabriel con su Loden inglés y Marcela con su gabardina Burberry.

En ese momento un soplo de viento se levantó del suelo y subió hacia las copas de los árboles. Hinestrosa se estremeció. Al pensar en Marcela había perdido de golpe todo el calor del cuerpo; como si ella, al darse la vuelta en la cama, le hubiera arrebatado la manta y le hubiera dejado en cueros en medio de la noche. Y entonces lo vio venir: era un frío sólido que poseía tronco y extremidades. Que empezó por asirle los tobillos y le fue subiendo por el arco de las piernas hasta que rozó su sexo y se enredó en él, y después lo abandonó dolorido y gélido para alcanzar la cumbre del pecho e introducírsele en la carne, aprisionarle los pulmones, detenerle el corazón y salirle después por la boca lanzando un grito de espanto, de hombre y de mujer al tiempo, ya que lo parió entreverado con el eco de su propia voz.

Se puso en pie, se giró sobre su cuerpo helado y no vio más que hojas al viento, un reguero de hojas secas mezcladas con polvo negro que lo precedían en el camino de regreso al hotel. Tomó un taxi porque tuvo miedo y, al mirarse en el retrovisor, junto a sus propios ojos y los del conductor, descubrió otros, grandes y oscuros, que le recordaron de nuevo a Marcela y que desaparecieron en cuanto el coche enfiló la calle vacía.

Esa noche soñó que Greta se le abrazaba llorando, que tenía la señal de cinco uñas hundidas en la piel. Soñó que Marcela lo abandonaba en un desierto de arena, que Bruno y Miguel lo señalaban con el dedo, que una mujer tocada con una enorme pamela de plumas y un vestido de lentejuelas añil se giraba en redondo y le mostraba que en lugar de rostro tenía una calavera descarnada en la que la muerte había pintado una sonrisa cruel.

Cuando despertó estaba empapado en sudor.

Solía llamar a casa nada más desperezarse, a eso de las tres de la tarde hora española. Marcela le retransmitía en directo las noticias del telediario y luego pasaban unos minutos charlando del verano compartido, las ocurrencias de los niños, los chismes del vecindario y los avances en la investigación de Gabriel.

—¿Cuántos días calculas que te quedan para volver a casa?

—Ya menos, no desesperes. La biblioteca de los Bouvier está repleta de artículos y recortes. Hay muchísimos libros, la mayor parte de ellos dedicados por los autores o con anotaciones del dueño a pie de página. Son interesantísimos. Ayer mismo encontré unos documentos en los que por casualidad se mencionaba el lugar en el que está enterrado Thomas Bouvier.

—¿Irás a visitar su tumba?

—Claro.

Pero aquella mañana eran ya las nueve y media y el auricular del teléfono parecía un yelmo de puro hierro. Hinestrosa estaba mareado, débil y enfermo. No tuvo ánimo para enfrentarse a la confianza ciega de Marcela porque empezaba a vislumbrar algo parecido al arrepentimiento reflejándose en el espejo del fondo de la habitación. ¡Cómo se asemejaba la conciencia a un espectro acusador! La culpa disfrazada de fantoche señalándolo con un dedo exento de carne, acechándolo en la oscuridad, congelando sus entrañas.

Fumó sin salir de la cama tres cigarrillos seguidos y el estómago se le dio la vuelta. Vomitó. Se arrastró por el suelo, se tiró de los pelos y se duchó con agua fría, pero de ninguna manera logró evitar que su boca y sus manos y su mente regresaran al sofá de Greta, al cuerpo de Greta, y que su voluntad no tuviera más remedio que desearla otra vez encima y debajo de su propio peso, consumiéndola igual que a un caramelo, por mucho que repitiera en alto el nombre de Marcela, Marcela, Marcela, para ver si con eso se le pasaban por fin las ganas de traicionar a la madre de sus hijos.

Luego se excusaría por no haberla telefoneado en dos días contándole una verdad a medias: «Estuve en el camposanto, Marcela, y no te imaginas lo que descubrí allí. Mañana mismo me vuelvo a España. Ya no me queda nada más que hacer aquí».

Condujo por una autopista muy ancha hacia los Hamptons, unos doscientos kilómetros, hasta que encontró la salida que le introdujo en la comarcal de doble sentido por la que se llegaba al lugar marcado como Bouvier Memorial en los viejos papeles del notario. Detuvo el motor ante la verja, se asomó al cementerio y vio la iglesita gris, con su campanario en alto y la casita blanca.

Rosa Fe le salió a abrir.

—Señor Hinestrosa, esto sí es una sorpresa.

—Rosa Fe, la sorpresa es mía. ¿No estaba usted con su madre?

Una mujer chiquita se mecía en el interior de la casa. La mucama asintió.

—Mamita —le gritó casi—, este señor es don Gabriel Hinestrosa, el biógrafo de don Thomas del que le hablé.

—Pues déjanos a solas, mi hijita, ya te dije que vendría a verme —contestó—. Ella me avisó.

Rosa Fe la joven lo dejó pasar.

—No le haga mucho caso, se está haciendo mayor —le susurró al marcharse.

Rosa Fe la vieja lo escrutó con la mirada.

—Siéntese —le rogó.

«La investigación es lo que tiene —le diría Gabriel a Marcela esa misma noche—. Que a veces dan ganas de dejarlo todo y volverse a casa, y otras, como hoy, te reparten póquer de ases en la primera mano».

Rosa Fe habló ininterrumpidamente durante media hora. Dibujó en el aire los caminos a la hacienda, rodeados de cocotales, naranjales y algún que otro palmeral. Retrató al gentleman envejecido de los ojos de almendra, sus bacanales, su reloj de oro y el olor de las mulatas en su ropa de señor. Luego la llegada de Greta una noche de brisa y cómo regresó la música al piano del salón. Por último, le contó que la muerte no era mujer, sino hombre, y no era negra, sino guerra, güerita de ojos claros, una criatura marina esculpida por las olas. Del indio Pedro le mostró las manos, de Bartek Solidej la boca torcida. Le contó al detalle cómo empujó al alemán escaleras abajo y cómo cayó él hecho un ovillo, cómo se le quebró el cráneo y se le esparcieron los sesos por el suelo, cómo la protegió la señora Greta, cómo la ayudó a limpiar la sangre y que no derramó una sola lágrima nunca jamás.

—Pero usted debe contar la verdad pa que se sepa. Que la señora Bárbara deje ya de maldecir a mi señora por lo bajo. Que el señor Emilio descanse en paz, que ya es hora.

Hinestrosa no había tenido tiempo de sacar su libreta de notas. Daba igual. Aquellas revelaciones le habían cincelado la conciencia, como epitafios en una tumba abierta. Y las incógnitas que surgían a partir de ese momento eran aún más profundas. En primer lugar debía investigar la verdadera identidad de Bartek Solidej, aquel monstruo surgido del fondo del mar que, al parecer, compartía el lecho con Greta a pesar de convenir los dos en que eran hermanos. Luego había que encontrar el origen de aquel dinero maldito y de la pistola que terminó con la vida de Pedro. Y en tercer lugar, como resultado inmediato de lo anterior, había que reescribir toda la historia desde el principio, porque Greta Bouvier acababa de transformarse en una mujer nueva, inventada en lo alto de un arrecife a partir de un misterio absoluto, por obra y gracia de Thomas Bouvier y sus ansias de inmortalidad.

Durante un instante, Hinestrosa creyó que todo había sido orquestado por Greta. Que ella seguía estando arriba del barranco, sujetando todas las cuerdas, tirando de un hilo y soltando el otro. Ahora te muestro una foto y ahora un hombro, ahora te pongo música y tú bailas, y te hago esperar una semana entera, y te convenzo de que Marcela jamás estuvo mirándote desnudo en mi sofá desde detrás de la cortina.

Pero la respuesta de Rosa Fe le congeló el alma.

—¿Y quién dice que le avisó de que yo vendría, Rosa Fe? Fue la señora Greta, ¿verdad?

—¡Ay, no, ni modo! —exclamó ella con susto.

—¿Pues quién?

Rosa Fe madre se puso en pie, se acercó a la ventana, la abrió de par en par. Señaló una tumba con sus dedos de hueso.

Gabriel Hinestrosa se aproximó despacio.

En el jardín del cementerio, las losas estaban tan limpias que parecían charquitos de nieve. Los parterres de flores crecían aquí y allá en pequeños corrillos de colores, la iglesia del fondo tenía una campana en lo alto que comenzó a doblar, primero perezosa, después más alegre, hasta que su tañido se transformó en una carcajada demente.

—Fue la señora Gloria —respondió la vieja sin dudarlo.

Greta esperó en vano aquella tarde y muchas más. Llegaron las siete y no hubo nadie al pie de la escalera. Regresó Rosa Fe de casa de su madre, preguntó si volvería el profesor y la señora tardó en contestarle. Le dijo:

—A partir de hoy lleve usted cada tarde una jarra con agua a la biblioteca, venga

o no venga don Gabriel.

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