Authors: Mamen Sánchez
Pero ella pidió un tequila, a secas, en pocillo de barro.
Llevaba un vestido negro que le arrastraba la piel hacia los rincones más oscuros. Se había recogido el pelo detrás de las orejas y se había prendido dos perlas blancas a cada lado de la cara. Sonrió al sentarse frente a los remolinos de las mejillas de Hinestrosa.
—Tres fotos, tres platos —dijo como si apostara a las cartas.
—Suena bien —respondió Gabriel.
—Primer plato: ensalada de perdiz.
—Yo tomaré lo mismo, gracias.
—Primera fotografía. —Greta abrió su bolso y sacó las tres imágenes que, misteriosa, colocó boca abajo, junto a su plato. Volvió a cerrar el bolso antes de darle la vuelta al retrato de una mujer que fumaba apoyada en uno de los primeros automóviles de la historia—. Nuestra intrépida Caroline Bouvier y su loco cacharro.
Gabriel alcanzó la postal en sepia y la contempló en silencio durante un rato.
—¿Puedo tomar apuntes?
—Claro.
En una libreta de cuero Hinestrosa anotó que, a finales de mil novecientos cuatro, Caroline Bouvier tenía casi cincuenta años, los labios gruesos y el pelo ondulado. Que el vehículo era un Buick, modelo B, de los que presentó Billy Durant en la Exposición Universal de Nueva York, el mundo un lugar demasiado ancho como para recorrerlo a solas sin pensárselo dos veces y que el vestido de Greta le hacía un pequeño pliegue exactamente en el lugar donde terminaba el pecho.
—Thomas hablaba de su madre con una admiración rayana en el fetichismo — relató Greta—. Decía que hubiéramos sido grandes amigas. Admiraba su determinación, su independencia y su valentía. Fue una de las primeras norteamericanas que usó pantalones, fumaba más por rebeldía que por gusto —al parecer, jamás encendió un cigarrillo en casa—, y dedicó todos sus esfuerzos a la doble lucha de las feministas de su tiempo: la igualdad entre hombres y mujeres y la defensa de los derechos de la gente de color. Sin embargo, entendía la maternidad como una injusticia social, así que abandonó la educación de Thomas en las rudas manos de su marido.
—Henri Bouvier.
—Sí, pero se pronuncia Henry. Mi suegro cambió el acento el día que encontró el primer yacimiento de petróleo. Le saltó a la cara, el petróleo —Greta se rió con una sola carcajada—, cuando buscaba agua en aquel patatal.
Hinestrosa apuntó que Greta, al reírse, perdía la rigidez de sus hombros rectos y que tenía los dientes muy blancos y que las pupilas se le ensanchaban tanto al apartarse de la vela que parecía una gata o una tigresa salvaje. También escribió que el color del vino tinto era tan semejante al de sus labios que no se sabía dónde terminaba uno y comenzaban los otros.
—Segundo plato —anunció Greta Bouvier en cuanto el camarero levantó la tapadera de plata—: Lenguado Meuniére.
Entonces, tomó la segunda fotografía y la destapó deprisa, como quien descubre el as que completa el par.
—La hacienda, en Acapulco.
—No vale —protestó Gabriel Hinestrosa—. Entre las dos fotografías han pasado más de sesenta años.
—El juego es así, Hinestrosa —replicó ella—, las normas las inventé yo. Anote —le ordenó—. En lo alto de la colina, arriba de los cocotales, había una cabaña de barro con el techo de palma y tres o cuatro gallinas medio muertas de hambre. Thomas subió a pie desde el pueblo, con su sombrero blanco y su bastón de ébano y marfil y, al llegar al final del camino, clavó aquel bastón en el suelo como si fuera la bandera de Estados Unidos y tomó posesión de su luna particular, previo pago de no sé cuántos miles de dólares que cambiaron la suerte del campesino y su familia para siempre. Después, levantó la casa más sólida de cuantas se construyeron jamás en aquella colina, con balaustradas y miradores de mármol, con una escalera de doble baranda, con seis chimeneas y dos salones. «Tu palacio», le dijo su esposa de entonces, una belleza mexicana de las de almanaque. «Mi mausoleo», respondió él, que sabía ser el más cínico de los mortales.
—No me gustan las fotografías en las que no aparece ninguna persona. Están como sin alma —volvió a quejarse Hinestrosa alcanzándole la foto con cierto desdén.
—Se equivoca, no sabe jugar —le respondió Greta algo ofendida—. La hacienda tiene alma. Pero es un alma negra, condenada. Por eso no he vuelto por allá. Ni volveré jamás.
Esta vez, en lugar de devolver la vieja estampa al montón de las cartas boca arriba, Greta la rasgó por la mitad. Acercó el papel a la llama de la vela y permaneció inmóvil mientras el fuego prendía en ella y crecía abrasando los recuerdos. Antes de consumirse del todo, la dejó sobre el cenicero y, con las brasas, encendió un cigarrillo.
—¿Fuma?
—Claro.
Le cedió el cigarrillo tintado de carmín. Hinestrosa se lo llevó a los labios e inspiró. Un aroma a coco y naranja, a café tostado, a mango y caña le invadió los pulmones. Comprendió que a Greta, de por vida, cualquier humo le sabría exactamente a lo mismo.
—Fresas con champagne y la última foto —dijo ella con la tercera imagen en la mano. La dejó sobre la mesa ya vuelta hacia Gabriel y esperó la reacción del catedrático conteniendo la respiración.
Hinestrosa no dijo nada. Después de contemplar durante unos segundos la fotografía en silencio regresó a sus apuntes y escribió que Greta Solidej, en el año cincuenta y uno, era, probablemente, la mujer más sensual del mundo. Tenía la piel erizada, como si acabara de recibir una caricia, las mejillas encendidas, los labios húmedos. Allí donde terminaba el mentón olía a gardenias, igual que esta noche de verano. Su expresión, los ojos muy abiertos, los hombros en tensión, la cabeza erguida, alerta, era la de un animalillo asustado, dispuesto a salir corriendo a la menor señal de peligro. Y daban ganas de abrazarla, y protegerla, y susurrarle palabras de consuelo al oído. O de morderla, de comérsela a bocados, de consumirla con saña y con sed. Porque la cuestión era poseerla, igual que se posee un pozo de petróleo, una hacienda en Acapulco, un Hewlett-Packard, un yate o un avión. Y apartarla del resto de los mortales para gozarla a solas, convertida en el más íntimo de los pecados, el más inconfesable, el más tentador.
Hinestrosa levantó la vista de sus anotaciones y se encontró frente a frente con la mujer de la foto. También por él había pasado el tiempo. Ya no era el joven idealista de la barba deshilachada, ya había aprendido a contener sus deseos y sus impulsos. Ya llevaba corbata y el pelo corto. Pero si en esa fotografía de Greta Solidej quedara espacio para alguien más, él ocuparía un lugar a su espalda, con la boca en su cuello, las manos en su cintura y un calor insoportable, como el que sentía en ese instante en aquel restaurante de Central Park, en presencia de aquella mujer, que le estaba provocando quemaduras en la piel.
—El juego ha terminado —sentenció Greta arrancándole la fotografía de las manos sudorosas—. Ha sido un placer, señor Hinestrosa, espero haberle sido de alguna ayuda.
—Quiero volver a verla. —Hinestrosa sonó desesperado—. Por favor.
—Un trato es un trato.
—Pero ha hecho trampa, Greta. —Ella levantó las cejas—. No me ha enseñado ni una sola fotografía de Thomas. Y, al fin y al cabo, de eso se trataba, ¿no?, de investigar el pasado de Thomas Bouvier.
Greta encajó mal el envite. Se ofendió como sólo saben hacerlo las mujeres bravas. Se levantó sin permitirle que le apartara la silla. Se cubrió los hombros con un chal, y antes de darle la espalda, se agachó frente a Hinestrosa y le susurró al oído:
—Sólo guardo un retrato de Thomas, es un óleo de dos por dos. Está colgado en la pared de la biblioteca y pesa demasiado como para traerlo a cenar. Tendrá que ser usted quien vaya a verlo. Pero asegúrese de que yo no esté en casa cuando aparezca por allí.
Gabriel Hinestrosa recogió el guante con el que acababa de recibir la bofetada más dulce de toda su vida. Ya no volvió a dormir ni una sola noche de las que pasó en Nueva York sin soñar con la mujer de la fotografía.
II
La biblioteca era de madera de roble y cubría todas las paredes de la estancia. Sólo quedaban tres espacios desnudos de libros: el que ocupaba una ventana envuelta en cortinas, el de la puerta de salida al recibidor de la mansión Bouvier y el rectángulo iluminado presidido por el retrato al óleo de Thomas Bouvier.
Curiosamente no se trataba de uno de esos cuadros formales, antepasados de las fotografías, que solían adornar despachos y salas de juntas en las viejas compañías petroleras, sino una auténtica obra de arte, más al estilo de Diego Rivera, con fondo de vegetación exuberante, ave del paraíso en primer término y Thomas vestido de lino blanco, pañuelo al cuello, sonrisa en la cara, la frente ancha, el pelo revuelto, recién amanecido de una bacanal, dos noches sin dormir, arena entre los dedos, viento balanceando las hojas de palma. Hinestrosa dio por hecho que la pintura había sido rescatada del naufragio de Acapulco, porque no le era posible imaginar a ningún artista neoyorquino recreando el jardín del edén sin haberlo conocido.
El duelo con Greta había dado comienzo aquella misma mañana, la siguiente a su primer encuentro, con la aparición de Hinestrosa a las nueve en punto en la rotonda de entrada a la casa.
—Dile que no estoy —le ordenó Greta a Rosa Fe—. Hazlo pasar a la biblioteca y enciérralo allí dentro.
Gabriel, enjaulado, sacó su cuaderno de notas y escribió que alrededor de Greta todo eran gardenias y narcisos, que la luz penetraba en la mansión a pequeñas dosis, a sorbitos, que el suelo era de madera noble, los techos altos, las paredes anchas, que el silencio no agobiaba y que Rosa Fe, servicial como parecía, tenía órdenes estrictas de no ofrecerle ni un vaso de agua.
Después comenzó su tarea de investigador con una descripción detallada de la biblioteca, del color del cuero de las encuadernaciones, de los títulos y los autores de cada uno de los numerosos libros y de su contenido. Estudió a fondo la personalidad de Thomas Bouvier a partir de los tomos de su colección y le descubrió intereses más allá de los meros tratados de economía. ¿Qué magnate del petróleo leía al marqués de Sade y a Charles Baudelaire?
Mientras escribía, esperaba en vano secretamente que la puerta se abriera y que Greta, en su majestad, entrara vestida de reina para poder besarle los pies. Pero pasó la mañana y después la tarde, y, al caer el sol, Gabriel Hinestrosa supo que había sido derrotado en el primer asalto, pero también que no se rendiría jamás.
Entonces pasó al ataque. Se quitó uno de sus gemelos, el del puño derecho, y lo dejó sobre la mesa. Bien visible.
Al día siguiente, Rosa Fe se lo devolvió fingiendo que lo había encontrado ella al limpiar. Luego olvidó un pañuelo, después la pluma, otro día una carterita de cuero, y la cigarrera, y el paraguas.
Tuvo que pasar una semana entera hasta que Rosa Fe se fue de la lengua:
—Dice la señora que parece que lo hace usted a propósito, don Gabriel.
Ese día le dejó una rosa.
Cuando regresó, la mañana del día después, la flor ya no estaba allí.
El campo de batalla floreció a partir de entonces con todo tipo de especies exóticas arrancadas de quién sabe qué jardines extraños. Las floristerías de Nueva York son así de misteriosas. Unos días, el tallo era tan largo que parecía una vara de Pascua; otros, el color tan intenso que a la fuerza tenían que haberlo pintado a mano; otros, la flor era chiquita y delicada; otros, salvaje y peligrosa. Y no fue hasta la tarde del séptimo día, después de haber encontrado por fin en una tiendita de Little Italy la flor blanca de Edelweiss, cuando Greta le dio a Rosa Fe los tres días libres que llevaba reclamándole desde que a su madre le empezaron a doler las piernas para ir a atenderla a la casita del cementerio de los Hamptons.
La mansión se quedó entonces en silencio. Solos Greta y Gabriel, cada uno en una esquina de la casa.
El profesor Hinestrosa salió de la biblioteca y esperó al pie de la escalera. Había un reloj que marcaba cada segundo con un latido, una ventana abierta, un fuego imaginario en una chimenea apagada; qué lastima que no fuera invierno, para encenderla y extender una manta de piel ante las llamas, abrir una botella de Dom Pérignon, perder la cabeza y la noción del tiempo. Que si frío, que si calor, que si lluvia, que si sol.
O sol o luna.
Greta llevaba el pelo suelto sobre la mitad de su cara. Se había pintado los labios de rojo y los ojos de azul. Una túnica griega, la que usaba descalza en el barco de Niarchos, en la isla de Skorpios, en el mar Mediterráneo, en el Egeo, en el Jónico, la que insinuaba el contorno de sus caderas y su cintura dejando todo lo demás a la imaginación, caía ligera desde el último escalón.
Él quiso llevarla de vuelta a la biblioteca en brazos. Ella se negó. Dijo que era incapaz de serle infiel a Thomas delante de su retrato, y fueron al salón, porque la cama no les pareció lugar para cosas como éstas.
Después de la eternidad, amaneció a tragos, como ocurría siempre en aquella casa, el sol colándose por donde le permitían las cortinas, y Gabriel acarició otra vez el cuerpo dormido de Greta, perezosa. Ambos sabían que habían perdido la guerra, o la habían ganado, según se mire.
Era de día. Estaban desnudos. Hacía calor. Una sombra cruzó por detrás de las cortinas y se detuvo en el centro de la ventana.
Gabriel pestañeó, se frotó los ojos y se incorporó a medias. Greta protestó con un gruñido de gata.
—¿Tú en qué crees, vamos a ver? —le reprochaba el rector Olavide entre copas—. ¿En la resurrección de la carne, en la casualidad cósmica o en nada de nada?
—Creo en lo que veo —le respondía Hinestrosa.
Sin embargo, lo que veía en ese momento era absolutamente imposible. Tras el cristal acababa de encontrarse con la mirada acusadora de una mujer pálida y desencajada, traicionada, acuchillada, muerta en vida. Ni más ni menos que Marcela, recién adquirido el don de la ubicuidad, un pie en Madrid, otro en Manhattan, como si tal cosa.
III
El día de su boda, treinta de junio de mil novecientos sesenta y nueve, Marcela llevaba un vestido verde abultado en el vientre, flores en el pelo, henna en las manos y un punto rojo entre las dos cejas. Gabriel se había recortado la barba y le había dado a su madre el gusto de ponerse una camisa con cuello y corbata marrón. El resto no habían sido más que disgustos: «Mira que esa chica es argentina, mira que quiere cazarte, mira que te cazó, tonto del bote, que eres más tonto que hecho de encargo, mira lo que pasa con el amor libre, ya se te acabó la libertad, mira que te lo advertí, hijo de mi vida, que esa chica era argentina».