Agua del limonero (11 page)

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Authors: Mamen Sánchez

BOOK: Agua del limonero
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Las mucamas que, al caer el sol, se pararon extrañadas a escuchar el silencio tras la puerta del dormitorio de Greta no quisieron interrumpir el primer sueño apacible que le conocían a la extranjera. Creyeron que estaba durmiendo de golpe todas las noches en vela y, por no despertarla, se descalzaron y volvieron a sus tareas de puntillas, deslizándose sigilosas por los largos pasillos de la hacienda.

Ya estaba oscureciendo cuando apareció el hocico del Packard precedido por el rugido de sus tripas de acero al final del camino. El indio Pedro corrió al encuentro del patrón con un candil en la mano.

—La señorita Solidej, Pedro —le suplicó éste desde el asiento trasero—. ¿Está en la casa?

—Sí —respondió el indio.

—Gracias a Dios —respiró Thomas Bouvier ajustándose el nudo de la corbata.

La escena de Greta ensangrentada escarbando en la tumba de la señora Gloria aún la tenía Pedro entre las cejas. Tenía previstas hasta las palabras precisas —«El patrón tenía razón»— y suponía que no sería necesario ni media explicación más porque, si el propio Bouvier le había prevenido en contra de la extranjera, sus motivos tendría.

—Patrón —comenzó a decir para librarse de una vez del peso que lo atormentaba.

Pero Thomas Bouvier, aún vestido de invierno y con el maletín colgándole del brazo de una cadenita de oro, le indicó, llevándose un dedo a los labios, que más le valía guardar silencio.

—Mire, Pedro —le dijo por si con su gesto no bastara—. Si Greta está en casa, lo demás me importa un carajo.

Ninguno de los dos se imaginó entonces hasta qué punto determinaría la ciega confianza de Thomas la suerte de Pedro en el futuro. Lástima que el indio no borrara de su mente en ese mismo instante lo que había visto desde los matorrales. Unos días después, mientras su esposa preparaba un caldo de gallina en uno de los pucheros de cobre de la hacienda, se lo contó todo, deteniéndose hasta en el detalle de la campana acusadora que repicó sin viento ni nadie que tirara del badajo. Ella, al contrario que su marido, en cuanto escuchó el relato comprendió instintivamente que ya no había remedio y con los ahorros de toda la vida encargó treinta misas por el eterno descanso de sus almas: el mínimo que juzgó necesario para poder entrar en el cielo sin tener que pasar por el purgatorio. Luego se sentó a tratar de olvidar.

Thomas Bouvier abrió de par en par las puertas de la casa y entró precedido por su fuerte olor a gardenias frescas.

—¡Ponga a enfriar una botella de Dom Pérignon! —le ordenó al primer ser humano que se cruzó en su camino.

Subió los escalones de dos en dos, como hacía tiempo que no se lo permitían las piernas. Arrampló con todos los obstáculos invisibles que lo asaltaron por los recovecos de los pasillos. Pronunció a voces el nombre de Greta, que de tanto repetirlo en los silencios del inacabable viaje lo traía tatuado en el paladar. Pero el eco de su propia voz y de sus propios pasos en las paredes húmedas de la hacienda fue el único habitante de la casa que le salió al encuentro. Deseó encontrar la llave de la habitación de Greta impidiéndole el paso, como tantas veces, porque eso hubiera significado que ella se refugiaba al otro lado de la puerta. Luego la imaginó tomando el aire en el mirador, luego al piano, luego probando el guiso en el fogón, luego tras una cortina jugando a asustarlo, hasta que, finalmente, después de registrar la casa de arriba abajo, se asomó a la ventana más solitaria de su vida y vio un buque inmenso atravesando la bahía.

Se llamaba La Cruz del Sur y había zarpado de Veracruz con un cargamento de granos de café, una tripulación de veinte hombres armados y tres mujeres que se rifaban el camarote del capitán al póquer. Recorría pesadamente las aguas del golfo de México deteniéndose aquí y allá con la excusa de repostar combustible para poder disimular de este modo la fea costumbre de hacer la vista gorda, previo pago de cierta cantidad de dinero, al tráfico ilegal de viajeros indocumentados. Lo esperaban desde hacía días los carromatos de varios comerciantes de abarrotes que pasaban las horas oteando el horizonte por si quedaba alguna posibilidad de verlo llegar antes de arruinarse del todo. Desde una de esas tartanas descascarilladas, con su bolsito gris y sus ondas en el pelo, Greta Solidej creyó descubrir una sombra entre las luces del faro. Resignada, se puso en pie, descendió a la dársena y, mansamente, se dirigió hacia el muelle del que colgaban las amarras de los cargueros. Su plan, si se le podía dar semejante nombre al desesperado intento de fuga, consistía en subir a bordo del primer barco que zarpara del puerto de Acapulco y descender en el lugar más recóndito de cuantos divisara desde la cubierta; cuanto más pobre y bárbaro, mejor. Una vez allí, borraría sus huellas gracias al nombre falso de Constanza Würzburg y se dedicaría a evangelizar a la población en algún credo inventado por ella misma a cambio de techo, alimentos y enseres de primera necesidad. Pasado un tiempo prudencial regresaría a desenterrar el tesoro con el que pensaba comenzar una nueva vida en algún país del hemisferio sur; uno de ésos con costa y cordillera, con mansiones coloniales y atardeceres colorados, con aguardientes de fruta y bailes descarados.

Pero Thomas H. Bouvier estaba a punto de desbaratarle el proyecto. El sí tenía una idea clara de lo que ocurriría en los siguientes meses. Y en su estrategia, concebida a base de plazos y fechas exactas, no cabía la más mínima posibilidad de dejar escapar a Greta.

Sacó a Norberto a voces del garaje sin darle tiempo a colocarse la gorra de plato que acababa de quitarse, saltó al asiento delantero del Packard con una agilidad desconocida y febril y le dijo que bajara al puerto sin reducir de marcha ni en las curvas más cerradas. Logró alcanzar el espigón al mismo tiempo que la proa del buque asomaba por detrás.

En un rompeolas que hacía las veces de pantalán estaba Greta empapándose los zapatos de espuma. Apretaba el bolso contra su pecho igual que la noche en la que el océano la trajo junto a los restos de tantos naufragios como el suyo.

—Güerita —le susurró al oído. Ella lo confundió con un golpe de mar—. Güerita, quédate conmigo.

Greta se giró y se encontró con su desaliento y el aroma de mil gardenias deshojadas.

—Ya te dije que me iría para siempre —le respondió ella.

—Dijiste mañana, güerita, y hoy es hoy.

Estaba temblando. Thomas se quitó el chaquetón de paño y se lo colgó a ella de los hombros flacos. Después, la tomó de la cintura, la condujo con suavidad hacia el coche, la ayudó a acomodarse en el asiento del copiloto y le dijo a Norberto antes de abandonarlo a su suerte en medio del malecón:

—Ya remato yo el secuestro.

Desandaron el camino entre curvas, de vuelta al acantilado donde aún esperaba la roca negra en la que Thomas se sentó a inventarle a Greta un pasado verosímil la noche en la que comenzó a contarse su historia.

Esta vez fue ella quien se derrumbó en la piedra y Thomas quien permaneció en pie, de espaldas a la bahía, en mangas de camisa, con el reloj de oro asomando por el chaleco y la corbata negra enmarcándole la barba incipiente.

—¿Qué me vas a inventar ahora? —le preguntó Greta cobijada en el olor a gardenias del chaquetón de paño.

—El futuro —respondió él sin titubear.

Después, se arrodilló frente a ella, introdujo su mano áspera en el bolsillo del pantalón y le mostró el brillante rosa más espléndido de cuantos ha fabricado la naturaleza en los últimos mil millones de años.

—Cásate conmigo, Greta Solidej, y te prometo vivir eternamente.

No fue el valor del anillo lo que convenció a Greta, por mucho que con el paso del tiempo, al revivir esta escena, ella lo nombrara siempre en primer lugar, sino la candida promesa de inmortalidad. Estuvo a punto de responderle: «No prometas lo que sabes que no podrás cumplir, Thomas Bouvier», pero los ojos se le habían vuelto de ámbar y las ásperas manos le temblaban y la boca gruesa merecía un beso y un «sí, quiero» y las leyes de la naturaleza también merecían desafiarse desde esa noche en adelante.

—Si vamos a despeñarnos juntos, hagámoslo cuanto antes —dijo por fin mirando hacia el acantilado.

El periódico Novedades, en sus páginas de sociedad, con fecha veintitrés de noviembre de mil novecientos cincuenta y uno, publicó una nota en la que daba aviso de la inminente boda en Acapulco del millonario norteamericano Thomas H. Bouvier y la joven austríaca Greta Solidej. Se preveía una gran fiesta en la mansión que el rey del oro negro poseía en la colina de Las Brisas, con cientos de invitados procedentes de los cuatro puntos cardinales del planeta, orquesta de jazz importada expresamente desde Nueva Orleans, fuegos artificiales holandeses y caviar iraní a cucharadas.

Nadie se pudo explicar cómo logró el diario filtrar la noticia la misma madrugada del compromiso ni cómo pudo adelantar tantos detalles antes de ser concebidos. A mediodía, la fila de amigos y conocidos de Thomas Bouvier daba la vuelta a la rotonda. Todos venían en procesión a felicitar a los novios, a contemplar el fulgor del brillante rosa y a participar en la algarabía que se había extendido por la ciudad como una plaga de langostas. Los primeros en llegar fueron Emilio y Bárbara Rivera, que se consideraban fundamentales en todo este asunto por su intervención providencial.

—El ofrecimiento sigue en pie —le dijo Thomas a Emilio en cuanto lo vio entrar en el salón del piano de cola.

Pero éste le respondió sin palabras; sólo pendiente de Greta y del modo en que ella se movía por aquella estancia esquivando las corrientes de aire.

El desfile de allegados que hicieron su aparición en la hacienda no cesó hasta las doce de la noche. Con todos se brindó varias veces, en el mayor derroche de champagne francés que se conoció en el mundo entero desde el comienzo de la guerra, y la borrachera colectiva se recordó durante décadas.

A veces, muchos años más tarde, Greta coincidía en Nueva York con algún desconocido decrépito que le guiñaba un ojo y le recordaba aquella noche como la única de su vida en la que perdió la conciencia a base de Moet & Chandon.

Cuando por fin se quedaron a solas, Greta y Thomas, abarloados frente al fuego, decretaron unánimemente que habían tomado la mejor decisión de sus vidas. Fijaron la fecha de la boda para siete días después y comenzaron a hacer los preparativos. Entre muchas otras locuras, esperaron a que amaneciera en París para hablar personalmente con Christian Dior y encargarle el vestido de novia.

Eran pasadas las tres de la madrugada cuando se asomaron al mirador, los dos envueltos en el mismo abrazo, y asistieron por casualidad a la maniobra de salida del buque La Cruz del Sur, que atravesaba lentamente la bocana del puerto precedido por una pareja de delfines. Sin palabras, maldijeron al navío que a punto estuvo de arruinarles la felicidad. Sintieron el impulso de volver adentro y cerrar de golpe el ventanal de la galería, pero la visión de su estela de espuma blanca los fascinó de tal modo que, contagiados por una especie de superstición inexplicable, ninguno se atrevió a apartar los ojos de su popa descascarillada hasta que ambos lo vieron alejarse y desaparecer en la oscuridad.

Aquel barco y su cargamento de café y polizones había arribado la noche anterior sano y salvo a pesar de los malos augurios. Por la pasarela herrumbrosa habían descendido como sonámbulos todos los pasajeros, hartos de mar. Uno de ellos, un hombre alto y flaco, tal vez demasiado flaco para tanto hueso, se había encaminado sin dudarlo al callejón sombrío donde se anunciaba la casa de huéspedes con un cartel pintado a mano. No llevaba más equipaje que una bolsa negra, una gorra gris y unos tirantes que impedían que los pantalones le arrastraran por el suelo.

Se situó frente al encargado, sacó dos billetes de dólar del bolsillo y una cajetilla de tabaco europeo.

—Quiero una habitación —exigió en la lengua aprendida de oído.

—Firme acá —respondió el dueño de la pensión.

En el cuaderno de registro escribió su nombre emborronado por la humedad del ambiente: Bartek Solidej.

El encargado lo miró de arriba abajo y, sin hacer ningún comentario, le entregó una llave sucia.

II

A primera hora de la tarde Greta pidió que la dejaran sola con su vestido de novia. Colgó la percha de la lámpara del techo y lo destapó con cuidado. Como la ventana estaba entreabierta, la brisa que subía de los arrecifes hizo que el tul del velo cobrara vida. Greta no pudo sino admirar el encaje de guipur, la seda salvaje y los cinco metros de cola desparramados sobre la cama y el suelo de su dormitorio. Después, los zapatos de raso, con el detalle de una gardenia cosida en el lateral, y los guantes largos hasta los codos, y la tiara de Tiffany & Co. coronándolo todo con sus destellos estrepitosos.

Aunque sabía que la modista ya venía de camino con la aguja enhebrada, no pudo reprimir ni por un instante el deseo de probárselo inmediatamente. Llamó con una campanilla a la mucama, Rosa Fe, que llegó sofocada de calor y con un bebé agarrado al pecho. Había parido aquella niña morena en la propia casa, como era costumbre entonces, una noche que cambió la luna. Greta había entrado en la cocina a ver por qué la cena se demoraba tanto y había encontrado a Rosa Fe a horcajadas sobre un puchero de agua hirviendo. Le preguntó qué estaba haciendo, por el amor de Dios, con las piernas abiertas sobre la cacerola del pozole y la mujer le respondió que había notado que la criatura andaba con frío, porque sentía que las entrañas le iban a estallar, así que le estaba calentando la puerta con el vapor del perol como había visto hacer a las mujeres de su tierra. Greta mandó llamar al médico y obligó a Rosa Fe a meterse en la cama.

La bebita nació sin ruido al amanecer de un sábado. Trajo un diente clavado en la encía, y una mata de pelo muy liso y muy negro, y las uñas largas. Parecía una viejita recién nacida.

—¿Cómo se llama? —preguntó Greta meciéndola en sus brazos.

—Rosa Fe —contestó el indio Pedro desde la oscuridad—, como su mamá linda.

Entonces salió de detrás de la cortina, chaparrito como era, secándose el sudor con la manga de la camisa de algodón, el machete al cinto y el candil apagado. Levantó a su hija en vilo y la contempló entera, de la cabeza a los pies, antes de posarla con cuidado en el regazo de su esposa.

Greta había abandonado el cuarto llorando a mares.

—Ayúdeme con el corpiño del vestido, Rosa Fe —le ordenó casi sin mirarla—, y deje a la niña que duerma tranquila, en su cuna, no la acostumbre a ir siempre en brazos.

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