Authors: Mamen Sánchez
Qué harta estaba Rosa Fe de la señora Greta y sus manías germánicas. Con las horas de sueño, y las de vigilia, y las de tomar la leche. Le decía que a los niños no había que amamantarlos a capricho, sino con una disciplina férrea: seis veces al día, no más, por mucho que se desgañifaran llorando. Y que había que limpiarse los pezones con agua y jabón, hervir los pañales, desinfectar la tetina. Que había que envolver el cordoncito con una gasa empapada en alcohol, para que no se pudriera, que el agua de mar era buena para la congestión nasal, que con la cabeza de una cerillita untada en grasa se curaba el estreñimiento. Rosa Fe escuchaba todas estas lecciones con la bebé colgando de un rebozo anudado al cuello mientras daba la vuelta a las tortillas en el comal, asintiendo muy seria a todo lo que le decía la extranjera, aunque lo cierto era que por el mismo oído que le entraba le salía la lección sin aprender. En cuanto Greta abandonaba la cocina, le daba a probar a la niña el chile verde, la sopa de huitlacoche, el agua de Jamaica o el mole poblano con la punta del cucharón de palo.
No dejaba de sorprenderle a la mucama el interés de la extranjera por la «chamaquita», como le decía Pedro a su hija desde que le apretó el dedo con el puño cerrado de la mano diminuta y no se lo soltó en toda la noche. Ella, que nunca había mostrado la menor curiosidad por las tareas domésticas, de repente adquirió la costumbre de entrar en la cocina dos o tres veces al día con cualquier excusa, aunque lo cierto era que sólo ansiaba acariciar la cabecita de la niña o tocarle los pies descalzos que asomaban por debajo del rebozo, y a veces, mientras Rosa Fe colocaba los platos en la alacena o pasaba el paño por la mesa del comedor, se daba cuenta de que la miraba disimuladamente por encima del periódico.
Desde el anuncio de la boda, sin embargo, Greta parecía haberlas olvidado por completo. Pasaba los días dando órdenes con una autoridad que aún no le correspondía, pero que hacía prever el infierno que se cernía sobre las almas de todos los trabajadores de la hacienda. Entre muchos otros encargos, mandó lavar y almidonar los manteles y las sábanas sin excepción, descolgar las cortinas y ponerlas a tender, sacudir las alfombras y hasta abrillantar la vajilla de Talavera, a pesar de las protestas de quienes sabían por experiencia que con esa clase de alfarería no hay modo. También se hizo traer un camión de codornices que hubo que desplumar una a una y meterlas en hielo para poder rellenarlas en el último momento, y un cargamento de caviar Beluga y otro de champagne francés. Prefirió un cuarteto vienes a la orquesta de jazz; rechazó rotundamente la generosa oferta de Emilio Rivera, que propuso contratarles el mejor mariachi de México como regalo de boda; ordenó pintar las paredes y la fachada de blanco, plantar flores por todas partes, despejar los caminos, barnizar la puerta de la casa y colocar, en lo alto del dintel de entrada, un escudo de armas que aseguró pertenecía a su familia y no era otro que el de la dinastía Wittelsbach de Baviera.
Para cuando llegó el vestido de novia, ya todos caminaban arrastrando los pies, como sonámbulos, a causa del agotamiento. Sólo Greta se mantenía despierta, alerta, dirigiendo los preparativos de su boda como si se tratara de los ensayos de una ópera y ella fuera la prima donna de voz gloriosa. Le dijo a Thomas que no abandonara sus paseos diarios por los naranjales, ni sus partidas de bridge, ni sus lecturas a media tarde, que le bastaba con que estuviera puntual en la iglesia, vestido con un chaqué blanco y con una gardenia en el ojal. Cincuenta mesas adornadas con rosas y velas llenaban los dos salones; el piano de cola había sido trasladado al mirador, junto con el pianista alemán que se había presentado empapado en sudor dos días antes de lo previsto y pasaba las horas ensayando el vals que abriría el baile. Un chef belga se había adueñado de la cocina, ante el estupor de Rosa Fe, y se había quedado de piedra ante el comal, contemplándolo como si fuera un objeto inverosímil.
Entre unos y otros habían convertido el aire de los pasillos en una mezcla irrespirable de notas musicales, perfume de flores, humo de cirios y sabor a guiso europeo que no había manera de evitar por mucho que las mujeres se empeñaran en abrir de par en par todas las ventanas y balcones de la casa.
Eran casi las cuatro cuando Rosa Fe dejó a la niña dormida en un butacón y comenzó a abotonarle la espalda del vestido. Greta se vio de cuerpo entero en el espejo, subida en un escabel, con la cola cayendo en cascada, como un torrente de encaje sobre el suelo.
—Parece una reina —dijo Rosa Fe.
—Lo soy —respondió Greta—. Soy la reina de Acapulco.
Y su risa se derramó colina abajo.
A las cinco de la tarde comenzó a soplar viento de poniente. Hubo un caballero que perdió la chistera y la vio caer dibujando círculos desde lo alto del arrecife. Las
damas trataron inútilmente de mantener el orden en el motín de sus cabellos, los peones de la hacienda lanzaron cubos de agua sobre los caminos de polvo, los perros aullaron y los caballos patearon las puertas de las cuadras, los visillos escaparon por las ventanas abiertas, como fantasmas de fiesta, y los músicos vieneses descuidaron un momento sus partituras en los atriles y, cuando salieron al mirador, las encontraron volando por encima de sus cabezas. Las campanas de todas las iglesias de Acapulco repicaron al unísono despertando a los vencejos que dormían apaciblemente en los tejados y los ecos de sus tañidos se hicieron oír por encima de los demás ruidos, incluidos los de los burdeles del puerto. Temiendo que se tratara de una señal del cielo, mientras duró el vaniloquio, las mulatas de los barrios bajos se negaron a atender a los clientes, los dueños de las cantinas se encerraron en las trastiendas y los responsables del casino prohibieron los juegos de azar. Pero a las seis en punto el viento se detuvo en seco. Emilio Rivera, que acababa de dejar a su esposa del brazo de su mejor amigo en la puerta de la Soledad, donde ya esperaba el gentío la llegada de la novia, aparcó el Rolls-Royce en la rotonda de los Bouvier y entró muy despacito en la casa para acompañar a Greta al altar. Su peor error fue el de aguardarla al pie de la misma escalera por la que la había visto bajar aquel fatídico día vestida de azul. La imagen de sus caderas meciéndose, los hombros desnudos y la boca jugosa lo había perseguido desde entonces, arrinconando el deseo que sintió alguna vez por su esposa y apropiándose de él en beneficio propio. Ahora, las caricias de Bárbara le parecían las de una impostora, sus demandas las de una tirana, su conversación le resultaba aburrida y sus guisos insípidos hasta el punto de preferir la comida del casino a la de su casa y la compañía de sus amigos a la de su mujer.
Debajo de esa escalera, Emilio Rivera temió que el temblor de sus manos lo traicionara, que el tartamudeo de su boca lo delatara, que el sudor de su frente le arruinara el peinado. Tuvo miedo incluso de tropezar en el pasillo de la iglesia y quedar como un torpe redomado. Pero, sobre todo, sintió lástima por su pobre alma desolada, presenciando impotente cómo su mejor amigo le robaba la única posibilidad que le quedaba de ser, aunque remotamente, feliz.
Greta notó, nada más bajar el primer escalón, que a Emilio se le humedecían los ojos. «Hay que ver cuánto lo quiere», pensó refiriéndose a su inminente esposo. Pero algo en el modo en que Rivera la tomó de la mano y la condujo al coche sin mediar palabra la hizo dudar de las auténticas razones del padrino. Luego, cuando lo tuvo al lado, frente al altar, notó que murmuraba alguna cosa para sus adentros y esta vez no confundió sus bisbiseos con oraciones. Pensó: «Pobrecillo, mira que perder el mejor de los amigos de este modo tan tonto».
Thomas la esperaba en el atrio de la catedral, de blanco, y con la gardenia a juego con los zapatos de ella y el ramo de novia. Había perdido veinte años entre la casa y el templo. Parecía un muchacho que hubiera descubierto de la noche a la mañana lo que se siente al enamorarse por primera vez. Al aparecer la novia por detrás de la lomita, creyó que su vida había llegado tan lejos como le permitían los años y que de ahí en adelante los iba a vivir para atrás, rejuveneciendo cada amanecer en lugar de envejecer. Greta se levantó el velo en cuanto lo tuvo cerca, sin esperar siquiera a que el sacerdote le diera permiso para descubrirse y, con una frase que sólo pudo entender Thomas, le juró en un susurro: «Mañana me quedaré para siempre».
Lo que quedó de veras para siempre en la memoria colectiva de aquel pueblo, desde la cúspide de la pirámide social hasta su base más rastrera, fueron los fastos de la mayor celebración acontecida en aquel lugar por los siglos de los siglos. El veintinueve de noviembre de mil novecientos cincuenta y uno, a eso de las ocho de la tarde, la mansión Bouvier desprendía tanta luz que un buque mercante la confundió con el faro y se fue a pique luego de embarrancar en el arrecife. La música se despeñó por la colina y alcanzó los arrabales; la fiesta se contagió a las calles y a las plazas, y esa noche se concibieron más niños en Acapulco que en los tres años anteriores juntos. De hecho, algún tiempo después, se presentó el alcalde de Acapulco en la casa de Nueva York recaudando fondos para edificar una escuelita nueva porque la anterior ya no daba abasto. Exigía responsabilidades por la parte de culpa que les correspondía a Greta y a Thomas en el descalabro demográfico de la comarca.
A las once, cuando el cielo se llenó de fuego con aquella exhibición de pirotecnia traída directamente de los Países Bajos, ya la suerte estaba echada: los niños engendrados, las cantinas abarrotadas, los barcos encallados, los invitados ebrios de champagne, caviar y música, Emilio Rivera inconsciente, su esposa Bárbara excusando su falta de costumbre para con el alcohol y Greta Solidej convertida de por vida en Greta Bouvier, la reina de Acapulco.
Al despuntar la mañana, por fin subieron los escalones de la casa los recién casados sin preocuparse de apagar el fuego de las chimeneas. Tuvo que ser Rosa Fe, con su hija dormida en el rebozo, la que arropara con mantas a los invitados que pasaron lo que quedó de noche bajo el techo de los Bouvier. Fueron más de treinta los que por una u otra razón no encontraron a tiempo la puerta de la calle y entre ellos hubo quien amaneció abrazado a la persona que menos le correspondía. Pero todos, haciendo gala de una discreción infinita con respecto a las faltas propias, abandonaron la casa en riguroso silencio en cuanto encontraron a su verdadera pareja debajo de la manta equivocada.
De madrugada, por primera vez desde la llegada de Greta a Acapulco, Thomas encontró la puerta de su habitación abierta. También la ventana, con las gardenias y los visillos blancos, estaba entornada, permitiendo que entrara el aire fresco y la luz azul del nuevo día. Se sentaron al pie de la cama, los dos de blanco, la colcha blanca, las sábanas blancas, la camisa blanca, los guantes blancos, la piel azul, y se sorprendieron del sabor inesperado de sus besos. Mientras que Greta poseía el gusto inconfundible de las manzanas verdes, Thomas llevaba en la lengua la dulzura del azúcar de caña. Mientras que Greta era intensa y fría, Thomas era más bien cremoso y suave. El licor resultante se derramó por sus cuerpos, empapó la cama hasta el colchón, los cubrió de alcohol, los emborrachó al mismo tiempo y los agotó tanto que ambos sintieron que morirían esa noche sin remedio.
Cuando Greta recuperó el sentido, buscó con la mano de la alianza el calor de su esposo sobre la almohada. Acarició su pelo revuelto, su nuca de soldado, su cuello tenso, y lo notó helado, como si un soplo de viento del norte lo estuviera recorriendo de arriba abajo, deteniéndose en los recovecos de su piel. Aterrada, contó claramente cinco dedos largos con sus correspondientes uñas arañándole las entrañas al cuerpo de Thomas. Vio cómo se le empañaban los ojos con el vaho de aquel aliento frío que le bebía la vida a sorbos. Lo sintió vaciarse, aletargarse y terminarse, pero no comenzó a gritar hasta que la ventana abierta se cerró de golpe y por fin comprendió que Gloria, desde la gloria, acababa de robarle a su marido. Entonces repitió sus nombres tan alto y con tanta desesperación que hasta las palomas se espantaron y volaron alrededor de los palomares y los campanarios, estrellándose con cuantos obstáculos se les pusieron por delante. El grito de Greta despertó a los que dormían la borrachera de la noche anterior y durante años todos ellos, sin excepción, juraron haber oído carcajadas entre las nubes.
Thomas H. Bouvier había muerto en su cama blanca, la misma noche de bodas, con las piernas aún enredadas en el cuerpo de su esposa.
III
Bartek Solidej estaba teniendo graves dificultades de comunicación con los habitantes de la tierra a la que había ido a parar Greta. Ni sus gestos se correspondían con el significado que Bartek les inventaba, ni sus costumbres se ajustaban a ninguna lógica, ni sus reacciones eran proporcionales a los estímulos que las provocaban. Por menos de un cruce de miradas podía originarse una balacera sangrienta con resultado de varios muertos a los que se les velaba durante tres noches seguidas con asistencia de hombres y mujeres de ambos bandos por igual. El que decía «no» podía estar diciendo «sí», el que perdía el sentido por culpa del tequila era felicitado al día siguiente con palmaditas en la espalda; cada quien comía allí donde lo encontraba el hambre, sin horarios ni mayores ceremonias que las de abrir la boca y engullir una tortilla rellena de lo que hubiera en el perol. Los altarcillos donde se adoraba a la Virgen de Guadalupe convivían en feliz armonía con los de los esqueletos de la muerte vestidos de fiesta; y siempre era hora de siesta, y siempre había una sombra debajo de un techo de palma porque siempre hacía el mismo calor pegajoso y húmedo de las tres de la tarde.
En la última carta que había recibido de Greta, el itinerario de su viaje quedaba trazado con precisión, al igual que, en el calendario, el día y la hora en que volverían a encontrarse. Sin embargo, había pasado una semana completa desde que había desembarcado de La Cruz del Sur y aún no había tropezado con nadie que le diera noticia alguna de su paradero. La describía por señas, con grandes aspavientos, recorriendo su cuerpo ausente con ambas manos y deteniéndose en las curvas que tan bien recordaba, pero, para su desesperación, hasta el momento sólo había logrado que lo dirigieran a los burdeles del centro, tomándolo por uno de esos marineros que se orientan en cada puerto por la suavidad de la piel de sus mujeres.