Empezó el partido y enseguida, penal. Entonces pensé: "Bueno, esto es goleada, prepárate Diego". Pero cuando el arquero lo atajó me di cuenta de que iba a ser muy difícil que jugara. Al toque llegó el golazo de Bertoni, y el segundo, y el tercero... y cada gol que hacíamos era como si me entrara una hormiga más en el cuerpo. Si la cosa seguía así, iba a entrar, seguro.
Yo estaba sentado al lado de Mouzo; después seguían Pizzarotti, el doctor Fort y Menotti. Iban veinte minutos del segundo tiempo cuando el Flaco me llamó:
¡Maradona!, ¡Maradona!,
dos veces me llamó. Me levanté y fui hasta donde él estaba. Me di cuenta de que iba a jugar.
Va a entrar por Luque,
me dijo Menotti.
Haga lo que sabe, esté tranquilo y muévase por toda la cancha. ¿Estamos?
Eso me dio coraje. Empecé a correr haciendo precalentamiento y ahí fue cuando oí que la tribuna coreaba mi nombre.
¡Maradooó, Mara-dooó!
No sé qué me pasó. Me temblaron las piernas y las manos. Era un ruido bárbaro: la tribuna gritaba, lo que me había dicho Menotti me sonaba en la cabeza, el Japonés Pérez me alentaba:
¡Vamos, Diego, con fuerza!,
y todo se mezclaba. Lo digo honestamente: tenía un julepe bárbaro.
La toqué enseguida. Sacó Gatti para Gallego y el Tolo me la dio a mí, de una. Lo hizo a propósito, me di cuenta de que era una gran muestra de compañerismo. Me la dio rápido para que tomara confianza, para que tuviera la pelota. Fue ahí cuando lo dejé solo a Houseman con un pase entre dos húngaros. Entonces me serené del todo. Me alentaba Villa, me cuidaba Gallego, Carrascosa me gritaba
¡buena, buena!
aunque no la hiciera bien.
Terminó el partido y el primer abrazo lo recibí de Gallego:
¡Así te quiero ver siempre, Diego! ¡Así!
Me parecía mentira. Había pasado todo. Me fui a casa con papá y con Jorge Cyterszpiller. Cené y prendí la televisión para ver el partido. Me di cuenta de que me había equivocado varias veces. Le di una pelota a Bertoni a la derecha, y el que estaba solo en la otra punta era Felman; quise gambetear a un húngaro y la enganché muy corta: me acordé de que en ese momento pensé hacerla larga y después me arrepentí; vi la patada que me dio un húngaro sin la pelota, pero por televisión duele menos. Después me fui a dormir. No soñé nada. Dormí como nunca.
Ya estaba instalado definitivamente en la casita de la calle Argerich, con toda mi familia. Era una típica casa de barrio, propiedad horizontal. Nosotros vivíamos al fondo y adelante estaba la familia Villafañe: don Coco, taxista y fanático de Argentinos, doña Pochi, ama de casa, y... la Claudia. Creo que nos empezamos a mirar desde el primer día, cuando me instalé ahí, en octubre del 76. Ella me miraba por la ventana cada vez que yo salía y yo me hacía el boludo, pero siempre la relojeaba. Eso sí: recién me le animé casi ocho meses después. Exactamente el 28 de junio de 1977. Fui a bailar a un clásico del barrio: el Social y Deportivo Parque. Ahí, sobre las baldosas de la cancha de papi, las mismas en las que jugaban todos los monstruitos que después terminarían en Argentinos, se armaban unos bailongos bárbaros. Después de las dos de la mañana empezaban los lentos y ése era el gran momento. Yo estacioné mi Fiat 125 rojo en la puerta y me mandé... Ella estaba adentro, con sus compañeras del colegio, iba al quinto año comercial. Los dos sabíamos que nos espiábamos, así que apenas la cabecié, aceptó. Justo, justo en el momento en que empezamos a bailar, ni nos habíamos saludado todavía, meten el tema "Yo te propongo", de Roberto Carlos... ¡Espectacular! Me ahorró todas las palabras, que justamente no me sobraban. A partir de ahí, a partir de ese momento exacto, somos
El Diego
y
La Claudia.
Y no sabemos vivir el uno sin el otro... Bueno, ella se tuvo que acostumbrar a algunas cosas. Y no hablo de las concentraciones precisamente: una vez yo volví muy tarde, casi de día. Ni dormí: me bañé y me fui a entrenar. Mi viejo me escuchó, pero no me dijo nada... Al mediodía, cuando volví, lo veo a mi viejo hablándole a la Claudia, casi a los gritos:
¡Vos no podes hacerlo acostar tan tarde al nene, lo tenés que cuidar un poco más, él tiene que ir al entrenamiento!
Yo quería que me tragara la tierra: esa noche no había salido con la Claudia.
Argentinos Juniors, Argentina '78, Japón '79
Me había propuesto una revancha
por lo del Mundial '78...
Y en Japón la cumplí.
Yo creo que podría haber jugado en el Mundial 78... Estaba afilado, estaba como nunca, como nunca estuve. Pero bueno, son cosas que pasan, qué sé yo. Lloré mucho, lloré tanto que... no sé. Ni siquiera cuando pasó lo del '94, lo del doping, lloré tanto. Yo las siento hoy como dos injusticias. Son distintas, pero injusticias las dos. Yo a Menotti no lo perdoné ni lo voy a perdonar nunca por aquello —sigo sintiendo que se le escapó la tortuga—, pero nunca lo odié. Odiar es distinto a no perdonar. Eso creo yo, por lo menos. Por eso digo que, a pesar de todo, a mí no se me borra la imagen que yo tengo del Flaco, de su sabiduría para saberme llevar.
Fue un 19 de mayo y llovía en José C. Paz, en la quinta de Natalio Salvatori donde estábamos concentrados. El Flaco nos llamó a todos, a los veinticinco, al centro de la cancha donde hacíamos fútbol. Yo me la veía venir, me la veía venir. El plantel tenía cinco que jugábamos de diez: Villa, Alonso, Valencia, Bochini y yo. Creo que el que más le gustaba al Flaco era Valencia, porque lo había descubierto él; después, Villa; a Alonso lo sumó porque hubo una campaña tremenda del periodismo y de no sé quién más; al Bocha le dio el toque antes que a nadie. Y a mí, bueno, me llegó la hora.
El día anterior había ido a visitarme Francis a la concentración, y me encontró llorando en la pieza... Por eso digo: me la veía venir. Cuando todos conocieron la noticia esa de que Bravo, Bottaniz y yo quedábamos afuera, se me acercaron algunos a consolarme: Luque, un gran tipo, el Tolo Gallego... Y ninguno más. En ese momento eran demasiado grandes como para gastar una palabra en un pibe. No digo que hayan estado mal, ¿no?, pero todo el mundo quería jugar su primer Mundial y todo el mundo cuidaba su quintita. O sea, quien le tenía que hacer de alcahuete al Flaco Menotti, le hacía de alcahuete al Flaco Menotti; quien le tenía que hacer de alcahuete a Pizzarotti, le hacía de alcahuete a Pizzarotti. Era todo muy entendible, en el fútbol la cosa es así con las estrellas, y lo mío pasó como si fuera un pibe más... Un pibe más... Ahora, a la distancia, es otra cosa, lógico. Por ejemplo, a mí lo de Lito Bottaniz no me gustó; pero él se quedó porque lo sintió así, es su personalidad. Yo no me quedé ni un segundo más ahí: yo ya no me sentía parte de ese grupo y si estabas, era para tirar para adelante. Si no, mejor irse.
Pero lo peor de todo fue cuando volví a mi casa. Parecía un velorio. Lloraba mi vieja, lloraba mi viejo, lloraban mis hermanos y mis hermanas. Me decían que yo era el mejor de todos, que no me preocupara porque iba a jugar cinco mundiales... Pero lloraban. Eso fue lo peor. Ese día, el más triste de mi carrera, juré que iría por la revancha. Fue la desilusión más grande mi vida, lo que me marcó para siempre, lo que me definió. Yo sentía en mis piernas y en mi corazón y en mi mente que yo les iba a demostrar que iba a jugar muchos mundiales. Eso mismo me decía Menotti, pero yo en ese momento no entendía razones. Igual yo viví el Mundial como un argentino más. Hasta fui a la cancha y todo. Fui contra Italia y también en la final contra Holanda; después salí en la furgoneta de mi suegro a festejar por todo Buenos Aires. Yo pensaba que podía haber estado ahí adentro, estaba seguro de que hubiera aportado mucho.
Ahí, cuando quedé afuera de la lista de veintidós,
"porque era muy joven",
empecé a darme cuenta de que la bronca era como un combustible para mí. Me ponía en marcha el motor a la máxima potencia. Cuando buscaba revancha, mejor jugaba. Dos días después de la nefasta noticia que me comunicó el Flaco, me puse la camiseta de Argentinos y salí a la cancha: le ganamos a Chacarita cinco a cero, hice dos goles y serví otros dos... Me acuerdo de que después de hacer uno se me acercó Pena, Huguito Pena, un tipo extraordinario, que en paz descanse, que jugaba para ellos, me pasó el brazo por arriba del hombro y me dijo, al oído:
Dieguito, si no fuera porque tengo otra camiseta, lo festejaría con vos... Quédate tranquilo, nene, que vas a jugar muchos Mundiales y les vas a tapar la boca a todos.
Ahí, en Argentinos, aprendí lo que es pelear desde abajo, pelear siendo chico contra los grandes. A dejar de lado la palabra descenso para soñar con el campeonato. Empezamos a levantar, a levantar... Contra todo y contra todos. En el campeonato Metropolitano del 78 ya fuimos quintos, y yo goleador con 22 goles. En el Nacional de ese año casi no jugué, pero lo aproveché bien: jugué cuatro y metí cuatro.
En aquella época, ya habíamos formalizado nuestra relación profesional con Cyterszpiller. Es increíble: desde los tiempos de los Cebollitas hasta 1977, nos habíamos manejado sólo por la amistad, sin firmar un papel. Pero la historia había cambiado demasiado y ya no era posible seguir así. Ya era hora de que lo nuestro fuera definitivamente profesional. Yo quería a alguien de confianza, y en él confiaba. Había ofertas de todos lados, para hacer publicidad, para jugar... Hasta una oferta de Inglaterra había: un millón cuarenta mil dólares por mí y por Carlitos Fren, ¡un millón cuarenta mil dólares! Entonces un día, saliendo de mi casa de Argerich, yo con dieciséis años y él con dieciocho, le digo: "Cabezón, quiero que manejes mis cosas". Y así empezó todo. El, que había dejado sus estudios de Ciencias Económicas, creo que en segundo año, me acompañó al Sudamericano Juvenil de Venezuela, en Caracas, en el 77, un fracaso total: todo había estado mal barajado; a aquel equipo no lo apoyaba nadie, todos pensaban en el Mundial 78 y nada más que en el Mundial 78. No era un mal equipo, pero estábamos más solos que Adán en el Día de la Madre.
Recién cuando terminó Argentina 78 se acordaron de nosotros, después de la vuelta olímpica, enseguida nomás, Menotti se empezó a meter en los Juveniles. Era un grupo espectacular, elegido por el maestro Duchini: Sergio García era el arquero, de Tigre; Carabelli, que había jugado contra los Cebollitas con Huracán, de Argentinos; Juanchi Simón y el Gringo Sperandío, de Newell's; Rubén Juan Rossi, de Colón; Huguito Alves y Bachino, de Boca; Juancito Barbas y el Gaby Calderón, de Racing; Osvaldito Rinaldi, de San Lorenzo; el Pichi Escudero, de Chacarita; Ramón Díaz, de River; Piaggio y Alfredito Torres, de Atlanta; el Flaco Lanao, de Vélez; el Tucu Meza... íbamos por todo el país, jugábamos contra los más grandes, los goleábamos, las canchas se llenaban, ¡la rompíamos!
En noviembre del 78, me acuerdo, le ganamos al Cosmos, en Tucumán, con la cancha a reventar, dos a uno. Hice un gol yo y el otro Barrera. Al final del partido, cambié la camiseta con Franz Beckenbauer, que me vino a saludar.
El Flaco nos había prometido que él iba a estar siempre con el equipo. Y cumplió... Nos acompañó al Sudamericano que se jugó en Montevideo, que fue durísimo. Ahí nos clasificamos para Japón. ¡A mí me enorgullecía eso de formar parte del equipo de Menotti! Era un orgullo muy grande porque yo estaba convencido de que él era el artífice de meternos en la cabeza a todos que ser campeones morales ya no servía para nada. Yo siempre digo y repito: cuando me fui a fichar a la AFA, a los 12 años, no vi ninguna Copa del Mundo, estaban todas las vitrinas vacías... Ahora, gracias a Dios, tenemos algunas, y en eso el Flaco tuvo algo que ver.
Bueno, la cosa es que en Montevideo arrancamos con todo. Goleamos a Perú, tocamos, empatamos con Uruguay, tocamos, empatamos con Brasil, tocamos. Eso hicimos contra Brasil: ellos nos tocaban, nos tocaban... En un momento, en el entretiempo, nos juntamos en la mitad de la cancha, y Menotti nos dijo:
¡Hagamos lo mismo que ellos!
¡Y salió un partido bárbaro! Porque los negritos jugaban,
taca, taca,
llegaban al área y tiraban cada bombón que se iba cerquita del palo; la teníamos nosotros,
taca, taca,
y también les quemábamos el arco... Salimos cero a cero, pero los dejamos afuera; nos clasificamos junto con Uruguay y Paraguay.
Al final de ese Sudamericano, además del resultado, cumplí un sueño, tal vez más importante: llevé a toda mi familia a conocer el mar. Nos pasamos unos días en Atlántida, en Uruguay, y ahí mismo, en la playa, cuando estábamos todos juntos haciendo algo que durante años habíamos soñado, le pedí por favor al viejo algo muy especial: que dejara de laburar... Ya tenía 50 años, ya bastante había hecho por nosotros. Ahora me tocaba a mí.
Enseguida, el Flaco nos empezó a meter a los juveniles en la Selección mayor. Nos estaba preparando para que llegáramos con todo al Mundial. A mí y a Barbas nos hizo jugar contra Bulgaria, en la cancha de River, en el primer partido después de la Copa del Mundo. Ganamos 2 a 1, y después nos llevó a Berna, a jugar un partido contra Holanda, por una fiesta de la FIFA o algo así. Me llevó, pero con la condición de que si aparecía Kempes yo no jugaba... Nunca se lo pregunté al Flaco, nunca: ¿me hubiera puesto igual si aparecía Mario? Bueno, la cosa es que Mario no vino y salí a la cancha yo, contra Neeskens, contra Krol, ¡contra una banda! Empatamos 0 a 0 y después ganamos en los penales: patié uno yo, también pateó otro Barbitas... Eramos pibes, sí, pero nos sentíamos importantes.
Tan importantes, que a mí me declararon intransferible. El tema era cómo hacían para pagarme y retenerme, con las ofertas que llegaban de afuera. Entonces, apareció un arreglo con Austral: me vistieron de arriba a abajo con los colores de la compañía, le pusieron la publicidad a la camiseta de Argentinos y así pude seguir... Si no, hubiera jugado en la Argentina todavía menos de lo que jugué, que para mí fue muy poco. A esa altura, ya era la cara de Puma, de Coca-Cola, de Agfa, de un montón de marcas que yo, dos años antes, ni conocía. Enseguida jugué otro partido con la Selección mayor, contra Italia, en Roma. Y después me mandé de lleno a mi gran objetivo...
La cosa es que cuando llegamos finalmente a Japón sabíamos que no podíamos perder. Particularmente yo: me había propuesto una revancha por lo del Mundial 78... Y en Japón la cumplí. Aquél fue, lejos, el mejor equipo que integré en mi carrera, ¡nunca me divertí tanto adentro de una cancha! En aquel momento la definí como la alegría más grande de mi vida y, la verdad, sacando a mis hijas, hablando sólo de mi carrera, me cuesta encontrar otra parecida... ¡Qué lindo que jugábamos! Y nos seguían todos, ¿eh? Basta con preguntarle a cualquier argentino qué recuerda de aquel equipo y seguro que te contesta:
Era de locos. Nos levantábamos a las cuatro de la mañana para verlo por televisión.
Así era: durante dos semanas hicimos levantar al país a las cuatro de la mañana.