La cosa es que se instalaron como pudieron. No fue fácil, ¿eh?, nada fácil. Alquilaron una casilla, primero. Después, se mudaron a otra, un poquito, un poquito, nada más, mejor. Y a lo último llegaron a una casita con mucha chapa y madera y algunos ladrillos, cerca de la esquina de Azamor y Mario Bravo. Ahí está, todavía de pie, esa casita, casi igual. Ahí nacieron Elsa, María, después yo, Raúl (el Lalo), Hugo (el Turco) y Claudia (la Caly).
Había que laburar mucho para alimentar tantas bocas. Había que laburar mucho y mi viejo se mataba. Por eso yo trataba de hacer las menos cagadas posibles, pero... A veces mi viejo cobraba y me compraba zapatillas y yo las rompía enseguida porque jugaba a la pelota todo el día. ¡Era para llorar! Y en realidad llorábamos, porque encima de que se rompían, mi viejo me fajaba... Pero ojo, no lo cuento para recriminarle... Eran otros tiempos y eran otras costumbres... ¡Mi viejo no tenía tiempo de hablarme! Y entonces me tenía que pegar. Mi viejo no tenía tiempo para decirme como yo hoy le puedo decir a Dalma o a Gianinna: "Vení, vení que quiero explicarte esto". Mi viejo tenía que dormir aunque sea un ratito para ir al otro día a las cuatro de la mañana a la fábrica, porque si no se pudría todo en casa y no había para comer. Esto lo cuento para que todos sepan que hay muchas familias obligadas a vivir así y de paso para reconocer que me sirvió de experiencia, de mucha experiencia. Es el día de hoy que reconozco a mi viejo, a don Diego, como la persona más buena que conocí en mi vida, y repito, para ellos, para él y para la Tota también: si me piden el cielo, se los doy.
Esto es lo que quiero transmitir: a mí se me hizo la piel más dura por lo que viví en Fiorito y después también; pero los sentimientos no me cambiaron nunca. Ni me cambiarán. Cuando digo lo que quiero transmitir estoy diciendo que a los ídolos la gente los tiene en sus casas, bien cerca, pueden tocarlos. No es que los ven por la tele o en las revistas; están ahí... Por eso siempre digo que no soy ni quiero ser ejemplo. En todo caso, para mis hijas sí; a ellas me debo, ellas podrán juzgarme.
La verdad es que, gracias a mi viejo, a mí nunca me faltó de comer. Por eso tenía buenas piernas, aunque era flaquito. En otras casas por ahí los pibes no comían todos los días, y entonces se cansaban antes que yo. Eso me hacía un poco diferente a los demás: que tenía buenas piernas y que comía. Nunca pensé, nunca, que había nacido para jugar al fútbol, que me iba a pasar todo lo que me pasó después. Tenía mis sueños, sí, como ese que quedó grabado en la televisión, cuando ya era más conocido y dije que mi sueño... era jugar un Mundial y salir campeón del mundo con Argentina, pero era el mismo sueño de todos los chicos, como cualquiera. Lo que sí sentí fue que con la pelota era diferente a los demás, que en cualquier picado que me ponían lo resolvía, lo ganaba yo siempre. Así como en la vida se elige, en los picados también: siempre eligen los dos más grandes y ahí se arma todo. Y bueno, al Pelusita siempre lo elegían primero en los picados.
Siempre jugábamos a la vuelta de casa, en las Siete Canchitas. Eran unos potreros enormes, algunas canchas tenían arcos y otras no. ¡Las Siete Canchitas, como si fuera uno de esos complejos que hay ahora, con césped sintético y esas cosas! Aquéllas no tenían ni césped ni sintético, pero eran maravillosas para nosotros. Eran de tierra, de tierra bien dura. Cuando empezábamos a correr se levantaba tanto polvillo que parecía que estábamos jugando en Wembley y con neblina.
Una de esas canchitas era la del Estrella Roja, el equipo de mi viejo, donde yo jugaba sí o sí. Otra era de Tres Banderas, del papá de un amigo mío, el Goyo Carrizo. ¡Estrella Roja contra Tres Banderas era como Boca contra River! Era muy común eso, en aquellos tiempos, y creo que ahora también: los padres a los que les gusta mucho el fútbol arman equipos y hacen jugar a los pibes. A veces por plata y todo. La cosa es que nosotros éramos el clásico del barrio. Pero con Goyo todo bien. Tan bien que un día, a mediados del '69, en la escuela donde éramos compañeros de grado me dijo:
—
Diego, el sábado fui a Argentinos Juniors a entrenar y me dijeron que llevara pibes a probarse, ¿querés venir?
—
No sé, le tengo que preguntar a mi viejo, no sé...
La verdad era que yo sabía que si le pedía a mi viejo que me llevara era gastar plata en boleto y sacarle a él tiempo de descanso. Y eso me frenaba. Pero, claro, como me pasaba siempre cuando algo tenía que ver con mi viejo, le conté a mi mamá que me gustaría ir, que esto y que lo otro... La Tota cumplió, como siempre: le contó a mi viejo y él decidió que averigüemos todo a ver cómo era, que él me iba a llevar... ¡Para qué! Salí corriendo para la casa del Goyo más rápido que Ben Johnson. Eran como tres kilómetros, tenía que cruzar Las Siete Canchitas, y llegué así, sin aire, y le dije: "Goyo, voy, voy, me dejan, ¿cuándo es?". Faltaban unos días todavía, que para mí fueron como un siglo.
Con mi viejo lo pasamos a buscar a Goyo y a Montañita, otro pibe del barrio que jugaba bien. De Fiorito fueron un montón de pibes más, pero nosotros tres fuimos juntos y nosotros tres quedamos.
Ya el viaje fue una aventura. Hice por primera vez el trayecto que después iba a repetir miles de veces. Salimos de Fiorito en el verde, como le decíamos al 28, y en Pompeya nos tomamos el 44, para llegar hasta Las Malvinas, que era donde se entrenaba Argentinos en Tronador y Bauness. Juro que para mí cruzar el Puente Alsina era como hoy es pasar el puente de Manhattan, lo juro.
La cosa es que llegamos a Las Malvinas. Había llovido tanto que, cuando por fin estuvimos todos juntos, nos informaron que no se podía jugar para cuidar las canchas. ¡Qué desilusión! Creo que si los pibes nos poníamos a llorar inundábamos todo y ahí sí que no se iba a poder jugar más. Entonces Francis, que es un fenómeno, y manejaba todo ahí, dijo:
No se hagan problemas, agarremos el Rastrojero de don Yayo y vamos al Parque Saavedra, que ahí sí vamos a poder jugar.
Francis era Francisco Gregorio Cornejo, el creador de Los Cebollitas, un grupo de chicos de la clase '60 armado para jugar en cuanto torneo se presentara antes de llegar a los 14 años, que era cuando Argentinos los podía fichar en la AFA y arrancar con la novena división. Y don Yayo era José Emilio Trolla, su ayudante, un hombre más o menos de la misma edad que él, que era el dueño de la camioneta con la que nos llevaban a todas partes.
En el Parque Saavedra armaron dos equipos. En la segunda tanda entramos nosotros y a mí me tocó jugar con Goyo. Aunque siempre habíamos sido rivales, nos entendíamos de memoria y les pintamos la cara. Tiré caños, taquitos, sombreros, hice un par de goles, no me acuerdo cuántos. Lo que sí me acuerdo fue que Francis le dijo a Goyo que siguiera yendo, que me quería ver otra vez. Pero lo que él no creía es que de verdad yo tuviera nueve años. Entonces me encaró, con cara seria...
—
Nene, ¿seguro que sos del sesenta?
—Sí, don Francis...
—
A ver, mostrame los documentos.
—No, los dejé en casa...
Era cierto, pero él no me creía. Tiempo después me confesó que pensaba que yo era un enano.
Para esa época ya se había hecho amigo de mi viejo, que confiaba en él y en don Yayo como si fueran de la familia. Por esa confianza es que yo termino en Argentinos y no en otro equipo. Viviendo donde vivíamos podría haber ido a Independiente o a Lanús... River no creo... Si ahora pudiera elegir me quedaría con Boca, con Boca... Ojo que en aquel tiempo yo, mientras me iba formando como jugador, estaba enamorado de Bochini. Me enamoré terriblemente y confieso que era de Independiente en la Copa Libertadores, a principios de los setenta, cuando estaba por dar el salto de los Cebollitas a la novena, porque ¡Bochini me sedujo tanto! Bochini... y Bertoni. Las paredes que tiraban Bochini y Bertoni eran una cosa que me quedó tan grabada que yo las elegiría como las jugadas maestras de la historia del fútbol. También me gustaba el Beto Alonso, porque era zurdo y a mí me parece que, no sé, los zurdos somos más vistosos. Ahí está el caso de Rivelinho, el mejor ejemplo. Creo que eso es lo único que no tuvo el Bocha: zurda. Pero amagaba con el pie por arriba de la pelota... y los defensores se caían. Yo pensaba: "No puede ser, no se entiende. Yo engancho para pasar a uno, lo encaro y tengo que correr la pelota para pasarlo". El Bocha no la corría; hacía así, se inclinaba, y la pelota seguía ahí, y los defensores igual se caían de culo. La verdad, a los 16 años decían que me quería comprar Independiente: en esa época soñaba con jugar con el Bocha; después, se me pasó.
Pero yo los miraba a todos, y aprendía. Mientras tanto, con los Cebollitas le íbamos ganando a todos los que nos ponían enfrente. Ganamos 136 partidos seguidos, los tengo anotados en un cuaderno que me regalaron Francis y don Yayo. Claudia lo tiene guardado como un tesoro... ¡Si me contaran los goles que hice ahí, tengo más que Pelé! Pero, claro, eso no se puede probar, aunque yo sé que los hice. Me acuerdo que perdimos el partido que nos cortó la racha en Navarro, porque nosotros íbamos a jugar a todas partes. ¡Era un equipazo! Ahí fue donde yo empecé a ser jugador de fútbol, jugador de verdad, porque yo en Fiorito lo que hacía era correr atrás de la pelota.
Jugaba siempre de cualquier manera: una vez, hasta con siete puntos de sutura en una mano y todo vendado. Resulta que estábamos por sentarnos a comer con Goyo, en mi casa, y la Tota me pidió que le fuera a buscar un sifón, que no había soda. Nos fuimos corriendo con el Goyo y, cuando volvíamos doblo en la esquina y me pego un porrazo. ¡Un porrazo terrible! Se me reventó el sifón y me hice un tajo enorme en la mano. ¡Para qué! A mí me dolía todo lo que se me venía: el corte, el susto de la Tota, la paliza de mi viejo y sobre todo el partido del día siguiente. Porque era viernes y el sábado teníamos que jugar en Banfield. Me llevaron al hospital, donde pudieron, y me cosieron y me pusieron una venda enorme, parecía La Momia.
Al día siguiente me fui con los pibes en el Rastrojero de don Yayo. Tenía miedo de que Francis no me pusiera y que encima me retara, porque, la verdad, le teníamos un respeto que se parecía bastante al miedo. Ya en el vestuario, la cosa fue que Francis me llamó y me preguntó...
—
¿Qué le pasó en la mano, Maradona?
—Me caí y me corté, don Francis. Pero puedo jugar...
—
¿Qué? ¡Ni loco! Usted así no puede jugar.
Pegué media vuelta y me volví al banco, donde me estaba cambiando, mordiéndome los labios para no llorar. El Goyo me vio y lo encaró a Francis...
—
Déle, Francis, déjelo jugar, aunque sea un ratito. Si Don Diego le dio permiso.
Francis frunció la cara y gruñó algo así como
...está bien, pero un ratito.
A mí me volvió el alma al cuerpo... No jugué un ratito; jugué todo el partido: ganamos 7 a 1 y yo hice cinco goles.
En el equipo nuestro estaba el hijo de Perfecto Rodríguez, el Mono Claudio, que era un ocho excepcional. El nueve era Goyo, el diez era yo y el once, Pólvora Delgado. Pero el papá de Rodríguez estaba muy vinculado con Chacarita, y cuando llegamos a la edad de novena división se llevó al hijo para allá y nos desarmó el equipo. Francis tuvo que poner a Osvaldo Dalla Buona, que fue uno de mis mejores amigos pero era un picapiedra terrible, y entonces se complicaba la historia. Se complicaba. Así nació el clásico de inferiores, el Argentinos nuestro contra el Chacarita del Pichi Escudero y el Mono Rodríguez. Ganamos nosotros porque marcábamos la diferencia... por la izquierda. Una formación típica era: Ojeda; Trotta, Challe, Chammah, Montaña; Lucero, Dalla Buona, Maradona; Duré, Carrizo y Delgado.
De aquellos Cebollitas me quedaron muchas historias que me marcaron para siempre. Ahora que hay tanto lío con lo de las edades, como con los brasileños, que ponen jugadores mayores en los juveniles, debo contar que a mí me pasaba lo mismo, pero al revés: tenía 12 años, tres menos que los demás, pero Francis igual me ponía, en el banco. Si la cosa iba mal, me mandaba a la cancha. La primera vez fue contra Racing, en la cancha de Sacachispas: faltaba media hora, empatábamos cero a cero y no pasaba nada; me mandó a la cancha, hice dos goles y ganamos; el técnico rival, un tal Palomino que lo conocía muy bien, se acercó a Francis y le preguntó:
¿Cómo es posible que tengas a ese pibe en el banco? Cuídalo, que va a ser un genio.
Francis le mostró los documentos y Palomino no lo podía creer. Otra vez, contra Boca, hizo lo mismo, pero como en el ambiente de las inferiores ya me conocían, me cambió el nombre: me mandó Montanya. Perdíamos tres a cero, entré, hice un gol, empezamos a apretar y empatamos; el problema fue que mis compañeros me mandaron en cana:
¡Grande, Diego!,
gritaban, hasta que el técnico de Boca se avivó. Fue y lo encaró a Francis:
Vos me pusiste a Maradona... Por esta vez pasa, no te voy a protestar el partido. Vos sí que sos un tipo de suerte. Ese chico es maravilloso.
También alguna vez quedé afuera, y no precisamente por una cuestión de edad: en 1971, cuando fuimos a un campeonato a Uruguay, la primera vez que salía del país. No pude jugar porque me faltaba el documento, ¡me quería matar! Posé con el equipo, pero con pantalones largos y una cara de bronca que lo decía todo. Ese año también salió mi nombre por primera vez en un diario: el martes 28 de septiembre
Clarín
publicó en un recuadro que había aparecido un pibe
"con porte y clase de crack".
Según ellos, me llamaba... Caradona. Increíble, la primera vez que aparece mi nombre y mal escrito. También me llevó Pipo Mancera a la televisión, para que hiciera jueguito con la pelota en
Sábados Circulares,
un programa que veía todo el mundo en la Argentina.
En realidad, la gente que iba a ver a Argentinos me conocía, pero no por el nombre. Resulta que un día yo estaba de alcanzapelotas en un partido de primera, y al vivo de Francis se le ocurrió tirarme una en el entretiempo, para que empezara a hacer jueguito. Yo la recibí y empecé a darle, como siempre: empeine, muslo, taco, cabeza, hombro, espalda, dale que dale. Francis, vivo, insisto, me empezó a arrear para el centro de la cancha. A mí me daba vergüenza, porque los otros chicos no me podían seguir y me daba cuenta de que la gente ya me estaba mirando. Empezaron a aplaudir y se hizo un clásico. Pero lo más lindo fue una vez en un Argentinos-Boca, en 1970 en la cancha de Vélez. Hay que imaginarse que nosotros jugábamos toda la semana con un pelota rota, un desastre, así que cuando llegaba el domingo y veíamos las Pintier oficiales de los partidos de primera, nos brillaban los ojitos... En el entretiempo nos poníamos a jugar. En una de ésas yo le pego de afuera del área, la pelota rebota y le da en la cabeza a Don Yayo, que estaba al lado del arco. A la gente le llamó la atención y se empezó a reír. Don Yayo me devolvió la pelota y yo empecé con el jueguito,
tac-tac-tac-tac,
y la gente empezó a aplaudir, a aplaudir, volvieron los de primera, el referí, y la gente empezó a gritar:
¡Que-se-que-de, que-se-que-de, que-se-que-de, que-se-que-de!
Era toda la gente: la de Argentinos, pero más todavía la de Boca, la de Boca... Ese es uno de los recuerdos más lindos que tengo de ellos. Creo que ahí empecé a sentir lo que siento ahora por Boca, ya sabía que algún día nos encontraríamos.