El problema fue que, cuando ya nos comunicábamos fenómeno, cuando no habíamos vuelto a perder desde la primera fecha, cuando yo ya llevaba quince partidos jugados y seis goles, me agarró la famosa hepatitis. Me la descubrieron el jueves 15 de diciembre de 1982. El tobillo me estaba jodiendo desde hacía unos días y yo quería que viniera el doctor Oliva a verme, pero él no podía. Desde la práctica misma me mandaron a una clínica para que me hicieran una sesión de láser, algo común y corriente... Pero cuando entré a la clínica, el médico, en vez de mirarme el tobillo me miraba los ojos...
—Dale, hermano, qué ojos ni ojos, yo vine por el tobillo.
—
No, hombre, déjame sacarte una muestra de sangre, que no me gusta nada el color que te veo en los ojos.
Me fui para mi casa recagado, no sabía qué pensar. Al otro día, apareció uno de los médicos del Barcelona, el doctor Bestit.
—¿Qué tengo, doctor, qué tengo? —le pregunté.
Me di cuenta de que él no se animaba a contestarme, empezó a dar vueltas.
—
Bueno, que a cualquiera le puede pasar—
me decía, y yo me asustaba cada vez más.
—¡Pero dale, viejo, decime! —le grité.
—
Que tienes hepatitis, Diego —
me dijo.
Y me mató, me mató.
Porque una lesión, bueno, vaya y pase, estamos acostumbrados los futbolistas. Pero ¡hepatitis! Me encerré en mi casa de Pedralbes. Pero me encerré en serio, ¿eh? No quería ver fútbol ni por televisión, estaba prohibido en mi casa. Para las fiestas por suerte vino la Tota. Y a la hora del brindis, Núñez me dio la única alegría en todos mis días en Barcelona: lo despidió a Lattek y lo trajo a Menotti.
Cuando yo había llegado en agosto de 1982 estaba el alemán Udo Lattek. Después, cuando a él lo despidieron y Núñez me sugirió el nombre de Menotti, yo le dije que sí, que era el más indicado. Pero que le quedara claro que él me había preguntado, no que yo se lo había sugerido. Y bueno, con él ganamos una Copa del Rey y una Copa de la Liga. Ese fue el mejor Barcelona que yo integré, táctica y técnicamente. Muy distinto al primero, muy distinto.
Las diferencias empezaban en la forma de trabajo. Lattek te hacía laburar con pelotas medicinales, las
medicine ball
de ocho kilos, de arco a arco. Un día le tiré una al cuerpo, y le dije:
—Oiga, míster, escúcheme una cosa, ¿por qué no lo hace usted una vez, a ver cómo se siente mañana?
Y yo no lo hacía de nene mimado, sino de lo que mamé toda la vida... En Argentinos, en Boca, yo dormía hasta dos horas antes del partido, para la charla técnica, comíamos y nos íbamos para la cancha. En Barcelona, con Lattek, antes de uno de los primeros partidos del campeonato, el domingo mismo, me tocan la puerta:
—¿Sí? —contesto yo, medio dormido, solo, porque Schuster y yo teníamos habitaciones para nosotros solos—. ¿Sí? —¿qué hora será?, pienso; miro la hora, las ocho y media—. ¿¡Qué pasa!? —ya grito un poquito.
—
El míster dice que hay que levantarse para caminar —
me dicen.
—Decile que yo no camino —le contesto.
Al ratito, enseguida, viene Lattek.
—Acá se hace lo que yo digo.
—
Y yo quiero descansar... Después, el que corre soy yo... Yo estoy acostumbrado a esto. Si le gusta, bien, y si no...
—
Va a haber una sanción.
—No, no va a haber una sanción —
el que saltó fue Migueli, a mí no me dejó ni tiempo de contestar.
—
A mí también me fastidia eso de caminar a las ocho y media de la mañana —
se sumó Schuster.
El alemán no sabía qué hacer; claro, para él era fácil: se levantaba tempranito, se tomaba dos cervezas, ¡y a caminar! Le corté esa y le corté otras, como lo de las pelotas medicinales. Antes de los partidos importantes, como contra el Real Madrid, te ponía pelotas no de 8, sino de 20 kilos... Pero, hermano, bancate con la de ocho, no porque sea más difícil el partido tenés que entrenarte con más peso. O sea: un alemán. ¡Un alemán que decía que revolucionaba el fútbol! Yo lo respeté hasta que pude, después ya no.
Con el Flaco fue otra cosa. Todos los muchachos se enamoraron de él por la forma en que los trataba. No estaban acostumbrados. Hoy, cualquiera de ese grupo que se encuentra, lo primero que hace es preguntar por el Flaco... Fue otro Barcelona, ¡un Barcelona bárbaro!
Recuerdo un partidazo, de esa época: dos a dos al Real Madrid, en el Bernabeu. Yo hice un golazo: sacamos un contraataque desde la mitad de la cancha, corrí con la pelota, me salió el arquero, lo pasé y encaré solo hacia el arco. Yo veía que por atrás me corría Juan José, que era un defensor petisito, de barba, rubio y con el pelo muy largo. Amagué a meterme con pelota y todo, lo esperé y cuando llegó enganché para adentro, casi sobre la línea. El pasó de largo y yo la toqué despacito al gol...
Con el Flaco Menotti al frente, terminamos cuartos en la Liga, yo pude jugar los últimos siete partidos. Volví el 12 de marzo del '83 contra el Betis, justo el día que debutó él como entrenador. Empatamos 1 a 1 y yo me fui de la cancha con una calentura bárbara: me había ahogado, no acerté una y la gente se fastidió con nosotros. En la anteúltima fecha, le metí tres a Las Palmas pero ni siquiera eso me tranquilizó. Y encima, mi enfrentamiento con Núñez llegó a su punto máximo: se venía la final de la Copa del Rey, yo tenía tantas ganas de ganarla como él, pero como siempre, Núñez iba más allá. Hizo ir a la práctica a Jordi Pujol, que era el presidente de Cataluña para que me dijera, bien clarito:
Muchacho, confiamos mucho en usted y lo necesitamos. Toda Cataluña estará pendiente de este partido, hay que ganarlo...
¡Hiju'e puta! Núñez sabía que Schuster y yo teníamos una invitación de Paul Breitner para su partido despedida antes de la final por esa copa y no quería saber nada de dejarnos ir. Nos metía presión hasta con los políticos de la ciudad...
¡Si el Madrid no cede a Santillana, pues nosotros tampoco a ustedes!,
gritaba histérico.
La hecatombe total llegó cuando me retuvo el pasaporte. Me llenaba de orgullo que el alemán Paul Breitner, el gran Paul Breitner, me hubiera invitado a mí, ¡a mí!, a su partido de despedida. Era una cosa que me quería ir, ¡ya!... Nos mandaba un avión privado a mí y a Schuster. Yo lo había llamado y le había dicho que sí, que iba a ir. Hasta que Schuster me pregunta con su tono alemanote:
¿Tienes-el-pasaporrrte?
Y yo le contesto: "Sí, por supuesto, Jorge (a Cyterszpiller) anda a buscarlo". Y entonces veo que al gordo se le transforma la cara. El cabeza de termo se lo había entregado al club, para que lo tuvieran ellos por si había viajes por las copas europeas, y esas cosas... ¡Lo quería matar! Ahí nomás tuve la sospecha de que Núñez no me la iba a hacer fácil, todo lo contrario. Me iba a romper los huevos. Era lunes: lo hice llamar por teléfono al club para que me mandaran el pasaporte, y no, no lo mandaban. Otro día más, y nada. Entonces fui y pedí hablar con Núñez.
No está,
me dijeron primero. Yo había visto el auto y el chofer.
Ahora no lo puede atender,
cambiaron enseguida. Vino otro dirigente, que yo quería mucho, Nicolás Casaus, que había nacido en Mendoza, casi llorando:
No, Dieguito, no te lo podemos dar, el presidente no quiere...
Estábamos en la sala de trofeos, en el Camp Nou. Entonces le dije: "¿Así que el presidente no quiere dar la cara? Yo voy a esperar cinco minutos... Si no me dan el pasaporte, todos estos trofeos que están acá, que son divinos, que son de cristal, los voy a tirar uno por uno". Casaus me rogaba:
No, Dieguito, no podes...
Y el alemán Schuster se sumaba otra vez:
A-vi-sssa-me-qué-émpezamos.
Agarré un Teresa Herrera, hermoso, y lo interrogué por última vez a Casaus...
—
¿No me da el pasaporte?
—No, el presidente dice que no...
—Está, se hace negar y no me da el pasaporte.
—
No, ¿sólo dice que no puede dártelo!
Levanté lo más que pude el trofeo y lo tiré...
¡Puuummbbb!...
Hizo un ruido...
Tú-éstas-loco,
me dijo Schuster. "Sí, estoy loco. Estoy loco porque no me pueden sacar el pasaporte... Y cuando pasen más segundos, más minutos, más trofeos voy a tirar." La cosa es que me devolvieron el pasaporte... y no nos dejaron ir al partido de Breitner. No sé qué carajo, pero había una cláusula de la Federación Española... Pero les rompí un Teresa Herrera y el pasaporte me lo dieron; era anticonstitucional que se quedaran con él.
La Copa del Rey la ganamos igual, aunque yo tenía una calentura que volaba: la final fue en Zaragoza, el 4 de junio del '83, contra el Real Madrid, dirigido por un grande, don Alfredo Di Stéfano. Era una rivalidad enorme, hermosa: Barcelona contra Madrid, Menotti contra Di Stéfano, Maradona contra Stielike... Arrancamos ganando nosotros, con un gol de Víctor después de un pase mío y nos empató Santillana, justamente, el tipo al que tampoco habían dejado ir a la despedida de Breitner. El gol de triunfo lo hizo Marcos, mi amigo Marquitos, cuando faltaban diez segundos para terminar. Le demostramos a España —¡y a Núñez!— de lo que éramos capaces.
Yo ya estaba instalado, dispuesto a todo. Con la Claudia, habíamos decorado la casa de Pedralbes como nos gustaba. Tenía una cancha de tenis, una canchita de fútbol, una piscina enorme... Y una parrilla donde nunca faltaba carne. Me había hecho muchos amigos y a ellos les encantaba comer a lo argentino, asado o lo que fuera. Venían Quiñi, Esteban, Marquitos. Les encantaba. Y yo pensaba que había llegado la hora de festejar. Ahora sí...
La cosa era tirarnos con todo a la Liga '83/'84. Y arrancamos perdiendo, 3 a 1 contra el Sevilla el 4 de septiembre. Eso fue un mal presagio, me parece. Pero enseguida empezamos a levantar: le ganamos al Osasuna, al Mallorca, y en la cuarta fecha tenía que venir al Camp Nou nada menos que el Athletic de Bilbao... Era el 24 de septiembre de 1983- Ese mismo día, a la mañana, me pasó una cosa increíble. Fui a un hospital, para visitar a un pibito que estaba muy golpeado, porque lo había atropellado un auto. ¡Tenía las piernas a la miseria, pobrecito! Cuando me vio, se le iluminó la cara; lo saludé, le di un beso y me apuré a irme, porque esa misma noche tenía que jugar el partido. Cuando ya estaba en la puerta, él desde la cama, hizo un esfuerzo y casi me gritó:
Diego, ¡cuídate, por favor, que ahora van a por ti!
Eso me dijo: ahora van a por ti.
Cuando el vasco Andoni Goikoetxea me fracturó, nosotros le íbamos ganando tres a cero al Athletic, ¡tres a cero! Yo pude ver la jugada dos días después, por televisión. Estaba tirado en la cama del hospital en Barcelona, y atiné a decir: "Goikoetxea sabe lo que hizo". Yo no lo había visto venir en la cancha. Si no, lo habría esquivado, como tantas otras veces ante tantas otras patadas. Pero sentí el golpe, oí el ruido, como de una madera que se rompía, y enseguida me di cuenta. Cuando se acercó Migueli y me preguntó qué me pasaba, cómo estaba, le dije, llorando: "Me rompió todo, me rompió todo".
Parece increíble, pero muy poquito antes de que sucediera eso, Schuster le había entrado fuerte a Goikoetxea. Como tiempo atrás el vasco había lesionado al alemán, el estadio se vino abajo:
¡Schuster, Schuster!,
gritaban, como aplaudiendo la venganza. El vasco estaba que volaba:
Yo lo voy a matar a éste,
decía. Claro, lo tenía siempre al lado porque me marcaba a mí. Entonces le dije:
—Tranquilo, Goiko, serénate, que van perdiendo tres a cero y por ahí te ganas una amarilla al pedo...
Juro que se lo dije de corazón, porque lo había visto nervioso, sin ánimo de cargarlo ni nada parecido. Y enseguida, la jugada. Fue un rechazo de ellos y yo corrí a buscar la pelota hacia el arco nuestro, a la altura de la mitad de la cancha. Yo corrí porque pensé que Goiko me iba a anticipar, y como nosotros hacíamos la ley del offside, ya lo veía en el área nuestra... Entonces piqué con él, le gané, la puntié, y cuando fui a pisar para girar y salir,
track,
vino el hachazo de atrás, sentí que se me aprisionaba la pierna, que tenía todo destrozado...
Después lo único que quería saber era cuándo podía volver a jugar. El Flaco Menotti entró a la habitación y me dijo:
Usted es un crack, Diego, y saldrá adelante. Ojalá que su sacrificio sirva para que de una vez por todas se acabe la violencia.
Entre todos decidieron operarme. Nadie quería decírmelo, hasta que entró un empleado de limpieza y me comentó, como si tuviera necesidad de consolarme:
Quédate tranquilo, Diego, la operación dura apenas dos horas.
¡Apenas dos horas! Le pedí asustado al doctor González Adrio, que era el que se iba a encargar: "Quiero volver pronto, doctor". Loco como estaba, yo creía que podría jugar contra el Real Madrid, un mes después. Un disparate, imposible... Me dolía, ¡cómo me dolía! Era la primera vez en mi vida que entraba en un quirófano, y cuando desperté, lo que hice fue preguntar por mi papá, porque lo había visto muy preocupado, más que yo.
Con el tiempo lo perdoné a Goikoetxea. En aquella época mis hermanos y los hinchas del Barcelona decían que era un asesino y yo no los contradecía. Al que no perdono es a Clemente, que era el entrenador del Athletic: él declaró, apenas terminado el partido, que estaba muy orgulloso de sus jugadores, y después, que esperaría una semana para saber si era realmente tan grave lo que yo tenía. Igualmente, el que mejor le contestó fue el diario
Marca,
que mandó un título perfecto:
"Prohibido ser artista".
Era una buena síntesis porque en ese tiempo era muy grande la pelea entre los que jugábamos y los que... corrían. Y yo era algo así como la bandera de los que se divertían con la pelota, justo en el país donde más se pegaba. Porque los italianos sabían marcar, pero los españoles te
asesinaban
en la cancha.
Tan grave fue la lesión que me obligó a un trabajo de recuperación tremendo. Lo hice con un genio, el doctor Rubén Darío Oliva, y en Buenos Aires, donde yo quería estar.
Al Loco Oliva —así lo llamo yo, con respeto, y él lo sabe— lo tenía en la mesita de luz. Para mí, no hay un médico en el mundo que sepa más que él de medicina deportiva. Por supuesto, si lo había llamado setenta veces por cualquier contractura, mucho más lo necesitaba en ese momento, fracturado. El vivía en Milano. Todavía vive allí. Cada vez que yo le pegaba un telefonazo, él se tomaba un avión y una hora y media después aterrizaba en Barcelona. A veces, viajaba a la noche, dormía en España, me atendía a la mañana y salía a los piques para Italia, para llegar a atender a sus pacientes. Si él habría llegado enseguida, después del partido, a mí no me operaban, no, señor... No, porque él no lo hubiera permitido. A mí me operaron dos horas después del partido, enseguida. Y el doctor Oliva llegó a la madrugada. Se reunió con el doctor González Adrio y le preguntó cómo estaba todo. Entonces, hicieron un trato entre ellos. Oliva le dijo:
Si dentro de quince días le hacemos una radiografía y se notan ya las primeras sombras de la soldadura del hueso, el tratamiento de recuperación lo sigo yo, con mi estilo. De lo contrario, lo continúa usted.
Claro, si seguía con el gallego, eran por lo menos seis meses de inactividad. Pero Oliva le hizo trampa, no esperó quince días: a la semana, nomás, me sacó el yeso, me hizo una radiografía, vio cómo estaba todo y me dijo: