Con los Cebollitas perdimos la final del Campeonato Nacional, en Río Tercero, Córdoba. Nos ganó un equipo de Pinto, Santiago del Estero, dirigido por un señor llamado Elías Ganem. El hijo de él, César, me vio tan amargado que se me acercó y me dijo:
No llores, hermano, si vos vas a ser el mejor jugador del mundo.
Todos creen que me regaló su medalla de campeón, pero nada que ver: se la quedó él y bien ganada que la tenía.
De ese torneo también hay una foto mía que mucha gente conoce: estoy arrodillado, consolando a un muchacho más grande que lloraba. El muchacho era Alberto Pacheco, jugaba para Corrientes, que había perdido la final contra Entre Ríos. Nos habíamos hecho muy amigos porque papá, como buen correntino, los iba a ver en todos los partidos. Ya desde esa época me gustaba jugar contra River... y ganarle. Recuerdo tres partidos: un 3 a 2, en un cuadrangular en el que también estuvieron Huracán y All Boys, un ¡7 a 1! y, el mejor, un 5 a 4 por la final del Campeonato Evita 1973: si me pongo a buscar un antecedente del gol que le hice a los ingleses, lo encuentro ahí; gambetié a siete y los vacuné.
¡Ah!, también tengo un antecedente en los Cebollitas del otro gol, el de la mano de Dios: en el Parque Saavedra hice un gol con la mano, los contrarios me vieron, y se fueron encima del referí. Al final dio el gol y se armó un lío bárbaro... Yo sé que no está bien, pero una cosa es decirlo en frío y otra muy distinta tomar la decisión en la calentura del partido: vos querés llegar a la pelota y la mano se te va sola. Siempre me acuerdo de un arbitro que me anuló un gol que hice con la mano contra Vélez, muchos años después de los Cebollitas y muchos años antes de México '86. El me aconsejó que no lo hiciera más; yo le agradecí, pero también le dije que no le podía prometer nada. No sé si él habrá festejado el triunfo contra Inglaterra.
Una semana después de aquel partido contra River, el presidente de ellos, William Kent, le pidió a mi viejo que me pusiera precio, que él me quería comprar. Pero mi viejo le echó flit:
Dieguito está muy feliz de jugar en Argentinos,
le contestó. Igual, no fue la última vez que River me buscó.
Por aquellos tiempos también conocí a Jorge Cyterszpiller. El siempre había seguido las inferiores de Argentinos porque tenía un hermano, Juan Eduardo, que parece que la rompía. Pero este chico falleció de una enfermedad terrible, y eso lo golpeó muy duro a Jorge. No volvió más por el club. No volvió hasta que alguien, un amigo, no sé, le contó que en los Cebollitas había surgido un pibe que la rompía... Ese pibe era yo, y Jorge salió de su encierro. Se convirtió en algo así como coordinador de las inferiores, de los más chicos. Cuando teníamos partidos importantes con la novena nos llevaba a su casa para que descansáramos mejor, para que comiéramos más. El vivía en la calle San Blas, en La Paternal, y muchos viernes me quedaba a dormir ahí. Jugábamos al Scrabel, al Estanciero, así empezó la amistad... Yo dormía en la cama de Juan Eduardo, para los Cyterszpiller era como uno más de la familia. Lo del manager y todo eso vendría después, no faltaba mucho.
Cuando River salió campeón después de 18 años —en el 75— yo fui alcanzapelotas. Aquella noche, en la cancha de Vélez, ellos le ganaron a Argentinos 1 a 0, con el famoso gol de Bruno. No jugaron los profesionales por una huelga. Fue el 14 de agosto. ¡Pude haber debutado en primera justo un año antes! Francis le dijo al técnico, que era Francisco Campana, que ya que ponían a los pibes para jugar contra otros pibes, me metiera a mí. Pero no, no me puso. Me acuerdo, sí, que atajó el Feo Díaz, pero a mí no me puso y me quedé como alcanzapelotas, atrás del arco. Estaba Juan Alberto Badía, el periodista, haciendo notas ahí, desde ese lugar.
Veo que todo lo hice muy rápido: todos los Cebollitas salimos campeones con la novena; al año siguiente pasé a la octava, con el mismo equipo, y cuando llevábamos como diez puntos de ventaja, me mandaron a la séptima; en séptima jugué dos partidos y me subieron a la quinta; cuatro partidos ahí y enseguida a la tercera; debuté contra Los Andes, en la cancha de ellos, con un gol; dos partidos más y pum, a la primera. Todo, todo, todo eso nada más que en dos años y medio.
La verdad, si toda la gente que dice haberme visto debutar en primera fue a la cancha, el partido debió jugarse en el Maracaná y no en La Paternal. Lo cierto es que yo ya me entrenaba con la primera en la cancha de Comunicaciones. En la práctica del martes, se me acercó el técnico, que era Juan Carlos Montes, y me dijo:
Mire que mañana va a ir al banco de primera, ¿eh?
A mí no me salían las palabras, entonces le dije: "¿¡Qué!? ¿¡Cómo!?". Y el me repitió:
Sí, va a ir al banco de primera... Y prepárese bien porque usted va a entrar.
Entonces yo agarré, desde ahí mismo, de Comunicaciones, me fui corriendo con el corazón en la boca para contarle a mi viejo, a mi vieja. Y, claro, le conté a la Tota y a los dos segundos ya lo sabía todo Fiorito, ¡todo Fiorito sabía que yo jugaba al otro día!
Justo para ese día, Argentinos me había empezado a alquilar un departamento en Villa del Parque, en la calle Argerich 2746. Pero todavía teníamos cosas en Fiorito. Además allá estaba mi abuela, mamá Dora, que no quería saber nada de mudarse. Así que por ahí pasaban todos, mi primo Beto, mi primo Raúl, todos pasaban por la casa de la villa para ver si había partido, si jugaba o no. Claro, si ellos me iban a ver hasta en las inferiores. Cuando tenían plata iban; cuando no, no. Igual que yo, bah: a veces no tenía ni para ir a entrenar; llegaba del colegio —ya estaba en la secundaria— y si no me alcanzaba la plata, mis hermanas casadas —la Ana y la Kity— le robaban plata a sus maridos para que yo pudiera ir. ¡De ida solo!, porque la vuelta me la pagaba Francis. Así hasta que Argentinos me empezó a pagar un viático, gracias al dirigente Rey, que en paz descanse.
La cosa es que cuando le conté a mi primo Beto, el que más quise y más quiero, se largó a llorar... Pero se largó a llorar de una manera que no lo podíamos parar. En ese momento yo me di cuenta de que estaba por pasarme algo grande al otro día. Y también de que justo al otro día, un miércoles, mi viejo laburaba, así que no iba a poder estar en eso que tanto habíamos soñado juntos. Entonces me preparé para ir a la cancha solo.
En realidad, podría haber debutado un mes antes, pero me mandé una... Resulta que en un partido de tercera contra Vélez, en septiembre, el arbitro había sido realmente un desastre. Cuando terminó, me acerqué y le dije, así tranquilamente: "Juez, usted es un fenómeno, tendría que dirigir partidos internacionales". Me dieron cinco fechas por la cabeza y atrasaron el debut.
Cuando llegó el gran día, miércoles 20 de octubre de 1976, hacía un calor bárbaro. O eso sentía yo, por lo menos. Me puse la camisa blanca y el pantalón de cordero y turquesa, con la botamanga ancha, ¡el único que tenía! ¿Qué iba a hacer? ¡No había otro! Y yo no reniego de eso, ¿eh? Se hablaba de los premios y todo eso, entonces pensaba: "Bueno, en este partido al suplente le toca algo, y si entra, un poco más". Hacía cuentas: "Por ahí, me compro otro pantalón, o algo". Después perdimos,
je,
pero igual fue todo muy lindo.
A la mañana, cuando salí, mi vieja me acompañó hasta la puerta.
Voy a rezar por vos, hijo,
me dijo. Encima, mi viejo pidió permiso para salir antes del laburo para irme a ver. No me acuerdo la hora exacta del partido, si fue a las tres o a las cuatro, pero lo que sí recuerdo bien es que antes de salir a la cancha me avisaron que mi viejo había llegado a tiempo. Lo primero que me impactó fue ver a la hinchada de Talleres, ¡había cordobeses por todos lados! Nosotros —los jugadores de Argentinos, digo— nos juntamos antes del partido a comer ahí en Jonte y Boyacá. El clásico bife con puré, con la charla técnica de Montes como postre, todo ahí. Después cruzamos caminando hasta la cancha, entre la gente, ¡no nos conocía nadie! Y encima eran todos cordobeses.
¡Soy Taaaeere, Taaaeere, io soy.',
gritaban, con su tonada inconfundible. Ellos tenían un equipazo: Ludueña, Ocaño, Luis Galván, Oviedo, Valencia, Bravo. Nosotros, bueno, no teníamos tantas figuras. ¿La verdad? Nos tendrían que haber hecho dieciocho goles... Recuerdo el cuadro de memoria: Munutti; Roma, Pellerano, Gette, Minutti; Fren, Giacobetti, Di Donato; Jorge López, Carlos Álvarez y Ovelar.
Yo entré por Giacobetti en el segundo tiempo, con el 16 en la espalda, con la camiseta roja cruzada por una banda blanca. ¡Cómo me gustaba esa camiseta! Era como la de River... pero al revés,
je.
Los cordobeses nos estaban dando un toque bárbaro y a los 27 minutos el Hacha Ludueña hizo el gol. Antes del final del primer tiempo, Montes, que estaba en la otra punta del banco, giró la cara hacia mí y me clavó la mirada, como preguntándome:
¿Se anima?
Yo le mantuve la mirada y ésa, creo, fue mi respuesta. Enseguida empecé con el calentamiento y en el arranque del segundo entré. En el borde de la cancha, Montes me dijo:
Vaya, Diego, juegue como usted sabe... Y si puede, tire un caño.
Le hice caso: recibí la pelota de espaldas a mi marcador, que era Juan Domingo Patricio Cabrera, le amagué y le tiré la pelota entre las piernas; pasó limpita y enseguida escuché el
Oooole...
de la gente, como una bienvenida. No estuvieron todos los que dicen haber estado, pero las tribunas estaban hasta la manija, no se veía ni un pedacito de tablón. Me acuerdo que lo que más me llamó la atención fue la falta de espacios; la cancha me parecía chiquita al lado de las de inferiores. Y los golpes grandes. Entre los chicos me había acostumbrado a que me cagaran a patadas, pero acá aprendí rapidito que tenía que saltar justo; lo gambeteas al tipo, saltas la patada y seguís con la pelota... Si no aprendes eso, a la tercera patada ya no podes seguir. Igual, yo venía muy fuerte físicamente, porque el doctor Paladino, Roberto "Cacho" Paladino, nos daba vitaminas, inyecciones, cuidaba nuestra alimentación. Creo que gracias a él me desarrollé fuerte y sano. Fuerte y sano. Me hace acordar a lo que pidió la Tota cuando me bautizaron, el 5 de enero de 1961:
Que sea buena persona y que crezca sanito.
Perdí el primer partido, sí, pero arrancaba con Argentinos una larga historia, hermosa, inolvidable. Siempre digo que, futbolísticamente, ese día toqué el cielo con las manos. Por todo, yo sabía que se iniciaba algo muy importante en mi vida. En aquel Nacional jugué diez partidos más, fueron once en total, y también hice dos goles, los primeros de mi carrera: los dos a San Lorenzo de Mar del Plata, en el estadio San Martín, porque el mundialista todavía ni existía, el 14 de noviembre de 1976.
Me empezaron a hacer reportajes, notas. Me acuerdo de una por el título, porque resumía todo lo que me estaba pasando:
"A la edad de los cuentos, escucha ovaciones",
decía. Claro, si en tres años, nada más, había pasado de Fiorito a las revistas, a la tele, a los reportajes. Fue todo tan rápido como lo cuento acá, tal cual. Por eso debe ser que me ponían nervioso las notas. Me gustaban, pero me ponían nervioso. Yo no me la creía, no me sentía nadie y terminaba diciendo siempre lo mismo: dónde nací, cómo viví y qué jugadores me gustaban. Tuve que madurar demasiado rápido. Conocí la envidia de los otros, no la entendía, me encerraba en la pieza y me ponía a llorar. Maduré de golpe. Me quise comprar todo: camisas, camperas, pantalones, remeras... Me empecé a cuidar de lo que hablaba pero eso no es tan fácil. Nadie se pudo haber imaginado en aquel momento lo que hoy me pasa. Lo mío fue todo muy rápido, tan rápido que ni siquiera tuve tiempo de sentir envidia por lo que hacían los otros, ¡si yo lo tenía todo! Qué sé yo, me daba cuenta de que había dejado atrás una época de grandes esfuerzos, no sólo míos, sino también de mi familia. De mi viejo, de su sacrificio para acompañarme todos los días, cabeceando el sueño en el colectivo. Y ahora yo tenía la posibilidad de tener el auto estacionado en la puerta. Era un Fiat 125 rojo, guarda, ¿eh?
No sé, me pasaban un montón de cosas, un mundo todo distinto y todo de golpe. Tan de golpe que aquel sueño mío, jugar en la Selección, se cumplió enseguida, cuando recién tenía once partidos en primera, ¡once!
Como todo en mi vida, las cosas se iban dando demasiado rápido. Esto pasó a principios del 77, apenas tres meses después de mi debut en Argentinos. Yo estaba con los juveniles y nos entrenábamos contra los mayores. Por eso Menotti, que era el técnico de la Selección mayor, siempre me veía. A mi me había citado don Ernesto Duchini, que era un maestro, un verdadero maestro, y jugábamos contra los grandes, contra Passarella, Houseman, Kempes, ¡todos monstruos!
En una de esas prácticas parece que la rompí, porque el Flaco me habló especialmente a mí. Cada palabra del Flaco era un silencio, dentro mío, sepulcral... Porque el Flaco era, ¡era Dios! Y ahí estaba, me hablaba a mí solo. Me estaba anunciando que iba a jugar en el amistoso contra Hungría, ¡que iba a debutar en el Seleccionado! Esto lo conté una vez y no creo que ahora encuentre palabras distintas para hacerlo...
Cuando terminó la práctica, Menotti me llamó aparte y me dijo:
Maradona, cuando salga de acá vaya al hotel a concentrarse. Lo único que le pido es que no se lo diga a nadie. Si quiere, coménteselo a sus padres, pero evite que se entere el periodismo. No me gustaría que se pusiera nervioso.
Lo tomé con calma. Al día siguiente, a la mañana, Menotti me volvió a hablar:
Quiero decirle que si el partido se resuelve favorablemente, si el equipo llega a golear, es posible que usted juegue.
Yo seguía tranquilo. No sé por qué, pero el anuncio me puso alegre y no me preocupó para nada. Además, todo dependía de cómo le fuera al equipo. El domingo 27, el gran día, el del partido, no desayuné. Quería descansar todo el tiempo posible, así que me levanté a las once. Me bañé y vi televisión en la pieza del hotel hasta las doce. Después bajé y estuve charlando con los muchachos hasta que fuimos a almorzar. Volví a mi habitación y estuve viendo otro rato la televisión. Salimos para la cancha de Boca a las tres y media de la tarde.
Cuando el micro estacionó en La Bombonera empecé a darme cuenta dónde estaba, qué me sucedía. Vi tanta gente que se acercaba, nos palmeaba y gritaba consejos que empecé a sentir que me temblaban las piernas... ¡Parece mentira el miedo que te puede hacer sentir la gente!
Primero se cambiaron los titulares. Después nosotros, los suplentes... Cuando aparecí en la cancha y escuché la ovación del público, los gritos, creí que todos me gritaban a mí, que todos miraban a Maradona. La verdad es que nadie me debe haber dado bolilla, pero yo sentí eso.