»“Carlota —exclamé, presentándole mi mano y con los ojos cuajados de lágrimas—, ¡sí, volveremos a vernos! En esta vida y en la otra volveremos a vernos.”
»No pude decir más, Guillermo. ¿Era preciso que ella me hiciese esta pregunta cuando toda mi alma se ocupaba de tan cruel separación?
»“Y nuestros queridos muertos —continuó Carlota—, ¿saben algo de nosotros? ¿Tienen idea de que los traemos a la memoria con indecible cariño en nuestros momentos de felicidad? ¡Oh! La imagen de mi padre vaga siempre en torno mío, cuando estoy por la noche sentada tranquilamente en medio de sus hijos, de mis hijos, que se agrupan en mi derredor como se agrupan al suyo. Sí, entonces dirijo al cielo mis ojos, bañados por una lágrima de deseo, anhelando que vea cómo cumplo la palabra que en su lecho de muerte le di de ser la madre de sus hijos —exclamó llena de emoción—. Perdóname, madre querida, si no soy para ellos lo que tú fuiste. ¡Ah!, yo hago cuanto puedo: están vestidos y alimentados y, sobre todo, se los cuida y se los quiere. Si pudieras ver nuestra unión, ¡oh alma queridísima!, elevarías las más vivas acciones de gracias a ese Dios a quien pedías con las más amargas lágrimas, con las últimas que brotaron de tus ojos, que hiciera felices a tus hijos.”
»Esto decía Carlota. ¡Oh Guillermo, quién pudiera repetir lo que decía! ¿Cómo la letra, fría e insensible, podría reproducir sus palabras, que eran flores celestiales de su alma? Alberto la interrumpió, diciendo con dureza: “Carlota, eso te afecta demasiado. Comprendo que esas ideas te son queridísimas, pero te ruego…”
»“Alberto —dijo Carlota—, ya sé que no has olvidado aquellas noches en que nos sentábamos alrededor del velador, cuando papá estaba fuera y habíamos hecho acostarse a los niños. Tú tenías casi siempre un buen libro, y casi nunca leías en él. La conversación de aquella criatura sublime, ¿no era preferible a todo? ¡Qué mujer! Amable, bella, siempre alegre y siempre trabajadora… ¡Dios sabe las veces que, arrodillada sobre mi lecho y derramando lágrimas, le he pedido que me haga semejante a mi madre!”
»“Carlota —exclamé, arrojándome a sus plantas y estrechando su mano, que bañaba con mi llanto—; Carlota, siempre os acompañen la bendición de Dios y el espíritu de vuestra madre.”
»“¡Si la hubierais conocido! —dijo, apretándome la mano—. Era digna de que la conocierais.” Creí que me anonadaba: nunca se había pronunciado en mi elogio una frase más grande, más gloriosa. Carlota prosiguió: “¡Y esa mujer ha muerto en la flor de su edad, cuando su último hijo no había cumplido seis meses! Su enfermedad no fue larga: estaba resignada y tranquila; su única pena era tener que abandonar a sus hijos, sobre todo al más pequeñito. Cuando entraba en la agonía me dijo: ‘¡Tráemelos!’ Yo los llevé, los menores no comprendían su desgracia; los mayorcitos estaban profundamente afectados. Cuando rodearon su lecho, levantó las manos al cielo y rogó por ellos; luego, uno después de otro, los besó; después, les dio el último adiós, y me dijo: ‘Tú serás su madre.’ Por toda respuesta estreché su mano. ‘Mucho me prometes, hija mía —me dijo—. Frecuentemente he visto en tus lágrimas de reconocimiento que comprendes lo que hay en las miradas y el corazón de una madre. Ten lo uno y lo otro para tus hermanos, y para tu padre, la fidelidad y la obediencia de la esposa. Serás su consuelo.’ Pidió que entrase mi padre, que había salido para ocultarnos el inmenso dolor que le abrumaba; tenía el corazón despedazado. Tú Alberto, estabas en la alcoba; oyó ella que alguno paseaba, preguntó quién era, y dijo que te acercases. Nos miró a los dos fijamente, y su mirada tranquila revelaba la idea de que juntos habíamos de ser felices.” Alberto se arrojó en sus brazos, exclamando: “¡Lo somos! ¡Lo seremos!” El flemático Alberto estaba fuera de sí: yo no me conocía a mí mismo.
»“Werther —prosiguió Carlota—, ¿y esta mujer debía morir? ¡Oh Dios! Cuando algunas veces pienso cómo nos dejamos robar lo que más queremos en el mundo. Y nadie lo siente con tanta fuerza como los niños; los míos, mucho después se quejaban de que los hombres negros se habían llevado a mamá.”»
22
DE SEPTIEMBRE DE
1771
«L
LEGAMOS
ayer. El embajador está indispuesto y guardará cama algunos días, si, al menos, fuera un hombre de buen trato, todo marcharía bien. Lo veo, lo veo, la suerte me ha reservado rudas pruebas; pero, ¡ánimo! Un carácter ligero lo soporta todo. ¡Un carácter ligero! Risa me da al ver que esta frase se ha escapado de mi pluma. ¡Ah! si yo fuera algo más superficial, sería el hombre más feliz de la tierra. Pero, ¡quía! Otros, pobres de fuerza y de talento, se pavonean delante de mí con aire de suficiencia, y yo me aburro con mi superioridad y mis conocimientos. Tú, Señor, que me has dado estos bienes, ¿por qué no me negaste la mitad de ellos concediéndome, en cambio, la confianza y satisfacción de mí mismo?
»¡Paciencia, paciencia!, esto cambiará. Sí, amigo mío, confieso que tienes razón: desde que paso todos los días mezclado con la multitud y veo lo que son los demás y cómo proceden estoy mucho más contento de ser como soy. Indudablemente, puesto que nos han hecho así y todo lo comparamos con nosotros mismos, y a nosotros mismos con todo, el bien o el mal está en el objeto que nos sirven para el paralelo, y, por tanto, nada me parece más pernicioso que la soledad.
»Nuestra imaginación, propensa por su naturaleza a exaltarse, alimentada por las fantásticas imágenes de la poesía, se forja una serie de seres, entre los cuales ocupamos el último lugar, y todo nos parece más grande fuera de nosotros, y todas las personas, más perfectas que la nuestra.
»Sin duda, esto es natural; a cada paso vemos que nos faltan muchas cosas, y precisamente lo que nos falta nos parece que otro lo posee; le atribuimos todo cuanto nosotros tenemos, y le encontramos, además, cierto atractivo ideal. Así, pues, este hombre es perfectamente feliz, tal como nosotros le soñamos.
»Al contrario, cuando con toda nuestra debilidad y nuestros esfuerzos proseguimos nuestro trabajo sin distraernos, vemos con frecuencia que, caminando reposadamente y costeando, avanzamos más que otros a fuerza de vela y remo… Y, sin embargo, siempre está contento de sí mismo el que marcha al lado de los demás o logra adelantarse.»
26
DE SEPTIEMBRE DE
1771
«A decir verdad, comienzo a estar aquí bastante bien. Lo mejor de todo es que no me falte trabajo y que esta gente y estas fisonomías de todas clases, nuevas para mí, me entretienen de un modo agradable. He hecho conocimiento con el conde de C., a quien estimo más cada día. Persona de superior inteligencia, revela un alma formada por la amistad y la ternura. Se ha encariñado conmigo con motivo de un asunto cuyo arreglo me encargaron. Desde las primeras frases observó que nos entendíamos y que podía hablarme de diferente modo que a los demás. No encuentro palabras para alabar la franqueza con que me honra, ni hay nada en el mundo que produzca una alegría tan grande y tan verdadera como el hallazgo de un alma privilegiada que nos abre sus puertas.»
24
DE DICIEMBRE DE
1771
«El embajador me hace pasar muy malos ratos, cosa que ya tenía yo prevista. Es el tonto más insoportable de la tierra; caminando paso a paso y siendo meticuloso como una solterona, nunca está satisfecho de sí mismo, ni hay medio de contentarle. Me gusta trabajar de prisa y no retocar lo que escribo: él es capaz de devolverme una minuta diciéndome: “Está bien, pero repasadla; siempre se encuentra alguna expresión mejor, alguna palabra más propia.” Cuando esto pasa, me daría a todos los demonios. No ha de faltar una conjunción; es enemigo mortal de las inversiones gramaticales que a veces se me escapan; no comprende más periodo que el que escribe con la cadencia del ritmo tradicional. Es un suplicio tener que entenderse con semejante hombre.
»Lo único que me consuela es la amistad con el conde de C. Hace algunos días me manifestó con la mayor franqueza que le fastidian soberanamente la lentitud y nimiedad característica de mi embajador. “Esta gente es una polilla para sí misma y para los demás —me decía—; pero hay que sufrirla, como sufre cualquier viajero el estorbo de una montaña. Si ésta no existiera, el camino, indudablemente, sería más fácil y más corto; pero la montaña existe y hay que pasarla.”
»El viejo conoce bien la preferencia que sobre él me da el conde; esto le quema, y aprovecha las ocasiones que se presentan para hablar mal de él en presencia mía. Como es natural, yo le contradigo, y ya tenemos altercado. Ayer, por ejemplo, me cogió por su cuenta, y me sacó por completo de mis casillas. “El conde —decía— conoce bastante bien las cosas del mundo, tiene facilidad para el trabajo y escribe bien; pero, como la mayor parte de los hombres de ingenio, carece de conocimientos profundos.” Después hizo una mueca que podría traducirse por “¿Te alcanza a ti este dardo?”, pero no me produjo ningún efecto. Desprecio a quien piensa y se conduce de este modo, y le respondí con bastante viveza, que el conde merece el mayor respeto, tanto por su carácter como por su instrucción. “No conozco a nadie —añadí— que haya logrado desarrollar mejor talento y aplicarlo a multitud de objetos, conservando, sin embargo, toda la actividad necesaria para la vida común.” Hablar así a este imbécil era hablarle en griego, y me despedí de él para evitar que me revolviese más la bilis diciendo majaderías. Y toda la culpa es de los que me habéis amarrado a este yugo, contándome maravillas de la actividad. ¡Actividad! Remaría voluntariamente diez años más en la galera donde ahora estoy sujeto, si el que no tiene otra ocupación que la de plantar patatas y el que va a vender sus granos a la ciudad no hiciera más que yo. ¿Y la miseria brillante que veo, el fastidio que reina entre esta gente tosca, esta manía de clases en la cual estriba el que acechen y espíen la ocasión de elevarse unos sobre otros, fútiles y menguadas pasiones que se presentan al desnudo? Aquí, por ejemplo, hay una mujer que no habla a nadie de otra cosa que de su nobleza y de sus fincas; de modo que los forasteros dirán para sus adentros: “Ésta es una sandia a quien un poco de nobleza y cuatro terrones le han vuelto el juicio.” Pero no es esto lo peor: la susodicha es simplemente hija de un escribano de estas cercanías. No puedo comprender a la especie humana, cuyas pretensiones orgullosas suelen estar destituidas de todo fundamento. Es verdad, mi querido Guillermo, que cada día me convenzo más de lo estúpido que es querer juzgar a los demás. ¡Tengo tanto que hacer conmigo mismo y con mi corazón, que es tan turbulento! ¡Ah! Dejaría de buen grado seguir a todos su camino, si ellos quisieran también dejarme andar por el mío.
»Lo que más me irrita son las miserables distinciones sociales. Sé, cómo cualquiera, cuán necesaria es la diferencia de clases y conozco sus ventajas, de las que yo mismo me aprovecho; pero no quisiera que viniesen a estorbarme el paso, precisamente cuando podría gozar aún alguna pequeña alegría, alguna apariencia de felicidad. He hecho conocimientos últimamente en el paseo con la señorita B., criatura amable, que, en medio del mundo infatuado en que vive, conserva bastante naturalidad. Nuestra conversación nos fue grata a los dos, y cuando nos separamos le pedí permiso para visitarla. Me lo concedió con tanta franqueza, que apenas pude aguardar la hora conveniente para ir a verla. No es de aquí, y vive con una tía suya. La fisonomía de la vieja me desagradó; yo me mostraba deferente con ella, le dirigía casi siempre la palabra, y en menos de media hora adiviné lo que la sobrina me ha confesado después; esto es, que su querida tía carece, a su edad, de todo: de fortuna y de talento. No tiene más recursos que una larga lista de abuelos, en la que se atrinchera como detrás de un muro, ni más diversiones que la de mirar con altanería a la plebe que pasa por debajo de su balcón. Debe de haber sido hermosa en su juventud y ha pasado su vida en bagatelas: ha sido por sus caprichos el tormento de algunos jóvenes infelices, y después, en su edad madura, aceptó humildemente el yugo de un oficial ya anciano que, por un mediano pasar, sufrió con ella la edad de bronce y murió; pero ahora ella se ve sola en la edad de hierro, y nadie la miraría si su sobrina fuese menos amable.»
8
DE ENERO DE
1772
«¡Qué pobres hombres son los que dedican toda su alma a los cumplimientos y cuya única ambición es ocupar la silla más visible de la mesa! Se entregan con tanto ahínco a estas tonterías que no tienen tiempo para pensar en los asuntos verdaderamente importantes. Una de tantas sandeces me aguó, la semana última, toda una fiesta.
»¡Necios!, no ven que el lugar no significa nada y que el que ocupa el primer puesto hace muy pocas veces el primer papel. ¡Cuántos reyes gobernados por sus ministros! ¿Cuántos ministros por sus secretarios! ¿Y quién es el primero? Yo creo que aquel cuyo ingenio domina al de los demás, de que por su carácter y destreza convierte las fuerzas y las pasiones ajenas en instrumentos de sus deseos.»
20
DE ENERO
«Necesito escribiros, mi querida Carlota, aquí en un rincón de una pobre posada de aldea donde me he refugiado huyendo de una tempestad. Desde que me encuentro en este triste albergue de D., entre personas extrañas, completamente extrañas a mi corazón, ni un instante, ni uno siquiera, he dejado de sentir la imperiosa necesidad de escribiros. Vuestro ha sido mi primer pensamiento en esta cabaña, en esta soledad, en esta prisión, en tanto que la nieve y el granizo golpean contra mi ventana. Desde que entré aquí, ¡oh Carlota!, vuestra imagen y vuestro recuerdo, este recuerdo tan vivo y tan santo, se han apoderado de mí y he creído, ¡Dios mío!, sentir todas las alegrías de nuestra primera entrevista.
»¡Si pudierais verme querida Carlota, en medio del torrente de distracciones que me asedian! Todas mis sensaciones se enervan y se embotan. Ni un solo momento de regocijo para mi corazón, ni el más insignificante solaz para mi alma. Nada, nada: estoy aquí como si asistiera a una función de sombras chinescas. Veo pasar y repasar delante de mí hombrezuelos y caballitos y me pregunto muchas veces si no es esto una ilusión óptica. Yo formo parte de los personajes y desempeño también mi papel: mejor dicho, se me obliga desempeñarlo, se me hace maniobrar como a un autómata. Si cojo la mano del que tengo más cerca, retrocedo con espanto, creyendo que es de madera.
»Por la noche hago proyecto de ir a ver la alborada del siguiente día: amanece y me quedo en la cama. De día acaricio la idea de ver después la luna, y cuando llega la noche, me olvido de ello en mi alcoba. Apenas me explico por qué me levanto y por qué me acuesto.