Werther (15 page)

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Authors: Johann Wolfgang von Goethe

Tags: #Clásico, #Drama, #Romántico

BOOK: Werther
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RYNO
.— Cesaron ya el viento y la lluvia las nubes se disipan; el cielo aparece diáfano; el sol, caminando al ocaso dora con sus últimos rayos las crestas de los montes. El torrente enrojecido rueda por el valle. Dulce es el murmullo del río, pero más dulce es la voz de Alpino cuando canta a los muertos. Su cabeza está inclinada por el peso de los años, y sus ojos, escaldados por el llanto. Alpino, celestial cantor, ¿por qué vagas solitario por la montaña silenciosa? ¿Por qué gimes como el viento en el bosque y como la ola que se rompe en lejana playa?

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ALPINO
.—Mi llanto, Ryno, brota por los muertos. Mi voz va hacia los habitantes del sepulcro. Tú eres ágil y esbelto, Ryno, eres bello entre los hijos de la montaña; pero caerás como Morar, y la aflicción irá también a sentarse sobre tu ataúd. La montaña te olvidará, y tu arco abandonado penderá de lo alto de la muralla. ¡Oh, Morar!, tú eras ligero como el corzo que ama la colina, terrible como el fuego del cielo en la oscuridad de la noche; tu cólera era una tempestad, tu espada era un rayo en el combate, tu voz era el rugido del torrente después de la lluvia, el del trueno rodando sobre las montañas. Muchos han caído al golpe de tu brazo; la llama de tu cólera los ha consumido… Pero cuando volvías de la guerra, ¡qué dulce y apacible era tu encanto! Tu rostro parecía el sol después de la tormenta; parecía la luna iluminando una noche serena. Tu pecho era un reflejo del mar cuando se calma el viento que lo agita. ¡Qué pequeña y sombría es ahora tu morada! Con tres pasos se mide la sepultura del que no ha mucho fue tan grande. Cuatro piedras cubiertas de musgo son tu único monumento. Un árbol sin hojas, altas hierbas que columpia la brisa. Eso es todo lo que revela al experto cazador el sitio donde yace el poderoso Morar. Tú no tienes madre ni amante que te lloren; murió la que te dio el ser; murió también la hija de Morglan. ¿Quién es aquel hombre que se apoya tristemente en un bastón? ¿Quién es aquel hombre cuya cabeza blanquea antes de tiempo, y no cesa de llorar? Es tu padre, ¡oh Morar!, tu padre, que no tenía otro hijo. Muchas veces oyó hablar de tu valor, de los enemigos que cayeron a los golpes de tu espada: muchas veces oyó hablar de la gloria de Morar ¡ay!, ¿por qué le contaron también tu muerte? Llora, desgraciado padre, llora, que tu hijo no te oirá. El sueño de los muertos es muy profundo; su almohada de polvo está muy honda. No se levantará tu hijo al oír tu voz; no se despertará a tus gritos. ¡Ah!, ¿cuándo penetrará la luz en el sepulcro? ¿Cuándo se podrá decir al que duerme en él: “despierta”? ¡Adiós, noble joven; adiós, valiente guerrero! Ya no volverán a verte los campos de batalla; ya el bosque sombrío no se iluminará con el centelleo de tu espada. No has dejado hijos, pero el canto de los trovadores conservará y transmitirá tu nombre a la posteridad. Las edades futuras oirán hablar de tus hazañas y conocerán a Morar. La aflicción de los guerreros era profunda; pero los sollozos de Armino la dominaban. Este canto le recordó la pérdida de un hijo, muerto en la flor de su edad. Carmor estaba junto al héroe; Carmor, el príncipe de Galmar. “¿Por qué suspiras de este modo?” le dijo. ¿Es aquí donde hay que llorar? La música y el canto que se dejan oír, ¿no son para reanimar el espíritu, lejos de abatirle? Ligeros vapores se escapan del lago, invaden el bosque y humedecen las flores: el sol aparece brillante, los vapores se disipan. ¿Por qué estás triste, ¡oh Armino!, tú que reinas en Gorma, que tiene un cinturón de olas?

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ARMINO
.—Estoy triste, y tengo motivos poderosos para estarlo. Carmor, tú no has perdido un hijo ni tienes que llorar la muerte de una hija radiante de hermosura. Colgar, el intrépido joven, vive aún, y como él la bella Almira. Los retoños de tu raza florecen, Carmor, pero Armino es el último de una rama seca. Sombrío es tu lecho, Daura; sombrío es tu sueño en el sepulcro. ¿Cuándo despertarás? ¿Cuándo volverá a resonar tu voz melodiosa? Levantaos, vientos del otoño…, desencadenaos sobre la oscura maleza… Torrentes de la selva, desbordaos… Huracanes, arrancad a vuestro paso las encinas… Y tú, luna, muestra y esconde alternativamente tu pálido rostro entre las rasgadas nubes. Recuérdame la terrible noche en que murieron mis hijos, mi valiente Arindal y mi querida Daura. Daura, hija mía; tú eres tan hermosa como el astro de plata que esclarece la colina, blanca como la nieve y dulce, dulce como la brisa embalsamada de la de la mañana. Arindal, tu arco era invencible, fuerte tu lanza, poderosa tu mirada, como la nube que rueda sobre las olas; tu escudo parecía un meteoro en el seno de una tempestad. Armar célebre en los combates, solicitó el amor de Daura, y bien pronto lo obtuvo. Pero Erath, hijo de Odgall, temblaba de rabia porque su hermano había sido muerto por Armar. Vino disfrazado de batelero; su barca se columpiaba gallardamente sobre las ondas. Traía el pelo blanco; su semblante era grave y tranquilo. “¡Oh!, tú, la más bella de las jóvenes, amable hija de Armino —dijo—, allá abajo, en una roca, no lejos de la orilla, espera Armar a su querida Daura.” Ella le siguió y llamó a Armar; pero el eco sólo contestó a su voz. “Armar, dueño mío, mi bien, ¿por qué me apesadumbras de este modo? Escucha, hijo de Armath, oye mis ruegos… Es tu Daura quien te llama.” El traidor Erath la dejó sobre la roca, y volvió a tierra riéndose. Daura se deshizo en gritos, llamando a su padre y a su hermano: “Arindal, Armino, ¿no vendréis ninguno de los dos a salvar a vuestra Daura?” Arindal, mi hijo, descendió de la montaña cargado con el botín de la caza, con las flechas suspendidas del costado, el arco en la mano y rodeado de cinco perros negros. Distinguió en su orilla al imprudente Erath; se apoderó de él y le ató a un roble con fuertes ligaduras. Mientras Erath llenaba de gemidos el espacio, Arindal, apoderándose de su barca, se dirigió a la roca donde se hallaba Daura. En esto, llega Armar, prepara furioso una flecha, silba el dardo, y tú, hijo mío, pereces del golpe destinado al pérfido Erath. En el momento en que la barca arribó a la roca, Arindal dio el último suspiro. ¡Oh, Daura! La sangre de tu hermano corrió a tus pies. ¡Cuál sería tu desesperación! La barca deshecha contra la roca, se sumergió en el abismo. Armar se arrojó al agua para salvar a Daura o morir. Una ráfaga de viento baja de la montaña, arremolina el oleaje, y Armar desaparece y no vuelve a aparecer. Mi desgraciada hija quedaba sin amparo, sola, sobre un peñasco azotado por las olas. Yo, su padre, oía sus lamentos y nada podía intentar en su auxilio. Toda la noche permanecí en la orilla, contemplándola a los débiles rayos de la luna. Toda la noche estuve oyendo sus clamores. El viento silbaba, el agua caía a torrentes, y la voz de Daura se iba debilitando a medida que se acercaba el día. Pronto se extinguió por completo, como se desvanece la brisa de la tarde entre las hierbas de la montaña. Consumida por la desesperación, expiró, dejando a Armino solo en el mundo. Mi valor, mis fuerzas y mi orgullo murieron con ella. Cuando las tormentas bajan de la montaña, cuando el viento del norte alborota el oleaje, yo me siento en la ribera, y fijo mis ojos en la funesta roca. Muchas veces mientras la luna aparece en el cielo, veo flotar en una penumbra luminosa las almas de mis ojos, que vagan por el espacio unidas en abrazo fraternal.»

Un torrente de lágrimas que brotó de los ojos de Carlota, desahogando su oprimido corazón, interrumpió la lectura de Werther. Éste arrojó a un lado el manuscrito y, apoderándose de una de las manos de la joven, vertió también amargo llanto. Carlota, apoyando la cabeza en la otra mano, se cubrió el rostro con su pañuelo. Víctimas él y ella de una terrible agitación, veían su propio infortunio en la suerte de los héroes de Ossián y juntos lo deploraban. Sus lágrimas se confundieron. Los ardientes labios de Werther tocaron el brazo de Carlota. Ella se estremeció y quiso alejarse; pero el dolor y la compasión la tenían clavada en su asiento, como si una masa de plomo pesase sobre su cabeza. Ahogándose y queriendo dominarse, suplicó, sollozante, a Werther que prosiguiese la lectura, su voz rogaba con un acento celestial.

Werther, cuyo corazón latía con tal violencia, que parecía querer salirse del pecho, temblaba como un azogado, tomó el libro y leyó con insegura voz:

—«¿Por qué me despiertas, soplo embalsamado de la primavera? Tú me acaricias y me dices: “Traigo conmigo el rocío del cielo; pero pronto estaré marchito, porque pronto vendrá la tempestad que arrebatará mis hojas. Mañana llegará el viajero; vendrá el que me ha conocido en toda mi belleza; su vista me buscará en torno suyo, me buscará y no me encontrará.”»

Estas palabras causaron a Werther un profundo abatimiento. Se arrojó a los pies de Carlota, completa y espantosamente desesperado, y cogiéndole las manos, las oprimió contra su frente.

Carlota sintió entonces un vago presentimiento de un siniestro propósito. Turbado su juicio, cogió a su vez las manos de Werther y las colocó sobre su corazón. Inclinóse hacia él con ternura, y sus abrasadas mejillas se tocaron. El mundo desapareció para ellos; él la estrechó entre sus brazos, la apretó contra su pecho y cubrió de frenéticos besos los temblorosos labios de su amada, que balbucía palabras entrecortadas.

—¡Werther! —murmuraba ella con voz ahogada y desviándose—. ¡Werther! —repetía, y con suave movimiento trataba de alejarse—. ¡Werther! —exclamó por tercera vez, ya con acento digno e imponente.

Él se sintió dominado; la soltó y se arrojó al suelo como un loco.

Carlota se levantó y, completamente turbada, indecisa entre el amor y la cólera, le dijo:

—Es la última vez, Werther; no volveréis a verme.

Y, lanzando sobre aquel desgraciado una mirada llena de amor, corrió a la habitación inmediata y se encerró, afligida, en ella.

Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En el suelo, Y con la cabeza apoyada en el sofá, permaneció más de una hora sin dar señales de vida.

Al cabo de este tiempo oyó ruido y volvió en sí. Era la criada qué venía a poner la mesa. Se levantó y empezó a pasear por la habitación. Cuando volvió a quedarse solo, se aproximó a la puerta por donde había desaparecido Carlota, y exclamó en voz baja:

—¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra sola, un adiós siquiera…

Ella guardó silencio. Esperó él, suplicó, esperó de nuevo… Por último, se alejó de la puerta gritando:

—¡Adiós, Carlota…; adiós para siempre!

Llegó a las puertas de la ciudad; los guardias, que estaban acostumbrados a verle, le dejaron pasar. Caían menudos copos de nieve; él, sin embargo, no volvió a la población hasta una hora antes de medianoche.

Cuando llegó a su casa, el criado notó que no llevaba sombrero; pero no se atrevió a decírselo. Le ayudó a desnudarse; toda la ropa estaba calada. Más tarde encontraron el sombrero en un peñasco que se destaca sobre todos los de la montaña y que parece querer desgajarse sobre el valle. No se comprende como en una noche lluviosa y oscura pudo llegar a aquel punto sin despeñarse.

Se acostó y durmió largo tiempo; cuando el criado entró en el cuarto al día siguiente para despertarle, le halló escribiendo, y le pidió café, que le sirvió en seguida.

Entonces Werther añadió estos párrafos a la carta que tenía empezada para Carlota:

«Ésta es la última vez que abro los ojos; la última, ¡ay de mí! Ya no volverán a ver la luz del sol, que hoy se oculta detrás de una niebla densa y sombría. ¡Si, viste de luto, naturaleza! Tu hijo, tu amigo, tu amante se acerca a su fin. ¡Ah, Carlota!, es una cosa que no se parece a nada y que sólo puede compararse con las percepciones confusas de un sueño, el decirse: “¡Esta mañana es la última!” Carlota, apenas puedo darme cuenta del sentido de esta palabra: “¡La última!” Yo, que ahora tengo la plenitud de mis fuerzas, mañana estaré sobre la tierra rígido y sin vida. ¡Morir! ¿Qué significa esto? Ya lo ves: los hombres soñamos siempre que hablamos de la muerte. He visto morir a mucha gente; pero somos tan pobres de inteligencia, que a pesar de cuanto vemos, nunca sabemos nada del principio ni del fin de la vida. En este momento todavía soy mío…, todavía soy tuyo, si, tuyo, querida Carlota; y dentro de poco…, ¡separados…, desunidos, quizá para siempre! ¡No, Carlota, no! ¿Cómo puedo dejar de ser? Existimos, sí. ¡Dejar de ser! ¿Qué significa esto? Es una frase más, un ruido vano que mi corazón no comprende. ¡Muerto, Carlota! ¡Cubierto por la tierra fría en un rincón estrecho y sombrío! Tuve en mi adolescencia una amiga que carecía de apoyo y de consuelo. Murió y la acompañé hasta la fosa, donde estuve cuando bajaron el ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando las soltaron y cuando las recogieron. Luego arrojaron la primera palada de tierra, y la fúnebre caja produjo un ruido sordo, después más sordo, y después más sordo todavía, hasta que quedó completamente cubierta de tierra. Caí al lado de la fosa, delirante, oprimido, y con las entrañas hechas pedazos. Pues bien: yo no sé nada de lo que hay más allá del sepulcro. ¡Muerte! ¡Sepulcro! No comprendo estas palabras.

»¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer… aquél debió ser el último momento de mi vida. ¡Oh ángel! Fue la primera vez, si, la primera vez que una alegría pura y sin límites llenó todo mi ser.

»Me ama, me ama… Aún quema mis labios el fuego sagrado que brotaba de los suyos; todavía inundan mi corazón estas delicias abrasadoras. ¡Perdóname, perdóname! Sabía que me amabas; lo sabía desde tus primeras miradas aquellas miradas llenas de tu alma; lo sabía desde la primera vez que estrechaste mi mano. Y, sin embargo, cuando me separaba de ti o veía a Alberto a tu lado, me asaltaban por doquiera rencorosas dudas.

»¿Te acuerdas de las flores que me enviaste el día de aquella enojosa reunión en que ni pudiste darme la mano ni decirme una sola palabra? Pasé la mitad de la noche arrodillado ante las flores, porque eran para mí el sello de tu amor; pero, ¡ay!, estas impresiones se borraron como se borra poco a poco en el corazón del creyente el sentimiento de la gracia que Dios le prodiga por medio de símbolos visibles. Todo perece, todo; pero ni la misma eternidad puede destruir la candente vida que ayer recogí en tus labios y que siento dentro de mí. ¡Me ama! Mis brazos la han estrechado, mi boca ha temblado, ha balbuceado palabras de amor sobre su boca. ¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota, mía para siempre. ¿Qué importa que Alberto sea tu esposo? ¡Tu esposo! No lo es más que para el mundo, para ese mundo que dice que amarte y querer arrancarte de los brazos de tu marido para recibirte en los míos es un pecado. ¡Pecado!, sea. Si lo es, ya lo expío. Ya he saboreado ese pecado en sus delicias, en sus infinitos éxtasis. He aspirado el bálsamo de la vida y con él he fortalecido mi alma. Desde ese momento eres mía, ¡eres mía, oh Carlota! Voy delante de ti; voy a reunirme con mi padre, que también lo es tuyo, Carlota; me quejaré y me consolará hasta que tú llegues. Entonces volaré a tu encuentro, te cogeré en mis brazos y nos uniremos en presencia del Eterno; nos uniremos con un abrazo que nunca tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del sepulcro brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a vernos! ¡Veremos a tu madre y le contaré todas las cuitas de mi corazón! ¡Tu madre! ¡Tu perfecta imagen!»

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