»No Juzgando Alberto muy exacta esta comparación, hizo nuevas observaciones; entre otras cosas, que yo no había hablado más que de una joven inocente, y que no debe juzgarse del mismo modo a un hombre de talento, cuya inteligencia menos limitada le permite ver el anverso y el reverso de las cosas. “Amigo mío —exclamé—, el hombre siempre es hombre, y el talento que tengan éste o el otro sirve de poco, o más bien de nada, cuando al fermentar una pasión, la naturaleza se arroja a los límites de sus fuerzas. Más aún… Pero ya volveremos a hablar de esto”, añadí tomando mi sombrero.
»Mi corazón estaba a punto de estallar, y nos separamos sin haber llegado a entendernos. Es verdad que en este mundo pocas veces sucede lo contrario.»
15
DE AGOSTO
«Es muy cierto que sólo el amor hace que el hombre necesite a sus semejantes. Conozco que contraría a Carlota perderme, y los niños no piensan en otra cosa sino en que siempre volveré al siguiente día. Hoy he ido a su casa para afinar el clavicémbalo, lo cual no he conseguido, porque los pequeños me perseguían para que les contase un cuento, y Carlota misma se empeñó en que debía darles gusto. Les he repartido el pan de la merienda, que ahora reciben de mis manos tan contentos como de las de Carlota, y les he referido la historia de la princesa servida por encantamiento. Te aseguro que con esto aprendo mucho, y me asombra la impresión que el relato les produce. Como algunas veces me veo obligado a inventar algún incidente que no recuerdo al repetir el cuento, en seguida me dicen que antes pasaba de distinto modo, por lo cual me dedico ahora a referir siempre lo mismo, sin variante de ningún género. De esto he deducido que el autor que al hacer una segunda edición de una obra la modifica, daña necesariamente a su libro aunque gane desde el punto de vista literario. Recibimos con docilidad toda primera impresión, porque el hombre está hecho de tal modo, que llega a persuadirse de que son verdad las cosas más absurdas, pero desde luego se graban en él tan profundamente, que infeliz del que pretenda destruirlas o borrarlas.»
18
DE AGOSTO
«¿Es preciso que lo que constituye la felicidad del hombre sea también la fuente de su miseria? Este sentimiento, que llena y rejuvenece mi corazón ante la vivaz naturaleza, que vierte sobre mi seno torrentes de deliciosas dulzuras y convierte en un paraíso el mundo que me rodea, ha llegado a ser para mí un insoportable verdugo, un espíritu que me atormenta y que me persigue por todas partes. Cuando contemplaba otras veces desde las crestas de las rocas, más allá del río, hasta las lejanas colinas, el fértil valle, y que todo germinaba con lozanía en torno mío, cuando veía esas montañas bordadas, desde la falda hasta la cima, de espesos y corpulentos árboles, estos valles salpicados de risueña floresta en todos sus contornos: el arroyo apacible que se deslizaba adormecido con el murmullo de los cañaverales, reflejando las matizadas nubes que la brisa suave de la tarde mecía en el cielo; cuando escuchaba a los pájaros animando con sus gorjeos la enramada, mientras copiosísimos enjambres de insectillos jugueteaban alegremente en los últimos rayos de sol, a cuyo destello el escarabajo oculto antes debajo de la hierba abandonaba, zumbando su prisión; cuando el ruido y la vida llamaban mi atención hacia la tierra, y el musgo que arranca su alimento a la dura roca, y las retamas que crecen en la pendiente de la árida colina arenosa, me descubría la íntima, ardiente y santa vida de la naturaleza, ¡con qué jubilo abrazaba todos estos objetos mi encendido corazón! Yo estaba como un dios en este mar de riquezas, en este inmenso universo, cuyas formas sublimes parecían moverse, animando toda mi creación en el fondo de mi alma. Me rodeaban enormes montañas; tenía delante de mí profundos abismos, donde se precipitaban torrentes tempestuosos, los ríos se deslizaban bajo mis pies; oía algo como un rugido en los bosques y los montes agitándose y confundiéndose todas estas fuerzas misteriosas en las profundidades de la tierra, mientras sobre ésta y bajo el cielo revoloteaban las razas infinitas de los seres que lo pueblan todo de mil diversas formas, mientras los hombres se juzgan reyes de este vasto universo, agazapándose juntos en el nido de sus reducidas moradas. ¡Pobre loco, que todo te parece mezquino, porque tú eres muy pequeño! Desde la inaccesible montaña y el desierto que ningún pie ha pisado aún, hasta la última orilla de los océanos desconocidos, lo anima todo tu espíritu del eterno creador, gozándose en estos átomos de polvo que viven y le comprenden. ¡Ay cuántas veces deseaba entonces, con las alas de la garza que pasaba sobre mi cabeza, trasladarme a las costas de ese inmenso mar para beber en la espumosa copa de lo infinito dulcísimas delicias y sentir, aunque sólo fuera por un momento, en el espacio estrecho de mi seno una gota de la felicidad del ser que todo lo engendra en él y por él! Hermano mío, el recuerdo de tales horas basta para fortalecerme. Más aún: los esfuerzos que hago para recordar estos sentimientos inefables, para poder expresarlos, elevan mi alma sobre ella misma, y me obligan a sentir doblemente lo angustioso de mi estado actual.
»Parece que se ha levantado un velo delante de mi alma, y el inmenso espectáculo de la vida no es a mis ojos otra cosa que el abismo de la tumba, eternamente abierto. ¿Podrás decir “esto existe” cuando todo pasa, cuando todo se precipita con la rapidez del rayo, sin conservar casi nunca todas sus fuerzas, y se ve, ¡ay!, encadenado, tragado por el torrente y despedazado contra las rocas? No hay momento que no te consuma, que no consuman los tuyos; no hay un momento en que no seas, en que no debas ser destructor: tu paseo más inocente cuesta la vida a millares de pobres insectos; uno solo de tus pasos destruye los laboriosos edificios de las hormigas y sumerge todo un pequeño mundo en un sepulcro.
»¡Ah!, no son las grandes y poco frecuentes catástrofes del mundo, no son esas inundaciones, esos temblores de tierra, que se tragan a vuestras ciudades, lo que me conmueve, lo que me roe el corazón es la fuerza devoradora que se oculta en toda la naturaleza, y que no ha producido nada que no destruya cuanto le rodea y no se destruya a sí mismo.
»De este modo avanzo yo con angustia por mi inseguro camino, rodeado del cielo, de la tierra, y de sus fuerzas activas: no veo más que un monstruo ocupado eternamente en mascar y tragar.»
21
DE AGOSTO
«Al sacudir por las montañas el yugo de una pesadilla, es en vano que extienda los brazos hacia ella, en vano que la busque por la noche en mi lecho, cuando un sueño feliz y sencillo me hace creer que estoy en el campo, sentado a su lado, estrechando su mano y llenándola de besos. ¡Ah!, cuando todavía embriagado por el sueño busco esa mano y me despierto, un torrente de lágrimas brota de mi corazón oprimido y lloro sin consuelo en las tinieblas de lo porvenir.»
22
DE AGOSTO
«Es cosa fatal, Guillermo. Mi actividad se consume en una inquieta indolencia; no puedo estar ocioso, y, sin embargo, no puedo hacer nada. Mi imaginación y mi sensibilidad no se conmueven ante la naturaleza, los libros me causan tedio. Cuando el hombre no se encuentra a sí mismo, no encuentra nada. Te juro que muchas veces me alegraría de ser un jornalero para tener, al menos, al despertarme por la mañana, la perspectiva de un día ocupado, un móvil, una esperanza. Envidio con frecuencia a Alberto cuando le veo enterrado en papeles hasta los ojos, y creo que sería feliz hallándome en su lugar. Más de una vez he estado a punto de escribirte y de escribir al ministro solicitando ese destino en la embajada que, según me aseguras, me concederían al instante. Así lo creo. Hace tiempo que me estima el ministro, y antes de ahora me ha instado mucho para que acepte un empleo. Suele preocuparme esto durante una hora; pero cuando lo reflexiono y recuerdo la fábula del caballo que, cansado de su libertad, se deja poner la silla y la brida para estar poco después rendido de fatiga…, no sé lo que debo hacer. Por otra parte, querido Guillermo, este deseo de cambiar de estado que me subyuga, ¿no será acaso una oculta insoportable impaciencia que me perseguirá por todas partes?»
28
DE AGOSTO
«Es indudable que, si mi mal tuviera cura, esta gente lo curaría. Hoy es mi cumpleaños, y muy de mañana he recibido un paquetito de Alberto. Lo primero que ha herido mis ojos al abrirlo ha sido uno de los dos lazos de color de rosa que llevaba Carlota la primera vez que la vi, lazo que después le había pedido varias veces; lo segundo, dos tomitos en dozavo, las obras de Homero, de Wetstein edición que tanto he deseado para no ir a mis paseos cargado con la Ernesti. Ya ves cómo previenen mis deseos; cómo buscan medios para darme estas pequeñas pruebas de amistad, mil veces más preciosas que esos presentes magníficos conque nos humilla la vanidad del que nos obsequia. Beso el lazo infinitas veces al día, y en cada aspiración saboreo el recuerdo de las felicidades con que me embriagaron esos pocos días felices que han pasado para siempre. Guillermo, es lo que debe ser, y no me quejo: las flores de la tierra sólo son vanas apariencias. ¡Cuántas se marchitan sin dejar ni el más leve rastro! ¡Qué pocas fructifican y qué pocos de estos frutos llegan a la madurez! Y, sin embargo…, ¡oh hermano mío!…, ¿podemos no hacer caso de los frutos maduros, despreciarlos y dejar que se pudran sin gozar de ellos?
»Adiós. El verano es magnífico. Trepo algunas veces a los árboles del jardín de Carlota, y con una pértiga larga cojo las peras de las ramas más altas. Carlota está debajo del árbol y recoge los frutos que yo echo a sus pies.»
30
DE AGOSTO
«Desgraciado, ¿no está loco? ¿No te engañas a ti mismo? ¿Adónde te conducirá esta pasión indómita y sin objeto? No pienso más en ella; ya no cabe en mi imaginación otra figura que la suya, y todo lo que me rodea no lo veo sino con relación a ella.
»Esto me procura algunas horas de felicidad que deben concluir tan pronto como sea preciso que nos separemos. ¡Ah, Guillermo, adónde me arrastra con frecuencia mi corazón! Siempre que paso dos o tres horas a su lado, absorto en la contemplación de su hermosura, de sus movimientos, de su celestial lenguaje, todos mis sentidos se excitan insensiblemente, una sombra se extiende ante mi vista, y mis oídos se embotan, siento que oprime mi corazón una mano homicida; mi corazón, con sus latidos precipitados, busca consuelo a mis sentidos oprimidos y no hace más que aumentar el desorden…
»Guillermo, muchas veces no sé si estoy en el mundo y si la tristeza me agobia o si Carlota no me concede el triste consuelo de aliviar mi martirio, dejándome bañar su mano con mi llanto. Necesito salir, necesito huir, y corro a ocultarme muy lejos en los campos. Entonces gozo trepando por una montaña escarpada, abriéndome paso entre un bosque impenetrable, entre las breñas que me hieren y los zarzales que me despedazan. Entonces me encuentro un poco mejor, ¡un poco!, y cuando, extenuado de sed y de cansancio, sucumbo y me detengo en el camino; cuando en la profunda noche, brillando sobre mi cabeza la luna llena, me siento en el bosque solitario sobre un tronco torcido, para dar algún descanso a mis pies desgarrados, o me entrego a un sueño tranquilo durante la claridad crepuscular…, ¡oh Guillermo!, el silencio albergue de una celda, un sayal y el cicilio son los únicos consuelos a que aspira mi alma. Adiós. No veo para esta cuita otro fin que el sepulcro.»
3
DE SEPTIEMBRE
«Mi marcha es precisa, Guillermo: te agradezco que hayas fijado mi resolución vacilante. Quince días hace que acaricio la idea de dejarla. Mi marcha es precisa. Está de nuevo en la ciudad, en casa de una amiga, y Alberto…, y… Mi marcha es precisa.»
10
DE SEPTIEMBRE
«¡Qué noche, Guillermo, qué noche tan horrible he pasado! Ahora tengo valor para todo. No volveré a verla. ¡Oh!, que no pueda ir volando a arrojarme en tus brazos; que no pueda, amigo mío, expresarte con el mayor transporte y derramando un raudal de llanto los sentimientos que oprimen mi corazón. Heme aquí, delante de mi pupitre, casi sin aliento, procurando sosegarme y aguardando a que amanezca, porque los caballos estarán ensillados al despuntar el sol.
»¡Ah! Carlota duerme descuidada sin sospechar que no volverá a verme. He tenido bastante valor para separarme de ella sin descubrir mi secreto durante una conversación de dos horas. ¡Y qué conversación, Dios mío!
»Alberto me había ofrecido que iría al jardín con Carlota después de cenar. Yo estaba en la explanada, bajo los corpulentos castaños, viendo por última vez el sol que se oculta más allá del risueño valle, y el río que se desliza mansamente. ¡Había estado tantas veces con ella en aquel paraje! ¡Había contemplado tantas veces el mismo magnífico espectáculo! Y ahora… Empecé a ir y venir por aquella alameda, para mí tan querida, donde un atractivo secreto y simpático me había retenido frecuentemente antes de conocer a Carlota. ¡Con qué placer, al alborear nuestra amistad, nos dimos mutuamente cuenta de la preferencia que nos inspiraba este sitio, que es, sin duda, uno de los más seductores que conozco entre las creaciones del arte!
»A través de los castaños se descubre una vasta perspectiva… ¡Ah! Recuerdo que te he hablado bastante en mis cartas de estos altos muros de haya y de esta alameda en que insensiblemente va desapareciendo la luz cuanto más próximo está un bosquecillo donde termina y donde todo se confunde en una plazoleta que parece impregnada de todas las melancolías de la soledad. Aún me dura la indefinible sensación que experimenté cuando entré en ella por primera vez. En el instante en que el sol se hallaba en lo más alto de su carrera; ya entonces tuve un vago presentimiento de que aquel alto paraje sería para mí teatro de infinito dolor y grandes alegrías.
»Hacía media hora que estaba entregado a los dulces y crueles pensamientos de la despedida y de volvernos a ver, cuando los vi subir por la explanada. Corrí hacia ellos, cogí con el mayor entusiasmo la mano de Carlota y se la besé. Llegábamos a lo más alto cuando apareció la luna por detrás de los zarzales que cubrían la colina. Hablamos de cosas distintas y nos aproximamos a la sombría plazoleta. Carlota entró y se sentó, Alberto se puso a uno de sus lados, y yo, al otro, pero mi inquietud no me permitía permanecer mucho tiempo sentado. Me levanté me coloqué delante de ella; di algunos pasos y volví a sentarme. Yo sentía algo parecido a la agonía. Carlota nos hizo observar el bello efecto de la luna, que por encima de las hayas alumbraba toda la explanada. El cuadro era soberbio y tanto más sublime para nosotros cuanto que nos rodeaba una profunda oscuridad. Después de un breve rato en que todos guardamos silencio, Carlota tomó la palabra: “Nunca —dijo—, nunca me paseo a la claridad de la luna sin acordarme de mis queridos amigos difuntos, sin sentirme conmovida por la idea de la muerte y de lo porvenir. ¡Nada muere! —añadió con un acento, que revelaba la sensación más viva—: pero Werther ¿volveremos a encontrarnos? ¿Nos reconoceremos? ¿Qué pensáis de esto? ¿Qué decís?”