Villancico por los muertos (35 page)

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Authors: Patrick Dunne

Tags: #Intriga

BOOK: Villancico por los muertos
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—Otra pregunta: si su cuerpo fue trasladado desde otro lugar, ¿por qué no lo soltaron justo en la entrada? ¿Por qué llevarlo hasta la parte más lejana del túmulo?

—No podemos determinar desde qué dirección fue trasladado el cuerpo hasta la pradera. Sólo sabemos que fue abandonado allí deliberadamente.

—Hum… Esa alineación que has señalado, hace que el asesinato parezca todavía más un ritual, ¿no?

—Por eso estamos trabajando con la hipótesis de que el asesino tiene nociones de arqueología.

—Siento ser tan aguafiestas, pero la alineación no tiene ningún significado que yo sepa. Es posiblemente accidental.

Gallagher se rascó la cabeza.

—¿Pero estos lugares considerados sagrados no están conectados con diferentes tipos de líneas?

—Sí. Por ejemplo, algunos creen que Newgrange y la Gran Pirámide descansan sobre un eje mayor. Pero se puede dibujar una línea entre dos puntos cualesquiera en un mapa. Eso no prueba nada. Incluso el hecho de que la línea coincida con una tercera, cuarta o puede que más estructuras antiguas a lo largo del camino no tiene ninguna importancia si las culturas que las construyeron estuvieron separadas en el tiempo.

—Maldita sea —Gallagher no podía esconder su desilusión.

—Salvo que alguien quiera hacer creer que es importante —sugerí.

—Exactamente —dijo aferrándose a esa posibilidad—. El asesino está jugando con nosotros. Su éxito al confundirnos con los rituales en serie de las heridas refuerza la idea de un elaborado rompecabezas arqueológico con el cuerpo de O’Hagan.

—Eso no parece muy compatible con alguien que actúe por simple rencor, que era lo que sugerías el domingo.

—Bueno, siempre hay que ajustar —comentó despreocupadamente—. Nuestra idea ahora es que se trata de un tipo de ecologista que probablemente ha estado acumulando un odio feroz contra los promotores inmobiliarios y su calaña durante mucho tiempo. Tiene pinta de ser un solitario que no comparte sus sentimientos con los demás —no va a manifestaciones ni escribe cartas a los periódicos. Pero sus emociones finalmente explotaron en una rabia asesina que se concentró en Traynor. Y el motivo por el que mutiló también a O’Hagan es porque ha empezado a divertirse con el ritual en sí mismo.

—¿Es éste el tipo de psicología que manejan?

—¿Psicología?

—O’Hagan me contó que habíais contratado a una especie de psicólogo, que según él no había ayudado en nada al caso.

Gallagher apretó los dientes.

—Se estaba refiriendo a mí. Pero yo no soy psicoanalista. Debió de referirse al hecho de que pasé seis meses en una Academia de Policía en Estados Unidos. Quizá pensó que estaba siguiéndoles la pista cada noche, y buscando consejo. O quizá no quería abandonar sus métodos habituales.

—Los mismos que le llevaron a la muerte, como se ha visto.

—Sí. Por ejemplo, llevaba un cuaderno de tapas duras que perteneció a Traynor —lo encontramos en su coche esta mañana—, lleno de sangre y con las páginas pegadas. O’Hagan debió de sacarlo del Mercedes el día en que su cuñado fue asesinado. Hallamos la agenda electrónica de Traynor en su coche, pero no se nos ocurrió que fuera por ahí con un cuaderno. Por lo que hemos deducido, parecen ser solamente dibujos de objetos, antigüedades —decoración para sus hoteles, quizá—. No hay nombres ni números en las pocas páginas que hemos podido examinar hasta ahora, sólo un título o un código para cada objeto. Vamos a tratar de cotejar el contenido con su agenda cuando tengamos todas las páginas separadas.

—Le apuesto que no son antigüedades, o al menos, no muy legales. Según me contó Muriel Blunden, Traynor estaba traficando con «artefactos» históricos robados.

—Bueno, en ese caso quizá tuviera algún malentendido con algún proveedor con el que estaba en tratos. O’Hagan descubrió por los papeles del cuaderno de quién se trataba, e imprudentemente se citó con ellos. Sin embargo, no puedo imaginarme a alguien de esa clase molestándose en cometer crímenes tan complicados. Esto parece algo más… en cierto modo, personal.

Miré el reloj. Era casi la hora de recoger a Fran. Tendría que dejar a Gallagher tratando de ajustar sus complicadas teorías a la cuadratura del círculo. Y aunque sólo fuera para retarle al más difícil todavía, decidí contarle lo que Keelan me había revelado en su
e-mail.

—Hay algo más. La mujer desenterrada tenía también bayas de acebo en la boca, hace siete siglos. Las acaban de analizar. Ninguno de nosotros lo sabía —aparte del asesino, claro—. ¿Cómo pudo enterarse?

—Si no estuviera convencido de que vas a proporcionarme una explicación racional, creería que me estás insinuando que el asesino ha resucitado de entre los muertos.

—Es que ése es precisamente el problema, Matt. No tengo ninguna explicación lógica —dije levantándome para salir—. Me temo que tengo que irme. Voy a encontrarme con alguien que puede aclararme muchas dudas sobre la abadía de Grange. En cuanto tenga un momento, te contaré lo que descubra y lo demás que ya he averiguado.

Gallagher frunció el ceño.

—Mi advertencia sobre citarse con extraños sigue en pie.

Guardó su libreta y terminó lo que le quedaba del café. Me di cuenta de que no había fumado en todo el rato.

Le acompañé a la puerta.

—Se trata de una anciana. No creo que sea peligrosa.

—Ten cuidado de todos modos —me aconsejó.

En cuanto se marchó, recogí mis cosas: bolso, llaves y móvil. Asomé la cabeza por la oficina y avisé a Peggy que ya no volvería. Sólo cuando me metí en el coche sentí que algo estaba fuera de lugar. Soy una de esas personas ordenadas para algunas cosas y para otras no —mi mesa es un desastre, pero en cambio el cajón de mi ropa interior está impecable—. Pero, ordenada o no, siempre sé dónde está todo, o dónde debería estar. En los últimos minutos había visto u oído algo que no encajaba, una nota discordante, algo fuera de sitio. Intenté hacer memoria para ver si lo averiguaba pero no lo conseguí. Sin duda aparecería cuando menos lo esperara.

Recogí a Fran a las tres en punto. La oscuridad se había echado encima muy pronto y las luces navideñas empezaban a destacar en las casas de su zona, los carámbanos goteaban desde los aleros, guirnaldas de palpitantes colores decoraban ventanas y puertas, muñecos de nieve y papás noeles brillaban en los jardines delanteros. La luz desafiaba la oscuridad.

El geriátrico tenía muchas cosas en común con el centro en el que mi padre estaba internado, la calefacción al máximo y la televisión de la sala de estar a todo volumen. A pesar de que Fran me había contado que muchos de los pacientes eran duros de oído o propensos a la hipotermia, seguía pensando que debía de ser un infierno para el resto. Atravesamos la sala de estar —donde un puñado de ancianos, hombres y mujeres, tumbados en sofás frente a la estruendosa televisión, miraban como atontados por el calor—, llegando hasta un pasillo con dormitorios a la izquierda mientras que el control de enfermería, los aseos, baños y almacenes quedaban a la derecha. Fran llamó a la puerta del último dormitorio del pasillo, me hizo una señal con el dedo para que esperara un momento y entró. Podía oírla hablar; luego asomó la cabeza y me hizo pasar.

—La estaba incorporando y asegurándole que eres amiga mía —me susurró.

La cara de la hermana Gabriela tenía el color de la masa de pastelería sin hornear y su pelo parecía como si unas cuantas briznas de lana hubieran aterrizado accidentalmente en su cabeza. Llevaba puesto un camisón de franela azul pálido y se apoyaba sobre unos cuadrantes recién mullidos. Sus huesudas manos se aferraban a los bordes del edredón, bajo el cual su cuerpo era apenas perceptible.

—Ésta es mi amiga, Illaun… —me presentó Fran indicándome una silla cercana a la cama.

El otro mueble de la habitación era una mesilla sobre la que destacaba un reloj ovalado. Fran me había explicado que la hermana Gabriela no estaba autorizada a ver la televisión ni escuchar la radio porque la excitaban mucho y acababa gritando. Le había comprado un tiesto con un jacinto color púrpura como regalo, que coloqué en la mesilla.

—Illaun, ésta es la hermana Gabriela. Os dejo para que habléis —Fran se dirigió hacia la puerta susurrándome—: si me necesitas, estaré en el control de enfermeras del pasillo.

Me senté en la rígida silla y miré a los ojos azules, todavía más pálidos que su camisón.

—Muchas gracias por querer hablar conmigo, hermana Gabriela. —Una ráfaga de olor llegó desde el jacinto, recordándome a mi casa.

La hermana levantó un dedo como asintiendo y comenzó a hablar. Mientras trataba de vocalizar, las arrugas que rodeaban sus descoloridos labios empezaron a desplegarse como un acordeón. No lograba escuchar nada; me acerqué un poco más.

Su voz tomó fuerza de alguna parte y surgió como un graznido ronco; su lengua entraba y salía de la boca.

—Es por lo de los apicultores, ¿verdad? Ha venido a preguntarme por los apicultores.

Parecía como si algún ente se hubiera metido en el cuerpo de la hermana Gabriela y hablara a través de él. Fran no me había advertido que la anciana monja tuviera dotes de médium, por lo que mi mente trataba de deducir rápidamente de qué me estaba hablando. Y mientras lo pensaba la hermana me lo aclaró.

—Las Apicultoras. Así es como nos llamaban antes del Concilio Vaticano II.

—¿Por el hábito que vestían?

—Por el velo, exactamente. Llegaba hasta la barbilla. Es la toca de un mártir del siglo XIII sacada de un dibujo de las catacumbas. Fue una recomendación del papa Adriano… ¿De qué estamos hablando?

—De la toca de las hospitalarias.

—Sí, sí, ya sé. La toca. El resto del hábito era bastante sencillo, un cinto alrededor de las caderas, representando el cordón umbilical… Éramos comadronas, por supuesto… —el remate que había observado en el velo de la abadesa debía de ser seguramente un vestigio de ello—. Desde muy pronto comenzaron a llamarnos las monjas Apicultoras, por lo que la abeja se convirtió en el emblema de la orden. Aunque, por descontado, el velo tenía su propósito. He olvidado cuál era…

Entrecerró los ojos mirándome a la cara como buscando inspiración.

—¿Sería para protegernos del sol? Ya sabe, ¿para cuando nos enviaban a las misiones?

Lo dudaba, pero decidí seguirle la corriente.

—Oh, sí, seguramente.

La hermana Gabriela puso cara de enfado, las arrugas formaron unas apretadas estrías.

—¿Qué tratas de decirme, niñata estúpida?

Había cometido un error. No debí haberla menospreciado.

—Sabes perfectamente que teníamos que permanecer ocultas. Así no había peligro de que ninguna de las partes se molestara si se encontraban en actos sociales…, fiestas de Navidad y esas cosas. Como la cena papal. ¿Sabías que los papas solían celebrar una gran fiesta en la abadía en Nochebuena, entre las vísperas y la Misa del Gallo? Maravillosa. Era maravillosa. Yo estuve allí. Corelli, Scarlatti, todos compusieron grandes piezas corales para ese acontecimiento… algo relacionado con los pastores, creo recordar… —empezó a tararear una discordante melodía con su voz cascada, que de vez en cuando traducía en palabras—.
Quem pastores laudavere, quibus angeli dixere, absit vobis… absit vobis…
¡Ay, querida, he olvidado la letra!

—¿Cantaban los hombres en la iglesia en esas ocasiones?

—¿Hombres? No seas tonta, niña. Los únicos hombres que pisaban la abadía eran los sacerdotes de la parroquia, a las horas de misa y confesiones, y los obreros.

—Entonces, ¿aparte de las monjas no vivía nadie más en la abadía?

—No, salvo que cuentes a la sacristana, una hermana lega, sorda y muda. Todavía llevaba el hábito antiguo. Era la única que lo hacía.

—¿Era la única que continuaba usando el hábito de apicultora? ¿Está segura?

—¿Acaso dudas de mi palabra, niña?

—Perdone, sólo quería asegurarme de haberla entendido bien. Dígame, ¿fue siempre la abadía de Grange una casa de retiro de la orden?

—Oh, no sólo eso. Era un centro de preparación de postulantas. Y durante otro periodo tuvimos más… responsabilidades.

—¿Otras responsabilidades?

Frunció el ceño.

—Solían decir que se podía leer sobre ellas en dos sitios, además de en los estatutos: en la puerta oeste y en la cripta. Una en la piedra y la otra en el vidrio.

¿En el vidrio? Quizá en una vidriera, pero ¿en la cripta?

—¿Pudo ver personalmente qué había en la cripta?

—No. Durante el tiempo en que fui postulanta estaba cerrado el acceso. Dijeron que se había caído parte del techo. Pero Campion y Roche metieron allí a algunos obreros. Encontraron algo… Tres hermanas que habían entrado conmigo de la maternidad habían fallecido desde entonces, todas envenenadas por aquello. Esa es la razón por la que escapé.

Ahora entendía lo que Fran quiso decirme. Los hechos y la ficción se confundían en su cabeza y eran relatados con la misma convicción.

—¿Hace cuánto tiempo que sucedió eso?

—Éstas son mis segundas Navidades aquí, creo. Frances debe saberlo. Estoy cansada y tengo que hacer mis oraciones por los benefactores de la orden… —se puso de lado y empezó a recitar—.
Oremus pro benefactoribus nostris…

—Comprendo, hermana —dije levantándome para irme.

Pero la hermana Gabriela se sentó de nuevo.

—¿Adónde crees que vas tú, cosa estúpida? Es hora de acostarse.

—Lo sé, por eso me voy. Dígame, ¿se llevan bien la abadesa y la tesorera?

—Quién sabe; ya no les queda nada sobre lo que discutir.

—¿Qué quiere decir?

—Fueron rivales para ostentar el cargo de abadesa. Las dos eran muy jóvenes por aquel entonces. Campion fue elegida y Roche tuvo que conformarse con ser la jefa de la instrucción, que era un puesto de bastante poder cuando había docenas de postulantas que llegaban cada día. Pero eso fue hace veinte años.

—¿Cuántas quedaban en la comunidad cuando las dejó?

—¿Cómo podría saberlo? Traté de mantenerme al margen, sabe. Y además, padecía de artritis en las caderas. No podía acudir a los divinos oficios. Me quedaban demasiado lejos.

—¿Se refiere a la iglesia?

—Tampoco me gustaba. Fue construida sobre suelo no sagrado.

—¿Qué lo hacía no sagrado?

—La razón por la que la iglesia se construyó ahí desde el principio. Está todo en los estatutos.

—Una última pregunta. ¿Qué sabe sobre Monashee?

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