¿Qué se esconde detrás de unos asesinatos rituales? 16 de diciembre, pleno invierno. Una ligera capa de nieve cubre Newgrange, el santuario megalítico irlandés, y la vecina abadía románica. La arqueóloga Illaun Bowe ha sido llamada para localizar antiguos enterramientos en la zona, pero ninguno tan extraño como éste: el cuerpo tiene las cuencas de los ojos vacías, las orejas cortadas y bayas de acebo en la boca. ¿Quién pudo planear en el pasado tan violento final?
Es entonces cuando comienzan los asesinatos…
Uno por uno, todos los que acompañaban a Illaun en su excavación empiezan a morir; los ojos vaciados, las bocas llenas de acebo. Como si en los antiguos santuarios no sólo hubiera cuerpos enterrados, sino también terribles secretos que alguien está dispuesto a salvaguardar a toda costa…
Patrick Dunne
Villancico por los muertos
ePUB v1.0
Dirdam06.06.12
Título original:
A Carol for the Dead
Patrick Dunne, 2005
Traducción: Paz Pruneda
Editorial: Suma de Letras
1ª edición: septiembre de 2005
ISBN: 978-84-96463-15-8
Editor original: Dirdam (v1.0
)
ePub base v2.0
En memoria de mi madre y mi padre
y de Mary y Liam
y para Rowan
«Los cuentos tristes son para el invierno.
Conozco uno de duendes y trasgos».
Shakespeare,
Cuento de invierno
Su cuerpo parecía el de un metal que ha sido calcinado y retorcido en la hoguera. Pero cuando logré tocarle la mano, su piel era como cuero húmedo, parecido al que tenían los guantes después de lanzar bolas de nieve cuando era pequeña. Justo entonces una nieve fina como la harina empezó a caer, salpicando la tierra oscura y a la mujer alojada en ella.
Sentada en la cabina de la excavadora junto a Seamus Crean, el operario que la había encontrado, contemplaba el cuerpo ahora visible al estar inclinada la pala. Una hora antes, Crean estaba ensanchando una zanja al borde del pantano, cuando desenterró lo que en un primer momento pensó sería la rama retorcida de un roble hundido en el barro. Se bajó para comprobarlo y descubrió horrorizado que había desenterrado los restos de una mujer. No tuvo ninguna duda de que era un cuerpo femenino; y ahora yo sabía por qué. Aunque de pies a cabeza estaba cubierta de barro como el relleno de un sándwich entre dos capas de pastosa turba, el brazo y el hombro derechos emergían perfectamente nítidos, desde las huellas dactilares al invisible vello de su piel, y desde la tensión de los músculos de su antebrazo hasta la protuberancia de sus pechos desnudos.
El terreno en el que los restos habían sido desenterrados se extendía a través del río Boyne hasta Newgrange, en uno de los muchos corredores de la antigua necrópolis de Brú na Bóinne, lugar Patrimonio de la Humanidad con más de cinco mil años de antigüedad. Hasta entonces lo único que se había encontrado del pueblo del Neolítico que construyó las tumbas del Boyne eran pequeños fragmentos de hueso. Por eso me parecía tan excitante la remota posibilidad de que el embarrado cuerpo perteneciera a ese lejano periodo. Si así fuese, podría arrojar mucha luz sobre quiénes fueron los constructores de las tumbas y a qué se dedicaron.
En efecto, tan pronto como empecé a examinar el cuerpo atrapado en el húmedo sarcófago, mi inclinación a contemplarlo como un mero objeto fue superada por una intensa simpatía hacia esa mujer y su injusto destino: no sólo sumergida, sino probablemente ahogada en una tumba acuática para, tiempo después, transformarse en un pingajo que en breve sería exhibido ante la atónita mirada de completos extraños. Como quería acercarme a ella guardando un mínimo decoro, pensé que tocarle la mano, aunque fuera acariciándola levemente, sería un buen principio. Mis colegas arqueólogos nunca lo habrían aceptado. Estrechar la mano a las momias no se considera muy profesional.
Mi siguiente preocupación se centraba en algo que aparentemente había sido enterrado con ella. Según Crean, estaba bajo la mano que sobresalía, semi-oculto en un trozo de barro que se había desprendido del montón principal por entre los dientes de la pala. Lo había descrito como una talla de madera o una muñeca, explicando que se le había caído al fondo de la zanja cuando trató de alcanzarlo.
Hice señas a Crean, quien apagó el motor de la máquina y descendió trabajosamente de la cabina. Cuando desmontó, sus ya coloradas mejillas hacían juego con el rojo de su gruesa chaqueta escocesa.
La excavadora estaba encaramada sobre un alto terraplén que discurría paralelo a la acequia hasta la orilla del río y separaba la ciénaga de unos prados vecinos en cuyo centro algunas reses frisonas, envueltas en una nube del vaho de su propio aliento, se apelotonaban bajo un árbol sin hojas. La nieve empezaba a caer con fuerza y la luz de media tarde se desvanecía con rapidez. Era el momento de llevar el cuerpo a cubierto. Podía confiárselo al equipo de la Garda Forensics, la policía científica, a la que se esperaba de un momento a otro.
Crean había empezado a trabajar esa mañana arrancando un viejo seto para así poder llegar hasta la orilla más apartada de la acequia. En el lugar donde estuvieron los arbustos había ahora un bancal, más o menos de un metro por debajo del nivel del suelo, del mismo ancho que el fondo de la zanja. Mientras Crean se acercaba, me deslicé por el borde y de ahí al agua, que me llegaba hasta la mitad de las botas de goma.
—¿Dónde cayó exactamente el objeto que dijiste llevaba abrazado, Seamus? —le pregunté mientras contemplaba la acequia de la que había extraído el cuerpo y comprobaba la cantidad de tierra que había sacado: mucha más de la necesaria para una zanja, pensé, y empezó a inquietarme que no pudiéramos preservar el lugar.
—No sé si lo llevaba abrazado, señora —contestó cuando me di la vuelta—. Parecía más bien como si quisiera alcanzarlo.
Estaba sentado en el terraplén por encima de mí, encendiendo nerviosamente un cigarrillo mientras ahuecaba la mano con la que se acercaba la cerilla. Entonces me di cuenta de que, mientras había estado llamándole tranquilamente por su nombre desde que llegué, él no tenía ni idea de quién era yo.
—Perdona, Seamus. Debería haberme presentado. Me llamo Illaun Bowe.
Él me miró indiferente.
—Soy arqueóloga. Después de que contactaras con el Centro de Visitantes, me llamaron para valorar el hallazgo.
—¿Qué tal está, señora Bowe?
¿«Señora»? Su manera de tratarme parecía insinuar que me consideraba mucho mayor que él, cuando según mis cálculos debía de tener más o menos mi edad, treinta y tantos. Por su sobrepeso y la lentitud de movimientos daba la sensación de pensar despacio también, aunque, a decir verdad, me sorprendía favorablemente el hecho de que, al encontrar el cuerpo, hubiera sido capaz de dejar de trabajar, llamar con su móvil al Centro de Visitantes de Newgrange y echar al camión que iba a retirar el contenedor que había estado cargando desde primera hora de la mañana.
—Muy bien, Seamus. Ahora dime dónde cayó.
—Allí —indicó, poniéndose en cuclillas y señalando con el cigarrillo.
No vi nada aparte del lateral de la zanja y el negro fango que sigilosamente iba filtrándose dentro de mis botas. «¡Maldita sea! ¿Por qué no baja hasta aquí y me lo enseña?»
Crean se apartó un mechón de grasientas y ensortijadas greñas que le caía sobre la frente y que me recordó a un alga mojada.
—Está ahí, detrás de usted… ahí en medio, un poco más abajo.
Parecía decidido a no bajar. Entonces comprendí que estaba asustado.
Me agaché a inspeccionar una grieta en el montón de tierra extraído de la zanja. Dentro pude distinguir algo parecido a un saco de cuero. Pensé en una bota de vino: abombada en un extremo y fruncida en la punta por donde estaba cosida. Igual que el otro cuerpo, había absorbido el tanino de la turba, pero estaba menos ennegrecido. «¿Cómo podía Crean haberlo confundido con una muñeca?»
Eché una ojeada hacia arriba —quería que Crean me pasara una de las varillas graduadas que había traído conmigo para poder marcar el lugar y hacerle algunas fotos—, pero se había esfumado. El lateral de la pala destacaba en lo alto, y podía ver la silueta de la mano de la mujer recortada en el cielo grisáceo, señalando hacia donde yo estaba. Parpadeé unos segundos para sacudirme los copos de nieve que se pegaban a mis pestañas y volví a concentrarme en el objeto con forma de saco.
Lo apoyé para observarlo mejor y algo, un olor apenas perceptible a descomposición, me hizo intuir que estaba contemplando el cuerpo de un animal. Es más, no era un animal completamente formado, a no ser… Di un paso atrás, mis ojos me llevaban hasta una absurda conclusión: aquello era una especie de capullo hecho una bola, y los pliegues que yo había atribuido a las costuras eran sus pequeños miembros.
La idea de que una enorme larva dentro de una funda de cuero hubiera estado incubándose en la turba durante años era ridícula, y, por otro lado, tenía que rendirme a la evidencia. «¿De qué se habría alimentado?»
No tenía tiempo de pensar en lo impensable: al echarme hacia atrás, el talud se desestabilizó lo suficiente para que el saco se despegara de la tierra que tenía adherida y rodara hasta el fondo. Instintivamente levanté un pie para impedir que cayera al agua.
Pensé que estallaría con el impacto, pero golpeó secamente contra el interior de mi bota mientras lo sostenía contra el montón de tierra. Pude ver un profundo corte en el costado, hasta entonces oculto a la vista —causado, seguramente, por uno de los dientes de acero de la pala—, por el que asomaba una sustancia del color y consistencia del queso ahumado.
Entonces, para mi horror, noté que algo se movía en mi pierna. Observé impotente cómo se combaba el extremo abultado del saco y me encontré mirando fijamente a lo que debió de haber sido la arrugada cara de un ser humano, excepto por un carnoso cuerno que brotaba del centro de la frente y, un poco más abajo, tras una capa de materia gelatinosa, dos ojos que surgían de una sola órbita.
Miré hacia arriba para ver dónde se había metido Crean, pero lo único que podía distinguir eran los brazos de la excavadora y, tras ella, las ramas de los árboles cubiertas de nieve que se extendían contra un fondo de nubes color estaño, cual bronquios en una radiografía.
Saqué del bolsillo de mi parka el guante de látex que había usado antes para tocar la mano del cadáver de la mujer.
—Seamus —grité mientras me ponía el guante con dificultad, pues mis dedos se habían quedado agarrotados por el frío—. Te necesito aquí abajo. —Tenía que subir a la criatura hasta el borde antes de que se me resbalara de la bota al agua.
Una tos me hizo levantar la vista y ahí estaba Crean de pie, por encima de mi cabeza, con una pala cuadrada en las manos.
—La llevo siempre atada a la bici —me explicó inclinándose hacia mí—. Nunca se sabe cuándo se va a necesitar.
Inspiré profundamente, agarré la cosa y la coloqué en la pala. Cuando la cogí con mis manos me pareció bastante consistente y calculé que pesaría alrededor de dos kilos.
Crean levantó la pala con un gruñido tratando de mantenerla lo más lejos posible de él.