Villancico por los muertos (4 page)

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Authors: Patrick Dunne

Tags: #Intriga

BOOK: Villancico por los muertos
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Finian Shaw era profesor de historia y folclore, pero había abandonado la enseñanza por lo que siempre había constituido su verdadera pasión: la jardinería. Lo suyo no era un simple
hobby
reducido a plantar algunos parterres. En Brookfield, la granja familiar donde se había criado, había recreado un jardín que atraía a visitantes venidos de todas las partes del mundo.

Su pelo y la barba recortada eran negros con algunas vetas plateadas, exactamente iguales a cuando me daba clase en el instituto. Esa noche llevaba un polo negro y unos chinos grises. Excepto por su ropa de trabajo, raramente se salía del negro y el gris, justo todo lo contrario de los llamativos colores que hacía crecer en su jardín de Brookfield. Pero ésta era época de hibernación y Finian se dejaba llevar. Yo le había telefoneado de camino a casa dándole algunos detalles del hallazgo y prometiéndole que le llamaría a la granja después del ensayo del coro. Podía aprovecharme de sus conocimientos del lugar y de la historia.

Había desplegado un plano catastral del valle del Boyne en una mesita baja entre dos pilas de libros, en una habitación que era mitad estudio, mitad salón, y estaba arrodillado sobre la alfombra examinándolo. Ordenados en círculo a su alrededor había un estropeado tresillo de cuero, dos butacas y dos sillones, cada uno de ellos con cojines desparejados. Rodeando al mobiliario, había varios objetos y figuras apoyados contra las paredes: un ordenador en una mesa, codo con codo con un escritorio del siglo XVIII con el frente de cristal, dos nichos ocupados por estanterías de libros rodeando una chimenea de mármol, un par de ventanas altas enmarcadas por cortinas verdes damasquinadas y, entre ellas, un piano de pared. La mayoría de los huecos que había entre los objetos estaban ocupados por lámparas de pie o mesitas con tapetes y, sobre las paredes, colgaban muchos grabados y fotos enmarcadas, iluminadas por apliques de pared. Finian definía ese estilo como «rústico fusión».

En el sillón pegado al resplandeciente fuego, su padre, Arthur, dormitaba con leves ronquidos. Frente a él, su viejo labrador de pelo claro,
Bess,
roncaba en otro tono, ocupando casi totalmente uno de los sofás.

—Mira aquí —dijo Finian dibujando con el dedo una «u» desde el Boyne alrededor de Newgrange, mientras con la otra mano levantaba uno de los libros citando—: «Las fértiles llanuras del Boyne desde Slane hasta Donore comprenden carboníferos excelentes y tumbas de la Edad de Piedra». —Levantó la cabeza del libro—. Entonces ¿cómo es posible que haya un pantano allí? —preguntó, frunciendo el ceño y mirándome inquisitivamente.

Un listón de debajo de la alfombra crujió al ponerme de rodillas frente a él y desplegar mi portátil y el cuaderno de dibujo sobre la mesa. Señalé una elevación con forma de judía en el mapa, en dirección sureste desde el río: la Montaña Roja, 120 metros. La cima constituía el horizonte cercano sobre el que el sol se asomaba en los días más cortos del año para iluminar la colina de enfrente. Entre ésta y el Boyne descansaba Monashee.

—No es tan raro como crees. Existen muchos humedales por allí… —expliqué señalando un contorno de la ciénaga de Crewbane, bajo el palo izquierdo de la «u»; después, deslicé mi dedo a lo largo del río casi hasta el principio del palo derecho—. Aquí, en Dowth Wetland. Monashee descansa entre estas dos zonas. Yo sospecho que el agua drenada desde la cima se quedó un día estancada, formándose inicialmente una laguna.

Un ronquido más alto de lo normal nos llegó desde el sofá. Arthur, con sus ochenta y muchos años, estaba dando una cabezadita después de habernos contado durante un buen rato cosas sobre la pesca del salmón en el Boyne cuando era crío. No parecía sentir gran curiosidad por el hallazgo de Newgrange, pero la mención del río suponía una excusa perfecta para poder contar alguna de sus anécdotas.

—Hum… —murmuró Finian dando golpecitos con el dedo sobre el mapa—. Ahora que caigo, ¿no se encontró allí una especie rara de planta acuática, algún tipo de junco, en un campo de la orilla, hace algunos años?

Me senté en uno de los sillones.

—¿Te refieres a los
Juncus compressus
?

—Sí, más o menos. Unos juncos redondos con frutos. Siempre me olvido de todo lo que sabes sobre nuestra flora salvaje.

—Yo no, mi padre. Puede que a algunos niños les llevaran al zoo los domingos, pero P. V. Bowe llevaba a los suyos de excursión por el campo en busca de flores. Imagino que algo de eso se me ha debido de quedar, lo mismo que me ha pasado con las clases de latín y los diálogos de las obras de teatro que solía ensayar recitando en alto cuando íbamos en el coche.

Finian enrolló el plano.

—Estoy pensando que si sólo hay una o dos turberas en las proximidades, todo apunta a que tu «señora» ha sido víctima de un sacrificio, ¿no crees?

—O puede que lo hiciera voluntariamente. Mi experiencia, tras estudiar los sacrificios humanos de la prehistoria, me ha enseñado que algunas de esas «víctimas» eran las primeras en colaborar activamente en sus propias ejecuciones.

Sin embargo, Finian podía estar en lo cierto. No parecía muy verosímil que se hubiera caído a la ciénaga por accidente, y además eso reforzaría la teoría de que databa de la prehistoria: los sacrificios humanos y los enterramientos en cenagales desaparecieron bastante tiempo antes de que la cristiandad llegara a Irlanda.

—Bueno, desconozco si hay alguna evidencia de violencia —comenté—. Tendremos que esperar a los resultados de la autopsia de mañana por la mañana.

De camino a Brookfield, Malcolm Sherry me había telefoneado para decirme que, tras muchos esfuerzos, habían conseguido extraer a Mona del bloque de turba en la que estaba incrustada, y que, en consecuencia, había aplazado durante otras doce horas cualquier análisis posterior. La habían instalado en la antigua morgue, situada en un edificio distinto a las dependencias del hospital, lo que servía a nuestros propósitos. El examen de Mona no se haría en el mismo lugar en el que se depositaba a los muertos recientes.

Finian se sentó en el otro sillón y empezó a husmear en mis bocetos, mientras yo descargaba las fotos digitales en mi portátil.

—Entonces fuiste a Newgrange antes de lo previsto. ¿No me comentaste que pensabas ir para ver el solsticio?

—Sí. Tengo allí la segunda parte de la entrevista con
Dig.
Se trata de una revista de arqueología americana que va a publicar un artículo sobre las mujeres irlandesas de la profesión, y nos han pedido que nos reunamos al amanecer, principalmente para hacernos unas fotos.

—¿Vas a poder entrar?

—No. Aparte de un par de invitados VIP, la entrada está limitada a veinte personas escogidas por sorteo. Y que yo sepa, todos nosotros ya lo hemos visitado antes. No sería justo.

—Apuesto a que habrá algún político por allí.

—El ministro de Turismo y Patrimonio ha confirmado su presencia, creo.

—Te lo dije… Por cierto, eso me recuerda que tengo una invitación para dos personas a una velada prenavideña en la casa de Jocelyn Carew de Dublín. Me encantaría que vinieras.

—¿Cuándo es?

—Eeeh, pronto —dijo mientras se dirigía a la repisa de la chimenea y cogía una cartulina blanca con letras en negro: «Jocelyn y Edith Carew reciben en casa. El cóctel se servirá de siete a diez de la noche el día 21 de diciembre».

—Eso es el próximo lunes por la noche. El mismo día que tengo la comida con Fran.

—Sí, lo siento. Llevaba bastante tiempo queriendo pedírtelo.

Cerré los ojos tratando de recordar qué otros compromisos tenía, si es que tenía alguno; puede que estando tan cerca la Navidad quizá hubiera alguna celebración social o del coro, pero mi mente se había quedado en blanco. Salvo que tuviera algo ineludible, podría escaquearme o cambiarlo. El profesor Jocelyn Carew era un miembro independiente de la Cámara de Representantes, a la vez que médico, crítico teatral y ecologista. Sentía bastante curiosidad por conocerlos tanto a él como a su esposa, «en su casa». Y poder ir con Finian sería un añadido más a la diversión.

—Me encantaría —le contesté—, pero si no te importa, te lo confirmo mañana.

—Cuando quieras. Yo ya he dicho que voy, aunque no me apetece ir solo.

Eso era lo exasperante de Finian —invitarte y luego hacerte creer que era una ocurrencia de última hora—. Lo dejé pasar. Se volvió a arrodillar ante la mesa, y se fijó en la foto que tenía abierta en el ordenador. Algo en ella le hizo fruncir el ceño.

—Si lo que querían era limpiar el pantano, ¿cómo es que Crean estaba utilizando una retroexcavadora? Es demasiado peso para trabajar en un suelo tan blando.

—Seguramente trataba de cavar hasta las rocas o la grava de debajo, y así tener un suelo firme donde poder apoyarse y excavar el resto de la tierra.

—Humm, dijiste que el cuerpo estaba enterrado originariamente a metro y medio de la superficie. No parece muy profundo si estás presuponiendo que data de la prehistoria —Finian estaba pensando en el ratio de crecimiento de la ciénaga—. Para que tu teoría funcione, Monashee tendría que haber seguido creciendo durante más de cinco mil años, por lo que, seguramente, debió permanecer a más profundidad.

—Puede que lo estuviera en su día. Incluso, que extrajeran alguna capa de turba para usarla como combustible, ¿quién sabe? Un drenaje también habría podido disminuir el nivel general. Y, además, hay otra cuestión que me hace ser optimista: cualquier arqueólogo puede decirte que Irlanda se precia de tener uno de los ejemplares de «cuerpos de turbera» más antiguos de Europa, concretamente un esqueleto perteneciente a los restos de un hombre encontrado en el pantano de Stoneyisland en Galway, de hace unos seis mil años, en plena era Neolítica.

—Vale, vale. Pero ¿qué posibilidades hay, Illaun? Hagamos un cálculo grosso modo —se sentó en el sillón, agarrándose el dedo meñique de una mano entre el pulgar y el índice de la otra, en un gesto muy típico suyo cuando estaba procesando información—. ¿Cuántos cuerpos enterrados en pantanos han sido descubiertos hasta hoy en Irlanda?

—Unos ochenta.

—¿Qué antigüedad media tenían?

—La mayoría son de la Edad Media.

—Entre quinientos y mil años, digamos. ¿Y en el resto de Europa?

—De la Edad de Hierro, casi todos.

Durante unos momentos estuvo calculando mentalmente:

—¿Entre dos mil y dos mil quinientos años de antigüedad?

Asentí.

—De media.

—Entonces lo más seguro, Illaun, es que tu señora no sea de la Edad de Piedra —afirmó como un niño orgulloso de sus cábalas—. Y lo más que puedes esperar es que sea celta.

—Pero, mi sabio amigo, ella estaba enterrada en las proximidades de Newgrange, en unas circunstancias que, coincidirás conmigo, son poco corrientes para pensar en un accidente, ya que su emplazamiento fue importante para quien fuera que la puso allí, mientras que, para cuando los celtas llegaron, el significado de Brú na Bóinne hacía tiempo que se había perdido. Por eso, si su enterramiento se hizo con algún propósito, tuvo que ser en el Neolítico. He dicho.

El teléfono sonó en el vestíbulo. Finian se excusó y salió de la habitación.

El ruido interrumpió la cabezada de Arthur, quien abrió los ojos en mitad de un ronquido…

—Un proyecto para drenar el Boyne, malditos bastardos…, destruyeron el mejor río de salmones… —se había incorporado, retomando la conversación en el mismo punto donde la había dejado. Una leve apoplejía le había afectado al habla, por lo que algunas palabras se le trababan; sin embargo, no era muy difícil entender el sentido de lo que decía, dado que era su tema favorito—. Mira… en la pared… —dijo señalando hacia atrás.

Seguí la dirección de su pulgar hasta la fotografía de una mujer de pie junto a un pez que colgaba por la cola. Era casi tan alto como ella y tan ancho como sus hombros.

—Ves… gran salmón en Newgrange…, y mujeres pescadoras ya en aquella época.

Me acerqué para leer la inscripción:

«La señora Myrtle Hastings, con un salmón de 60 libras, capturado en el Boyne, a la altura de Newgrange, en 1926. Altura 4 pies x 6 pulgadas y grosor 2 pies x 9 pulgadas».

—Había tantos salmones…, truchas… Se podía atravesar el río pisándoles el lomo… —mascullaba Arthur—. Y no sólo pesca deportiva… lucios, anguilas, percas…

—Mmm… —no quería ofenderle, pero me interesaba muy poco la anécdota. Debió de notarlo, porque cortó el cuento y dijo:

—Una vez mi padre me contó que un cuerpo negro… había aparecido flotando en el Boyne… en Newgrange, hace cien años o más. Un hombre, un nubio —se dijo—, constructor de pir… pir…

—Pirámides —exclamé, sentándome en el sillón que Finian había dejado libre.

Arthur debía haber captado retazos de nuestra conversación en la semi-inconsciencia de su cabezadita. Ahora tenía toda mi atención, y lo sabía. Sus ojos pestañearon pícaramente.

—Entonces —sondeé—, ¿creyeron que existía algún tipo de relación entre el cuerpo y la construcción de Newgrange?

El anciano asintió. Sabía que tenía fama de contar mentiras, pero ésta no parecía una de ellas.

En ese momento Finian entró en la habitación.

—Me voy a dormir. Buenas noches —se despidió Arthur.

Finian le acercó su bastón y le ayudó a levantarse.
Bess
bajó del sofá y siguió a su amo fuera de la sala.

—Tu padre me acaba de contar algo que podría ser de gran importancia en relación con nuestro cuerpo del pantano —le conté, mientras éste cerraba la puerta por la que habían salido.

Él me miró con incredulidad.

—¿Qué se ha inventado ahora?

—Parece que hubo otro resto humano en la zona —y le conté lo que me había dicho su padre…—. Por lo tanto, si hubo otro cuerpo enterrado —aunque por aquel entonces lo tomaran por el de un hombre negro—, eso me daría más motivos para hacer una excavación del lugar en toda regla. Puede que hayamos dado con todo un recinto de sacrificios. ¡Dios sabe cuántos cuerpos se habrán sepultado allí!

—Necesitarás algo más que las patrañas de mi padre para demostrarlo.

—¿Los archivos del
Meath Chronicle,
por ejemplo?

—Pero, sin una fecha por donde empezar, va a ser como tratar de encontrar una aguja en un pajar… —Finian se percató de que le miraba fijamente—. ¿Quieres que lo haga yo?

Le dediqué una amplia sonrisa.

—Está bien, de acuerdo —me respondió sentándose en el sofá frente al portátil y mirando fijamente al feto o a lo que fuera eso que estaba enterrado junto a Mona—. ¿Y Sherry cree que dio a luz a esto?

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