Villancico por los muertos (3 page)

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Authors: Patrick Dunne

Tags: #Intriga

BOOK: Villancico por los muertos
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Me quedé sin aliento. Había imaginado una casa, una vivienda privada quizá, una tienda de artesanía donde, como mucho, los turistas pudieran comprar
souvenirs
y tomar café. Incluso eso habría infringido la prohibición de urbanizar, pero ¿un hotel? Nunca. No aquí, en esta llanura de praderas fluviales, cuyo único relieve son los inexplorados túmulos de hierba en los que se ocultan secretos tan viejos como el tiempo.

Capítulo 2

Ángeles que oímos en las alturas

cantando dulcemente a las llanuras,

y las montañas en sintonía

haciendo eco de su melodía:

Glo-o-o-o-o…

—Un momento, un momento, por favor. ¿Hola?

Gillian Delahunty, nuestra directora musical, había dejado de tocar el órgano y trataba de controlar a los miembros del coro que desafinaban. Un grupo de voces acompasadas continuó distraídamente hasta que Gillian batió las palmas con fuerza y sus ecos se apagaron obedientemente.

—¡He dicho
legato,
no
staccato
! Tiene que flotar… así —hizo un gesto como de una ola—. Todo seguido.

Era el entusiasmo de la primera noche: ensayo de villancicos en la iglesia y no en la sala de la parroquia, donde normalmente practicábamos. En otras circunstancias yo habría estado llena de las buenas vibraciones que se crean al cantar villancicos, pero no era así.

Desde el momento en que abandoné el lugar, algo me había dejado con mal cuerpo y no era el olor a descomposición, no, no era nada físico. Podría definirse más bien como una sensación de melancolía. Pero ¿por qué? Seamos sinceros: a los arqueólogos no hay nada que nos guste más que encontrar restos humanos bien conservados, ya sea disecados en la arena del desierto, curados en minas de sal, congelados en la cima de una montaña o adobados en lodo. Las momias son máquinas del tiempo que nos permiten viajar hacia atrás y averiguar qué fue lo que comió por última vez un campesino, decirnos si las articulaciones de un monje padecían de artritis, o seguir la pista a los parásitos que corroyeron el hígado de un faraón.

Al llegar a casa me había dado una larga ducha, más para relajarme que por necesidad. Y después, para tratar de animarme, decidí arreglarme un poco escogiendo algo navideño a tono con la noche que me esperaba: un chaleco de terciopelo verde oscuro, sobre una camiseta roja con un par de pantalones plateados, estilo
vintage,
que nunca acababa de retirar, y todo ello rematado con unos pendientes de plata con forma de campanillas y una boina roja para mantener a raya mi indomable pelo. Pero, a pesar de todos mis intentos, lo único que conseguí fue que uno de los miembros del coro de mayor edad me piropeara diciéndome que parecía una galleta de Navidad, sin que en ningún momento se me quitara esa sensación de la cabeza. Mi mente continuaba en otra parte.

Seguía contemplando aquel campo helado que, quizá durante miles de años, había mantenido a la momia en el mismo sustrato mineral, destruyendo sus huesos lentamente y convirtiendo poco a poco su piel en cuero. Pero ¿cómo pudo llegar allí? ¿Era de verdad tan antigua como yo creía?

Al menos existía la posibilidad de que averiguáramos más datos sobre las circunstancias en que fue sepultada. Mientras volvía hacia Castleboyne de regreso a casa, Terence Ivers me había llamado para contarme que había conseguido una orden temporal firmada por un juez de distrito. En ella se recogía el consentimiento del Museo Nacional para que lleváramos a cabo una excavación en toda regla antes de que se permitiera reiniciar cualquier trabajo. Irónicamente pensé que lo que estábamos haciendo como arqueólogos no estaba muy lejos de lo que Traynor había tratado de hacer en un primer momento. Las excavaciones arqueológicas equivalen a destrucción, como reconocen todos los libros de texto.

Traynor ya habría sido notificado del requerimiento, por lo que presioné a Ivers para que advirtiera a la policía local del dictamen del juez sobre la parcela —de la que ahora sabía que denominaban Monashee—. Seamus Crean me reveló el nombre antes de que me fuera de allí y la nieve empezara a centellear como gotas de hielo ante las luces de su retroexcavadora. Pensé en la palabra gaélica y en lo que significaba.

—Quiere decir el pantano de las hadas, ¿no?

—El Pantano de los Fantasmas es como lo llamábamos de pequeños —explicó Crean con hosquedad.

—Parece espeluznante, ¿no? —comenté.

No sonrió.

«Monashee». Recordando que muchos de los cuerpos prehistóricos reciben el nombre del lugar donde se descubrieron, pensé: «Monashee… Mona-shee». Ya tenía preparado un nombre de mujer.

—Entonces, llamémosla Mona —propuse a Crean—. Así parece una persona, ¿no crees?

No me contestó.

Mientras me acompañaba hasta el coche, me contó que la gente del lugar creía que Monashee estaba encantado. «Nunca le da el sol durante el día, y se dice que no hay que pisarlo de noche». Habría jurado que pensaba que los restos que había desenterrado eran una prueba evidente de esa siniestra reputación.

Pero a partir de ahora puede que Monashee ya no estuviera encantado. La tierra que mi mente recreaba había sido abandonada por su inquilino. Esta noche Mona descansaba en la morgue del hospital de Drogheda.

Transmití a Malcolm Sherry mi preocupación por preservar el cuerpo en las mejores condiciones posibles hasta que se tomara una decisión sobre su futuro. Este había permanecido en el ambiente anaeróbico de la ciénaga, sin apenas actividad bacteriana; y ahora, expuesto al aire, corría el peligro de deteriorarse como cualquier otra materia orgánica. Por otro lado, el proceso podría acelerarse si permitíamos que se helara y descongelara de nuevo. Todo dependería de hasta qué punto estuviera alterada la piel, en otras palabras, curtida, y eso sólo podríamos saberlo practicándole una disección.

Tras un rápido repaso de los restos de la mujer, Sherry parecía estar de acuerdo en que éstos habían estado enterrados durante mucho tiempo —determinar el periodo exacto requeriría toda una pila de análisis adicionales—. Mientras tanto, decidió que lo mejor sería actuar igual que se hacía ante cualquier descubrimiento de una posible víctima de asesinato.

—Con todo, veo imposible examinarla aquí al estar metida en el barro, pero la cuestión es cómo llevarla al depósito.

—A mí me vendría bien si pudiéramos trasladarla dentro del montón de turba en el que está —insinué—. Quiero examinar cada milímetro de ese sarcófago. Yo sugiero que, como el hospital de Drogheda está tan sólo a unos kilómetros de aquí, dejemos todo tal y como está dentro de la excavadora, envolvamos con plástico la pala y pidamos a la policía que escolte a Seamus Crean hasta el hospital. Yo misma me encargaré de que se le pague por el servicio. Una vez allí, lo único que tiene que hacer es bajar la carga dentro del plástico para que sea transportada al interior resguardándola del aire.

—Una magnífica idea. Y yo mientras dejaré que la policía científica siga husmeando durante un par de horas.

Otra cosa me rondaba la cabeza.

—No me fío de que Traynor vaya a quedarse quieto durante mucho tiempo. Por eso, si los chicos pudiesen acordonar la zona y dejar la tienda durante la noche con un policía haciendo guardia, quizá lográramos disuadirlo y proteger el lugar hasta obtener el permiso de excavación —estaba especulando sobre otro tipo de intrusiones, no sólo las de Traynor, sino también las de cualquier curioso que pudiera pisotearlo o las de gente, más destructiva, armada con detectores de metales y palas.

Sherry informó al sargento y a la policía científica de lo que habíamos decidido, y yo me fui a preguntar a Crean si estaba dispuesto a llevar el cuerpo hasta Drogheda.

—Lo haría si pudiera, señora, pero la excavadora no es mía. El señor Traynor la alquiló y se supone que debo dejarla aquí. Ésa es la razón por la que me traigo la bici de casa. Si lo descubriera, creo que le cabrearía bastante.

—Yo creo, sin embargo, que estaría encantado si supiera que has usado la excavadora para sacar el cuerpo de sus tierras.

—Me hubiera gustado más joderle, pero en fin, lo haré.

Sonreí ante tal exhibición de coraje y le hice una señal a Sherry con los pulgares hacia arriba.

—Voy a echar un vistazo rápido al otro espécimen —me gritó— y, después, los empaquetaremos.

Llamé a mi secretaria, Peggy Montague, para ponerla al corriente de lo que estaba haciendo y después le pedí que contactara con Keelan O’Rourke y Gayle Fowler, mis dos colaboradores, que estaban trabajando en el proyecto de un nudo de carreteras de la M-1 cerca de Drogheda, a punto de finalizar los últimos análisis de catas para un Estudio de Impacto Ambiental (EIA). Informé a Peggy de que los necesitaría en el hospital a primera hora de la mañana para que escarbaran en el bloque de turba donde había estado alojado el cuerpo —algo que requeriría clasificar en bolsas y etiquetar una gran cantidad de muestras de tierra.

—Illaun, Illaun… —me apremió alguien susurrando.

Sentí un golpe agudo en las costillas que me hizo volver al presente.

—¿Te importaría unirte a nosotros, Illaun? —los ojos de Gillian Delahunty parecían taladrarme.

Mi amiga Fran, que estaba sentada a mi lado, se reía por lo bajo. Había sido ella la que me había dado el codazo.

—Perdona, Gillian, estaba soñando despierta —confesé.

Gillian frunció el ceño con desaprobación antes de dirigirse al coro.

—Volvamos al principio del
Rey de Reyes.
Sopranos, quiero oíros, preparaos por favor.

Sin darme cuenta habíamos entonado el «Ángeles que oímos en las alturas» y estábamos entrando en el «Aleluya» del
Mesías.
¿Habría cantado yo? Desde luego no era consciente de ello, pero sin duda el coro de agudos se habría resentido de mi escasa dedicación en el
Rey de Reyes y Señor de Señores
, que suponía un reto para las sopranos.

Mientras cantábamos, me fijé en los pies de Gillian bailando sobre los pedales del órgano y vi que llevaba unas botas verdes hasta el tobillo. Me pregunté si Mona también habría llevado zapatos de cuero y, en ese caso, si éstos habrían perdurado. No podría saberlo —y tampoco si sus extremidades estaban intactas— hasta que Sherry hubiera completado la autopsia, algo que seguramente preferiría hacer con la única presencia de los miembros de la policía judicial. Pero, basándome en experiencias anteriores, sabía que podía confiar en que cualquier resultado que obtuviera de interés arqueológico me sería comunicado.

Antes de abandonar el lugar había trepado hasta la cabina de la excavadora para sacar una fotografía del perímetro que previamente había marcado con las varillas. A mis pies, el equipo de Sherry había empezado a envolver con plástico la turba, mientras él examinaba al otro ocupante de la pala. A menos de cien metros, se podía ver el Boyne deslizándose como petróleo entre las orillas cubiertas de nieve; y un poco más lejos, coronando la cima de la colina sobre el río, la pequeña cúpula de Newgrange con su fachada de cuarzo brillando en el crepúsculo, en un tono un poco más oscuro que la nieve de alrededor.

Descendí de nuevo y Sherry se acercó hasta la excavadora. Inclinándose a mi oído comentó en voz baja:

—Creo que la criatura proviene de tu señora de la ciénaga…

Después de la pieza de Händel, nuestro último villancico del repertorio era
En el desapacible invierno
, una canción que parecía imbuida por el mismo estado de ánimo que me envolvía esa noche. A través de las palabras de Christine Rossetti encontré por fin la voz para mis sentimientos:

En el desapacible invierno

el frío viento gime,

la tierra está dura como hierro,

el agua como piedra;

la nieve ha caído, nieve sobre nieve,

nieve sobre nieve,

en el desapacible invierno

hace mucho tiempo…

Frances McKeever era amiga mía desde el colegio. El único parecido entre nosotras era nuestra pálida piel, aunque la de ella tenía pecas. Tenía también pelo rojo, ojos verdes y unas larguísimas piernas. Yo no tenía nada de eso.

Fran era enfermera y trabajaba en un geriátrico todo el día, además de ser madre de dos hijos adolescentes a los que cuidaba ella sola. Me había llamado la noche anterior para ver si nos reuníamos a comer o a cenar antes de Navidad. Le había prometido contestarle, pero lo olvidé completamente.

—Todas las Navidades nos pasa lo mismo —me recordó—. Nos vemos menos que en cualquier otra época del año.

Bajábamos las sencillas escaleras de madera del coro, Fran iba un escalón por delante de mí, con lo que nuestras caras quedaban más o menos a la misma altura.

—¿Estás haciendo guardias de día o de noche? —a veces no era fácil quedar con Fran dado lo poco convencional de sus horarios.

—Estoy de noche este fin de semana, de viernes a domingo. Después libro durante el resto de la semana, y me reincorporo la noche de Navidad. No está mal, ¿verdad?

—Entonces, te pierdes el ensayo del sábado, ¿no?

—Sí. Pero estoy segura de que podréis arreglároslas sin mí.

—Está bien, déjame pensar…

—Oye, ¿qué te parece si quedamos para tomar una copa ahora, mientras te lo piensas? Una rápida de camino a casa.

—Lo siento, Fran, pero se ha descubierto un cadáver en la turbera, cerca de Newgrange…

—Lo he oído en las noticias. ¿Estás metida en eso?

—Sí. Y creo que me va a mantener ocupada toda la noche. Para empezar tengo que visitar a Finian, quiero saber su opinión.

Fran resopló.

—A ese chico más le valdría salirse del tiesto si no va a mear.

Fran no tenía muy buena opinión de Finian Shaw. Él y yo llevábamos siendo amigos algo más de quince años, y aunque últimamente él parecía haber comprendido que entre nosotros había algo más que una buena amistad, Fran seguía pensando que estaba jugando con mis emociones y quitándome las oportunidades de conocer a otros chicos.

—Un buen cambio de tema como siempre.

—Bueno, entonces comemos el lunes en Walters. ¿Te viene bien a las 12.30?

—De acuerdo.

El descaro de Fran era un alivio para la tristeza que parecía haberse acumulado en mi corazón como la nieve del poema.

Capítulo 3

Ese lugar es una rareza —comentó Finian con sus ojos grises radiantes por el descubrimiento—. Un pantano rectangular allí metido, en medio de esas fértiles praderas. Visto desde el aire debe parecer como una mancha en una colcha de
patchwork.

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