—Seamus, esa idea de que Monashee está hechizado… —le miré directamente a los ojos—. ¿Tú no te la crees, verdad?
Se echó hacia atrás, aparentemente menos preocupado por posibles curiosos.
—Sí y no. Todo lo que sé es lo que le conté. Siempre está en sombra durante el día, a la gente no le gusta pasar de noche por ahí…, de cuando en cuando se han visto luces extrañas.
«¿Siempre en sombra durante el día? Un sitio extraño para construir un hotel…»
—¿Alguna cosa más, que recuerdes?
—Algunos dicen que se pueden ver las almas de los muertos con sus mortajas blancas surgiendo de la tierra, gimiendo y suspirando.
—¿Cuándo han sido vistas esas apariciones?
—Principalmente en esta época del año. Mi padre lo sabe todo sobre ellas. Le puedo preguntar de su parte.
—Eso sería estupendo, Seamus —a lo mejor encontraba algo interesante que añadir a la colección de folclore de Finian.
—Hora de marcharse, entonces…
Levanté mi mano para retenerle un momento.
—Mira, Seamus…, siento mucho que te hayas quedado sin trabajo. Si me dan el permiso para continuar la excavación de Monashee, espero poder ofrecerte algo.
—No fue culpa suya, señora. Pero se lo agradezco.
Fuera la nevisca había parado, pero el tráfico estaba aún muy mal. Estábamos a punto de irnos cuando vi un Mercedes plateado dirigiéndose lentamente a la salida de un aparcamiento privado, al final de la calle. Había una mujer sentada en el asiento del acompañante. Agarré a Crean del brazo y señalé en dirección al coche.
Él agachó la cabeza, para ver mejor al conductor.
—Es Traynor, seguro —declaró—, y una mujer que no conozco, quizá alguna abogada que le acompaña a Monashee…
Pasaron unos segundos hasta que me di cuenta de que Crean me estaba mirando fijamente.
—Hablando de fantasmas, señora, se diría que usted acaba de ver uno.
Estaba completamente segura de que la mujer del coche era Muriel Blunden, la directora de Excavaciones del Museo Nacional.
—Espera un segundo, Seamus.
Saqué el móvil y llamé a Terence Ivers a la oficina.
—Terence, acabo de ver a Frank Traynor en Drogheda con Muriel Blunden, estoy casi segura de que era ella.
—No me sorprendería. Traynor es un hábil negociante. Hoy hemos podido pararle durante un tiempo, pero nos ha sorteado otra vez. Ha logrado que se admitiera a trámite una instancia solicitando que la orden se anule. La decisión se tomará mañana. Creo que ganará él.
El Tribunal Superior puede invalidar una decisión de un juzgado de distrito. Guardé el teléfono y le conté a Crean el cambio de planes. No quería que se fuera con falsas expectativas de trabajo.
Tras mi encuentro con Crean, me quedé en Drogheda dentro del coche, leyendo los últimos datos del estudio que Gayle me había entregado un poco antes. El trabajo sería la base del informe de mi compañía para el Estudio de Impacto Ambiental (EIA) encargado por la Autoridad Nacional de Carreteras. Y pretendía tenerlo terminado para las vacaciones de Navidad.
Entre leer y tomar algunas notas pasé casi una hora en el aparcamiento, por lo que antes de volver al hospital llamé a Malcolm Sherry para advertirle de mi retraso, descubriendo que él estaba en la misma situación y que probablemente llegaría después que yo.
Cuando llegué al cobertizo, Gayle y Keelan se hallaban todavía trabajando, aunque el bloque de turba estaba ya muy reducido.
—Parece que ya no os queda mucho —comenté.
—No. Estamos esperando a que alguien del EZP se pase a recoger este lote —dijo Gayle mientras me daba la llave de la morgue y señalaba el montón de paquetes.
—No sé si también deberíamos darles éste… —añadió Keelan cogiendo una de las bolsas de cremallera y pasándomela. Vi que llevaba puestos unos mitones de lana sobre los guantes de látex—. Lo encontré cerca de donde estaban las semillas.
Dentro de la bolsa transparente había una fina cinta de cuero retorcida en los extremos, como un regaliz estirado. Supe inmediatamente lo que era.
—Me quedo con esto por ahora —dije mientras me alejaba.
—¡Oye…!
—Me tengo que ir, Keelan —le solté mientras aceleraba el paso.
—Al menos dinos lo que es —me pidió.
—No puedo explicarlo ahora. Más tarde.
—¿Y qué pasa con el EIA? —añadió Gayle.
—Ya te llamaré —le grité y rodeé la esquina del cobertizo.
La primera cosa que me chocó cuando entré en la morgue fue que el olor del lugar había cambiado —o, para ser exactos, algo más se había sumado a él—. Era dulce, familiar y, por alguna razón, inquietante. Cuanto más trataba de identificarlo, más se me escapaba. Miré alrededor para ver si algo había sido tocado. Ambas mesas seguían cubiertas con las sábanas. Nada parecía estar fuera de lugar. El cuaderno de dibujo y el lápiz que había dejado en la mesa al lado de Mona seguían igual… y entonces, lo vi. La sábana de la otra mesa estaba descolocada. Parecía como si alguien la hubiera levantado y vuelto a extender de forma desigual. Podía haberse movido sola, pero eso acrecentaba mis sospechas de que alguien había estado allí. Los arqueólogos estamos acostumbrados a hacer muchas deducciones a partir de pequeños indicios.
Saqué el móvil y llamé a Keelan.
—¿Qué pasa, Illaun?
—¿Habéis entrado vosotros en la morgue mientras estaba fuera?
—¿Nosotros? Para nada.
—¿Habéis dejado entrar a alguien?
—No, que yo sepa. Espera un segundo, voy a preguntar a Gayle…
Le oí repetir la pregunta.
—No.
—¿Y nadie ha preguntado por la llave?
—Que si alguien ha preguntado por la llave… —repitió despacio para que Gayle le entendiera—. Gayle está negando con la cabeza, y eso vale por los dos. Y ahora que lo hemos aclarado, ¿qué importancia tiene el cordón de cuero?
—Estoy a punto de descubrirlo —y colgué.
Estaba empezando a destapar con pies de plomo la sábana de Mona cuando Sherry entró por la puerta, leyendo el contenido del sobre amarillo que le habían entregado antes.
—No hay duda —declaró, continuando con la conversación como si nunca hubiéramos dejado la sala—, el tanino ha hecho su trabajo… —se acercó a la mesa y miró a Mona con admiración—. La piel de esta señorita es toda cuero.
—Malcolm, ¿has estado aquí desde que nos fuimos?
—No.
—¿No hueles a perfume?
Olfateó el aire.
—No —entonces se rió—. No estamos tratando con un santo incorrupto, lo sabes, ¿verdad?
Enrolló el sobre, se lo metió en uno de los bolsillos de la trenca y se puso un par de guantes quirúrgicos que sacó de una caja de cartón azul que estaba sobre la pila del extremo de la mesa.
Decidí olvidarme por el momento de quién podría haber estado en la morgue y por qué. Había otras cosas en las que pensar. La noticia de la penetración del tanino había acrecentado un grado más mis esperanzas sobre la antigüedad de Mona. Y luego estaba este último descubrimiento…
—Hablando de cuero… —dije, sujetando la bolsa de plástico.
Sherry alzó la cara.
—¿Son de la turba del cobertizo?
—Sí. ¿Quieres que veamos si encaja? —le propuse acercándole la bolsa.
Sherry la abrió y sacó la cuerda con cuidado, sujetándola entre el índice y el pulgar y dejándola colgada para que pudiéramos ver lo larga que era. Se desenrolló un poco, pero se mantuvo curvada. Pude ver que los extremos estaban dados de sí y retorcidos, como si se hubieran deshecho con alguna presión. Sherry la estiró del todo; medía aproximadamente cincuenta centímetros de largo.
Retiró la sábana completamente y colocó la cinta dentro de la ranura del cuello de Mona. Encajaba perfectamente.
—No hay ninguna duda —confirmó.
Después examinó los extremos de la cinta.
—Esto no fue causado por la excavadora; la rotura es antigua. Debió de partirse cuando fue estrangulada —me devolvió la tira—. Me esperaba que el nudo fuera mayor.
—¿Crees que le dieron garrote tirando fuertemente de ella desde detrás?
—Hum… Sí, con un palo, quizá. Eso explicaría la manera en que están retorcidos los extremos.
—O quizá la llevara puesta —sugerí acercándola a la luz y girándola suavemente—. Aunque no hay ningún agujero de punzón por donde hubiera podido estar cosida… ni tampoco marcas de haber estado anudada.
—Imagino que el nudo pudo deshacerse fácilmente con toda la fuerza que emplearon. Así que, podrías tener razón. Puede que fuera asesinada con su propio collar.
—Creo que nunca lo sabremos con seguridad —afirmé volviendo a colocarlo en la bolsa de plástico—. Supongo que has terminado con Mona.
—No tengo nada más que hacer con «Mona», como tú la llamas, ni tampoco ninguna excusa para seguir perdiendo más dinero o tiempo con ella, aunque, de todos modos, voy a pedir que hagan algunas radiografías para ti.
Una versión enlatada de la canción
Tubular Bells
de Mike Oldfield empezó a sonar en algún lugar de la morgue. Nos miramos perplejos, y entonces Sherry cayó en la cuenta:
—Maldita sea, es mi móvil —sacó el sobre enrollado del bolsillo y después el teléfono—. ¿Sí?
Mientras atendía la llamada, sonreí para mis adentros. ¿Era por casualidad o intencionado que Malcolm tuviera la música de
El Exorcista
como tono de su móvil?
En mi mente empecé a repasar todo lo que sabíamos sobre Mona, pero enseguida se transformó en un catálogo de las cosas que no sabíamos sobre ella. No teníamos ni idea de cuál había sido su verdadera apariencia física; no había restos de su última comida que analizar; no había adornos en su cuerpo, ni ropa, bisutería ni pertenencias de ningún tipo —salvo que incluyéramos el garrote de cuero—. Y empecé a preguntarme cuántos análisis científicos estaría dispuesto a hacer el Museo Nacional si Muriel Blunden se salía con la suya. ¿La prueba del carbono 14? Puede. ¿Un TAC? Lo dudo.
Sherry hablaba en susurros.
—No puedo ahora… hay alguien conmigo… tengo que terminar… Bien, de acuerdo, estaré ahí en cinco minutos.
Apagó el móvil y me dijo:
—Illaun, tengo que ir a la recepción del edificio principal. Serán sólo unos minutos. ¿Te importa esperar aquí? Nos pondremos con el otro post-mortem en cuanto vuelva.
—No pasa nada, así aprovecho para hacer unos dibujos que me faltan.
Sherry se metió el sobre y el móvil en bolsillos distintos y abandonó la morgue.
Eran las 18.30 por el reloj de mi móvil. Llamé a Keelan y le dejé un mensaje diciéndole que podían irse a casa, si es que no lo habían hecho ya. Añadí que trabajaría en el proyecto de la EIA durante el fin de semana y que ya les llamaría o les enviaría un
e-mail
si necesitaba cotejar algo con ellos. Seguramente los miembros del EZP estarían ya cargando todas las bolsas de turba y las otras muestras en la furgoneta —salvo la cinta de cuero, que se quedaría en la bolsa junto al cuerpo—.
Di un par de vueltas alrededor de la mesa de autopsias y busqué un ángulo desde el que tuviera mejor perspectiva de Mona; incluyendo la cinta y la postura de los dos brazos. Su piel de cuero se había empezado a secar y una parte de su hombro se había aclarado —un efecto que dejaba los poros visibles, como las marcas de pinchazos de los tatuajes hechos con aguja. Mientras dibujaba su cara, comprobé que la nariz se conservaba perfectamente y que era bonita —algo de lo que antes no me había percatado con el
shock
de ver sus rasgos mutilados—. De alguna manera esto contrarrestaba la brutalidad a la que había sido sometida. Su delicada belleza todavía era visible a pesar de los esfuerzos de sus verdugos.
Se me ocurrió que Sherry no había hecho ninguna mención a si tenía señales de haberse defendido en los brazos, lo que indicaría que trató de zafarse. Examiné primero el brazo maltrecho, y a continuación el que estaba flexionado, pero no encontré nada. Entonces vi claramente por primera vez que la mano que descansaba sobre el pecho tenía el puño cerrado. Tomándola de nuevo, la contemplé desde distintos ángulos. Parecía estar apretando algo.
Con el corazón disparado, me agaché al nivel de la mesa y levantando la mano contra la luz, entorné los ojos para mirar entre sus dedos. Ni una brizna de luz se filtraba por ellos.
Rebusqué en el bolsillo de mi chaqueta, encontré mi navaja, la abrí e inserté suavemente la parte roma de la hoja entre dos de sus dedos. Topé con algo sólido. Mona estaba agarrando algo.
Al incorporarme de nuevo, me choqué por descuido con la otra mesa de autopsia, y tiré al suelo la descolocada sábana. Volviéndome para levantarla, fui incapaz de no mirar lo que había en ella.
Un día en clase, Finian Shaw nos hizo una pregunta: «¿Cuál es la única acción que distingue a los hombres de los animales?» Conscientes de que había formulado la cuestión intencionadamente, tratamos de interpretar qué había querido decir con «acción», y le contestamos que escribir, tocar instrumentos musicales, o incluso hacer herramientas. Pero ninguno de los estudiantes fue capaz de encontrar la respuesta que esperaba —o puede que él no esperara que nadie la encontrara—.
«La respuesta es —reveló—, que somos las únicas criaturas que enterramos a nuestros muertos».
Sonreí al oírlo, no sólo por lo inesperado sino porque me recordó que, de niños, mi hermano Richard y yo solíamos practicar ese ritual —no con gente, por supuesto—, pero, con gran boato, habíamos enterrado a numerosos animales pequeños en el parterre de flores al final del jardín. Nuestro primer sepelio fue el de un moscardón, al que colocamos sobre algodones dentro de una caja metálica. Hubo otros de la misma índole, una mariquita, una polilla; después un pájaro recién nacido —huesudo y rosado—, de párpados púrpura tan finos como papel. Posteriormente un garito, el desecho de la carnada, demasiado débil para sobrevivir. Le pedí a mi madre que nos hiciera un ataúd —que nos hizo con una caja de zapatos y un papel de seda blanco—. Los dos desfilamos en procesión, yo delante sujetando en alto la caja mortuoria, y ambos cantando desaliñadamente algún himno. Excavamos, nos arrodillamos, rezamos y plantamos una cruz hecha con palillos de polo.
Por aquel entonces, nuestra perra murió de vieja.
Wookie
era un cruce de chucho, de color blanco y negro, con un pelo como los peluches sintéticos. Papá quería llevársela al veterinario, pero con nuestra experiencia en enterramientos, mi hermano y yo insistimos en sepultarla en el parterre. No había caja —habría sido demasiado grande e incómoda—. La tumbamos de costado sobre papeles de periódico y la enterramos a poca profundidad.