Keelan se tapó la cara con las manos y se derrumbó en el sofá.
—De acuerdo, lo diré todo —balbució.
Gallagher hizo una seña a Fitzgibbon, quien cogió otra silla de la mesa, sacó la libreta y el Bic del bolsillo interior y se sentó, dejando sobre la mesa la pistola que había estado escondiendo, aunque manteniéndola a su alcance. Gallagher se sentó a mi lado, mirando a Keelan.
—¿Tengo que quedarme? —susurré.
Gallagher asintió y se reclinó hacia mí. Agaché la cabeza para escucharle.
—Por si tenemos que aclarar algo —murmuró—. ¡Adelante! —ordenó en voz alta a Keelan.
—Llamé a Frank Traynor porque pensé que me compraría eso —señaló el objeto con el que Gallagher continuaba jugando pasándoselo de una mano a otra.
—¿Y qué te hizo pensar que le interesaría?
—Ya había tenido tratos con él en otras ocasiones.
—¿Vendiendo objetos de excavaciones arqueológicas?
—Sí.
No podía creerlo. Entonces recordé la punta de lanza perdida del informe de la autopista.
—¿Le vendiste la punta de lanza que encontrasteis?
No respondió.
—Contesta a la pregunta —insistió Gallagher—. Encontramos un objeto que encaja con esa descripción en el garaje de Traynor. ¿Se la vendiste?
Keelan me miró encogiéndose de hombros como diciendo: «¿Qué esperabas?».
Había estado tan confundida con este chico… Su primer año tras licenciarse y ya estaba vulnerando sistemáticamente uno de los principios básicos de la profesión. ¡Y bajo mi supervisión!
—¿No es ilegal traficar con objetos históricos?
Gallagher me miró, pero no tenía nada que añadir; mis glándulas salivales estaban secas, anticipando una náusea.
—De hecho, según tengo entendido, el mercado negro internacional de antigüedades ocupa el tercer lugar, después del tráfico de drogas y de armas.
Keelan empezó a gimotear.
—Pensaste, sin embargo, que esto no tenía mucha importancia —sugirió Gallagher con la talla en la mano.
—Traynor me dijo que empezara con cosas pequeñas. Dijo que era como un aprendizaje en el que ambos iríamos cogiendo confianza.
—Ah, sí. El código de honor entre ladrones. Siempre me divierto cuando escucho ese noble sentimiento. Continúa. El viernes pasado…
—Me dijo que podría estar interesado en la talla. Luego quiso saber qué estábamos haciendo en el hospital. Se lo conté por encima, mencionando que los restos de la mujer y del bebé estaban en la vieja morgue cercana. Cuando escuchó que se había encontrado un niño, se interesó de pronto y me pidió si podía ayudarle a entrar en la morgue. Le dije que tenía la llave, y entonces conduje hacia la parte de atrás de ésta y le esperé. Llegó tarde, pero no me importó. Necesitaba limpiar la figura antes de que la viera. Cuando llegó, le di la llave y entró.
—¿No fuiste con él?
—De ninguna manera. Me quedé en el coche donde estaba calentito. Cuando volvió, se asomó a mi ventana y le enseñé la talla. Pareció sorprendido; murmuró algo como: «Coño, es la hermana fea de Ricitos de oro…» Lo recuerdo porque me sorprendió que mezclara varios cuentos,
Ricitos de oro
y
Cenicienta.
—Muy bien, muy bien, continúa —le interrumpió Gallagher, lanzándome una mirada de complicidad.
—Entonces me preguntó: «¿Por qué crees que te iba a comprar algo que ya me pertenece?» Le dije que era propiedad del Estado, aunque en realidad quienquiera que lo tuviese podía considerarse su propietario. Sabía que finalmente me acabaría pagando algo. Luego su móvil sonó y cogió la llamada. Fue corta, apenas dijo una palabra, pero parecía muy satisfecho con lo que le habían contado. Después lo único que me dijo fue: «Vete a casa y échale eso al perro».
Se metió en el coche y se fue.
Gallagher esperó a que continuara.
—Pero ahí no acaba todo, ¿verdad, mi pequeño muchacho?
Keelan me miró.
—En cierto modo, sí. Porque eso cambió todo. Y el resto de la historia sólo concierne a Illaun.
Los otros dos hombres clavaron sus ojos en mí.
Volvía a dolerme el estómago, aunque ya no me quedaba nada por expulsar.
—Perdonadme —murmuré, poniéndome una mano en la boca—. Tengo que ir al baño.
Una de las ventajas menos conocidas de tener una imaginación muy despierta es que a menudo puedes anticipar lo que la vida te depara. Ves el tren antes de que entre en la curva. Sabes que hay una catarata gigante tras los rápidos. Y al haberlo imaginado antes, cuando sucede ya estás preparada. Pero esta vez no lo había visto venir.
Sentí náuseas por tercera vez. Era como si las mentiras y la decepción fueran más perjudiciales para mi estómago que la idea de que Keelan pudiera ser un asesino. Me preocupaba pensar qué vendría ahora. ¿Por qué se estaba dirigiendo a mí? Sólo quería que desapareciera de mi vida.
Hice unas gárgaras con un poco de agua y la escupí, me mojé la cara y la sequé con una toalla caliente del radiador. Me miré en el espejo mientras me peinaba; mi piel tenía un tono verdoso, mis ojos estaban enrojecidos.
—Que te jodan, Keelan —solté.
De vuelta al salón, disminuí el paso. ¿Por qué había aparecido en casa con la talla? ¿Era ésa la conducta de un asesino demente?
—¿Te encuentras bien? Tienes muy mal aspecto —comentó Gallagher cuando entré.
—Estoy bien, continuad —pedí con un gesto de la mano.
—Aquí Keelan nos estaba ilustrando con algunos detalles personales, así que vamos a continuar por donde lo dejó. Sigue.
Keelan había dejado de gimotear y trataba de captar mi atención, pero lo evité.
—Al principio me enfadé con Traynor por tratarme de esa manera. Pero eso me hizo pensar en lo que estaba haciendo. Sentí en concreto que era injusto con Illaun, por lo que decidí que debía devolverle el objeto y decirle la verdad sobre el pequeño negocio de Frank Traynor.
»Acababa de volver cuando Illaun se pasó para ver cómo llevábamos el trabajo, y entonces me di cuenta de que me había dejado la talla en el coche, lo que hubiera sido difícil de explicar delante de Gayle. Antes de que nos fuéramos esa tarde volví a la morgue, pero estaba cerrada. Después escribí una nota, pensaba dejarla en el parabrisas de Illaun, pero entonces observé que las puertas de su coche estaban sin cerrar, la puse dentro de la bolsa con la talla y le dejé el paquete en el asiento del pasajero.
»Cuando me enteré más tarde del asesinato de Traynor, comprendí que la nota del coche me relacionaba con él, y me entró el pánico. Conduje hasta Castleboyne para pedirle a Illaun que no le contara a nadie lo que le había escrito, pero entonces vi que el paquete continuaba todavía en el asiento. No podía creer en mi suerte. Rompí la ventana con la llave de las ruedas y cogí el paquete. Como llevaba los mitones puestos, hasta que entré en el coche no me di cuenta de que también me había llevado su móvil. Después escuché un perro ladrar y vi una luz que se encendía, por lo que me fui.
—¿Cómo ibas vestido?
—Con la misma chaqueta que llevo ahora. ¿Por qué?
Gallagher me observaba para ver mi reacción. Sacudí la cabeza. No era el abrigo del ejército de Keelan lo que había visto esa noche.
—¿Viste a alguien más cerca de la casa?
—No. Pero había mucha niebla.
—Vale. Vamos a continuar. Tenemos dos teléfonos que tener en cuenta, el tuyo y el que cogiste de tu jefa. ¿Qué hiciste con ellos?
—Ya me había deshecho del mío, porque sabía que el número aparecería en las llamadas recibidas de Traynor y vosotros no dejaríais de llamar. Devolver el teléfono a Illaun implicaría tener que contestar una serie de preguntas peliagudas, por lo que tenía que librarme también de él. Sin embargo el sábado por la mañana, mientras hurgaba en él, apareció el número de Muriel Blunden. Traynor había alardeado una vez de que no tenía de qué preocuparme por hacer negocios con él, porque tenía buenos contactos con la policía, y el ministro de Turismo y Patrimonio comía en su mano, igual que su amante, Muriel Blunden, del Museo Nacional. Como a esas alturas me sentía culpable por lo que había hecho, pensé que la mejor manera de ayudar a Illaun era conseguir que le dieran la licencia de excavación en Monashee. Y decidí mandarle a Blunden un mensaje.
—¿Y eso es lo que hiciste? Convertirte en una persona que cambia de bando tantas veces al día como vuelven a las andadas las putas de Bangkok. ¿Y pretendes que nos olvidemos de que eres un mentiroso, un ladrón y un chantajista, todo en uno? Pues bien, a ver cómo te sienta esto, chiquitín: quedas arrestado por el asesinato de Frank Traynor conforme a la Sección cuatro del Código de Justicia Criminal. El sargento Fitzgibbon y yo vamos a llevarte a la comisaría de Drogheda, donde serás imputado formalmente de los cargos y detenido para un posterior interrogatorio. Puede que se te añadan nuevos cargos relacionados con la muerte del sargento de policía Brendan O’Hagan.
Keelan se dejó caer de nuevo en el sofá con las manos tapándole la cara.
—No es verdad. No he matado a nadie. Esto es de locos.
Gallagher me miró y me señaló la puerta. Salimos al vestíbulo donde, cruzándose de brazos, se apoyó contra la pared, mientras su cabeza golpeaba el marco de un cuadro colgado detrás.
—Siento que las cosas estén saliendo así. Estoy seguro de que estarás conmocionada.
—Conmocionada y decepcionada. Aunque no estoy del todo segura…
—¿No estás segura de qué?
—De que él sea el asesino.
—Pero si todo encaja. Sabíamos que tenía que ser alguien con ese tipo de formación.
—No era él a quien vi anoche en la iglesia.
—Todavía quedan muchas preguntas por hacerle. Estoy seguro de que finalmente confesará. Nuestra labor ahora es tratar de sonsacarle qué estuvo haciendo durante el tiempo en que dice haber estado en la morgue.
—Sin embargo, ¿cómo es que se ha presentado aquí esta tarde con la talla?
—Necesitaba asegurarse de cuánto sabías o sospechabas. Para conseguirlo, tenía que recuperar tu confianza atribuyéndose el robo. Al final te habría llevado hasta una conversación sobre asesinos. Cualquier indicio de amenaza y te hubieras convertido en la Víctima número tres.
Negué con la cabeza.
—Sé que estaba aterrorizada cuando llegó. Pero no creo que sea el asesino material, sólo un insignificante ladrón. Además, está la cuestión de por qué, ¿por qué matar a Traynor en primer lugar?
—Dinero. Traynor estaba actuando como un perista de objetos robados. O’Rourke hacía negocios con él, ya fuera por su cuenta o como eslabón en una cadena de saqueadores y buscadores de tesoros. Pero él, o ellos, se sintieron insatisfechos con lo que Traynor les pagaba, y O’Rourke decidió librarse de él, eliminar al intermediario, y tratar directamente con el Señor Importante, quienquiera que sea. El hallazgo del cuerpo de la turba le proporcionó la oportunidad perfecta para confundir la investigación introduciendo un elemento de vudú.
—¿Y O’Hagan?
—Estaba al tanto del tráfico de objetos robados de su cuñado, y cogió el cuaderno para evitar que los halláramos. Sin embargo, por lo que vio en él, acabó sumando dos y dos y descubrió quién mató a Traynor. Entonces tuvo que zanjar ese problema también.
—Pero dijiste que, en el cuaderno, O’Hagan dejó escrito «Te pillé» en la misma línea en que estaba el escudo de la abadía de Grange.
—Sí, aunque, puede que lo hayamos malinterpretado. Esto es lo que yo creo que ocurrió: después de que O’Rourke le enseñara la talla a Traynor, éste hizo un rápido boceto en su cuaderno llamándolo «Ricitos de oro», que el propio O’Rourke ha admitido ser el término que Traynor usó para nombrarlo.
—«La hermana fea de Ricitos de oro», para ser exactos —corregí.
—Importa muy poco. Lo principal es la línea que une la talla de Ricitos de oro con el escudo de la abadía de Grange, que no necesariamente con la propia abadía. Creo que es posible que O’Hagan descubriera la conexión entre la persona que le llevó a Traynor el objeto, en otras palabras, O’Rourke, y quienquiera que le consiguió el escudo. Recuerda que no hay ninguna prueba que lo relacione directamente con las monjas; pudo haber pasado por muchas manos. Por eso creo que O’Rourke no estaba solo en esto, que pudo haber toda una banda de ladrones implicada. Y O’Hagan debió de tropezar con la conexión entre los dos.
—Pero si Keelan estaba planeando asesinar a Traynor, difícilmente intentaría venderle algo una hora antes de matarlo.
—¿Por qué no? A esas alturas O’Rourke todavía no estaba plenamente convencido de llevar a cabo el asesinato. Pero cuando Traynor le humilló rechazando la talla, se decidió.
Gallagher era como un caballero medieval, empujando y esquivando con todas las armas disponibles. Lo mejor que podía hacer era ponerle una mosca dentro de la armadura.
—Escucha, Matt, tengo más motivos de los que puedas tener tú para no creerme todo lo que Keelan ha soltado por su boca. Sin embargo, por su propia iniciativa decidió contarle a Traynor lo del bebé de la morgue. Y, por lo que sabemos por Muriel Blunden, eso hizo que Traynor perdiera de golpe el interés en drenar el terreno.
—¿Y?
—Suponiendo que ambos aceptemos que Keelan telefoneó a Traynor para intentar venderle el objeto, y que fue entonces cuando decidieron encontrarse en la morgue…
—Sí. ¿Y qué?
—Que Keelan estaba allí para presenciar la última llamada que Traynor recibió, la que se hizo desde una cabina en Slane, seguramente aquella que le conecta con Monashee.
—Pudo ser uno de los colegas de O’Rourke que actuaban por encargo suyo.
—Sea como sea, Keelan ha dicho que Traynor parecía muy satisfecho con lo que le contaron. A mi entender eso suena como si hubiera recibido una respuesta que le convenía.
—¿Una respuesta a qué?
—A una petición. A algo que había pedido, poco después de confirmar la existencia del bebé deforme.
—Pero no hizo ninguna llamada entre medias.
—No hacía falta. Pudo simplemente mandar un mensaje de texto.
El teléfono de Gallagher sonó antes de que pudiera replicarme.
—¿Sí?… ¿Qué?… ¿El ministro, dices? —me lanzó una mirada como diciendo: «Estas no son buenas noticias», y salió fuera para continuar la conversación.
Me pregunté qué me había hecho cambiar de opinión sobre que Keelan fuera el asesino. Era sobre todo instinto, pero también había datos contradictorios que Gallagher estaba pasando por alto. Por ejemplo, él mismo había descrito el dibujo de Ricitos de oro como si hubiera sido realizado por una mano distinta a la de Traynor; por otro lado, fue dibujado como parte de un objeto circular, y el que Traynor rechazara la talla de hueso significaba que Ricitos de oro era una pieza impresionante en comparación con su «hermana fea». Y, puesto que estaba convencida de que Traynor medía la belleza por su valor económico, seguía creyendo que Ricitos de oro era un objeto de oro.