—No niego que de vez en cuando hemos perdido de vista nuestra vocación y hemos tenido que recordarla. Y para ello, y también para eludir la persecución, algunas veces ha prevalecido el sentido práctico. Sin embargo llevamos haciendo eso desde el
Periculoso,
cuando tuvimos que rehacer nuestros estatutos y convertirnos en lo que se llama una orden secular, una asociación piadosa. Eso significa que, en teoría, ya no tomamos votos perpetuos —en realidad lo hacemos, aunque una vez al año estamos libres de ello—; así hemos podido salvarnos, gracias a ese tecnicismo, como se dice —una sonrisa se asomó a su boca—. Es como si… —iba a decir algo pero cambió de tema—. ¿Sabía usted que Enrique II llegó a Irlanda en 1711, durante la Navidad?
Asentí con indiferencia para mostrar mi conocimiento del tema.
—Vino decidido a demostrar a los varones normandos que recientemente habían invadido Irlanda, y por supuesto también a los nativos irlandeses, que él era su señor. Pero además, tenía otro propósito. Estaba en malas relaciones con el papa Alejandro, por el asesinato de Thomas Becket en la catedral de Canterbury… —la hermana Campion apoyó los codos en la mesa y puso las manos frente a su boca, tapando los labios ligeramente con sus dedos. Parecía estar sopesando lo que iba a decir a continuación.
—En cualquier caso, para resumir: la nuestra fue una de las primeras órdenes instauradas por Enrique cuando llegó a Dublín. Hubo muchas otras propiedades donadas a la orden por toda Irlanda, pero tuve ocasión de ver los estatutos de la abadía de Grange cuando me hicieron abadesa, y por eso sé lo que tenemos —cerró los ojos para recitar de memoria—. Hago saber a todos los buenos cristianos que otorgo estas tierras, campos, bosques, aguas, molinos, caladeros de pesca y demás, total, completa y perpetuamente, para los propósitos que quieran asignarle, a la abadía de santa Margarita y las monjas que allí sirven a Dios, en virtud del
frankalmoign,
con la libertad e independencia de toda demanda secular.
Finian había dado en el blanco.
—Frank Traynor debió de pensar que podía adquirir también esos derechos —dejé caer.
—Puede que fuera así. Los trámites legales de lo que firmamos son más asunto de la tesorera que míos. Pero una cosa es cierta —se puso de pie, golpeó la mesa con la mano y me miró a los ojos—. Nunca hubiéramos permitido un hotel en Monashee.
Se volvió a sentar rápidamente como si quisiera corregir un desequilibrio de su lenguaje corporal.
—En cualquier otro sitio de la zona, perfecto, pero no en el campo frente a Newgrange. No estamos tan desconectadas del mundo exterior. Esa parte del valle del Boyne es una zona protegida, como es lógico. Y usaré cualquier —dijo escogiendo cuidadosamente la palabra— influencia que esté en mis manos para que nuestra voluntad se mantenga.
Observé que llevaba un anillo de oro en uno de sus dedos. ¿Una esposa de Cristo? Pero lo que me pareció más interesante fue el aspecto de sus uñas. Pulidas y brillantes como el interior de una concha, lucían una manicura perfecta. La hermana Campion, pensé, no era indiferente a algunos caprichos.
La abadesa echó bruscamente la silla hacia atrás y se puso en pie.
—Y eso es todo. Me temo que tengo que despedirla. El deber me reclama, ya sabe.
—Por supuesto. Muchas gracias por su tiempo —¿qué había desvelado? No estaba segura de que sirviera de mucho—. Sólo una pregunta más… —dije levantándome despacio y mirando a la habitación.
Ella siguió mi mirada hasta que la fijé en el esqueleto.
—Un lémur, creo que lo llaman —me aclaró—. Totalmente formado, por lo que parece —señalando la foto del grupo añadió en un tono un poco desdeñoso—: Un regalo de nuestras amigas de ultramar.
—Ya veo. Pero no era eso lo que quería preguntarle…
Había pasado delante de mí y estaba esperando con la puerta abierta.
—El señor Traynor parecía tener mucha prisa. ¿Sabe por qué?
—No —contestó, conduciéndome hacia el pasillo.
Habíamos llegado al vestíbulo principal cuando la hermana Roche, todavía aferrada a su teléfono, bajó apresuradamente las escaleras y nos alcanzó.
—Martha Godkin tiene una fiebre muy alta, treinta y nueve. Ha pedido que llamemos al médico, pero le he dicho…
La abadesa levantó el dedo para que guardara silencio.
—Espera un momento, Úrsula —parecía enfadada—. Estoy despidiéndome de…
—Illaun —me anticipé.
—Illaun, eso es —dejó a la hermana esperando y me acompañó hasta la puerta—. Adiós, entonces; mucho gusto en conocerla —dijo con una sonrisa radiante.
—Una última curiosidad antes de irme, hermana. ¿Quién era santa Margarita de Antioquía?
—Una virgen mártir del siglo IV. Se negó a mantener relaciones sexuales con un oficial romano, que la delató a las autoridades por ser cristiana. Trataron sin éxito de quemarla y meterla en agua hirviendo hasta matarla, y al final tuvieron que decapitarla —la abadesa abrió la puerta. Fuera estaba muy oscuro.
—Tengo otra pregunta. ¿El emblema de la puerta, algo sobre la cruz y el dragón?
—¿La Croix du Dragon est la Dolor de Déduit?
—se quedó junto a la puerta abierta—. Es otra vez santa Margarita. Las palabras han estado en la entrada de todas nuestras casas desde tiempos normandos.
La cruz del dragón es el dolor del placer,
así lo traducimos. Creo que la palabra «déduit» apareció por primera vez en
El romance de la rosa
haciendo referencia al placer sexual, por supuesto. Su tono parecía indicar que era imposible que yo no conociera esa historia.
Asentí.
—Por supuesto. ¿Y a qué alude la cruz del dragón?
—Hay una leyenda que cuenta que santa Margarita fue tragada por el demonio en forma de dragón, pero ella usó su crucifijo para pincharle por dentro, y éste la devolvió entera. Así pues, Margarita se convirtió en la santa patrona de las embarazadas y los partos. Suena un poco antiguo para nuestros días, si no macabro —la hermana Campion empezó a cerrar la puerta.
¿Una virgen patrona de las mujeres embarazadas? Eso me recordó algo que quería haberle preguntado.
—Una cosa más —le pedí—. Había otro cuerpo al lado de la mujer encontrada en la turba, en Monashee.
—¡Oh!
—Un bebé…
—¡Qué raro! —la cara de la hermana estaba semioculta tras la puerta, impidiendo que pudiera ver su expresión.
—Sí, bastante chocante —comenté mientras salía. Una luz surgida de repente me distrajo por un segundo—. Bueno, muchas gracias por su tiempo, hermana —fui a darle la mano, pero ya había cerrado la puerta.
Me senté en el coche y contemplé la residencia. La mayoría de las habitaciones de la parte alta de la fachada, presumiblemente dormitorios, estaban encendidas, pero la zona alrededor de la galería se hallaba a oscuras. Esperé durante un rato, pensando entre otras cosas en el emblema de la orden. La hermana Campion me había dicho su significado literal, pero se había desentendido de revelarme el verdadero mensaje que subyacía en sus palabras. Parecía una advertencia: el dolor de parto es consecuencia de la lascivia.
Busqué en la guantera, saqué mi cámara digital dudando si usar la linterna, pero decidí que sería un estorbo. Con la cámara a su máxima resolución, apagué la luz del coche para que no se encendiera al abrir la puerta, crucé de puntillas la grava, atravesé el arco y seguí por el empedrado en dirección a la puerta oeste.
Podía distinguirse el final de la pared de la iglesia, con una oscura mancha en la parte donde estaba la puerta. Me eché a un lado para no perder ningún detalle de las esculturas con el resplandor del
flash;
un poco de sombra les daría más relieve. Enfoqué la cámara hacia la puerta sin saber seguro si la abarcaba entera con el objetivo, y saqué la fotografía. Por un instante se hizo la luz de suelo a cielo, y decidí salir de allí antes de que alguien me descubriera.
Cuando estaba dándome la vuelta, escuché un sonido cercano, como de alguien roncando y resoplando al mismo tiempo. El sonido me trajo a la memoria la figura jadeante que había aparecido en casa. Pero entonces recordé haberme asustado por ese mismo ruido, años atrás; éste era el lugar ideal para que anidaran las lechuzas.
Justo antes de salir por el arco me paré a hacer otra foto de la fachada, por si acaso. Mi retina continuaba aún deslumbrada por el reflejo del primer
flash;
mirando por el visor tuve la fugaz impresión de que había alguien vestido de blanco, de pie, entre la puerta oeste y yo.
Al salir por la larga avenida, no estaba segura del camino que debía tomar después de todas las vueltas que había dado para conseguir llegar allí a tiempo. Una vez más tuve que salir del coche para tratar de orientarme. A pesar de la oscuridad, todavía podía verse un pequeño brillo en el semicírculo de cuarzo alrededor de Newgrange. A lo lejos observé lo que parecía un broche multicolor prendido en el nebuloso paisaje; era la ciudad de Slane engalanada para la Navidad, los adornos de luz de sus animadas calles contrastaban con la espectral luminosidad del «lugar de los muertos». Pero de la cercana abadía de Grange no había ninguna señal. «Una luz brillaba en la oscuridad y la oscuridad no quería capturarla».
Volví a meterme en el coche. Eran casi las cinco y no tenía el móvil para llamar al detective Gallagher. De cualquier forma, el Centro de Visitantes no quedaba muy lejos de allí, si es que encontraba el camino correcto. Ahora sabía qué dirección tomar.
Quedaban pocos coches aparcados cuando llegué. Bajé la visera y, con la ayuda de la luz del espejo de cortesía, me puse un poco de rímel y me pinté los labios. Había decidido no maquillarme para mi visita a la abadía de Grange. Recordé las uñas de la hermana Campion. Tenía todo el derecho del mundo a cuidar su aspecto, y estaba muy lejos de ser una demostración de ir a la moda.
El camino hacia el centro se hacía bajo una pérgola de madera, pavimentada con unas losas que brillaban por la escarcha. A mi derecha el Boyne fluía en dirección contraria; sobre él, una pasarela peatonal colgante llegaba hasta la parada desde donde partían las visitas en minibús, en las que los turistas eran conducidos hasta Newgrange y Knowth, y traídos de vuelta. A mi izquierda había una catarata artificial que se redujo a chorro justo cuando pasaba por ella. Hora de cerrar.
Me identifiqué a una de las empleadas que aguardaba en la entrada principal a que saliera una pareja que compraba
souvenirs.
Me dijo que me estaban esperando y señaló hacia abajo, al restaurante. Mientras bajaba las sinuosas escaleras, divisé una solitaria figura sentada en una de las mesas, leyendo el dominical.
El hombre levantó la vista del periódico cuando me dirigía hacia él. Su bigote, el pelo muy corto y su corpulencia, que parecía a punto de reventar el traje de un gris indefinido, proclamaban «detective» tal y como él había anunciado. Pero por alguna razón había olvidado mencionar su cualidad más llamativa, el pelo. Era imposible no caer en el eufemismo al describirlo: decir rojo sería totalmente inapropiado, rojo-zanahoria estaba mejor, y el tono amarillo-anaranjado de una zanahoria cortada se acercaba todavía más. Su aspecto hablaba de unas vacaciones recientes al sol, no estaba moreno pero sí tenía la frente roja y la nariz pelada.
Le tendí la mano.
—Illaun Bowe. Siento llegar tarde.
Su apretón envolvió mi mano hasta la muñeca.
—Matt Gallagher. Estaba empezando a preocuparme. Pero supuse que me llamaría si hubiera algún problema.
El suave acento de Donegal sonaba raro en esa musculosa figura. Calculé que tendría cuarenta y pocos años.
—De todas formas debí llamarle, pero me robaron el móvil ayer por la mañana —miré su vaso medio vacío y sentí la necesidad urgente de tomar un café bien cargado.
—¡No me diga! ¿Cómo ocurrió? —dobló el periódico y lo dejó en la mesa, tapando parcialmente lo que parecía una fotocopia de la felicitación encontrada bajo el cuerpo de Traynor.
Le conté lo del intruso y la ventana rota.
—¿Era un modelo caro?
—No especialmente —miré hacia la zona de autoservicio que estaba semi-apagada.
—Hum… Bueno, por eso advertimos siempre a la gente que no hay que dejar nada a la vista dentro de los coches —buscó dentro de su chaqueta y sacó una libreta y un bolígrafo—. Creo que está cerrada —comentó indicando la cafetería—, pero si busca algo con cafeína, usted misma puede llevar a cabo un pequeño allanamiento. Quiero decir que el surtidor de refrescos todavía funciona.
Su sentido del humor hizo que me relajara.
—¿Animando a cometer un delito, inspector?
Fui hasta el dispensador, cogí un vaso de cartón y lo llené hasta arriba. Saqué una moneda del bolso y la dejé sobre el mostrador.
Me senté en la mesa, bebiendo la coca-cola fría y esperando a que Gallagher me hiciera la primera pregunta. En vez de eso encendió un cigarrillo, infringiendo él mismo la ley, y se recostó en la silla, que se tambaleó ligeramente ante semejante prueba.
—Al enterarme de que Frank Traynor había sido asesinado, pensé que estaba haciendo negocios con la gente equivocada —delincuentes extranjeros quizá—. Pero cuando supe que era una cuchillada, me pregunté si era una víctima más del sangriento deporte tan de moda últimamente en nuestro pequeño país…
Me miró a los ojos y debió notar mi ignorancia; no tenía ni idea de lo que quería decir.
—Un asesinato fortuito, un pasatiempo para impresentables, borrachos o drogadictos. Pero cuando vi su cuerpo pensé: «¿Con qué demonios nos estamos enfrentando? ¿Un psicópata? ¿Un asesino en serie?» Tuve que admitir que estaba desconcertado. Entonces recordé una regla básica… —se echó hacia delante y tragó lo que le quedaba de café—. Cuando alguien intenta ser más listo que tú, tratará de que parezca muy complicado.
—¿Lo que significa?
—Frank Traynor fue asesinado por alguien que conocía. Alguien lleno de resentimiento. Así de sencillo.
—Pero entonces… ¿para qué tanta brutalidad?
—Como he dicho, para hacer creer algo distinto de lo que realmente es —afirmó echando la ceniza dentro de su vaso.
—¿Qué quiere decir?
—Lo verá más claro según vayamos avanzando —Gallagher buscó una hoja limpia en su libreta—. ¿Dónde y cuándo vio por última vez a Frank Traynor?
—En una calle de Drogheda, el viernes entre las 14.30 y las 14.45 de la tarde.