—Perdonen —me disculpé—. Vuelvo en unos minutos —había visto a Sherry de espaldas a nosotros, escrutando los dibujos de las piedras de la entrada—. Volvamos adentro un minuto —le propuse cogiéndole del brazo—, y trata de hablar bajo.
Descendimos los escalones de la entrada, cruzándonos con un sorprendido Con Purcell a quien aproveché para pedir que nos dejaran las luces encendidas. Empujé a Sherry delante de mí por el estrecho pasadizo formado por las grandes rocas llamadas ortostatos.
—¿Qué pasa? —me increpó, extrañado por mi insistencia.
Esperé hasta que entramos en la cámara para contestarle.
—Sabías que me ponías en un compromiso pidiéndome los pases en el último minuto. Al menos podías haberme contado el motivo.
Sherry pareció sentirse muy incómodo. Esperé, con los brazos en jarras, a que dijera algo mientras el silencio de la cámara acrecentaba la tensión.
—Eh… era algo complicado —confesó al fin—. Sólo hace un mes que conozco a Isabelle. Me resultó como un soplo de aire fresco, debo reconocerlo. Sobre todo su visión sobre los lugares prehistóricos, a mi entender fascinante.
Me quedé callada.
Sherry sabía que había metido la pata.
—Sí, bueno… ella se metió en un atolladero la semana pasada. Le mintió al editor de la revista diciéndole que había presenciado el solsticio en una ocasión anterior. Por eso fue al Centro de Visitantes, para tratar de convencerles de que le dieran una invitación. Pero no hubo manera. Quedamos a comer en Drogheda y de una manera inconsciente le prometí que lo arreglaría. Aquí es donde entras tú… —tragó saliva y su nuez osciló de arriba abajo—. Pero no puedo entender por qué estás tan cabreada.
Tenía razón. Era por culpa de Isabelle, por supuesto. Pero, aparte de lo evidente —sus temerarias teorías de la Nueva Era—, ¿por qué le había cogido tanta manía? No eran celos, aunque sabía que tenía que ver con mi relación con Malcolm. Intenté verlo desde mi instinto protector. Sentí un convencimiento muy profundo de que ella no era en absoluto la mujer adecuada para él, y que, paradójicamente, lo traduje en enfado, como una madre que reprende a su hijo al verle cruzar la calle sin mirar a ambos lados.
No tenía tiempo de explicar nada de esto, incluso aunque quisiera. Además se me había ocurrido otra cosa.
—Malcolm, esto es muy serio. Piénsalo bien. ¿Le hablaste a ella de las heridas de Mona cuando os visteis el viernes pasado?
—No, ya sé lo que estás pensando y te juro que no lo hice. Y por otro lado…
—¡Querido!…
¡Esa voz! Isabelle venía por la galería hacia nosotros.
—Se está poniendo nerviosa —declaró Sherry—. Nos vamos a Munich a pasar las Navidades, una idea que se nos ocurrió sobre la marcha —sonrió, con cara de cordero degollado—. Me sacaste de un buen apuro, Illaun. Muchas gracias. Pero te agradecería que mantuvieras esto entre nosotros, quiero decir, cómo conseguí los pases.
Le dirigí una mirada asesina.
—Tienes mucha cara, Sherry.
Dio un respingo.
—¡Malcolm! —Isabelle estaba casi encima.
Sherry se agarró a mi brazo, sus ojos castaños abiertos como los de un niño asustado.
—¿De acuerdo, Illaun?
Isabelle llegó hasta nosotros.
—¿Qué hacéis aquí los dos? Una chica puede sentirse celosa, ¿sabéis?
Sherry se rió nerviosamente.
—Estábamos discutiendo un caso, Isabelle. ¿Puedes concedernos unos minutos más?
Isabelle puso cara de enfado.
—Supongo que sí —pero antes de volverse de nuevo por el corredor quiso decirme algo—. Por cierto, he decidido que los megalitos de fuera forman un punto de acupuntura sobre la superficie de la tierra. Pon esto en tu próximo artículo científico.
Avergonzado, Sherry dirigió su mirada a la falsa cúpula.
—¿Crees que existe otro pasadizo dentro de este túmulo?
—Me importa muy poco, Malcolm. Vamos a hablar del caso. ¿Qué noticias hay de la policía científica?
Sherry levantó la mano y movió los dedos.
—Las huellas. Las huellas de sangre en el coche de Traynor…
—¿Qué pasa con ellas?
—Son muy grandes. Los surcos de la piel son casi tres veces el diámetro de una huella dactilar normal. Y…
—¿Y qué?
Sherry empezó a andar a través del corredor.
—Soy un poco claustrofóbico…
—Dime lo que es.
Se paró y se dio la vuelta.
—Es difícil de explicar. Cuando se encuentran huellas, éstas pueden ser desde un solo dedo a toda la mano, incluyendo el pulgar, lo que sumaría un total de diez. En el coche de Traynor, se encontraron huellas de ambas manos, casi siempre a pares, que pertenecían a cuatro dedos distintos. Pero sólo esos cuatro.
—¿Y qué tiene eso de raro?
—Mira —dijo Sherry enseñándome su mano izquierda. Entonces juntó el pulgar y el índice y con su derecha se pegó los tres dedos restantes separándolos bien del resto—. Esto te dará una idea aproximada de lo que estoy hablando. Es como si el asesino tuviera sólo cuatro dedos en total.
Sherry volvió a andar por el corredor, agachando la cabeza para pasar bajo una viga de madera colocada entre dos ortostatos para mantenerlos estables.
Le seguí hasta el tramo final del pasadizo.
—¿Y adónde nos lleva esto?
—Es sólo una sugerencia. ¿Recuerdas que cuando estábamos en la morgue de Drogheda te hablé de deformidades congénitas en las manos del bebé? Sindactilia, también llamada a veces «manos de mitón» —dos o más dedos pegados—. Normalmente suelen separarse con cirugía en los primeros años del niño, pero es posible que un adulto… Lo que quiero decir es que, si hubiera crecido sin operárselos…
—¡Querido! —Isabelle nos estaba esperando en la entrada. Cuando salimos a la luz del día se agarró del brazo a Sherry—. Debemos irnos si queremos coger el vuelo.
—Eh, vosotras dos… me estoy congelando el culo aquí —Sam Sakamoto estaba pateando el suelo para mantener sus pies calientes—. Acabemos con esto de una vez.
Isabelle corrió a reunirse con las otras, dándome la oportunidad de poder decir una última palabra a Sherry.
—Malcolm, me lo debes. Tenme informada aunque estés en Múnich —le pedí entregándole una tarjeta de la empresa—. Mándame un
e-mail
si hay novedades. Y mientras tanto, coméntale a Isabelle que la mejor manera de entender Newgrange es viéndolo como ambas cosas, un útero y una tumba. Sexo y muerte, una combinación siempre explosiva —le sonreí—, como ya sabrás.
Sherry y su nueva novia abandonaron el lugar en cuanto la sesión fotográfica terminó, y mientras las demás debatían si ir a Donore o a Slane para tomar un whisky caliente, puse como excusa otro compromiso, me despedí y comencé a descender por el sendero. Al otro lado del valle una flota de estorninos alzó el vuelo desde una zona boscosa de la cima. ¿Serían los mismos que vi revoloteando entre los árboles el domingo?
Sam estaba unos metros detrás de mí, agachado en mitad del camino para recoger los bártulos de su cámara. Volví hasta él.
Alzó la cabeza.
—Esto sí que ha sido un amanecer.
—Sí, una pena que no lo hayas podido ver desde dentro.
—Todavía estará el día de Navidad, ¿no?
—Debería, más o menos. Pero, por desgracia, no está abierto.
Sonrió.
—Entonces, va a ser algo muy especial para nuestros colegas. Un pretexto para no estar en casa en Navidad… —se fijó en que yo estaba mirando su cámara—. ¿Qué puedo hacer por ti, Illaun?
—¿Me puedes dejar un minuto el
zoom
?
—¿Qué es lo que quieres ver?
—¿Ves aquella bandada de pájaros? Justo debajo de ellos.
Entrecerró los ojos para mirar por el visor y rápidamente enfocó.
—Aquí lo tienes, deberías poder verlo bastante bien.
Dirigí el objetivo hacia donde había visto que despegaron los estorninos. El bosque estaba casi caduco y pelado de hojas, pero dentro había una fila de coníferas que ocultaban la abadía de Grange de la vista. A no ser que estuvieras mirando a través de ellos, como yo, sería imposible divisar la torre, y sus escalonadas almenas emergiendo por encima del dentado perfil de las copas de los árboles. Mientras la contemplaba desde la orilla lejana del Boyne, me sorprendió comprobar que la abadía estaba justo enfrente de Newgrange.
Como si quisiera hacer notar su retorno, el sol del mediodía irradiaba rayos dorados y plateados que centelleaban como metal. Estaba tan bajo que tanto la gente que andaba de compras por las calles de Drogheda, como los conductores que lidiaban con el tráfico, tenían que entrecerrar los ojos o bajar las viseras de los coches para no quedar deslumbrados.
Las ya congestionadas calles estaban tan paradas como la oleada de personas que salía del funeral celebrado en la iglesia de san Pedro en memoria de Frank Traynor. Llegué a la ciudad justo al final del servicio y aparqué en una plaza de carga y descarga perteneciente a una tienda enfrente de la iglesia. Para que no me pusieran una multa, me quedé en el coche y observé la gente que salía por la escalinata. Esperaba ver a Muriel Blunden.
Después de que la enlutada viuda y sus hijos adolescentes vieran desaparecer el ataúd tras la puerta del coche fúnebre, parientes y amigos les escoltaron hasta una limusina negra, donde un policía les abrió paso entre el tráfico. Los coches empezaron a salir de un aparcamiento cercano para unirse al cortejo fúnebre; otro policía se encargaba de darles paso, dejando que las bocinas de los conductores más alejados, ignorantes de la razón por la que se les detenía, atronaran en el aire. Entre los últimos en bajar las escaleras de la iglesia estaba Derek Ward acompañado de su mujer, cuyo rostro me era familiar por su presencia en diversos actos sociales por todo el país. Me sorprendió comprobar que Ward se mantenía en un segundo plano con respecto a otros asistentes al funeral. Entonces vi el Mercedes negro del ministerio salir del aparcamiento. La mujer de Ward se sentó detrás, él le comentó algo, cerró la puerta y se dirigió por la acera en dirección contraria.
La multitud se había reducido a unos pocos rezagados, pero Muriel seguía sin aparecer. Aparentemente tenía más sensibilidad de la que yo había creído.
Por el retrovisor lateral pude ver a Ward caminando a grandes pasos, protegiendo sus ojos del sol y hablando por el móvil. Se detuvo delante de un aparcamiento de varias plantas y guardó el teléfono cuando un hombre se le acercó. Se pusieron a hablar de algo entre grandes apretones de manos y palmadas en la espalda —el hombre debía de ser uno de sus seguidores políticos—, pero la actitud de Ward indicaba que quería librarse del encuentro lo antes posible. En cuanto lo consiguió, miró a un lado y otro de la calle y se metió en la entrada del aparcamiento.
Arriesgándome a recibir una multa o a que me inmovilizaran el coche, decidí seguirle. A paso rápido pero sin llegar a correr, llegué hasta la planta principal a tiempo para ver el ascensor que indicaba una parada en la planta cuarta. Cogí el de al lado para alcanzarle. No me había dado cuenta de que estaba en la azotea hasta que me encontré a cielo abierto, a plena luz del sol.
En alguna parte que no podía ver sonó el motor de un coche que arrancaba. Al dirigirse a la salida, me refugié tras la sombra de una furgoneta y pude ver un Peugeot 307 azul bajar por la rampa. Sus dos ocupantes llevaban gafas de sol, pero no había ninguna duda de que Derek Ward estaba sentado en el asiento del acompañante; y el atisbo de un peinado a lo Jackie Kennedy al otro lado fue suficiente para darme cuenta de que el conductor era Muriel Blunden.
Me di la vuelta y bajé las escaleras hasta la planta principal, apareciendo justo frente al cajero mientras el Peugeot tomaba la última curva de la rampa. Resguardada del sol, pude ver claramente a la pareja. Ellos me descubrieron al mismo tiempo y dieron un frenazo. Di un paso hasta la máquina y me planté al lado sabiendo que tendrían que parar ahí. Otro coche apareció detrás de ellos obligándoles a continuar. Al pasar el coche a mi lado, Muriel bajó la ventanilla para insertar el ticket.
—Muriel, necesito hablar contigo —le insté decidida.
Ella trató de ignorarme y metió la tarjeta en la ranura. Ward, en silencio, miraba hacia delante.
—¡Muriel, por amor de Dios! —le supliqué arrebatándole el ticket.
—¡Cómo te atreves! —chilló—. ¡Derek, haz algo!
El coche de detrás tocó la bocina.
—No podemos discutir aquí, Muriel —musitó él entre dientes—. Ve hasta el hotel Estuary. Nos reuniremos con ella allí.
—¿Has oído? —exclamó ella, con sus labios escarlata torcidos por la rabia.
—Estaré allí en cinco minutos —contesté devolviéndole el tíquet—. Y espero veros ahí a los dos.
La barrera se levantó y su coche salió del aparcamiento echando humo. Sentí un regusto de poder por haber obligado a un ministro y a una alta funcionaría a seguir mi juego.
Me llevó casi veinte minutos volver al coche —afortunadamente sin multa—, preguntar la dirección del hotel —del que nunca había oído hablar— y llegar hasta él a través de un laberinto de calles de una sola dirección. Divisé el Peugeot azul en una esquina del amplio aparcamiento, delante de un hotel de indefinible estilo moderno, y aparqué junto a él.
Esperaba que Muriel saliera del coche y me quedé perpleja cuando vi a Derek Ward surgir de él y venir hacia mí. Llevaba puesto un abrigo azul marino, camisa blanca y corbata roja. El rasgo más característico de su cara eran sus ojos, o más bien las inflamadas bolsas bajo ellos, siempre exageradas por los caricaturistas de los periódicos. Casi tan identificativo era su ondulado y resbaladizo pelo, negro hasta la raíz con un poco de ayuda de Just For Men.
Bajé la ventanilla y Ward se asomó.
—¿Qué problema tienes, Illaun? ¿Podemos zanjarlo ahora mismo? —el tono era medido, frío, el mismo que se usa para resolver asuntos difíciles de tratar.
—No hay ningún problema, señor Ward. Sólo quiero hablar con Muriel sobre el terreno de Monashee. He oído…
Ward levantó la mano para indicar que me callara.
—Estoy enterado de que le has mandado un mensaje amenazador. Todavía no lo ha denunciado a la policía, pero en vista de tu acoso no le va a quedar otro remedio.
Me pilló totalmente desprevenida. Había creído que con un par de preguntas bien hechas podría desentrañar toda la intriga que concernía a los implicados en la urbanización de Monashee. Ahora era yo la que tenía que defenderme. Decidí salir del coche. Pude ver a Muriel tras el volante del suyo pintándose los labios.