Me di la vuelta para mirar a la cima cubierta de hierba. La redondeada fachada de cuarzo que la envolvía comenzaba a absorber la única luz y un puñado de gente se arremolinaba a la entrada.
Un coche llegó por la carretera dirigiéndose hacia mí, mientras me acercaba a la verja de entrada que daba paso a la ladera en la que el túmulo se había construido. Reconocí el Range Rover negro cuando sus luces se apagaron y pude ver más allá del resplandor. Malcolm Sherry estaba sentado dentro con una mujer a su lado. Me saludó al pasar. Le devolví el saludo y continué hacia la entrada, donde Con Purcell estaba esperando junto con otros empleados del Centro de Visitantes.
—Buenos días, Con —le dije—. Y muchas gracias. El doctor Sherry viene detrás de mí.
Abrió la verja para dejarme pasar.
—Una periodista y un fotógrafo han subido ya con un par de colegas tuyas.
Comencé a ascender por el sendero mientras la luz del cielo se abría paso. Mirando hacia la Montaña Roja, pude ver que la nube se había desgajado en pequeñas tiras grises, descubriendo un brillante cielo color azufre.
Entre el grupo que esperaba en la entrada, divisé a dos de las tres mujeres que, junto a mí, eran protagonistas del artículo de la revista. Estaban un poco apartadas de la gente que pronto entraría dentro del túmulo para presenciar los rayos del sol penetrando a través de la abertura del tejado y a lo largo de la galería hasta el fondo de la cámara. Las dos arqueólogas estaban charlando con Hebe Baxter, de la revista
Dig
; más próximo, mientras subía el sendero, estaba su fotógrafo Sam Sakamoto, vestido con ropas de camuflaje, apuntando su objetivo hacia una de las piedras que en su día formaban el círculo exterior del túmulo, y cuyos restos eran los más grandes del país.
—Hola, Sam —le saludé al pasar junto a él.
—Hola. Oye, ¿puedes decirme si estas piedras fueron levantadas a la vez que el túmulo?
—No, bastante después. Cientos de años.
—¿Con qué propósito?
—No estoy segura. Una teoría dice que eran un intento de encerrar la vieja religión de las tumbas.
—Entonces, ¿este sitio fue el centro de dos cultos religiosos a la vez?
—O quizá más —comenté mientras continuaba ascendiendo.
Pude haberle dicho que un poco más tarde, en la Edad de Hierro, Brú na Bóinne se convirtió en el legendario cementerio donde se enterraba a los grandes reyes de Irlanda. Aunque no existen pruebas arqueológicas evidentes sobre el tema, eso no quita para que un aura mística rodeara los túmulos mucho después de que su propósito original fuera olvidado.
Hebe Baxter me vio llegar y me llamó:
—Hola, Illaun, estamos aquí.
Estaba vestida, como todos nosotros, para el frío. Pero su chaqueta acolchada de un fucsia fluorescente, el color de sus labios y la sombra de ojos a juego, la distinguían entre todos.
—Buenos días —dije a las tres mujeres—. Parece que vamos a tener suerte con el tiempo, ¿verdad?
Todas miraron hacia el amanecer murmurando algo.
Hebe señaló a las dos mujeres que estaban junto a ella.
—Conoces a Mags y Freda, ¿verdad, Illaun?
—Desde luego. Pero, ¿quién es el cuarto miembro de la partida?
Hebe nos había entrevistado a cada una separadamente la semana anterior, y mientras pude hacerme una idea de quiénes eran las otras, en ese momento me había olvidado del nombre de una. Sólo recordaba que no era arqueóloga.
—Isabelle O’Riordan. Y está detrás de ti.
Me giré justo para ver cómo Malcolm Sherry le daba un beso en la mejilla a la mujer que iba con él, para luego ir a reunirse con los demás y entrar dentro del corredor de la tumba. Isabelle vino hacia nosotras sonriendo con la cara encendida.
—¿No llego tarde, verdad? —preguntó con una chirriante vocecita de niña que me produjo dentera.
De labios carnosos, ojos de cordero y rizos rubios asomando descuidadamente de su sombrero verde oscuro, vestía un abrigo de terciopelo carmesí que le llegaba hasta las pantorrillas, bajo el cual podía verse lo que parecía el encaje de una combinación, pero que seguramente era su falda. No había duda de quién iba a copar todas las fotografías. Sin embargo, pese a que admiraba su tocado —incluso lo envidiaba— me cayó mal desde el primer momento.
—En absoluto —le contestó Hebe. «Como si a Isabelle le hubiera importado algo», pensé—. Sé que todas vosotras os estaréis preguntando por qué está Isabelle aquí. Creí que sería justo que, en esta ocasión, tuviéramos un punto de vista distinto sobre Newgrange. Quizá Isabelle quiera explicaros de dónde viene.
—Por supuesto. Soy miembro de la Hermandad de Orion. Creemos que Newgrange y otros asentamientos de las laderas de la zona son portales hacia las estrellas… y hacia todo lo que hay detrás —soltó sacando su bonita barbilla con determinación—. Tratamos también de abrir las cerradas mentes de los arqueólogos a la verdadera naturaleza de estos monumentos.
Una de mis colegas reaccionó encogiéndose de hombros, y la otra con una diplomática tos.
Yo hubiera querido estrangularla.
Hebe, sin darse cuenta de nada, continuó con su cantinela.
—Quiero hacer un artículo corto sobre Newgrange con cada una de vosotras. He traído una grabadora para hacerlo más sencillo. Sam sacará también algunas fotos de vosotras juntas, dado que no hemos tenido la oportunidad de hacerlo hasta hoy.
Justo en ese momento se oyó un clamor de voces excitadas alrededor de la entrada, mientras Con Purcell llegaba para abrir la puerta del túmulo.
—Voy a entrar para acompañar a alguien. Tiene un poco de claustrofobia —comentó Isabelle.
—Pero… —protestó Hebe viendo impotente cómo se escabullía—. En fin, qué demonios, ya se nos unirá después.
Sherry, que esperaba a Isabelle en la entrada, la abrazó y juntos se metieron en el túmulo. El resto también nos dirigimos hacia allí. Sam Sakamoto se nos unió, haciendo de vez en cuando algunas fotos mientras formábamos un semicírculo con la fachada de cuarzo a nuestras espaldas. La nube se había reducido a una delgada tira sobre la cima opuesta y el cielo parecía oro fundido.
Sam dejó la cámara por unos momentos.
—Eh, chicas, ese muro de detrás de vosotras es increíble.
Echamos un vistazo y vimos que el muro de contención que rodeaba al túmulo estaba refulgente de luz. La esfera solar había sobrepasado ya la cima de la Montaña Roja, pero todavía pasarían otros cuatro minutos para que los rayos entraran por la abertura situada encima de la puerta.
Esperamos en silencio, comprobando nuestros relojes. Entonces, desde dentro del túmulo, pudo escucharse un murmullo, un efecto bastante impresionante por sí mismo, ya que la muchedumbre del interior estaba a casi veinticinco metros de la entrada y bajo unas doscientas mil toneladas de tierra y piedras.
—Bueno —habló Hebe sacando su grabadora—. Vamos a terminar con esto mientras dejamos que el sol haga su trabajo dentro de la cámara. Y vamos a empezar por… ¿qué tal contigo, Mags?
Me sentí aliviada de no ser yo. Había dedicado muy poco tiempo a prepararlo, a pesar de que en los últimos días mi vida había estado extrañamente ligada a este lugar. Mags Carney se había especializado en la ornamentación de las tumbas de corredor y podía estar hablando durante horas sobre el tema, si era preciso. De hecho, tanto Freda Dowling como ella estaban muy bien consideradas en los ambientes de la arqueología irlandesa y habían sido profesoras mías en algún momento.
Mags hizo un gesto con la mano que abarcó el sólido acceso de piedras con sus emergentes espirales y las múltiples inscripciones en el muro de contención que rodeaba el túmulo.
—Se cree que dos tercios del arte megalítico de Europa está reflejado en las piedras del valle del Boyne…
Podía adivinar lo que iba a decir a continuación, por lo que traté de dar forma a mis ideas mientras hablaba sin prestarle mucha atención. Pero mi mente continuaba volviendo a Isabelle. Me molestaba que ella hubiera sido la causa de que Malcolm Sherry me pusiera en el compromiso de conseguirle los pases. Pero ése no era el único motivo.
—… Otros atribuyen la decoración en espiral al efecto de algún tipo de droga utilizado por sus chamanes…
Isabelle debió de ser la persona con la que Sherry se había estado viendo últimamente. De todas formas, incluso suponiendo que éste le hubiera descrito las heridas de Mona, no parecía tener aspecto de asesina. Sin embargo, la felicitación de Navidad con un texto del estilo de la Nueva Era podía ser el tipo de tarjeta que ella mandaría a todo el mundo.
—… mientras los restos de sólo unos pocos individuos están enterrados aquí. ¿Serían los huesos de los antepasados de la tribu una parte del ciclo de la vida y la muerte?
Y, si no fue Isabelle personalmente, quizá fuera algún otro miembro de la Hermandad de Orion. Me pareció que el discurso de Mags estaba llegando a su fin, por lo que decidí atender a lo que estaba diciendo.
—… Deberíamos preguntarnos qué quedará de la catedral de Chartres dentro de cinco mil años. Incluso ahora, el papel que ejerció en las vidas de la gente en la época en que se construyó se está diluyendo con el paso de los años. Pero imaginemos que una gran catástrofe en el futuro no sólo derrumba la catedral sino que acaba con cualquier vestigio de la civilización cristiana. ¿Qué creéis que pensarán los arqueólogos de dentro de cinco mil años cuando descubran los restos de Chartres? Seguramente encontrarán algunos huesos humanos, pero se equivocarán completamente si piensan que allí sólo hubo una tumba, ¿no creéis? Por eso tenemos que ser muy cuidadosos a la hora de formular conclusiones categóricas sobre lo relativo a Newgrange.
Mags cosechó un rotundo aplauso.
—Muchas gracias, Mags Carney —dijo Hebe hablando al micrófono—. Ahora oigamos a… veamos, Mags fue la primera en llegar esta mañana, por lo tanto vamos a seguir el orden de llegada. Freda, es tu turno.
Freda Dowling era una autoridad en la agricultura y cultivos del Neolítico.
—Lo que me sigue asombrando es cómo se hizo. Newgrange por sí misma ya es impresionante, pero pensemos en todo el Brú na Bóinne: Knowth y Dowth y los más de cuarenta túmulos sin nombre y demás monumentos rituales de la zona, algunos de los cuales sabemos que están relacionados…
De nuevo sabía más o menos por dónde se iba a mover el discurso de Freda.
—Sin la rueda, sin herramientas metálicas de ningún tipo, acarrearon cientos de rocas de más de diez toneladas cada una a lo largo de los muchos kilómetros que les separaban de donde las habían extraído…
Decidí que tenía que hablar con Sherry. Entonces el sentimiento de culpabilidad de estar celosa de Isabelle O’Riordan me invadió, no por su relación con él, sino porque ella se creía con derecho a soltar cualquier cosa que le viniera a la cabeza sobre Newgrange sin tener que someterla a un cierto rigor académico. Y, por lo que sabía, puede que un día tuviera razón.
—Trajeron guijarros hasta aquí por el río, desde las montañas del Mourne, piezas de cuarzo desde Wicklow, sólo para realzar el aspecto del lugar. Y después insertaron una maquinaria astronómica tan perfecta que sigue funcionando después de cinco mil años. Pensemos tan sólo, queridos amigos, que estamos encima del más antiguo reloj solar del planeta. Creo que Newgrange es un lugar que puede enseñarnos a ser menos arrogantes sobre el pasado. Muchas gracias.
Otra ronda de aplausos. Y me tocaba.
—Muchas gracias, Freda. Illaun, es tu turno.
Incluso ahora, a mis casi cuarenta años, seguía poniéndome nerviosa delante de mis antiguas profesoras, que evaluarían, no me cabe duda, mi contribución al tema, de acuerdo con la idea que tenían de mí en la universidad. «Una buena imaginación es esencial para ser arqueóloga, Illaun, —solía decirme Mags—, pero si quieres ser un nuevo Erich Von Daniken, te sugiero que estudies gestión hotelera». Ése era el punto de vista profesional sobre el ex hotelero que escribió
Los carros de los dioses.
«Imaginar, pero no alucinar», era el lema de Freda en versión gramatical reducida.
Inspiré hondo.
—Continuando con lo que Freda acaba de decir, los visitantes del Brú na Bóinne suelen preguntarse por qué la ventana solar sólo existe en uno de los túmulos. No puedo apartar de mí la idea de que la respuesta es muy obvia y que puede comprenderse sólo con mirar las cosas desde otra perspectiva.
»Supongamos que, en vez de tratar de interpretar la intrusión de su mundo en el nuestro, hacemos lo contrario proyectando algo de nuestro mundo en el suyo, con la imaginación claro está —«ya había soltado la palabra mágica». Miré las caras de las dos mujeres mayores. Sus expresiones no habían cambiado. «Continúa así».
»Si pudiéramos retroceder en el tiempo con algo de nuestra época para ofrecérselo a los pobladores de este lugar en un día como el de hoy de hace cinco mil años, con esto, por ejemplo —dije sacando el CD de mi bolsillo y sosteniéndolo para que reflejara la luz—, ¿qué creerían ellos que tenían que hacer con él?
—Lo que acabas de hacer —sugirió Hebe—. Reflejar el sol.
—Exacto. Por lo tanto, la gente reunida en la ladera y los de más allá percibirían un todavía más increíble espectáculo. —Pude ver la cara de perplejidad en mis colegas.
»Supongo que eso nos lleva a dos conclusiones. Una es que lo que sucedía en Newgrange en determinadas ceremonias era mucho más sorprendente de lo que nos podamos imaginar. Y la segunda es que la gente de aquel entonces no era seguramente muy diferente de nosotros, en el sentido de que hacemos que las cosas encajen con nuestras propias creencias y prácticas. Igual que ellos nunca hubieran imaginado un aparato reproductor de CD, nosotros seguimos ciegos al verdadero propósito de Newgrange, salvo que pensemos… —miré alrededor de la falsa bóveda construida para permitir que los rayos del sol entraran en el túmulo—. Haciendo mía una broma que suele decir un amigo, salvo que nos salgamos de la foto para verlo.
Cuando por fin empezaron, los aplausos fueron generosos. Seguramente intuyeron que había estado improvisando.
Hebe estaba a punto de decir algo cuando una voz de pito nos interrumpió gritando:
—¡Es un útero y no un sepulcro!
Isabelle vino hasta nosotros como si hubiéramos estado esperando sus últimas palabras como agua de mayo.
—Es un útero y no un sepulcro —repitió—. Y como mujer encuentro ofensivo que el dominio masculino de la arqueología lo haya mantenido oculto durante tanto tiempo. Es tan… tan patriarcal, tratar de acentuar la muerte sobre la vida, ¿no es verdad?