—¿Lo han identificado positivamente?
—Los dos estaban bastante seguros.
—¿Sabemos su paradero?
—La última dirección es la de un apartamento de Mestre, pero hace un año que no vive allí.
—¿Amigos? ¿Mujeres?
—Estamos investigando.
—¿Y qué sabemos de la familia?
—No lo había pensado. Tiene que estar en la ficha.
—Mire qué parientes tiene. Si se trata de alguien próximo, madre o hermanos, pongan a un agente en un apartamento cercano por si se presenta. No —dijo entonces, recordando lo poco que sabía del historial de Malfatti—; mejor pongan a dos.
—Sí, señor. ¿Algo más?
—¿Los papeles del banco y de la Liga?
—Esperamos que nos los envíen hoy.
—Los quiero cuanto antes. Aunque tengan que llevárselos por la fuerza. Quiero todos los papeles relacionados con los pagos en efectivo por los apartamentos, y quiero que interroguen a todos los del banco, que les pregunten si Mascari les dijo algo de la Liga. Cuando quiera que haya sido. Aunque tengan que pedir al juez que vaya con ustedes.
—Sí, señor.
—Cuando vayan al banco, traten de averiguar quién es el encargado de supervisar las cuentas de la Liga.
—¿Ravanello? —preguntó Vianello.
—Probablemente.
—Veremos lo que podemos encontrar. ¿Y Santomauro, comisario?
—Hoy hablaré con él.
—¿Será…? —Vianello se interrumpió antes de preguntar si le parecía prudente y dijo—: ¿Será posible, sin estar citado?
—Creo que el
avvocato
Santomauro estará muy interesado en hablar conmigo, sargento.
Y lo estaba. El bufete del
avvocato
se encontraba en
campo
San Luca, en el primer piso de un edificio situado a menos de veinte metros de tres bancos. «Qué práctico», pensó Brunetti, mientras la secretaria de Santomauro lo conducía al despacho del abogado, tras sólo unos minutos de espera.
Santomauro estaba sentado detrás de su escritorio. A su espalda tenía una gran ventana que daba al
campo
y que se hallaba herméticamente cerrada, porque la habitación estaba refrigerada, demasiado, casi hacía frío allí dentro, y la sensación se acentuaba cuando se veía a la gente transitar por el
campo
con los hombros, las piernas, la espalda y los brazos al aire, mientras aquí se agradecía la chaqueta y la corbata.
Santomauro levantó la cabeza cuando Brunetti entró en el despacho, pero no se molestó en sonreír ni en levantarse. Vestía traje gris clásico, corbata oscura y camisa blanca, impecable. Tenía unos ojos azules, separados, que miraban al mundo de frente, y la cara descolorida, con una palidez invernal: no hay vacaciones para los que laboran en las viñas de la ley.
—Siéntese, comisario —dijo—. ¿Para qué deseaba verme? —Extendió el brazo y movió un marco de plata ligeramente hacia la derecha, para ver mejor a Brunetti y para que Brunetti pudiera ver mejor la foto, en la que aparecían una mujer de la edad de Santomauro y dos jóvenes que se parecían a Santomauro.
—Por varias razones,
avvocato
Santomauro —respondió Brunetti sentándose frente a él—. Para empezar, deseo hacerle unas preguntas sobre la Lega della Moralità.
—Para eso tendrá que hablar con mi secretaria, comisario. Mi relación con la Liga es de índole casi enteramente ceremonial.
—No sé si he comprendido eso,
avvocato
.
—La Liga necesita una figura representativa, alguien que actúe de presidente. Pero estoy seguro de que usted ya habrá averiguado que los miembros del consejo no intervenimos en la gestión diaria de los asuntos de la Liga. Quien hace todo el trabajo es el director del banco que maneja las cuentas.
—¿Cuál es entonces su función concreta?
—Como le decía —explicó Santomauro con una leve sonrisa—, soy sólo una figura representativa. Tengo una cierta… una cierta… ¿podríamos llamarlo relevancia? en la comunidad y por ello se me ofreció la presidencia, pero es un cargo meramente honorífico.
—¿Quién se lo ofreció?
—La dirección del banco que gestiona las cuentas de la Liga.
—Si el director del banco se encarga de los asuntos de la Liga, ¿cuáles son sus funciones,
avvocato
?
—Hablo en nombre de la Liga cuando la prensa formula alguna pregunta o se solicita la opinión de la Liga sobre algún caso.
—Comprendo. ¿Y qué más?
—Dos veces al año me reúno con el empleado del banco encargado de la cuenta de la Liga, para hablar de la situación financiera de ésta.
—¿Y cuál es esa situación, si me permite la pregunta?
Santomauro apoyó las palmas de las manos en la mesa delante de sí.
—Como usted sabe, somos una institución sin ánimo de lucro, por lo que, en el aspecto económico, nos damos por satisfechos simplemente con mantenernos a flote.
—¿Y eso qué significa? ¿En el aspecto económico?
La voz de Santomauro se hizo aún más sosegada, su paciencia aún más audible.
—Que recaudamos suficiente dinero para poder seguir favoreciendo con nuestras donaciones a las personas seleccionadas para beneficiarse de ellas.
—¿Y quién selecciona a esas personas?
—El empleado del banco, por supuesto.
—¿Y quién decide la adjudicación de esos apartamentos que administra la Liga?
—La misma persona —dijo Santomauro permitiéndose una ligera sonrisa y agregó—: El consejo se limita a aprobar formalmente sus recomendaciones.
—Usted, en su calidad de presidente, ¿tiene alguna influencia en esto, algún poder de decisión?
—Creo que podría tenerlo, en el caso de que deseara ejercerlo. Pero, como le decía, comisario, nuestros cargos son meramente honoríficos.
—¿Qué significa eso,
avvocato
?
Antes de contestar, Santomauro apoyó la yema de un dedo en la mesa para recoger una mota de polvo, llevó la mano a un lado de la mesa y la agitó para desprenderse de la mota.
—Como le decía, mi cargo es sólo representativo. No me parecería correcto que, conociendo a tanta gente de la ciudad como conozco, tratara de escoger a los beneficiarios de la Liga. Y, si puedo tomarme la libertad de hablar en su nombre, estoy seguro de que lo mismo opinan mis compañeros de consejo.
—Ya —dijo Brunetti sin esforzarse por disimular su escepticismo.
—¿Le resulta difícil de creer, comisario?
—Sería una imprudencia por mi parte decirle qué es lo que me resulta difícil de creer,
avvocato
—dijo Brunetti. Y preguntó—: ¿Y el signar Crespo? ¿Se ocupa usted de sus bienes?
Hacía años que Brunetti no veía a una persona fruncir los labios, y esto precisamente hizo Santomauro antes de contestar:
—Yo era el abogado del
signor
Crespo y, por lo tanto, me ocupo de sus bienes, por supuesto.
—¿Son muy cuantiosos?
—Ésa es información confidencial, comisario, como usted debe de saber, siendo licenciado en derecho.
—Y supongo que la índole de su relación con el
signor
Crespo, cualquiera que sea, también será confidencial.
—Veo que recuerda el código, comisario —dijo Santomauro con una sonrisa.
—¿Podría decirme si ya se han entregado a la policía las cuentas de la Liga?
—Habla de la policía como si no formara parte de ella, comisario.
—Las cuentas,
signor
Santomauro, ¿dónde están?
—Pues en manos de sus colegas, comisario. Esta mañana he pedido a mi secretaria que sacara copias de todo.
—Queremos los originales.
—Desde luego, les he dado los originales, comisario —dijo Santomauro dispensando otra pequeña sonrisa—. Me he tomado la libertad de sacar copias para mí, por si se extravía algo mientras están en su poder.
—Muy precavido,
avvocato
—dijo Brunetti, pero él no sonrió—. No le entretengo más. Imagino lo precioso que ha de ser el tiempo de una persona de su relevancia social. Sólo una pregunta más. ¿Puede decirme quién es el empleado del banco que gestiona las cuentas de la Liga? Me gustaría hablar con él.
La sonrisa de Santomauro floreció.
—Me temo que eso será imposible, comisario. Las cuentas de la Liga siempre fueron gestionadas por el difunto Leonardo Mascari.
Brunetti volvió a su despacho admirado de la habilidad con que Santomauro había sugerido la culpabilidad de Mascari. El caso se apoyaba en unos presupuestos muy frágiles: si ahora se descubría alguna irregularidad en los documentos del banco, se podría alegar que de ellos se encargaba Mascari; los empleados del banco no sabrían, o podrían ser inducidos a no recordar, si alguna otra persona había llevado las cuentas de la Liga, y los asesinatos de Mascari y Crespo nunca serían aclarados.
En la
questura
, Brunetti fue informado de que los papeles de la Banca di Verona y la Liga habían sido entregados a los agentes que habían ido a recogerlos y que tres hombres de la Guardia di Finanza ya habían empezado a repasarlos, en busca de algún indicio de quién supervisaba las cuentas en las que se ingresaban los alquileres y con cargo a las cuales se extendían los cheques de los donativos de la Liga.
Brunetti comprendió que nada adelantaría quedándose a su lado mientras trabajaban, y como no podía reprimir el deseo de, por lo menos, pasar por delante del despacho en el que se les había instalado, para huir de la tentación salió a almorzar y eligió un restaurante del Ghetto, a pesar de que, para ir y volver, tendría que andar mucho, a la hora de más calor. Eran más de las tres cuando volvió, con la chaqueta empapada y los zapatos aprisionando unos pies que le ardían.
A los pocos minutos, Vianello entró en su despacho y dijo sin preámbulos:
—He comprobado la lista de los que reciben cheques de la Liga.
Brunetti conocía el tono.
—¿Y qué ha encontrado?
—Que la madre de Malfatti ha vuelto a casarse y tomado el apellido del nuevo marido.
—¿Y qué más?
—Que recibe cheques a nombre del primer marido y del segundo. Lo que es más, el segundo también cobra, y dos primos, y parece que cada uno recibe cheques con dos nombres distintos.
—¿A cuánto asciende todo lo que percibe la familia Malfatti?
—Los cheques son de unas quinientas mil liras al mes, lo que nos da un total de casi tres millones. —Vianello preguntó, casi involuntariamente—: ¿Cómo no se les ocurrió pensar que podían descubrirlos?
Brunetti, considerando que la respuesta era obvia, preguntó a su vez:
—¿Y qué han averiguado de los zapatos?
—Hasta ahora, nada. ¿Ha hablado con Gallo?
—Sigue en Milán, pero estoy seguro de que, si hubieran encontrado algo, Scarpa me hubiera llamado. ¿Qué hacen los de Delitos Monetarios?
Vianello se encogió de hombros.
— Están con eso desde esta mañana.
—¿Saben lo que tienen que buscar? —preguntó Brunetti sin poder reprimir un deje de impaciencia.
—Algún indicio sobre quién lo manejaba todo, supongo.
—¿Podría bajar a preguntarles si han encontrado algo? Si Ravanello está implicado, quiero proceder contra él lo antes posible.
—Sí, señor —dijo Vianello y salió del despacho.
Mientras esperaba el regreso del sargento, Brunetti se subió las mangas de la camisa, más para tener las manos ocupadas que por la esperanza de que ello le aliviara el calor.
Volvió a entrar Vianello, y traía la respuesta escrita en la cara.
—He hablado con su capitán. Dice que, por lo que han podido averiguar hasta ahora, el responsable era Mascari.
—¿Qué diablos significa eso? —preguntó Brunetti con sequedad.
—Es lo que me han dicho ellos —respondió Vianello, hablando despacio, con voz sosegada. Y, después de una larga pausa, agregó—: Señor. —Permanecieron un momento en silencio—. Quizá si hablara usted con ellos directamente podría hacerse una idea más clara de lo que eso significa.
Brunetti desvió la mirada y se bajó las mangas.
—Bajemos los dos, Vianello.
Era lo más parecido a una disculpa que estaba dispuesto a ofrecer, pero Vianello pareció darse por satisfecho. Con el calor que hacía en el despacho, probablemente era lo más que iba a conseguir.
Una vez abajo, Brunetti entró en el despacho en el que trabajaban los tres hombres uniformados de gris de la Guardia di Finanza. Estaban sentados a una larga mesa cubierta de carpetas y papeles. En la mesa había dos calculadoras de bolsillo y un ordenador portátil, y delante de cada uno de estos aparatos estaba sentado un funcionario. Como concesión al calor, se habían quitado la chaqueta de lana, pero aún llevaban la corbata.
El que estaba delante del ordenador levantó la cabeza al entrar Brunetti, miró un momento por encima de las gafas y siguió tecleando. Miró la pantalla, consultó uno de los papeles que tenía al lado del teclado, pulsó varias teclas y volvió a mirar la pantalla. Tomó la hoja de encima del montón que tenía a la derecha del ordenador, la pasó a la izquierda de cara abajo y empezó a leer números de la hoja siguiente.
—¿Quién está al mando? —preguntó Brunetti.
Un hombre bajito y pelirrojo levantó la mirada de una de las dos calculadoras y dijo:
—Un servidor. ¿El comisario Brunetti?
—El mismo —respondió Brunetti acercándose al hombre con la mano extendida.
—Capitán De Luca. —Y, en tono más familiar, mientras le estrechaba la mano, agregó—: Beniamino. —Agitó la mano sobre los papeles—. ¿Quería usted saber quién se encargaba de todo esto en el banco?
—Sí.
—En este momento, parece que lo llevaba todo un tal Mascari. Su clave figura en todas las transacciones y en muchos de los documentos que tenemos aquí se ve lo que parecen sus iniciales.
—¿Podría ser una falsificación?
—¿Qué quiere decir, comisario?
—Si alguien ha podido modificar esos documentos para dar la impresión de que los manejaba Mascari.
De Luca reflexionó un rato y respondió:
—Creo que sí. Si esa persona dispuso de un día o dos, pudo hacerlo. —Permaneció abstraído, como si estuviera planteándose mentalmente una fórmula algebraica—. Sí; pudo hacerlo cualquiera que conociera sus claves.
—En un banco, ¿en qué medida son secretos esos códigos de acceso?
—Yo diría que de secretos no tienen nada. Siempre hay empleados que tienen que consultar las cuentas de otros, y han de utilizar su código. Yo diría que eso sería muy fácil.