—¿Sabe desde cuándo pertenece a la liga o cómo se unió a ella?
—No, señor, pero puedo pedir a Nadia que trate de averiguarlo. ¿Por qué?
Brunetti le informó sucintamente de la presencia de Santomauro en el apartamento de Crespo y de sus subsiguientes llamadas telefónicas a Patta.
—Eso es muy interesante, ¿verdad, comisario?
—¿Usted lo conoce?
—¿A Santomauro? —preguntó Vianello innecesariamente. No sería a Crespo, desde luego.
Brunetti asintió.
—Era el abogado de mi primo, antes de hacerse tan famoso. Y tan caro.
—¿Qué decía de él su primo?
—No mucho. Era un buen abogado, pero siempre estaba dándole vueltas a la ley, para llevarla por donde a él le convenía.
Un tipo muy frecuente en Italia, pensó Brunetti, donde hay leyes escritas para casi todo pero casi ninguna está clara.
—¿Algo más? —preguntó Brunetti.
Vianello meneó la cabeza.
—No recuerdo más. Hace años de eso. —Antes de que Brunetti se lo pidiera, Vianello dijo—: Llamaré a mi primo y se lo preguntaré. Quizá conozca a otras personas para las que haya trabajado Santomauro.
Brunetti se inclinó en señal de agradecimiento.
—También me gustaría ver qué podemos encontrar acerca de esa liga… dónde se reúnen, cuántos son, quiénes son y qué es lo que hacen.
Ahora que lo pensaba detenidamente, a Brunetti le parecía curioso que una organización que era lo bastante famosa como para haberse convertido en blanco de comentarios humorísticos de casi toda la sociedad pudiera haber revelado tan poco acerca de sí misma. Todo el mundo sabía que la liga existía, pero, si Brunetti tenía que guiarse por su experiencia, nadie tenía una idea clara de cuáles eran sus actividades.
Vianello hacía anotaciones en su libreta.
—¿Quiere que pregunte también por la
signora
Santomauro?
—Sí; me interesa todo lo que pueda averiguar.
—Creo que es de Verona. Hija de un banquero. —Miró a Brunetti—. ¿Algo más?
—Sí; Francesco Crespo, ese travesti de Mestre. Pregunte si alguien de aquí lo conoce o ha oído hablar de él.
—¿Qué tiene Mestre contra él?
—Sólo que fue arrestado dos veces por venta de droga. Los de Antivicio lo tienen en la lista, pero ahora vive en un bonito apartamento de
viale
Ronconi, lo que supongo que significa que ha prosperado y dejado atrás
via
Cappuccina y los parques públicos. Y vea si Gallo ya tiene los nombres de los fabricantes del vestido y los zapatos.
—Veré lo que hay —dijo Vianello, sin dejar de escribir—. ¿Algo más, comisario?
—Sí; esté atento a cualquier denuncia de desaparición de un hombre de unos cuarenta años cuya descripción coincida con la del muerto. Está en la carpeta. Quizá la nueva secretaria pueda encontrar algo en el ordenador.
—¿En qué región, comisario? —preguntó Vianello, con la punta del bolígrafo apoyada en el papel.
El que el sargento no mostrara extrañeza indicó a Brunetti que se habían acostumbrado a contar con la nueva secretaria.
—Si es posible, que busque en todo el país. También turistas desaparecidos.
—¿No cree que fuera un chapero?
Brunetti recordó el cuerpo desnudo, tan terriblemente parecido al suyo.
—No era un cuerpo que invitara a pagar para utilizarlo.
El sábado por la mañana, Brunetti acompañó a su familia a la estación del ferrocarril, pero el grupito que subió al
vaporetto
número 1 en la parada de San Silvestro parecía decaído. Paola estaba enfadada porque Brunetti no dejaba lo que ella había dado en llamar «su travesti» para ir a Bolzano, por lo menos, el primer fin de semana de las vacaciones; Brunetti estaba molesto porque ella no lo comprendía; Raffaele estaba triste por tener que dejar atrás los encantos virginales de Sara Pagnuzzi, aunque era un consuelo pensar que se reunirían dentro de una semana y que, además, para entonces ya habría setas en el bosque. Chiara, como de costumbre, era totalmente altruista en su contrariedad, y estaba pesarosa porque su padre no iba con ellos a pesar de ser quien más necesitaba las vacaciones por lo mucho que trabajaba.
El código de la etiqueta familiar exigía que cada cual cargara con su propio equipaje, pero como Brunetti iba sólo hasta Mestre y tenía las manos libres, Paola le hizo acarrear su gran maleta, mientras ella llevaba únicamente su bolso de mano y la edición completa de las
Cartas de Henry James
, un tomo tan voluminoso que hizo pensar a Brunetti que, aunque él hubiera podido acompañarlos, su mujer tampoco hubiera tenido mucho tiempo que dedicarle. Al llevar Brunetti la maleta de Paola, se produjo una especie de efecto dominó, y Chiara metió varios libros suyos en la maleta de su madre, con lo que en la suya quedó espacio para el par de botas de montaña de repuesto de Raffi que, a su vez, tuvo que hacer un hueco para
La fuente sagrada
, que su madre pensaba poder terminar por fin este año.
Se instalaron todos en un compartimiento del tren de las 8:35, el cual dejaría a Brunetti en Mestre en diez minutos y a ellos, en Bolzano antes del almuerzo. Nadie tuvo mucho que decir durante el corto trayecto sobre la laguna; Paola se cercioró de que su marido tenía en la cartera el número de teléfono del hotel; Raffaele le recordó que éste era el tren que tomaría Sara dentro de una semana; y Brunetti se preguntó si también tendría que llevarle la maleta a ella.
En Mestre, Brunetti besó a sus hijos, y Paola fue con él hasta la plataforma.
—A ver si puedes subir el próximo fin de semana, Guido. O, mejor aún, ojalá resuelvas el caso y puedas venir antes.
Él le sonrió, pero no quiso decirle que no era probable que esto sucediera; al fin y al cabo, aún no sabían ni quién era el muerto. Dio a su mujer un beso en cada mejilla, se apeó del tren y retrocedió hasta el compartimiento donde se habían quedado sus hijos. Chiara ya estaba comiendo un melocotón. Desde el andén, a través del cristal de la ventanilla, vio a Paola entrar en el compartimiento y, casi sin mirar a su hija, sacar un pañuelo y dárselo. El tren empezó a moverse en el momento en que Chiara se enjugaba los labios y al volver la cara, vio a su padre. Se le iluminó el semblante y, con media barbilla todavía reluciente de zumo de melocotón, se acercó a la ventanilla de un salto.
—
Ciao, papà, ciao, ciao
—gritó por encima del zumbido de la locomotora. Se puso de pie en el asiento y sacó el brazo y agitó el pañuelo de Paola.
Él, desde el andén, agitó la mano hasta que perdió de vista la cariñosa banderita blanca.
En la
questura
de Mestre, al entrar en el despacho de Gallo, el sargento lo recibió en la puerta.
—Viene alguien a ver el cadáver —le dijo sin preámbulos.
—¿Quién? ¿Por qué?
—Esta mañana sus hombres han recibido una llamada. De una tal —el sargento miró un papel que tenía en la mano—
signora
Mascari. Su marido es el director de la sucursal de la Banca di Verana en Venecia. Falta de su casa desde el sábado.
—De eso hace una semana —dijo Brunetti—. ¿Por qué ha tardado tanto en notar su falta?
—Él tenía que hacer un viaje de trabajo. A Mesina. Se marchó el domingo por la tarde, y su esposa no ha vuelto a saber de él.
—¿Y ha dejado pasar una semana antes de llamarnos?
—Yo no he hablado con ella —dijo Gallo, casi como si Brunetti le hubiera acusado de negligencia.
—¿Quién ha atendido la llamada?
—No lo sé. No tengo más que un papel que he encontrado encima de la mesa, en el que se me informa de que la
signora
Mascari irá esta mañana a Umberto Primo a mirar el cadáver y que calculaba llegar a eso de las nueve y media.
Los dos hombres se miraron; Gallo se levantó la bocamanga y miró el reloj de pulsera.
—Sí —dijo Brunetti—. Vamos.
Siguió una serie de peripecias dignas del más absurdo celuloide rancio. El coche se atascó en el tráfico de primeras horas de la mañana, y el conductor decidió desviarse para acceder al hospital por la entrada posterior, lo que los metió en un atasco aún mayor, con el resultado de que llegaron al hospital después de que la
signora
Mascari hubiera no sólo identificado el cadáver como el de su marido, Leonardo, sino vuelto a subir al taxi que la había traído de Venecia, para hacerse llevar a la
questura
de Mestre, donde, según le dijeron, la policía respondería a sus preguntas.
Por consiguiente, cuando Brunetti y Gallo volvieron a la
questura
, la
signora
Mascari llevaba esperándolos más de un cuarto de hora. Estaba sentada, muy erguida y sola, en un banco de madera del pasillo, frente al despacho de Gallo. Era una mujer cuyo porte e indumentaria sugerían no ya que la juventud había pasado sino que nunca había existido. Llevaba un traje chaqueta de seda salvaje azul noche, de corte sobrio, con la falda un poco más larga de lo normal. El color de la tela ofrecía un fuerte contraste con la palidez de su cara.
La mujer levantó la mirada al acercarse los dos policías, y Brunetti observó que su pelo tenía aquel tinte caoba tan popular entre las mujeres de la edad de Paola. Iba poco maquillada, y se le veían arruguitas en torno a la boca y los ojos, aunque Brunetti no hubiera podido asegurar si se debían a la edad o al sufrimiento. Ella se levantó y avanzó un paso. Brunetti se paró y extendió la mano.
—
Signora
Mascari, comisario Brunetti, de la policía de Venecia.
Ella apenas hizo más que rozarle la mano un momento. El comisario vio que tenía los ojos brillantes, aunque no sabía si era brillo de lágrimas o reflejo de los cristales de las gafas.
—Mi más sincero pésame,
signora
Mascari. Comprendo lo terrible y doloroso que ha de ser este trance. —Ella no se daba por enterada de sus palabras—. ¿Desea que llamemos a alguien para que venga a hacerle compañía?
Ahora la mujer movió la cabeza negativamente.
—Explíqueme qué pasó —dijo.
—Entremos en el despacho del sargento Gallo —dijo Brunetti extendiendo el brazo para abrir la puerta.
Se hizo a un lado para que pasara ella y volvió la cabeza hacia Gallo, que levantó las cejas con gesto de interrogación; Brunetti asintió, y el sargento entró con ellos. Brunetti acercó una silla a la
signora
Mascari, que se sentó y lo miró.
—¿Desea tomar algo,
signora
, un vaso de agua, un té?
—No. Nada. Dígame qué ha pasado.
Pausadamente, el sargento Gallo se sentó detrás de su escritorio y Brunetti, en una silla, no lejos de la
signora
Mascari.
—El cadáver de su marido fue hallado en Mestre el lunes por la mañana. En el hospital le habrán dicho que la causa de la muerte fue un golpe en la cabeza.
—También tenía golpes en la cara —interrumpió ella. Después de decir esto, desvió la mirada y la bajó a las manos.
—¿Sabe de alguien que quisiera causar daño a su marido,
signora
? ¿Alguien que le hubiera amenazado o discutido con él?
Ella movió la cabeza en una negativa inmediata.
—Leonardo no tenía enemigos —dijo.
Por lo que Brunetti había podido observar, nadie llega a director de banco sin hacerse enemigos, pero se reservó el comentario.
—¿Su marido le habló de algún contratiempo que hubiera tenido en el banco? ¿Un empleado al que hubiera tenido que despedir? ¿Alguien a quien se le hubiera denegado un préstamo y le hiciera responsable a él?
—No. —Ella volvió a mover la cabeza—. Nada de eso. Nunca ha tenido problemas.
—¿Y con la familia de usted,
signora
? ¿Tampoco había tenido diferencias?
—Pero, ¿qué es esto? —inquirió ella—. ¿Por qué me hace estas preguntas?
—
Signora
—empezó a decir Brunetti con un ademán que él pretendía apaciguador—, la forma en que mataron a su marido, la violencia empleada, parece indicar que quienquiera que lo hiciera tenía razones para odiarlo, y mucho. Por eso, antes de ponernos a buscar al asesino, hemos de tener una idea de por qué hizo lo que hizo. Y estas preguntas son necesarias, aunque me consta que son dolorosas.
—Es que no puedo decirles nada. Leonardo no tenía enemigos.
Después de repetir esto, la mujer miró a Gallo, como para ponerlo por testigo, o pedirle que la ayudara a convencer a Brunetti de que debía creerla.
—Cuando el domingo su marido salió de casa, ¿iba a Mesina? —preguntó Brunetti. Ella asintió—. ¿Sabe a qué iba,
signora
?
—Dijo que eran asuntos del banco y que regresaría el viernes. Ayer.
—¿No le dijo el motivo del viaje?
—No; ni esta vez ni las otras. Solía decir que su trabajo no era interesante, y casi nunca me hablaba de él.
—¿Tuvo noticias suyas después de que se fuera?
—No. Salió para el aeropuerto el domingo por la tarde. Iba a Roma, donde tenía que cambiar de avión.
—¿La llamó por teléfono? ¿La llamó desde Roma o desde Mesina?
—No; no acostumbraba llamar. Cuando salía de viaje, iba a donde tuviera que ir y luego regresaba a casa. O me llamaba desde el despacho si se iba directamente a trabajar.
—¿Eso era normal?
—¿Era normal qué?
—Que durante sus viajes no se pusiera en contacto con usted.
—Ya se lo he dicho. —Su voz se hizo ahora un poco áspera—. Hacía varios viajes al año, seis o siete, por asuntos del banco. A veces, me enviaba una postal o me traía un regalo, pero nunca llamaba.
—¿Cuándo empezó a alarmarse,
signora
?.
—Anoche. Pensé que, por la tarde, a la vuelta del viaje, habría ido al despacho y que después vendría a casa. A eso de las siete, al ver que no venía, llamé al banco, pero ya estaba cerrado. Llamé a dos de los hombres que trabajaban con él, pero no los encontré. —Aquí se interrumpió, aspiró profundamente y prosiguió—: Quería creer que había entendido mal el día o la hora de su regreso, pero esta mañana ya no podía más y he llamado al banco, a uno de sus colaboradores, que ha hablado con Mesina y luego me ha llamado.
La mujer enmudeció.
—¿Qué le ha dicho,
signora
?
Ella se oprimió los labios con el nudillo del índice, quizá para evitar que las palabras salieran, pero había visto el cadáver en el depósito, por lo que de nada servía tratar de engañarse.
—Me ha dicho que Leonardo no había ido a Mesina. Entonces he llamado a la policía. Los he llamado a ustedes. Y me han dicho… cuando les he dado la descripción de Leonardo… me han dicho que viniera. Y he venido.