—Espléndido. —Y miró los papeles que ella le había traído.
La oyó alejarse y levantó la cabeza para verla marchar. Una falda ni corta ni larga y unas bonitas, muy bonitas, piernas. Al llegar a la puerta, ella se volvió y al ver que él la observaba sonrió de nuevo. Él bajó la mirada a los papeles. ¿Quién podía poner a una criatura el nombre de Elettra? ¿Y cuánto haría de eso? ¿Veinticinco años? Zorzi; él conocía a muchos Zorzi, pero ninguno capaz de bautizar a una hija con el nombre de Elettra. La puerta se cerró y él se concentró en los papeles, pero éstos no tenían mucho interés, era como si en Venecia el crimen estuviera de vacaciones.
Cuando Brunetti bajó a ver a Patta, tuvo que pararse en el antedespacho, atónito. Durante muchos años, en aquel espacio no hubo más que un paragüero de loza desportillada y un escritorio cubierto de números atrasados del tipo de revistas que suele haber en la sala de espera de un dentista. Las revistas habían desaparecido y en su lugar había un ordenador conectado a una impresora colocada en una mesa metálica baja, a la izquierda del escritorio. Delante de la ventana, en lugar del paragüero, había otra mesita, ésta de madera, con un jarrón de cristal que contenía un enorme ramo de gladiolos naranja y amarillos.
O Patta había decidido consultar a un decorador o la nueva secretaria opinaba que la opulencia que Patta consideraba adecuada para su despacho debía salpicar la zona de trabajo de sus subordinados. En aquel momento, como al conjuro del pensamiento de Brunetti, entró en el despacho la nueva secretaria.
—Esto queda muy bien —dijo él abarcando el antedespacho con un ademán.
Ella cruzó por su lado, dejó una brazada de carpetas en el escritorio y se volvió a mirarlo.
—Me alegro de que le guste, comisario. Era imposible trabajar aquí tal como estaba esto. Esas revistas… —agregó con un ligero estremecimiento.
—Son bonitas las flores. ¿Son para celebrar su llegada?
—Oh, no —respondió ella con naturalidad—. He pasado un pedido permanente a Fantin para que traigan flores frescas todos los lunes y jueves. —Fantin, el florista más caro de la ciudad. Dos veces por semana. ¿Cien ramos al año? Ella interrumpió sus cálculos explicando—: Como tengo que encargarme también de confeccionar la cuenta de gastos del
vicequestore
, decidí incluir las flores como una partida necesaria.
—¿Y Fantin también traerá flores para el despacho del
vicequestore
?
—¡Ni hablar! —Su sorpresa parecía auténtica—. Estoy segura de que el
vicequestore
puede pagarlas de su bolsillo. No estaría bien gastar el dinero del contribuyente de ese modo. —Dio la vuelta al escritorio y encendió el ordenador—. ¿Deseaba usted algo, comisario? —preguntó, dando por zanjada la cuestión de las flores.
—Nada, de momento,
signorina
—dijo él mientras la muchacha se inclinaba sobre el teclado.
Brunetti llamó a la puerta del despacho y se le invitó a entrar. Patta estaba sentado detrás del escritorio, como siempre, pero esto era lo único que seguía como de costumbre. La mesa, habitualmente limpia de cuanto pudiera asociarse con el trabajo, estaba cubierta de carpetas e informes y a un lado había hasta un arrugado diario. No era el consabido
L'Osservatore Romano
que leía Patta, descubrió Brunetti, sino el sensacionalista
La Nuova
, un diario cuya gran tirada parecía confirmar la creencia de que si, por un lado, hay en el mundo mucha gente que comete bellaquerías, hay, por otro, mucha más gente que quiere que se las cuenten. Hasta el aire acondicionado parecía haber dejado de funcionar en este despacho, uno de los pocos que disponían de él.
—Siéntese, Brunetti —ordenó el
vicequestore
.
Siguiendo la dirección de la mirada de Brunetti, Patta reparó en los papeles esparcidos por la mesa, los amontonó de cualquier manera, los apartó hacia un lado y dejó la mano encima, como olvidada.
—¿Cómo marcha lo de Mestre? —preguntó por fin a Brunetti.
—Todavía no hemos identificado a la víctima. Hemos enseñado su retrato a muchos de los travestis que allí trabajan, pero ninguno lo ha reconocido. —Patta no dijo nada—. Dos de los interrogados por mí dijeron que la cara les resultaba familiar, pero ninguno pudo concretar más, lo que podría significar cualquier cosa. O nada. Creo que otro de los hombres interrogados lo reconoció, pero lo negó categóricamente. Me gustaría volver a hablar con él, pero podría haber dificultades.
—¿Santomauro? —preguntó Patta, que, con esta pregunta, consiguió sorprender a Brunetti por primera vez en todos los años que llevaban trabajando juntos.
—¿Cómo se ha enterado de lo de Santomauro? —le espetó Brunetti, y agregó, para suavizar la brusquedad—: Señor.
—Me ha llamado tres veces —dijo Patta, y agregó en voz baja, pero procurando que Brunetti lo oyera—: El muy hijo de puta.
La insólita pero deliberada indiscreción de Patta puso en guardia a Brunetti, que mentalmente empezó una minuciosa búsqueda de los hilos que podían relacionar a los dos hombres. Santomauro era un célebre abogado y su clientela estaba formada por empresarios y políticos de toda la región del Véneto. Normalmente, eso bastaría para que Patta se desviviera por lisonjearle. Entonces recordó que la Lega della Moralità de la Santa Madre Iglesia y de Santomauro estaba bajo el patrocinio y dirección de la fugada Maria Lucrezia Patta. ¿Qué sermones sobre el matrimonio, su sagrado vínculo y obligaciones no habría largado Santomauro por teléfono al
vicequestore
?.
—Efectivamente —dijo Brunetti, decidiéndose a reconocer la mitad de lo que sabía—, es el abogado de Crespo. —Si Patta estaba dispuesto a creer que un comisario de policía no encontraba nada de particular en la circunstancia de que un abogado de la categoría de Giancarlo Santomauro representara a un travesti, no sería él quien le abriera los ojos—. ¿Qué le ha dicho?
—Que usted había acosado y aterrorizado a su cliente, que había utilizado una «brutalidad innecesaria», literalmente, para tratar de obligarle a dar información. —Patta se frotó un lado de la mandíbula, y Brunetti observó que, al parecer, su superior no se había afeitado aquella mañana—. Yo, naturalmente, le he dicho que no estaba dispuesto a escuchar estas críticas sobre un comisario de policía y que, si lo deseaba, podía presentar una denuncia oficialmente. —Por regla general, ante una queja semejante, de un hombre de la importancia de Santomauro, Patta hubiera prometido una sanción inmediata para el funcionario, cuando no su degradación y traslado a Palermo durante tres años. Y, por regla general, Patta hubiera cumplido su promesa antes de pedir más detalles. Patta prosiguió, en su papel de defensor del principio de la igualdad de todos ante la ley—: No pienso tolerar una injerencia civil en el funcionamiento de los organismos del Estado.
Lo cual, según Brunetti, traducido libremente, significaba que Patta tenía una cuenta pendiente con Santomauro y apoyaría al comisario, mal que al otro le pesara.
—¿Entonces, cree que podría volver a interrogar a Crespo?
Por furioso que estuviera con Santomauro, hubiera sido mucho pedir que Patta venciera un hábito de décadas y ordenara expresamente a un policía un acto que contrariaba a un hombre con influencias políticas.
—Haga usted lo que considere necesario, Brunetti.
—¿Desea algo más, señor?
Patta no contestó, y Brunetti se puso en pie.
—Otra cosa, comisario —dijo Patta antes de que Brunetti diera media vuelta para marcharse.
—¿Sí, señor?
—Usted tiene amigos en el mundo de la prensa, ¿verdad? —Por todos los santos, ¿iría Patta a pedirle ayuda? Brunetti fijó la mirada en un punto situado encima de la cabeza de su superior y asintió vagamente—. Le agradecería que se pusiera en contacto con ellos. —Brunetti carraspeó y se miró las puntas de los pies—. En estos momentos, me encuentro en una situación embarazosa, Brunetti, y preferiría que esto no fuera más allá de lo que ya ha ido.
Patta no dijo más.
—Haré cuanto pueda, señor —dijo Brunetti sin convicción, pensando en sus «amigos del mundo de la prensa», dos especialistas en economía y un editorialista político.
—Bien —dijo Patta y, al cabo de un momento añadió—: He pedido a la nueva secretaria que recoja información sobre sus impuestos. —No hacía falta que Patta puntualizara de quién eran los impuestos—. Le he dicho que le entregue a usted todo lo que encuentre.
Brunetti quedó tan sorprendido que no pudo sino mover la cabeza de arriba abajo.
Patta se inclinó sobre sus papeles, lo que Brunetti interpretó como una despedida y salió del despacho. La
signorina
Elettra no estaba en su escritorio, y Brunetti le dejó una nota: «¿Podría ver qué encuentra en el ordenador acerca de los asuntos del
avvocato
Giancarlo Santomauro?»
Brunetti subió a su despacho, sintiendo el calor que parecía extenderse por todos los rincones e intersticios de la casa, a pesar de los gruesos muros y los suelos de mármol, trayendo consigo una densa humedad que hacía que los papeles se rizaran y se pegaran a la mano. Se acercó a una de las ventanas, que estaban abiertas, pero que lo único que se conseguía era dejar entrar más calor y humedad en el despacho. La marea estaba en su nivel más bajo, y el olor a podrido, que siempre acechaba bajo la superficie, ahora afloraba y llegaba hasta aquí, cerca de la gran extensión de agua que se abría frente a San Marco. De pie delante de la ventana, mientras sentía cómo el sudor le traspasaba la camisa y el pantalón y asomaba junto al cinturón, pensaba en las montañas de Bolzano y en los gruesos edredones bajo los que dormían en las noches de agosto.
Fue a la mesa, llamó a la oficina general y pidió al agente que contestó que dijera a Vianello que subiera. Minutos después, el sargento de más edad entraba en el despacho. Generalmente, por estas fechas, Vianello tenía la piel del marrón rojizo del
bresaola
, el filete de buey curado al aire que tanto gustaba a Chiara, pero este año seguía con su palidez invernal. Al igual que la mayoría de los italianos de su edad y formación, Vianello siempre se había creído a salvo de las probabilidades estadísticas. Por culpa del tabaco se morían los otros; por comer cosas grasas, el colesterol les subía a los otros, y sólo los otros sufrían los infartos. Desde hacía muchos años, todos los lunes leía la sección de «Salud» del
Corriere della Sera
, pese a estar convencido de que aquellos percances los sufrían los otros por su mal proceder.
Pero aquella primavera habían extirpado al sargento Vianello cinco melanomas precancerígenos de la espalda y los hombros, y los médicos le habían recomendado que no tomara el sol. Al igual que Saulo camino de Damasco, Vianello se había convertido y, al igual que san Pablo, había tratado de propagar su evangelio particular. Pero Vianello no contaba con uno de los rasgos más característicos de la idiosincrasia italiana: la omnisciencia. Todas las personas con las que hablaba sabían más que él acerca del tema, más acerca de la capa de ozono y más acerca de los fluorocarbonos y sus efectos en la atmósfera. Por otra parte, todos y cada uno sabían que toda esta cháchara acerca del peligro del sol no era sino otra
bidonata
, otro cuento, otro camelo, aunque nadie estaba seguro de la finalidad del engaño.
Cuando Vianello, animado de fervor paulino, ilustraba sus argumentos con las cicatrices de su espalda, le decían que su caso particular no demostraba absolutamente nada, que las estadísticas eran engañosas y que, además, a ellos no podía ocurrirles nada. Y Vianello había descubierto entonces esta curiosa peculiaridad de los italianos: para ellos no existe más verdad que la experiencia personal, y todas las pruebas que desmientan sus convicciones pueden descartarse. Y Vianello, a diferencia de san Pablo, había renunciado a su misión y se había comprado un tubo de crema de protección solar 30 que se aplicaba en la cara en invierno y en verano.
—¿Sí,
dottore
? —dijo al entrar.
Vianello había dejado la chaqueta y la corbata en la oficina de abajo y llevaba una camisa blanca de manga corta y el pantalón azul marino del uniforme. Había perdido peso desde el nacimiento de su tercer hijo, ocurrido el año anterior, y decía que quería adelgazar aún más, para estar en mejor forma. Un hombre que frisaba los cincuenta, con un hijo tan pequeño, tenía que cuidarse. Con aquel bochorno y con la imagen de los edredones grabada en la mente, lo último en lo que Brunetti quería pensar ahora era en la salud, ya fuera la suya o la de Vianello.
—Siéntese, Vianello.
El sargento ocupó su asiento de costumbre y Brunetti se instaló detrás del escritorio.
—¿Qué puede decirme acerca de esa Lega della Moralità? —preguntó Brunetti.
Vianello le miró entornando los ojos con gesto inquisitivo pero, en vista de que no llegaba más información, sopesó la pregunta y respondió:
—No sé gran cosa de ellos. Tengo entendido que se reúnen en una iglesia… ¿Santi Apostoli…? No; ésos son los
catecumeni
, los de las guitarras y todos esos. La liga se reúne en casas particulares, creo, o en la sala de actos de algún centro parroquial. Que yo sepa, no representan una tendencia política. No estoy seguro de lo que hacen, pero, a juzgar por el nombre, da la impresión de que deben de felicitarse de lo buenos que son ellos y lo malos que son los demás. —Hablaba en un tono displicente, indicativo del desdén que le inspiraba semejante estupidez.
—¿Conoce a algún miembro de esa asociación, Vianello?
—¿Yo, comisario? No, señor, ni ganas. —Sonreía al decirlo, hasta que advirtió la expresión de Brunetti—. Ah, lo dice en serio. A ver, deme un minuto para pensarlo. —Pensó durante el minuto solicitado abrazándose una rodilla con las manos enlazadas y mirando al techo—. Hay una persona, una mujer que trabaja en el banco. Nadia la conoce mejor que yo. Es decir, la trata más que yo, ya que ella es quien suele ir al banco. Pero recuerdo que un día comentó que le parecía extraño que una persona tan agradable tuviera algo que ver con esa gente.
—¿Por qué diría eso? —preguntó Brunetti.
—¿El qué?
—¿Por qué supuso que no eran buena gente?
—Porque el nombre ya lo dice todo, comisario: Lega della Moralità, como si la hubieran inventado ellos. Hablando con franqueza, deben de ser un hatajo de
basibanchi
. —Con esta palabra del más puro veneciano, que designa despectivamente a los que se arrodillan en la iglesia inclinándose hasta besar el banco, Vianello daba prueba de la plasticidad de su dialecto y de su propia sensatez.