A las cuatro menos veinte, todavía en su puesto y ahora con el propósito de marcharse a las cuatro, oyó un golpe seco en el piso de abajo. Se puso de pie y subió al segundo escalón. Oyó que debajo de él se abría una puerta, y se quedó quieto. La puerta se cerró, una llave giró en la cerradura y en la escalera sonaron pasos. Brunetti asomó la cabeza y vio alejarse una figura. A aquella luz, sólo distinguió a un hombre alto con traje oscuro y una cartera en la mano, pelo negro y, en la nuca, la fina franja de una camisa blanca. El hombre se puso de perfil al empezar a bajar el siguiente tramo, pero en aquella penumbra no se distinguían sus facciones. Brunetti bajaba silenciosamente tras él. Al pasar por la puerta del banco miró por el ojo de la cerradura, y vio que dentro estaba oscuro.
Abajo, se abrió y se cerró la puerta de la calle, y Brunetti bajó corriendo las escaleras restantes. Se paró en la puerta, la abrió rápidamente y salió al
campo
. El sol lo deslumbró un momento y se cubrió los ojos con la mano. Cuando la retiró, recorrió el
campo
con la mirada, pero sólo se veía a gente con ropa deportiva de colores pastel o camisa blanca. Fue hasta la esquina de la calle della Bissa, y no vio en ella a ningún hombre con traje oscuro. Cruzó corriendo el
campo
y miró por la estrecha calle que conducía al primer puente. Tampoco allí se veía al hombre. Había por lo menos otras cinco
calli
que partían del
campo
, y Brunetti comprendió que, si las inspeccionaba todas, podía perder al hombre. Decidió mirar directamente en el embarcadero de Rialto, por si tomaba un barco. Sorteando a unos y empujando a otros, corrió hasta el borde del agua y subió hacia el embarcadero del 82. Llegó en el momento en que salía un barco en dirección a San Marcuola y la estación del ferrocarril.
Abriéndose paso entre un grupo de turistas japoneses, llegó al borde del canal. Cuando el barco pasó frente a él, miró a los pasajeros que lo llenaban, tanto a los que iban de pie en la cubierta como a los que viajaban sentados dentro. Casi todos los hombres iban en mangas de camisa. Por fin, en el lado opuesto de la cubierta, descubrió a una figura con traje oscuro y camisa blanca. El hombre acababa de encender un cigarrillo y se volvió para arrojar el fósforo al canal. La espalda parecía la misma, pero Brunetti comprendía que no podía tener la certeza absoluta. Cuando el hombre se volvió, Brunetti miró fijamente su perfil, tratando de grabarlo en la memoria, hasta que lo perdió de vista, cuando el barco pasó bajo el puente de Rialto.
Brunetti hizo lo que hace todo hombre sensato que se siente decaído: se fue a casa y llamó a su mujer. En la habitación de Paola, Chiara contestó al teléfono.
—Oh,
ciao
, papà, cómo me hubiera gustado que estuvieras en el tren. Hemos estado parados más de dos horas a la entrada de Vicenza. Nadie sabía por qué, hasta que el revisor nos ha dicho que una mujer se había arrojado a la vía entre Vicenza y Verona, y que por eso había que esperar. Supongo que tendrían que limpiarlo, ¿verdad? Cuando por fin hemos arrancado, he estado mirando por la ventanilla hasta Verona, pero no he visto nada. ¿Crees que eso se limpia tan pronto?
—Supongo,
cara
. ¿Está tu madre?
—Sí, papá. Pero quizá el cisco estaba en el otro lado de la vía, ¿no?
—Quizá. Chiara, ¿me dejas hablar con tu
mamma
?
—Claro que sí, está aquí. ¿Por qué crees tú que una persona se tira debajo de un tren?
—A lo mejor porque no le dejan hablar con quien ella quiere.
—Oh, papá, qué tonto. Ahora se pone.
¿Tonto? ¿Tonto? Él creía estar hablando completamente en serio.
—
Ciao
, Guido —dijo Paola—. ¿Has oído? Tenemos una hija muy truculenta.
—¿Cuándo habéis llegado?
—Hace media hora. Hemos tenido que comer en el tren. Un asco. ¿Qué has hecho tú? ¿Has encontrado la
insalata di calamari
?
—No; acabo de llegar.
—¿De Mestre? ¿Has comido?
—No; tenía cosas que hacer.
—Está bien, hay
insalata di calamari
en el frigorífico. Cómetela hoy o mañana, porque no aguantará mucho con este calor. —Se oyó al fondo la voz de Chiara, y Paola preguntó—: ¿Vendrás mañana?
—No puedo. Hemos identificado el cadáver.
—¿Quién era?
—Mascari, Leonardo. Director de la Banca di Verona en Venecia. ¿Lo conocías?
—No. ¿Era veneciano?
—Creo que sí. Su mujer lo es.
Volvió a oírse la voz de Chiara, ahora con insistencia. Luego Paola dijo:
—Perdona, Guido. Chiara se va de paseo y no encontraba el jersey.
Esta sola palabra hizo a Brunetti más consciente del calor que permanecía estancado entre las paredes del apartamento, a pesar de estar abiertas todas las ventanas.
—Paola, ¿tienes el número de Padovani? No viene en la guía. —Sabía que ella no le preguntaría por qué quería el número, y explicó—: Me parece la única persona que podría contestar unas preguntas sobre el mundo gay de esta ciudad.
—Lleva años viviendo en Roma, Guido.
—Ya lo sé, Paola, pero viene cada dos o tres meses, para hacer sus reseñas de las exposiciones de arte, y su familia aún vive aquí.
—Bien, quizá sí —dijo ella, consiguiendo dar la impresión de que no la convencía—. Un segundo, voy a buscar la agenda. —Tardó el tiempo suficiente como para convencer a Guido de que la agenda estaba en otra habitación y hasta, quizá, en otro edificio. Por fin volvió—: Guido, es el cinco veintidós, cuarenta y cuatro, cero cuatro. Creo que aún está a nombre del antiguo propietario de la casa. Si hablas con él, salúdale de mi parte.
—De acuerdo. ¿Dónde está Raffi?
—Oh, en cuanto dejamos las maletas, ha desaparecido. No espero verlo antes de la cena.
—Dale un beso de mi parte. Te llamaré durante la semana.
Con mutuas promesas de llamadas y otra recomendación sobre la
insalata di calamari
, se despidieron, y Brunetti pensó que era muy extraño que un hombre estuviera una semana fuera de casa sin llamar a su mujer. Quizá si no tenían hijos era diferente, aunque le parecía que no.
Marcó el número de Padovani y, como venía ocurriendo en Italia cada vez con más frecuencia, un voz grabada le dijo que el
professore
Padovani no podía atenderle en este momento y que lo llamaría lo antes posible. Brunetti dejó un mensaje en el que rogaba al
professore
Padovani que lo llamara, y colgó.
Fue a la cocina y sacó del frigorífico la famosa
insalata
. Retiró la lámina de plástico que la cubría y tomó con los dedos un trozo de calamar. Mientras masticaba, extrajo del frigorífico una botella de
soave
y se sirvió una copa. Con el vino en una mano y la
insalata
en la otra, salió a la terraza y dejó ambas cosas en la mesita de cristal. Entonces se acordó del pan y volvió a la cocina en busca de un
panino
. Una vez allí, se sintió civilizado, y sacó un tenedor del cajón de arriba.
De vuelta en la terraza, partió pan, puso un trozo de calamar encima y se lo metió en la boca. Desde luego, los bancos también tienen cosas que hacer el sábado: el dinero no descansa, y quien estuviera trabajando durante el fin de semana no querría perder tiempo hablando por teléfono, diría que se habían equivocado de número y no volvería a contestar. Para no interrumpir el trabajo.
La ensalada tenía demasiado apio para su gusto, y apartó con el tenedor varios dados hacia el borde del bol. Se sirvió más vino y se puso a pensar en la Biblia. Si mal no recordaba, en el Evangelio según san Marcos, había un pasaje que relataba la desaparición de Jesús durante el regreso a Nazareth, del primer viaje que hizo con sus padres a Jerusalén. María creía que iba con José y los demás hombres y este santo varón pensaba que Jesús hacía el viaje con su madre y las mujeres. No descubrieron su desaparición hasta que la caravana acampó para pasar la noche, y resultó que Jesús había vuelto a Jerusalén y estaba enseñando en el Templo. El Banco de Verona creía que Mascari estaba en Mesina y la oficina de Mesina debía de creer que estaba en otro sitio, o hubieran preguntado por él.
Brunetti entró en la sala y vio un cuaderno de Chiara encima de la mesa, entre un puñado de bolígrafos y lápices. Abrió la libreta, vio que estaba por estrenar y, como le gustó el dibujo de Mickey Mouse que tenía en la tapa, se la llevó a la terraza, junto con un bolígrafo.
Empezó a escribir la lista de lo que había que hacer el lunes por la mañana. Llamar al Banco de Verona, para averiguar adonde tenía que ir Mascari y luego ponerse en contacto con el otro banco para descubrir qué excusa se les había dado para explicar su no comparecencia. Indagar por qué no se había progresado en la investigación de la procedencia de los zapatos y el vestido. Empezar a escarbar en el pasado de Mascari, tanto personal como financiero. Y repasar el informe de la autopsia, por si se mencionaba el afeitado de las piernas. También, enterarse de qué había podido descubrir Vianello acerca de la liga y del
avvocato
Santomauro.
Oyó sonar el teléfono y, con la esperanza de que fuera Paola, aun comprendiendo que no podía ser ella, entró para contestar.
—
Ciao
, Guido. Damiano. He encontrado tu mensaje.
—
Professore
? —preguntó Brunetti.
—Bah, eso —respondió el periodista, con indolencia—. Me sonaba bien, y estoy probándolo en el contestador esta semana. ¿Qué? ¿No te gusta?
—Claro que me gusta —respondió Brunetti sin pensar—. Suena muy bien. Pero, ¿de qué eres profesor?
En el extremo de la línea de Padovani se instaló un largo silencio.
—Hace tiempo, en los años setenta, di clases de pintura en un colegio de niñas. ¿Te parece que eso cuenta?
—Supongo —admitió Brunetti.
—Bien, de todos modos, quizá ya sea hora de cambiar el mensaje. ¿Cómo crees que sonaría
commendatore
?. ¿
Commendatore
Padovani? Me gusta, sí. ¿Cambio el mensaje y vuelves a llamar?
—No, Damiano, no te molestes. Yo quería hablar de otra cosa.
—Me alegro. Tardo una eternidad en cambiar el mensaje, con tantos botones. La primera vez me armé un lío y quedaron grabados todos los tacos que solté a la máquina. Pasó una semana y, como no había tenido ningún mensaje, pensé que quizá el chisme no funcionaba y llamé a mi número desde una cabina. Qué escándalo, menudo lenguaje tenía la máquina. Vine corriendo y cambié el mensaje inmediatamente. Pero todavía no me aclaro. ¿Seguro que no quieres volver a llamarme dentro de veinte minutos?
—No, Damiano, mejor otro día. ¿Estás libre ahora?
—Para ti, Guido, como dijo un poeta inglés en un contexto completamente diferente, estoy «franco como el camino y libre como el viento».
Brunetti comprendió que Padovani esperaba que le preguntara quién era el poeta, pero se abstuvo.
—Se trata de algo que puede requerir mucho tiempo. ¿Quieres que cenemos juntos?
—¿Y Paola?
—Se ha ido a las montañas con los niños.
Padovani guardó silencio, y Brunetti comprendió que su interlocutor empezaba a hacer especulaciones acerca de esta separación.
—Se me ha presentado un caso de asesinato, y hace meses que habíamos reservado el hotel, así que Paola y los niños se han ido a Bolzano. Si resuelvo el caso pronto, me reuniré con ellos. Por eso te llamo. Quizá puedas ayudarme.
—¿En un caso de asesinato? Oh, qué emoción. Desde lo del sida, apenas tengo contacto con la clase criminal.
—¿Ah, sí? —dijo Brunetti, sin saber muy bien qué responder a eso—. ¿Cenamos por ahí? Donde tú digas.
Padovani reflexionó un momento y dijo:
—Guido, mañana regreso a Roma y tengo la casa llena de comida. ¿Por qué no vienes y me ayudas a terminarla? Nada complicado, pasta y lo que encuentre por ahí.
—Magnífico. Dime dónde vives.
—En Dorsoduro. ¿Conoces el
ramo
Dietro gl'Incurabili?
Era un pequeño
campo
con una fuente, situado detrás del Zattere.
—Sí.
—De espaldas a la fuente, mirando al pequeño canal, la primera puerta de la derecha.
Con estas indicaciones, un veneciano encontraría la casa más fácilmente que con el nombre de la calle y el número.
—Bien. ¿A qué hora?
—A las ocho.
—¿Qué quieres que lleve?
—Absolutamente nada. Si trajeras algo tendríamos que comérnoslo y con lo que tengo en casa podría alimentar a un equipo de fútbol. Nada. Por favor.
—De acuerdo. Hasta las ocho. Y gracias, Damiano.
—Encantado. ¿Sobre qué quieres preguntar? ¿O debería decir «sobre quién»? Si me adelantas algo, podría empezar a hacer memoria. O incluso alguna llamada telefónica.
—Sobre dos hombres. Leonardo Mascari…
—No lo conozco —atajó Padovani.
—… y Giancarlo Santomauro.
Padovani silbó.
—Así que por fin os habéis topado con el insigne
avvocato
, ¿eh?
—Hasta las ocho.
—Cómo te gusta tener en vilo a la gente —dijo Padovani entre risas, y colgó.
A las ocho en punto, Brunetti, duchado y afeitado y con una botella de Barbera debajo del brazo, tocó el timbre de la casa situada a la derecha de la fuente del
ramo
Dietro gl'Incurabili. La fachada de la casa, que tenía un solo timbre y, por consiguiente, representaba el mayor de los lujos —un edificio aislado, propiedad de una sola persona—, estaba cubierta de jazmines que ascendían de dos tiestos de barro cocido situados a cada lado de la entrada. Padovani abrió la puerta casi al momento y tendió la mano a Brunetti. Su apretón era enérgico y cordial. Sin soltar a su visitante, lo atrajo al interior.
—Quítate del calor. Debo de estar loco para volver a Roma con esta temperatura, pero allí por lo menos tengo un apartamento climatizado.
Soltó la mano de Brunetti y retrocedió un paso. Como suelen hacer dos personas que llevan mucho tiempo sin verse, se examinaban el uno al otro con disimulo, para descubrir posibles cambios. ¿Más grueso, más delgado, más canoso, más viejo?
Brunetti, después de convencerse de que Padovani conservaba el aspecto del gorila que, desde luego, no era, miró en derredor. Se encontraba en un espacio cuadrado, de dos pisos de altura, cubierto por un tejado con claraboyas. Una escalera de madera ascendía a una galería situada a media altura, que recorría las cuatro paredes del cuadrilátero, abierta en tres lados y cerrada en el cuarto, que debía de contener el dormitorio.