Su razonamiento parecía a Brunetti completamente lógico. El ministro, en palabras de Vianello, no se atrevería a presentarse en Venecia en el mes en que la mitad de las playas de la costa adriática estaban cerradas a los bañistas a causa de la contaminación, una ciudad en la que se acababa de saber que el pescado que constituía la base de la alimentación de su población contenía unos índices peligrosos de mercurio y otros metales pesados.
—Veré lo que puedo hacer —dijo Brunetti.
Satisfecho con la perspectiva de conseguir algo más que unas flores, que sabía que Brunetti no dejaría de comprar, Vianello sacó la libretita y empezó a leer el informe redactado con los datos recogidos por su esposa.
—La Liga se fundó hará unos ocho años, nadie sabe exactamente por quién ni para qué. Puesto que se supone que se dedica a las buenas obras, tales como llevar juguetes a los orfanatos y comidas a domicilio a los ancianos, siempre ha tenido buena reputación. Con los años, el municipio y algunas de las iglesias le han cedido la administración de apartamentos vacantes que alquila a bajo precio o cede gratuitamente a ancianos o disminuidos. —Vianello interrumpió un momento la lectura y explicó—: Como todos sus empleados son voluntarios, se le concedió el título de institución benéfica.
—Lo cual significa —apostilló Brunetti— que no está obligada a pagar impuestos y que el Gobierno la hará objeto de la cortesía habitual de no inspeccionar sus cuentas o, si acaso, sólo someramente.
—Somos dos corazones que laten al unísono,
dottore
. —Brunetti ya sabía que Vianello había cambiado de filiación política, pero ¿también de retórica?—. Lo más curioso,
dottore
, es que Nadia no ha podido hablar con alguien que perteneciera a la Liga. Porque resulta que ni siquiera la mujer del banco es miembro. Muchos decían que conocían a alguien que creían que era miembro y luego resultaba que no estaban seguros. Habló con dos de estos presuntos miembros y dijeron que no lo eran.
—¿Y las obras benéficas? —preguntó Brunetti.
—También muy vagas. Llamó a los hospitales, y ninguno había tenido contacto con la Liga. Yo pregunté en la agencia de asistencia a los ancianos, y nadie había oído decir que la Liga hiciera algo por los viejos.
—¿Y los orfanatos?
—Nadia habló con la madre superiora de la orden que regenta los tres más importantes. Dijo que había oído hablar de la Liga, pero nunca había recibido ayuda.
—¿Y la mujer del banco? ¿Por qué pensaba Nadia que era miembro?
—Porque vive en un apartamento administrado por la Liga. Pero ni ha sido miembro ni, según dice, conoce a ninguno. Nadia sigue buscando.
Si Nadia esperaba retribución por todo este tiempo, probablemente Vianello acabaría pidiéndole el resto del mes de permiso.
—¿Y Santomauro? —preguntó Brunetti.
—Al parecer, todo el mundo sabe que es el jefe, pero no cómo ha llegado a serlo. Y, lo que es aún más interesante, nadie tiene idea de qué significa ser el jefe.
—¿No celebran reuniones?
—Se dice que sí. En salas parroquiales o en casas particulares. Pero Nadia tampoco pudo encontrar a alguien que hubiera asistido a alguna.
—¿Ha preguntado a los del departamento de Finanzas?
—No; pensé que lo haría Elettra.
¿Cómo, «Elettra»? ¿Qué era esto, la familiaridad del converso?
—Yo pedí a la
signorina
Elettra que viera qué información podía encontrar en el ordenador, pero esta mañana aún no la he visto.
—Me parece que está abajo, en el archivo —dijo Vianello.
—¿Qué hay de la vida profesional de Santomauro?
—Éxitos y sólo éxitos. Representa a dos de las inmobiliarias más importantes de la ciudad, a dos concejales y por lo menos a tres bancos.
—¿Es uno de ellos la Banca di Verona?
Vianello miró la libreta y volvió una página.
—Sí. ¿Cómo lo ha sabido?
—No lo sabía, pero es donde trabajaba Mascari.
—Dos y dos, cuatro, ¿verdad? —dijo Vianello.
—¿Relaciones políticas? —preguntó Brunetti.
—¿Con dos concejales entre sus clientes? —dijo Vianello, respondiendo con otra pregunta.
—¿Y la esposa?
—Al parecer, nadie sabe mucho de ella, pero todo el mundo está convencido de que es la que manda en la familia.
—¿Hay más familia?
—Dos hijos. Uno, arquitecto y el otro, médico.
—La familia italiana perfecta —observó Brunetti, y preguntó—: ¿Y de Crespo? ¿Qué se sabe?
—¿Ha visto su ficha de Mestre?
—Sí. Lo de costumbre. Drogas. Intento de extorsión a un cliente. Nada de violencia. Ninguna sorpresa. ¿Ha descubierto usted algo más?
—No mucho más —respondió Vianello—. Le han atacado dos veces, pero las dos veces dijo que no sabía quién había sido. Rectifico: la segunda vez. —Vianello pasó varias páginas de la libreta—. Aquí está. Dijo que había sido «asaltado por unos ladrones».
—¿«Asaltado»?
—Es lo que ponía el informe. Lo copié palabra por palabra.
—El
signor
Crespo debe de leer muchas novelas.
—Demasiadas, diría yo.
—¿Ha encontrado algo más? ¿A nombre de quién está extendido el contrato del apartamento?
—No, señor. Lo comprobaré.
—Y diga a la
signorina
Elettra que mire si encuentra algo acerca de las finanzas de la Liga, o de Santomauro, Crespo o Mascari. Declaración de impuestos, extractos bancarios, préstamos. Esta información tiene que estar disponible.
—Ella sabrá cómo conseguirla —dijo Vianello tomando notas—. ¿Desea algo más, comisario?
—Nada más. Tan pronto como sepa algo, comuníquemelo. O si Nadia encuentra a algún miembro.
—Sí, señor —dijo Vianello poniéndose en pie—. Esto es lo mejor que podía ocurrir.
—¿A qué se refiere?
—Nadia empieza a interesarse por mi trabajo. Ya sabe cómo ha estado durante estos últimos años, siempre gruñendo cuando yo salía tarde o tenía que trabajar el fin de semana. Pero, nada más probarlo, se ha lanzado como un sabueso. Tendría usted que oírla hablar por teléfono, cómo sonsaca a la gente. Lástima que en el Cuerpo no tengamos eventuales.
Brunetti calculó que, si se daba prisa, podría llegar a la Banca di Verona antes de que cerrara, siempre y cuando una oficina que actuaba desde un primer piso y que no parecía tener un lugar para desarrollar las funciones públicas propias de un banco tuviera un horario regular. Llegó a las doce y veinte y, al encontrar cerrada la puerta de la calle, apretó el botón situado junto a la sencilla placa de latón que tenía grabado el nombre del banco. La puerta se abrió con un chasquido, y Brunetti se encontró en el pequeño zaguán en el que había estado el sábado con la anciana.
En lo alto de la escalera, Brunetti vio que la puerta del banco estaba cerrada, por lo que tuvo que pulsar otro timbre. Al cabo de un momento oyó acercarse unos pasos, se abrió la puerta y apareció un joven alto y rubio que, evidentemente, no era el hombre al que había visto salir el sábado por la tarde.
El comisario sacó del bolsillo su carnet y lo mostró al joven.
—
Buon giorno
. Comisario Brunetti, de la
questura
de Venecia. Deseo hablar con el
signor
Ravanello.
—Un momento, por favor —dijo el joven, y cerró la puerta rápidamente, antes de que Brunetti pudiera impedírselo. Pasó un minuto largo, la puerta volvió a abrirse, y el comisario se encontró frente a otro hombre, ni rubio ni alto, pero tampoco el que él había visto en la escalera.
—¿Sí? —preguntó a Brunetti, como si el anterior hubiera sido un espejismo.
—Deseo hablar con el
signor
Ravanello.
—¿De parte de quién?
—Ya se lo he dicho a su compañero. Comisario Guido Brunetti.
—Ah, sí, un momento.
Esta vez, Brunetti estaba preparado, ya tenía el pie levantado, para interponerlo en el umbral a la primera señal de que el hombre fuera a cerrar la puerta. Había aprendido el truco en las novelas de intriga y nunca había tenido ocasión de ponerlo en práctica
Tampoco ahora pudo probarlo. El hombre acabó de abrir la puerta y dijo:
—Por favor, comisario, pase. El
signor
Ravanello lo recibirá con mucho gusto.
Parecía una suposición un tanto temeraria, pero no sería Brunetti quien le negara el derecho a opinar.
Las oficinas parecían ocupar la misma superficie que el apartamento de la anciana. El hombre lo llevó por un despacho que correspondía a la sala de estar, también con cuatro ventanas que daban al
campo
. Había tres hombres con traje oscuro sentados ante sendos escritorios, pero ninguno de ellos se molestó en apartar la mirada de la pantalla de su ordenador cuando Brunetti cruzó el despacho. Su acompañante se paró delante de una puerta que, en casa de la anciana, era la de la cocina. Llamó y entró sin esperar respuesta.
El despacho tenía las mismas dimensiones que la cocina, pero aquí, en el lugar del fregadero, había cuatro archivadores y, en el de la mesa de mármol, un gran escritorio de roble, detrás del cual estaba sentado un hombre alto, de pelo negro, complexión mediana, camisa blanca y traje oscuro. Brunetti no tuvo necesidad de verlo de espaldas para reconocer en él al hombre que había salido del banco el sábado por la tarde y al que luego había visto en el
vaporetto
.
En el
vaporetto
estaba lejos y llevaba gafas oscuras, pero no cabía duda de que era él. Tenía la boca pequeña, los ojos hundidos, las cejas muy pobladas y una nariz larga, de patricio, que atraía al centro de la cara la mirada del observador que, en un primer momento, no se fijaba en el cabello, muy espeso y rizado.
—
Signor
Ravanello, soy el comisario Guido Brunetti.
Ravanello se levantó y le tendió la mano.
—Ah, sí, sin duda viene usted por este terrible asunto de Mascari. —Volviéndose hacia el otro hombre, dijo—: Gracias, Aldo. —El empleado salió del despacho y cerró la puerta—. Por favor, siéntese —le invitó Ravanello, y rodeó la mesa para situar una de las dos sillas que había al otro lado frente a la suya. Cuando Brunetti se hubo sentado, Ravanello volvió a ocupar su lugar—. Esto es terrible, es terrible. He hablado con la dirección del banco en Verona. Ninguno de nosotros tiene ni idea de lo que se puede hacer al respecto.
—¿Para reemplazar a Mascari? Porque él era el director de la sucursal, ¿verdad?
—Sí, en efecto. Pero no, la dificultad no está en sustituirle. Esto ya está decidido.
Ravanello hizo una pausa antes de decir cuál era la causa de la preocupación del banco, pero Brunetti aprovechó la interrupción para preguntar:
—¿Quién va a sustituirle?
Ravanello levantó la mirada, sorprendido por la pregunta.
—Yo le sustituyo, ya que era su subdirector. Pero, como le digo, no es esto lo que preocupa al banco.
Que Brunetti supiera —y la experiencia no había demostrado que estuviera equivocado—, lo único que preocupaba a un banco era cuánto dinero ganaba o perdía. Con una sonrisa de curiosidad, preguntó:
—¿Y qué es,
signor
Ravanello?
—El escándalo. Este espantoso escándalo. Usted debe de saber que una persona que ocupa un cargo de responsabilidad en un banco ha de ser prudente. La discreción es imprescindible.
Brunetti sabía que si un empleado de banca era visto en una sala de juego o firmaba un cheque sin fondos podía ser despedido; pero no le parecía que esto fuera una servidumbre excesiva para una persona a quien la gente confiaba su dinero.
—¿A qué escándalo se refiere?
—Siendo comisario de policía, debe de saber las circunstancias en las que fue hallado el cadáver de Leonardo.
Brunetti asintió.
—Por desgracia, eso ha pasado a ser de dominio público, tanto aquí como en Verona. Hemos recibido numerosas llamadas de nuestros clientes, personas que habían tratado con Leonardo durante muchos años. Tres de ellos han retirado sus fondos del banco. Dos tenían cuentas considerables, lo que supone una fuerte pérdida para el banco. Y hoy es sólo el primer día.
—¿Cree que esas decisiones son consecuencia de las circunstancias en que fue hallado el cadáver del
signor
Mascari?
—Eso me parece obvio. Yo diría que no puede estar más claro —dijo Ravanello, pero parecía más preocupado que indignado.
—¿Cree que habrá más cancelaciones de cuentas por esta causa?
—Quizá. O quizá no. Estos casos representan pérdidas reales que podemos atribuir directamente a la muerte de Leonardo. Pero nos preocupan mucho más las pérdidas potenciales.
—¿Por ejemplo?
—Las personas que opten por no trabajar con nosotros. Personas que, al enterarse de esto, decidan confiar su cuenta a otro banco.
Brunetti reflexionó y reparó una vez más en que los banqueros siempre evitaban utilizar la palabra «dinero», y pensó en la amplia variedad de palabras que habían inventado para sustituir esa voz más vulgar: fondos, inversiones, líquido, activo. Por regla general, los eufemismos se utilizaban para cosas más elementales, como la muerte y las funciones corporales. ¿Significaba esto que había algo intrínsecamente sórdido en el dinero y que el lenguaje de los banqueros trataba de enmascarar o negar su inmundicia? Volvió a mirar a Ravanello.
—¿Tiene idea de la cantidad que eso pueda suponer?
—No —dijo Ravanello, moviendo la cabeza, como si hablaran de la muerte o de una grave enfermedad—. Imposible calcularlo.
—Y lo que llama usted pérdidas reales, ¿a cuánto ascienden?
La expresión de Ravanello reflejó ahora cautela.
—¿Podría decirme para qué necesita esa información, comisario?
—No es que yo necesite esa información en concreto,
signor
Ravanello. Aún nos encontramos en la fase inicial de esta investigación y deseo reunir la mayor cantidad de información posible, del mayor número de fuentes posible. No estoy seguro de qué información resultará importante, y eso no podremos determinarlo hasta que sepamos todo lo que haya que saber acerca del
signor
Mascari.
—Comprendo —dijo Ravanello. Extendió el brazo y se acercó una carpeta—. Tengo aquí esas cifras, comisario. Precisamente estaba estudiándolas. —Abrió la carpeta y recorrió con el dedo una columna de nombres y números extraída de un ordenador—. La cuantía de las dos cuentas principales rescindidas; la tercera es insignificante, es de unos ocho mil millones de liras.