Vestido para la muerte (21 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Vestido para la muerte
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—¿Y una bomba? —preguntó Brunetti con un involuntario escalofrío, al pensar en los destrozos que producían las bombas utilizadas contra políticos y jueces.

—No; no creo que sea usted lo bastante importante —dijo Vianello.

Triste consuelo, pero consuelo al fin.

—Gracias. Supongo que lo intentarán desde algún coche o moto en marcha.

—¿Y qué dispone usted, comisario?

—Quiero agentes, por lo menos, en dos casas, uno a cada extremo de la calle. Y alguien en la parte trasera de un coche, entre los asientos, pero tendría que ser un voluntario. Un coche cerrado, con este calor, será un infierno. Tres personas en total. No creo poder asignar a nadie más.

—Yo no quepo entre los asientos de un coche, y no me seduce quedarme quieto en una casa, vigilando. Lo que me gustaría es aparcar a la vuelta de la esquina, si consigo convencer a una de las agentes para que me haga compañía y nos arrullemos un rato.

—Quizá la
signorina
Elettra se ofrezca voluntaria —rió Brunetti.

La voz de Vianello tenía una sequedad insólita al decir:

—No bromeo, comisario. Conozco esa calle; mi tía de Treviso siempre deja el coche allí cuando viene a vernos, y al regreso yo la acompaño. He visto allí a muchas parejas en coches, por lo que una más no llamará la atención.

Brunetti fue a preguntar qué pensaría Nadia de esto, pero reflexionó y optó por callar.

—De acuerdo, pero tiene que ser una voluntaria. No me gusta hacer intervenir a una mujer en una misión peligrosa. —Antes de que Vianello pudiera hacer alguna objeción, Brunetti agregó—: Aunque sea agente de policía.

¿Había mirado al techo Vianello al oírlo? A Brunetti le parecía que sí, pero no hizo ningún comentario.

—¿Algo más, sargento?

—¿Le ha dicho que esté allí a la una?

—Sí.

—No hay trenes a esa hora. Tendrá que ir en autobús y cruzar la estación y el túnel a pie.

—¿Y cómo regreso a Venecia?

—Eso depende de lo que ocurra, supongo.

—Sí, naturalmente.

—Veré si encuentro a alguien que quiera meterse entre los asientos del coche —dijo Vianello.

—¿Quiénes tienen el turno de noche esta semana?

—Riverre y Alvise.

—Ah —hizo Brunetti tan sólo, pero la exclamación no podía ser más elocuente.

—Son los que están en la lista.

—Pues vale más que los sitúe en las casas. —Ninguno de los dos quería decir que, si los ponían en la parte trasera de un coche, era probable que tanto Riverre como Alvise se quedaran dormidos. Naturalmente, también en la casa podían dormirse, pero allí quizá la curiosidad de los dueños contribuyera a mantenerlos despiertos.

—¿Y los otros? ¿Cree que podrá conseguir voluntarios?

—No habrá dificultades —le aseguró Vianello—. Gallo no tendrá inconveniente, y también hablaré con Maria Nardi. Quizá ella quiera venir. Su marido estará en Milán una semana, haciendo un cursillo. Además, son horas extras, ¿verdad?

Brunetti asintió y dijo:

—Pero dígales que puede haber peligro.

—¿Peligro? ¿En Mestre? —rió Vianello descartando la idea, y añadió—: ¿Quiere llevar radio?

—No creo que haga falta, si puedo contar con ustedes cuatro.

—Por lo menos, con dos —puntualizó Vianello, ahorrándole la violencia de tener que hablar mal de sus subalternos.

—Si vamos a tener que estar de pie toda la noche, vale más que ahora nos vayamos un rato a casa —dijo Brunetti mirando el reloj.

—Hasta la noche, comisario —dijo Vianello poniéndose de pie.

Como había dicho Vianello, a la hora en que Brunetti tenía que estar en la estación de Mestre no circulaban trenes, por lo que el comisario tuvo que tomar el autobús de la línea 1. Cuando el vehículo se detuvo en la parada situada frente a la estación, él fue el único pasajero que se apeó.

Subió la escalinata de la estación, luego bajó al paso subterráneo para cruzar las vías y salió a una calle tranquila, bordeada de árboles. A su espalda quedaba el aparcamiento, bien iluminado y lleno de los coches que allí pasaban la noche. En la calle que tenía delante había coches aparcados a uno y otro lado, a la luz difusa de las escasas farolas que se filtraba a través de los árboles. Brunetti permaneció en el lado derecho de la calle, en el que había menos árboles y más luz. Fue hasta la primera bocacalle, se paró y miró a derecha e izquierda. Unos cuatro coches más abajo, al otro lado de la calle, vio una pareja que se abrazaba con ansia, pero la cabeza de la mujer le tapaba la cara del hombre, y no hubiera podido decir si era Vianello o algún otro padre de familia que hurtaba una hora a sus obligaciones.

Brunetti miró calle abajo, examinando las casas de uno y otro lado. A media manzana, por la ventana de una planta baja, se filtraba el leve resplandor grisáceo de un televisor. Todas las demás estaban oscuras. Riverre y Alvise estarían en dos de estas ventanas, pero no deseaba mirar en dirección a ellos; temía que pudieran tomarlo como una señal y salir corriendo en su ayuda.

Torció por la primera bocacalle, buscando en el lado derecho un Panda azul claro. Fue hasta el final de la calle, sin ver ningún coche que se ajustara a esta descripción, dio media vuelta y retrocedió. Nada. Observó que en la esquina había un gran contenedor de desperdicios, y cruzó al otro lado, pensando una vez más en las fotografías de los restos del coche del juez Falcone. Un coche entró en la calle desde la rotonda, aminoró la marcha, yendo hacia Brunetti, que retrocedió buscando la protección de los coches aparcados, pero el recién llegado pasó y entró en el aparcamiento. El conductor salió, cerró la puerta y desapareció por el túnel de la estación.

Diez minutos después, Brunetti volvió a bajar por la misma calle. Ahora miraba al interior de cada coche. En uno había una manta en el suelo entre los asientos y, sintiendo el calor que hacía al aire libre, compadeció a quienquiera que estuviera debajo.

Al cabo de media hora, Brunetti comprendió que Crespo no se presentaría. Volvió a la calle transversal, giró a la izquierda y bajó hasta el coche en el que seguía arrullándose la pareja. Brunetti dio unos golpecitos con los nudillos en el capó y Vianello soltó a la sofocada agente Maria Nardi y bajó del coche.

—Nada —dijo Brunetti mirando su reloj—. Son casi las dos.

—Qué se le va a hacer —suspiró Vianello—. Regresemos. —Se agachó para decir a la mujer—: Llame a Riverre y Alvise. Nos volvemos. Que nos sigan.

—¿Y el que está en el coche? —preguntó Brunetti.

—Ha venido con Riverre y Alvise. Se irán juntos.

Dentro del coche, la agente Nardi decía por radio a los otros dos agentes que nadie había acudido a la cita y que regresaban todos a Venecia. Miró a Vianello:

—Ya está, sargento. Ahora salen.

Dicho esto, la mujer salió del coche y abrió la puerta trasera.

—No; quédese ahí —dijo Brunetti—. Yo iré detrás.

—No importa, comisario —dijo ella con una sonrisa tímida, y agregó—: Además, me gustaría alejarme un poco del sargento.

Subió al coche y cerró la puerta.

Brunetti y Vianello se miraron por encima del coche. Vianello esbozó una sonrisa tímida. Entraron en el coche. Vianello hizo girar la llave del contacto. El motor arrancó y se oyó un agudo zumbido.

—¿Qué es eso? —preguntó Brunetti. Para él, como para la mayoría de venecianos, los coches eran objetos extraños.

—El cinturón de seguridad —dijo Vianello tirando de la cinta y abrochándola al lado de la palanca del cambio.

Brunetti no hizo nada. Seguía oyéndose el zumbido.

—¿No puede parar eso, Vianello?

—Se parará solo, en cuanto usted se ponga el cinturón.

Brunetti rezongó entre dientes que no le gustaba que una máquina le dijera lo que tenía que hacer, pero se abrochó el cinturón, y luego murmuró que estaba seguro de que esto debía de ser otra de las chorradas ecológicas de Vianello. Haciendo como si no le oyera, el sargento metió la primera y apartó el coche del bordillo. Al llegar al extremo de la calle esperaron unos minutos hasta que el otro coche se unió a ellos. El agente Riverre iba sentado al volante, Alvise, a su lado y, al volverse a hacerles una seña, Brunetti vio otro bulto detrás, con la cabeza apoyada en el respaldo.

A esa hora apenas circulaban coches, y no tardaron en llegar a la carretera que conducía a Ponte della Libertà.

—¿Qué cree que ha podido ocurrir? —preguntó Vianello.

—Creí que era una encerrona o que alguien pretendía intimidarme, pero quizá me equivocaba y Crespo realmente quería verme.

—¿Y ahora qué hará?

—Mañana iré a verlo, para enterarme de por qué no se ha presentado.

Entraron en el puente. Al frente se veían las luces de la ciudad y a cada lado se extendía un agua negra y lisa, moteada a la izquierda por puntos luminosos de las lejanas islas de Murano y Burano. Vianello aceleró, deseoso de llegar al garaje y, luego, a casa. Todos estaban cansados y defraudados. El segundo coche, que les seguía de cerca, se desvió de pronto al carril central y Riverre aceleró y los adelantó. Alvise asomó la cabeza por la ventanilla y saludó con la mano alegremente.

Al verlos, la agente Nardi se inclinó hacia adelante y puso la mano en el hombro de Vianello.

—Sargento —dijo y se interrumpió levantando la mirada hacia el retrovisor en el que de pronto habían aparecido unos faros deslumbrantes. La agente Nardi le clavó los dedos en el hombro y sólo pudo decir—: «¡Cuidado!» —antes de que el coche que les seguía se desviara al carril central, se situara a su lado y golpeara deliberadamente el guardabarros delantero izquierdo de su coche. La fuerza del impacto los lanzó hacia la derecha haciéndoles chocar contra la barandilla del puente.

Vianello hizo girar el volante hacia la izquierda, pero su reacción fue lenta, las ruedas traseras derraparon y el coche se desplazó al carril central. Otro coche que venía detrás a toda velocidad hizo un quiebro y pasó por el espacio que quedaba a la derecha, entre ellos y la barandilla. Entonces chocaron con la barandilla de la izquierda y el coche giró sobre sí mismo y quedó en el carril central, de cara a Mestre.

Atontado, sin saber si le dolía algo, Brunetti miró a través del destrozado parabrisas y sólo vio la refracción de potentes faros que se acercaban y pasaban a su derecha, primero un par y luego otro. Se volvió hacia su izquierda y vio a Vianello inclinado hacia adelante, con el cuerpo sujeto por el cinturón. Brunetti soltó el suyo, se volvió y agarró del hombro a Vianello.

—Lorenzo, ¿está bien?

El sargento abrió los ojos y miró a Brunetti.

—Creo que sí.

Brunetti soltó el otro cinturón. Vianello siguió erguido.

—Fuera de aquí —dijo Brunetti tirando de la palanca de la puerta—. Salgamos antes de que uno de esos locos nos embista.

Señalaba por lo que quedaba del parabrisas las luces que venían de Mestre.

—Llamaré a Riverre —dijo Vianello inclinándose hacia la radio.

—No; han pasado otros coches. Ya habrán avisado a los carabinieri de
piazzale
Roma.

Como confirmando sus palabras, empezó a oírse una sirena en el extremo del puente y a lo lejos parpadearon las luces azules del coche de los carabinieri que se acercaba rápidamente circulando en dirección contraria.

Brunetti se apeó y abrió la puerta trasera. La subagente Maria Nardi yacía en el asiento posterior, con el cuello doblado en un ángulo inverosímil.

20

El efecto fue tan deprimente como es de suponer. Ninguno de los dos había visto al coche que los embestía, no sabían ni el color ni el tamaño, aunque, por la violencia del impacto, tenía que ser grande y potente. No había otro coche lo bastante cerca como para que alguien viera lo ocurrido y, si lo vio, no lo denunció. Era evidente que, después de golpearlos, su atacante había seguido hacia
piazzale
Roma, dado la vuelta rápidamente y regresado al continente, incluso antes de que se avisara a los carabinieri.

Allí mismo se certificó la defunción de la agente Nardi, cuyos restos fueron trasladados al
hospedale civile
, donde la autopsia confirmaría lo que era claramente visible por la posición de la cabeza.

—Tenía veintitrés años —dijo Vianello sin mirar a Brunetti—. Se casó hace seis meses. Su marido está fuera, haciendo un cursillo de informática. En el coche me decía cómo deseaba que Franco volviera a casa y lo mucho que lo echaba de menos. Durante la hora que hemos estado esperando no sabía hablar más que de él. Era una criatura.

Brunetti no supo qué decir.

—Debí obligarla a ponerse el cinturón. Aún viviría.

—Basta, Lorenzo —dijo Brunetti con voz áspera, pero no de cólera. Estaban en la
questura
, en el despacho de Vianello, esperando a que pasaran a máquina sus informes del incidente, para firmarlos antes de marcharse a casa—. Podríamos seguir así toda la noche. Yo no debí acudir a la cita de Crespo. Debí comprender que era demasiado fácil, debí desconfiar, cuando en Mestre no ocurría nada. No faltaría sino lamentarnos de no haber llevado un coche blindado.

Vianello estaba sentado a un lado de su escritorio, mirando por encima del hombro de Brunetti. Tenía un bulto en el lado derecho de la frente, que empezaba a amoratarse.

—Lo hecho, hecho está, y ella ha muerto —dijo con voz incolora.

Brunetti se inclinó hacia adelante y le oprimió el brazo.

—No la hemos matado nosotros, Lorenzo. Han sido los de ese otro coche. No podemos hacer nada más que tratar de encontrarlos.

—Pero eso no va a ayudar a Maria —dijo Vianello con amargura.

—En este mundo, ya nada puede ayudar a Maria Nardi, Lorenzo. Los dos lo sabemos. Pero quiero encontrar a los hombres que iban en ese coche y a quienquiera que los haya enviado.

Vianello asintió, pero no tenía nada que decir a esto.

—¿Y quién se lo dirá al marido?

—¿Dónde está?

—En el hotel Imperio de Milán.

—Yo lo llamaré por la mañana —dijo Brunetti—. De nada serviría llamar ahora, como no fuera para adelantarle el sufrimiento.

Un agente de uniforme entró en el despacho con los originales de sus informes y dos fotocopias de cada uno. Los dos hombres leyeron atentamente el texto, firmaron el original y las copias y los devolvieron al agente. Cuando éste se fue, Brunetti se puso en pie y dijo:

—Creo que ya es hora de irse a casa, Lorenzo. Son más de las cuatro. ¿Ha llamado a Nadia?

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