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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Vestido para la muerte (30 page)

BOOK: Vestido para la muerte
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Brunetti se puso en pie y acabó de bajar la escalera tan aprisa como podía, mientras sacaba la pistola, pero cuando llegó a la calle, Malfatti había desaparecido y Vianello yacía contra el murete del canal, con la camisa manchada de la sangre que le chorreaba de la nariz. Cuando Brunetti se inclinaba sobre él, los otros tres agentes salieron de la librería con las metralletas preparadas, pero sin nadie a quien apuntar con ellas.

27

Vianello no tenía rota la nariz, pero estaba atontado. Con ayuda de Brunetti, se puso en pie y estuvo un momento tambaleándose, mientras se limpiaba la nariz con la mano.

Acudía gente, las viejas preguntaban qué ocurría y las verduleras relataban a las clientes recién llegadas lo que habían visto. Brunetti dio media vuelta y casi tropezó con un carrito metálico lleno de hortalizas. Furioso, lo apartó de un puntapié y se acercó a dos hombres que trabajaban en el barco más próximo. Como estaban delante de la puerta, tenían que haberlo visto todo.

—¿Por dónde se ha ido?

Los dos hombres señalaron hacia la parte baja del
campo
, pero luego uno indicó la dirección del puente de la Accademia y el otro, la del puente de Rialto.

Brunetti llamó con una seña a uno de los agentes, que se acercó para ayudarle a llevar a Vianello a la lancha. El sargento se desasió bruscamente y dijo que podía andar solo. Desde la cubierta de la embarcación, Brunetti dio por radio a la
questura
la descripción de Malfatti y ordenó que se repartieran copias de su fotografía a todos los agentes y se radiara su descripción a todas las patrullas.

Cuando los agentes hubieron embarcado, el piloto hizo retroceder la lancha hasta el Gran Canal, donde viró hacia la
questura
. Vianello bajó a la cabina y se sentó con la cabeza hacia atrás, para detener la hemorragia. Brunetti lo siguió.

—¿Quiere que lo llevemos al hospital?

—Sólo ha sido un golpe —dijo Vianello—. Enseguida dejará de sangrar. —Se limpió con el pañuelo—. ¿Qué ha pasado?

—He aporreado en la puerta quejándome del ruido y, cuando ha abierto, lo he agarrado y lo he tirado por la escalera. —Vianello lo miró con sorpresa—. Es lo único que se me ha ocurrido —explicó Brunetti—. Pero no contaba con que se recuperara tan pronto.

—¿Qué cree que hará ahora? —preguntó Vianello.

—Tratará de ponerse en contacto con Ravanello y Santomauro, imagino.

—¿Quiere que les avisemos?

—No —respondió Brunetti rápidamente—. Pero quiero saber dónde están y qué hacen. Hay que vigilarlos.

La lancha entró en el canal que conducía a la
questura
, y Brunetti volvió a subir a cubierta. Cuando se acercaron al pequeño muelle, Brunetti saltó a tierra y esperó a Vianello. Entraron juntos. Los agentes de guardia no dijeron nada al ver la camisa ensangrentada del sargento, pero cuando sus compañeros desembarcaron se acercaron a preguntar qué había ocurrido.

En el segundo rellano, los dos hombres se separaron, Vianello siguió hasta el servicio que estaba al final del pasillo y Brunetti subió a su despacho. Llamó a la Banca di Verona y, dando un nombre falso, pidió que le pusieran con el signar Ravanello. Cuando el empleado le preguntó cuál era el motivo de la llamada, Brunetti explicó que tenía que dar el precio de un ordenador en el que el banco estaba interesado. El hombre le dijo que el
signor
Ravanello no iría al banco aquella mañana, pero que lo encontraría en su casa y, a instancias de Brunetti, le dio el número. El comisario lo marcó y comunicaba.

Buscó el número del despacho de Santomauro, marcó y, dando el mismo nombre falso, preguntó por el
avvocato
. La secretaria le dijo que en este momento estaba con un cliente y no podía pasarle la comunicación. Brunetti dijo que volvería a llamar y colgó.

Marcó otra vez el número de Ravanello, que seguía comunicando. Sacó la guía telefónica del cajón de abajo y buscó la dirección de Ravanello. Estaba próxima a
campo
San Stefano, no lejos del despacho de Santomauro. Pensó que, para ir hasta allí, Malfatti seguramente utilizaría el
traghetto
, la góndola pública que hacía la travesía del Gran Canal entre Ca'Rezzonico y
campo
San Samuele.

Volvió a marcar. El número seguía comunicando. Llamó a la central y pidió que comprobaran la línea. Al cabo de menos de un minuto le dijeron que la línea estaba abierta pero no en contacto con otro número, lo que significaba que el teléfono estaba descolgado o averiado. Incluso antes de colgar, Brunetti estaba ya pensando en el medio más rápido de llegar: lo mejor sería utilizar la lancha. Bajó al despacho de Vianello. El sargento, que llevaba una camisa limpia, levantó la cabeza al oírlo entrar.

—El teléfono de Ravanello está descolgado.

Vianello ya estaba camino de la puerta antes de que Brunetti pudiera decir más.

Juntos bajaron la escalera y salieron al calor sofocante. El piloto estaba limpiando la cubierta con la manguera, pero al verlos salir corriendo arrojó la manguera a la acera y saltó al timón.

—Campo San Stefano —gritó Brunetti—. Ponga la sirena.

Con su aullido bitonal, la lancha se apartó del muelle y nuevamente salió al
bacino
. Las lanchas y los
vaporetti
reducían la marcha para cederle el paso, sólo las elegantes góndolas negras hacían caso omiso de la señal: la ley dispone que las lentas góndolas tienen preferencia de paso sobre todas las demás embarcaciones.

Iban en silencio. Brunetti bajó a la cabina y consultó una guía para averiguar por dónde quedaba la dirección. Estaba en lo cierto: el apartamento se hallaba frente a la iglesia que daba su nombre al
campo
.

Cuando se acercaban al puente de la Accademia, Brunetti subió a cubierta y dijo al piloto que desconectara la sirena. No tenía idea de qué encontrarían en San Stefano, pero no quería avisar de su llegada. El piloto hizo enmudecer la sirena y, metiendo la lancha por Rio del Orso, se acercó al embarcadero de la izquierda. Brunetti y Vianello saltaron a tierra y se dirigieron rápidamente hacia el
campo
. Letárgicas parejas tomaban refrescos color pastel en la terraza de un café; todos los que caminaban por el
campo
se movían como si acarrearan el yugo palpable del calor.

Enseguida encontraron la puerta, entre un restaurante y una tienda de papeles pintados. El timbre de Ravanello estaba arriba y a la derecha de dos hileras de nombres. Brunetti pulsó el de debajo y, al no obtener contestación, el de más abajo. Una voz preguntó quién era y al decir él «
Polizia
» la puerta de la calle se abrió inmediatamente.

Él y Vianello entraron en el edificio y, arriba, una voz aguda y quejumbrosa preguntó:

—¿Cómo han llegado tan pronto?

Brunetti empezó a subir la escalera y Vianello le seguía de cerca. En el primer piso, una mujer de pelo gris, poco más alta que la barandilla sobre la que se inclinaba volvió a preguntar:

—¿Cómo han llegado tan pronto?

Haciendo caso omiso de la pregunta, Brunetti preguntó:

—¿Qué ocurre,
signora
?.

Ella se apartó de la barandilla y levantó el índice señalando hacia lo alto.

—Ahí arriba. He oído gritos en casa del
signor
Ravanello y he visto a alguien bajar corriendo la escalera. No me he atrevido a subir.

Brunetti y Vianello corrieron escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos, con la pistola en la mano. En el último piso bañaba el amplio descansillo la luz que salía por una puerta abierta. Brunetti se agachó y se situó al otro lado de la puerta, aunque su movimiento fue muy rápido como para que pudiera ver algo en el interior.

Miró atrás, hacia Vianello, que movió la cabeza de arriba abajo. Juntos irrumpieron en el apartamento, con el cuerpo doblado. Nada más cruzar el umbral se separaron, uno hacia cada lado, para ofrecer dos blancos distintos.

Pero Ravanello no dispararía contra ellos; les bastó una mirada para comprenderlo. Su cuerpo yacía atravesado sobre un sillón caído durante la lucha que se habría librado en esta habitación. Estaba de lado, con la cara vuelta hacia la puerta y los ojos muy abiertos, pero perdida para siempre toda curiosidad hacia estos hombres que entraban en su casa de improviso.

Ni un momento pensó Brunetti que Ravanello pudiera estar aún con vida; la postura del cuerpo y la palidez de la cara no dejaban lugar a dudas. Había muy poca sangre, esto fue lo primero que observó Brunetti. Al parecer, Ravanello había sido apuñalado dos veces, porque tenía dos manchas rojas en la chaqueta, y había sangre en el suelo, debajo del brazo, pero no la suficiente como para indicar que había muerto desangrado.


Oh, Dio
—oyó jadear a la anciana a su espalda, se volvió y la vio en la puerta, mirando a Ravanello y oprimiéndose los labios con el puño.

Brunetti dio dos pasos hacia la derecha, interponiéndose entre ella y el cadáver. La mujer lo miro hoscamente. ¿Era posible que estuviera molesta con él porque le impedía ver al muerto?

—¿Cómo era esa persona,
signora
? —preguntó.

Ella desvió la mirada hacia la izquierda, pero seguía sin poder ver.

—¿Cómo era,
signora
?

A su espalda oía moverse a Vianello, que iba a otra habitación, marcaba un número y, con voz suave y serena, informaba a la
questura
de lo sucedido y solicitaba la presencia de los funcionarios necesarios.

Brunetti avanzó hacia la mujer y, tal como él esperaba, ella retrocedió hacia la escalera.

—¿Podría decirme exactamente qué es lo que ha visto,
signora
?

—Un hombre no muy alto que bajaba la escalera corriendo. Llevaba camisa blanca de manga corta.

—¿Lo reconocería si volviera a verlo?

—Sí.

Brunetti también.

A su espalda, Vianello salió del apartamento dejando abierta la puerta.

—Ya vienen.

—Quédese aquí —dijo Brunetti yendo hacia la escalera.

—¿Santomauro? —preguntó Vianello.

Brunetti agitó la mano en señal de que le había oído y bajó las escaleras corriendo. En la calle, giró hacia la izquierda y se dirigió rápidamente hacia
campo
San Angelo, después
campo
San Luca y el bufete del abogado.

Brunetti tenía la impresión de que pretendía avanzar contra una fuerte marea, mientras se movía por entre la muchedumbre que, a última hora de la mañana, se agolpaba delante de los escaparates, se paraba a charlar en mitad de la calle o remoloneaba frente a una tienda, para aprovechar el respiro momentáneo del aire refrigerado que escapaba del interior. Abriéndose paso con los codos y la voz, corría por la estrecha calle de la Mandorla, indiferente a las miradas de indignación y a las sarcásticas observaciones que su paso suscitaba.

Salió a la explanada de
campo
Manin y, a pesar de que estaba sudando por todos los poros, se mantuvo al trote, dobló por la ribera y salió a
campo
San Luca, muy concurrido a aquella hora del aperitivo.

La puerta de la calle estaba entornada, Brunetti entró y subió las escaleras de dos en dos. Arriba, la puerta del despacho estaba cerrada y la luz que escapaba por debajo iluminaba débilmente la escalera. Sacó la pistola, empujó la puerta y entró bruscamente saltando hacia un lado al tiempo que se agachaba, tal como había hecho al entrar en el despacho de Ravanello.

La secretaria lanzó un grito y, como un personaje de historieta, se llevó las manos a la boca, dio un salto hacia atrás, tiró la silla y cayó de espaldas.

Segundos después se abrió la puerta del despacho de Santomauro y el abogado salió en tromba. Le bastó una ojeada para hacerse cargo de la situación al ver a la secretaria, que trataba de esconderse debajo de la mesa y no podía porque su hombro chocaba con el tablero de la mesa, y a Brunetti que se ponía de pie y guardaba la pistola.

—Tranquilícese, Louisa —dijo arrodillándose al lado de la mujer—. No pasa nada, no es nada.

Ella estaba consternada, no podía hablar, ni pensar. Sollozando, se volvió hacia su jefe con las manos extendidas. Él le rodeó los hombros con un brazo y ella apoyó la cara en su pecho, hiposa. Santomauro le daba golpecitos en la espalda, hablándole con suavidad. Poco a poco, la mujer se calmó y al fin se incorporó.


Scusi, avvocato
—fue lo primero que dijo, y sus palabras pusieron punto final al incidente.

Ya en silencio, Santomauro la ayudó a ponerse de pie y la acompañó hasta una puerta del fondo. Cuando la mujer hubo salido, él miró a Brunetti.

—¿Y bien? —dijo con voz tranquila, pero no por ello menos amenazadora.

—Ravanello ha sido asesinado —dijo Brunetti—. Pensé que usted sería el siguiente y he venido para tratar de impedirlo.

Si la noticia sorprendió a Santomauro, él no lo dejó traslucir.

—¿Por qué? —preguntó. Como Brunetti no contestara, repitió la pregunta—: ¿Por qué tenía que ser yo el siguiente?

Brunetti no contestó.

—Le he hecho una pregunta, comisario. ¿Por qué tenía que ser yo el siguiente? ¿Por qué tendría que estar en peligro? —En vista del silencio de Brunetti, Santomauro prosiguió—: ¿Cree que estoy complicado en esto? ¿Por eso ha venido, jugando a los indios y los vaqueros y aterrorizando a mi secretaria?

—Tenía razones para creer que él vendría —explicó Brunetti.

—¿Quién? —preguntó el abogado.

—No puedo decírselo.

Santomauro se agachó, enderezó la silla de la secretaria y la puso detrás de la mesa. Al fin miró a Brunetti y dijo:

—Márchese. Fuera de mi despacho. Pienso quejarme al Ministerio del Interior. Y enviaré copia a su superior. No tolero que me traten como a un criminal ni que asusten a mi secretaria con sus métodos de la Gestapo.

Brunetti había visto suficiente cólera en su vida y en su carrera como para comprender que aquello iba en serio. Sin decir nada, salió del despacho y bajó a
campo
San Luca. Le adelantaba, caminando deprisa, la gente que iba a comer a casa.

28

Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para regresar a la
questura
. Estaba cerca de su casa, y ahora no quería sino darse una ducha y pensar en algo que no fuera las ineludibles consecuencias de lo que acababa de ocurrir. Había irrumpido en el despacho de uno de los hombres más poderosos de la ciudad, aterrorizado a su secretaria y puesto claramente de manifiesto, con la explicación de su conducta, que lo consideraba implicado con Malfatti en hechos delictivos y en la manipulación de las cuentas de la Liga. Todos los méritos que, aunque erróneamente, Patta le había atribuido durante las últimas semanas, se desvanecerían por efecto de la protesta de un hombre de la influencia de Santomauro.

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