Y ahora, muerto Ravanello, se esfumaba toda esperanza de poder acusar a Santomauro, porque la única persona que podía implicar a Santomauro era Malfatti, y su culpabilidad en la muerte de Ravanello invalidaría toda acusación que pudiera hacer contra Santomauro. Sería la palabra de Malfatti contra la de Santomauro, y no había que ser un lince para ver cuál pesaría más.
Cuando Brunetti llegó a la
questura
observó mucha agitación. Tres agentes uniformados deliberaban en el vestíbulo, y los que hacían cola en
Ufficio Stranieri
intercambiaban comentarios en una confusión de lenguas.
—Ya lo han traído, comisario —dijo uno de los agentes al ver a Brunetti.
—¿A quién? —preguntó él, tratando de no hacerse ilusiones.
—A Malfatti.
—¿Cómo?
—Los hombres que esperaban en casa de la madre. Ha aparecido por allí hace media hora y lo han arrestado antes de que ella pudiera abrir la puerta.
—¿Ha habido dificultades?
—Uno de los hombres que estaba allí dice que al verlos ha tratado de salir corriendo, pero cuando ha visto que eran cuatro se ha entregado.
—¿Cuatro?
—Sí, señor. Vianello llamó para pedirnos más hombres. Llegaban en el momento en que ha aparecido Malfatti. No han tenido ni que entrar, lo han encontrado en la puerta.
—¿Dónde está?
—Vianello lo ha llevado a un calabozo.
—Voy a verlo.
Cuando Brunetti entró en el calabozo, Malfatti reconoció en él al hombre que lo había arrojado escaleras abajo, pero no lo saludó con especial hostilidad.
Brunetti se acercó una silla de la pared y se sentó frente a Malfatti, que estaba sentado en el catre, con las piernas extendidas y la espalda apoyada en la pared. Era un hombre bajo y robusto, de pelo castaño y espeso, y facciones regulares que se olvidaban fácilmente. Más parecía un oficinista que un asesino.
—¿Y bien? —empezó Brunetti.
—¿Bien qué?
La voz de Malfatti era indiferente.
—¿Prefiere la vía fácil o la vía difícil? —preguntó Brunetti tan imperturbable como los policías de la televisión.
—¿Cuál es la vía difícil?
—Que me diga que no sabe nada de esto.
—¿Nada de qué? —preguntó Malfatti.
Brunetti apretó los labios, levantó la mirada a la ventana y luego la bajó a Malfatti.
—¿Cuál es la vía fácil? —preguntó Malfatti al cabo de un rato.
—Que me cuente lo que ocurrió. —Antes de que Malfatti pudiera hablar, explicó—: No me refiero al asunto de los alquileres. Eso ahora no importa y, de todos modos, ya se sabrá. Me refiero a los asesinatos. Los cuatro.
Malfatti se revolvió ligeramente en el colchón, y Brunetti tuvo la impresión de que iba a burlarse de su representación, pero no dijo nada.
—Él es un hombre respetado —prosiguió Brunetti, sin molestarse en explicar a quién se refería—. Al final todo se reducirá a elegir entre su palabra y la de él, a menos que pueda usted darnos algo que lo relacione con los asesinatos. —Aquí hizo una pausa, pero Malfatti no dijo nada—. Usted tiene una ficha muy larga —prosiguió Brunetti—. Intento de asesinato y, ahora, asesinato. —Antes de que Malfatti pudiera decir palabra, Brunetti prosiguió, en tono amigable—: No habrá ninguna dificultad para demostrar que usted ha matado a Ravanello. —En respuesta a la mirada de sorpresa de Malfatti, explicó—: La vieja lo ha visto.
Malfatti desvió la mirada.
—Y los jueces odian a la gente que mata a policías, sobre todo a mujeres policía. De modo que la condena es segura. Los jueces me pedirán parecer —prosiguió, y aquí hizo una pausa, para asegurarse la atención de Malfatti—. Y entonces yo les sugeriré Porto Azzurro. —Todos los delincuentes conocían el nombre de esta cárcel, la peor de Italia, de la que nadie había escapado, y ni siquiera un criminal tan curtido como Malfatti pudo disimular la impresión. Brunetti esperó y, en vista de que Malfatti no decía nada, agregó—: Dicen que no se sabe qué es más grande, si los gatos o las ratas.
Volvió a esperar.
—¿Y si hablo? —preguntó Malfatti al fin.
—Entonces recomendaré a los jueces que lo tomen en consideración.
—¿Y nada más?
—Nada más.
También Brunetti odiaba a los que mataban a policías.
Malfatti tardó sólo un momento en decidirse.
—
Va bene
—dijo—. Pero que conste en el informe que me he ofrecido a colaborar, quiero que pongan que, tan pronto como me arrestaron, me ofrecí a contárselo todo.
Brunetti se levantó.
—Voy a llamar para que le tomen declaración —dijo acercándose a la puerta del calabozo. Desde allí hizo una seña a un joven que estaba sentado a un escritorio a un extremo del pasillo y éste acudió al calabozo con una grabadora y un bloc.
Cuando estuvieron preparados, Brunetti dijo:
—Nombre, fecha de nacimiento y domicilio actual.
—Malfatti, Pietro. Veintiocho de septiembre de mil novecientos sesenta y dos. Castello, dos mil trescientos dieciséis.
Estuvo hablando una hora sin que su voz denotara en ningún momento más emoción que al contestar a este primer requerimiento, a pesar del creciente horror del relato.
La idea pudo haber partido de Ravanello o de Santomauro, Malfatti no lo había preguntado porque no le interesaba. Habían conseguido su nombre de los hombres de
via
Cappuccina y se habían puesto en contacto con él para preguntarle si estaría dispuesto a hacer los cobros mensuales a cambio de un porcentaje de los beneficios. Él no había titubeado en aceptar la oferta, su única duda se refería al porcentaje. Habían accedido a darle el doce, pero Malfatti había tenido que regatear casi una hora para hacerles subir a tanto.
Fue el afán de aumentar sus ganancias lo que movió a Malfatti a sugerir que una parte de los ingresos legítimos de la Liga se pagara mediante cheque a las personas cuyos nombres proporcionaría él. Brunetti cortó la grotesca autocomplacencia con que Malfatti relataba su jugada preguntando:
—¿Cuándo se enteró de esto Mascari?
—Hace tres semanas. Habló con Ravanello, le dijo que las cuentas no cuadraban. Pensaba que era cosa de Santomauro. Estúpido —escupió Malfatti con desprecio—. Hubiera podido sacarles una tercera parte.
Miraba a Brunetti y al escribiente solicitando que compartieran su desdén.
—¿Y entonces? —preguntó Brunetti, reservándose el desprecio.
—Santomauro y Ravanello vinieron a mi casa una semana antes de que ocurriera aquello. Querían que los librara de él, pero yo los conozco y les dije que no lo haría a menos que ellos me ayudaran. No soy idiota. —Nuevamente, buscó la aprobación de los otros dos hombres—. Ya saben lo que es esa gente. Les haces un trabajo y te quedas atrapado. La única manera de estar seguro es hacer que se ensucien las manos.
—¿Eso les dijo? —preguntó Brunetti.
—En cierto modo. Les dije que lo haría pero que tendrían que ayudarme a prepararlo.
—¿Y cómo lo prepararon?
—Hicieron que Crespo llamara a Mascari por teléfono y le dijera que se había enterado de que estaba buscando información sobre los apartamentos que alquilaba la Liga y que él vivía en uno. Cuando Mascari le dijo que salía para Sicilia aquella tarde (nosotros ya lo sabíamos), Crespo contestó que tenía más información y que podía pasar por su casa camino del aeropuerto.
—¿Y qué dijo entonces Mascari?
—Que iría.
—¿Estaba Crespo?
—Oh, no —dijo Malfatti con un resoplido de desdén—. Era un hijo de puta muy delicado. No quería tener nada que ver. Aquel día se fue más temprano a hacer la calle. Nosotros nos quedamos esperando a Mascari. Llegó sobre las siete.
—¿Qué ocurrió?
—Yo lo recibí. Probablemente, pensó que yo era Crespo, no tenía por qué pensar otra cosa. Le pedí que se sentara y le ofrecí una copa, él dijo que no, que había de tomar un avión y tenía prisa. Volví a preguntar si quería beber algo y cuando contestó que no dije que yo sí quería un trago y me fui a la mesita de las bebidas que estaba a su espalda. Y entonces lo hice.
—¿Qué hizo?
—Golpearlo.
—¿Con qué?
—Con una barra de hierro. La misma que tenía hoy. Va muy bien.
—¿Cuántas veces lo golpeó?
—Sólo una. No quería manchar de sangre los muebles de Crespo. Tampoco quería matarlo. Quería que lo mataran ellos.
—¿Y lo mataron?
—No lo sé. Bueno, no sé cuál de ellos. Estaban en el dormitorio. Los llamé y lo llevamos al cuarto de baño. Aún vivía. Le oí quejarse.
—¿Por qué al cuarto de baño?
La mirada de Malfatti indicaba que empezaba a sospechar que había sobrevalorado la inteligencia de Brunetti.
—Por la sangre. —Siguió una larga pausa y, en vista de que Brunetti no decía nada, Malfatti prosiguió—: Lo pusimos en el suelo y yo fui en busca de la barra. Santomauro había dicho que teníamos que desfigurarlo, lo habíamos planeado todo como un puzzle, dijo que tenía que estar irreconocible, para dar tiempo a cambiar las cuentas del banco o lo que fuera. Lo cierto es que no hacía más que decir que había que desfigurarlo, de modo que le di la barra y le dije que lo hiciera él. Entonces salí a la sala y me fumé un cigarrillo. Cuando volví a entrar, ya estaba hecho.
—¿Estaba muerto?
Malfatti se encogió de hombros.
—¿Lo mataron Ravanello y Santomauro?
—Yo ya había hecho mi parte.
—¿Y luego?
—Lo desnudamos y le afeitamos las piernas. Fue un coñazo.
—Lo imagino —se permitió Brunetti—. ¿Y después?
—Lo maquillamos. —Malfatti reflexionó—. No; lo maquillaron antes de darle en la cara. Uno de ellos dijo que sería más fácil. Luego volvimos a ponerle su ropa y lo sacamos como si estuviera borracho. Pero no hubiéramos tenido que preocuparnos, porque nadie nos vio. Ravanello y yo lo bajamos al coche de Santomauro y lo llevamos al descampado. Yo sabía lo que hay por allí y me pareció un buen sitio para dejarlo.
—¿Dónde le cambiaron de ropa?
—En el campo, en Marghera. Lo sacamos del coche y lo desnudamos. Luego le pusimos el vestido rojo y lo demás, y yo lo llevé al otro extremo del campo, y lo dejé entre unas matas, para que tardasen más en encontrarlo. —Malfatti calló, buscando en la memoria—. Se le cayó un zapato, y Ravanello me lo metió en el bolsillo. Yo lo tiré a su lado. Fue idea de Ravanello, creo, lo de los zapatos.
—¿Qué hicieron con su ropa?
—De vuelta a casa de Crespo, paré el coche y la eché en un contenedor. No había que preocuparse, no estaba manchada de sangre. Tuvimos mucho cuidado. Le habíamos envuelto la cabeza en una bolsa de plástico.
El agente tosió, volviendo la cabeza, para que la tos no quedara registrada en la cinta.
—¿Y después? —preguntó Brunetti.
—Volvimos al apartamento. Santomauro lo había limpiado. Y no supe nada más de ellos hasta la noche en que fue usted a Mestre.
—¿De quién fue la idea?
—Mía, no. Ravanello me llamó y me explicó el plan. Creo que pensaban que, si nos deshacíamos de usted, se abandonaría la investigación. —Aquí Malfatti suspiró—. Traté de hacerles comprender que las cosas no funcionan así, que matarlo a usted no serviría de nada, pero no me hicieron caso. Se empeñaron en que les ayudara.
—¿Y usted accedió?
Malfatti asintió.
—Tiene que responder de viva voz,
signor
Malfatti, para que quede grabado —explicó Brunetti fríamente.
—Sí; yo accedí.
—¿Qué le indujo a cambiar de parecer?
—Pagaban bien.
Como estaba presente el agente, Brunetti se abstuvo de preguntar cuánto valía su vida. Ya se descubriría con el tiempo.
—¿Conducía usted el coche que trató de tirarnos del puente?
—Sí. —Malfatti hizo una pausa larga y agregó—: Mire, de haber sabido que con ustedes iba una mujer, no creo que lo hubiera hecho. Trae mala suerte matar a una mujer. Era la primera. —Entonces cayó en la cuenta y levantó la cabeza—. ¿Lo ve? Me ha traído mala suerte.
—Peor suerte la de la mujer,
signor
Malfatti —respondió Brunetti, pero antes de que el otro pudiera reaccionar, preguntó—: ¿Y Crespo? ¿Lo mató usted?
—No; no tuve nada que ver con eso. Yo estaba en el coche con Ravanello. Dejamos a Santomauro con Crespo. Cuando subimos, ya estaba hecho.
—¿Qué les dijo Santomauro?
—Nada. De eso nada. Sólo nos dijo que había ocurrido y, a mí, que me mantuviera fuera de la circulación, mejor aún, que me marchara de Venecia. Iba a hacerlo, pero me parece que ya no podré.
—¿Y Ravanello?
—He ido a su casa esta mañana, después de que usted viniera a la mía.
Malfatti calló, y Brunetti se preguntó qué mentira estaría preparando.
—¿Qué ha ocurrido esta mañana? —azuzó Brunetti.
—Le he dicho que la policía me buscaba y que necesitaba dinero para marcharme de la ciudad. Pero le ha entrado pánico. Ha empezado a gritar que yo lo había estropeado todo. Y entonces ha sacado la navaja.
Brunetti había visto la navaja. No parecía propio de un alto empleado de banca llevar en el bolsillo una navaja automática, pero no dijo nada.
—Me amenazó. Estaba fuera de sí. Quise quitársela de la mano, se resistió, forcejeamos y creo que cayó encima de ella.
«En efecto —pensó Brunetti—. Dos veces. En el pecho.»
—¿Y luego?
—Luego he ido a casa de mi madre. Allí me han encontrado sus hombres.
Malfatti calló. Sólo se oía el ligero zumbido de la grabadora.
—¿Y el dinero? —preguntó Brunetti.
—¿Qué? —dijo Malfatti, sorprendido por este brusco cambio de rumbo.
—El dinero. El dinero de todos esos alquileres.
—El mío lo gastaba. Me lo gastaba cada mes. Pero no era nada comparado con lo que sacaban ellos.
—¿Cuánto sacaba usted?
—De nueve a diez millones.
—¿Sabe lo que hacían ellos?
Malfatti reflexionó, como si nunca se le hubiera ocurrido pensarlo.
—Supongo que Santomauro debía de gastarse buena parte del suyo en chicos. Ravanello, no sé. Parecía una de esas personas que hacen inversiones.
El tono de Malfatti convirtió esta práctica en una obscenidad.
—¿Tiene algo más que decir sobre esto o sobre su implicación con esos hombres?
—Sólo que la idea de matar a Mascari fue suya, no mía. Yo sólo les ayudé, pero la idea fue suya. Yo no tenía mucho que perder si se descubría lo de los alquileres, de modo que no tenía por qué matarlo.