Vestido para la muerte (32 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Vestido para la muerte
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Estaba claro que, de haber creído que tenía algo que perder, no hubiera vacilado en matar a Mascari, pero Brunetti no dijo nada.

—Eso es todo —dijo Malfatti.

Brunetti se levantó e hizo una seña al agente para que le siguiera.

—Lo haré pasar a máquina para que pueda firmarlo.

—No hay prisa —dijo Malfatti riendo—. No pienso ir a ninguna parte.

29

Una hora después, Brunetti bajó tres ejemplares de la declaración mecanografiada a Malfatti, que firmó sin leer.

—¿No quiere saber lo que firma? —preguntó Brunetti.

—No importa —dijo Malfatti, sin levantarse del catre. Señaló el papel con la pluma que Brunetti le había dado—. Además, nadie se lo va a creer.

Lo mismo pensaba Brunetti, por lo que no discutió.

—¿Y ahora qué pasará? —preguntó Malfatti.

—Habrá una vista previa dentro de unos días y el magistrado decidirá si se le concede la libertad bajo fianza.

—¿Le preguntará su opinión?

—Probablemente.

—¿Y…?

—Me pronunciaré en contra.

Malfatti pasó los dedos a lo largo de la pluma, la hizo girar y la devolvió a Brunetti.

—¿Avisarán a mi madre?

—Me encargaré de que la llamen.

Malfatti se encogió de hombros dándose por enterado, apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos.

Brunetti salió de la celda y subió los dos pisos hasta el antedespacho de la
signorina
Elettra. Hoy vestía de un rojo que rara vez se ve fuera de los límites del Vaticano, y que a Brunetti le pareció excesivamente chillón y que desentonaba con su estado de ánimo. Ella sonrió y eso mitigó un poco su mal humor.

—¿Está? —preguntó Brunetti.

—Llegó hace una hora, pero está hablando por teléfono y me ha dicho que no le interrumpiera por nada.

Brunetti lo prefería; no quería estar con Patta mientras leía la confesión de Malfatti. Puso un ejemplar encima del escritorio.

—¿Será tan amable de darle esto cuando acabe de hablar?

—¿Malfatti? —preguntó ella, mirando los papeles con franca curiosidad.

—Sí.

—¿Dónde estará usted?

De pronto, al oír la pregunta, Brunetti se dio cuenta de que había perdido la noción del tiempo. Miró el reloj, vio que eran las cinco, pero la hora no significaba nada. No tenía hambre, sólo sed y estaba deprimido y exhausto. Al pensar en cómo reaccionaría Patta sintió que le aumentaba la sed.

—Iré a beber algo y luego estaré en mi despacho.

Dio media vuelta y se fue; no importaba si ella leía la confesión o no; en aquel momento no sentía más que la sed, el calor y la rugosidad de la piel, por la sal que había dejado en ella el sudor evaporado a lo largo del día. Se llevó el dorso de la mano a los labios y casi paladeó con fruición su sabor amargo.

Una hora después, iba al despacho de Patta, llamado por su jefe. Detrás de la mesa encontró al antiguo Patta, que parecía haber rejuvenecido cinco años y engordado cinco kilos en una noche.

—Siéntese, Brunetti —dijo Patta, que golpeó la mesa con el canto de las seis hojas, apilándolas con cuidado—. Acabo de leer esto. —Miró a Brunetti y dejó los papeles en la mesa—. Yo le creo.

Brunetti procuró no exteriorizar emoción. La esposa de Patta tenía cierta relación con la Liga y Santomauro era una figura de importancia política en una ciudad en la que Patta aspiraba a conquistar poder. Brunetti comprendía que la conversación que iba a mantener con Patta no giraría en torno a la justicia ni la ley. No dijo nada.

—Pero dudo que alguien más lo crea —prosiguió Patta, empezando a marcar el rumbo a Brunetti. Cuando comprendió que su subordinado no iba a hacer comentarios, agregó—: He recibido numerosas llamadas esta tarde.

Era superfluo preguntar si una había sido de Santomauro, y Brunetti no preguntó.

—No sólo me ha llamado el
avvocato
Santomauro sino que también he mantenido largas conversaciones con dos concejales, amigos y compañeros políticos del
avvocato
. —Patta se arrellanó en el sillón y puso una pierna encima de la otra. Brunetti vio la reluciente puntera de un zapato y la franja de un fino calcetín azul. Miró a Patta a la cara—. Lo dicho, nadie va a creer a este hombre.

—¿Aunque diga la verdad? —preguntó Brunetti al fin.

—Aunque diga la verdad. En esta ciudad nadie va a creer que Santomauro sea capaz de cometer los actos de los que este hombre le acusa.

—Usted no parece tener dificultad en creerlo,
vicequestore
.

—A mí no puede considerárseme un testigo imparcial en lo que atañe al
signor
Santomauro —dijo Patta, dejando caer delante de Brunetti, con la misma naturalidad con que había puesto los papeles en la mesa, el primer indicio de poseer un autoconocimiento insospechado.

—¿Qué le ha dicho Santomauro? —preguntó Brunetti, a pesar de que ya lo sabía.

—Estoy seguro de que usted ya se lo imagina —dijo Patta, sorprendiendo a Brunetti por segunda vez en menos de un minuto—. Que Malfatti pretende repartir la culpa para rehuir su responsabilidad. Que el examen de las cuentas del banco nos demostrará que todo fue cosa de Ravanello. Que no hay ni la menor prueba de que él, Santomauro, estuviera involucrado ni en la duplicidad de los alquileres ni en la muerte de Mascari.

—¿Ha dicho algo de las otras muertes?

—¿Crespo?

—Sí, y Maria Nardi.

—Ni palabra. Y nada lo relaciona con la de Ravanello.

—Tenemos la declaración de la mujer que vio a Malfatti bajar la escalera de casa de Ravanello.

—Ya. —Patta descruzó las piernas y se inclinó hacia adelante. Puso la mano derecha encima de la confesión de Malfatti—. Esto no tiene ningún valor —dijo, tal como Brunetti esperaba—. Puede tratar de utilizarlo en el juicio, pero dudo de que los jueces le crean. Más le valdría presentarlo como instrumento en manos de Ravanello.

Probablemente, tenía razón. No existía el juez que pudiera ver en Malfatti al cerebro de la operación. Pero el juez capaz de atribuir a Santomauro algún papel en ella, no sólo no existía sino que ni se concebía.

—¿Entonces no va usted a hacer nada? —preguntó Brunetti, señalando los papeles de encima de la mesa con un movimiento del mentón.

—Nada, a no ser que a usted se le ocurra algo que hacer —dijo Patta, y Brunetti trató en vano de detectar sarcasmo en su voz.

—No.

—No podemos tocarlo —dijo Patta—. Lo conozco. Es precavido, no se habrá dejado ver por las personas que están metidas en esto.

—¿Y los chicos de
via
Cappuccina?

Patta apretó los labios con repugnancia.

—Sus relaciones con esas criaturas son puramente circunstanciales. El juez no aceptaría pruebas a ese respecto. Su conducta, por execrable que sea, es cuestión personal.

Brunetti examinaba las posibilidades: si podía conseguir que un número suficiente de los travestis que tenían alquilados apartamentos a la Liga declararan que Santomauro había utilizado sus servicios, o si conseguía encontrar al hombre que estaba en el apartamento de Crespo cuando fue a verlo, o si existían pruebas de que Santomauro había entrevistado a alguno de los inquilinos que pagaban doble alquiler…

—No hay pruebas, Brunetti —dijo Patta, cortando sus especulaciones—. Sólo tenemos la palabra de un asesino confeso. —Patta golpeó los papeles—. Habla de los asesinatos como el que habla de salir a comprar un paquete de cigarrillos. Cuando acuse a Santomauro no le creerá nadie. Nadie.

De pronto, Brunetti se sintió exhausto. Le lloraban los ojos y tenía que hacer un gran esfuerzo para mantenerlos abiertos. Rozó el derecho con la yema del dedo, como para quitarse una mota, cerró los dos unos segundos y se frotó los párpados. Cuando abrió los ojos vio que Patta lo miraba de un modo extraño.

—Me parece que debería irse a casa, Brunetti. No se puede hacer nada más en este asunto.

Brunetti se puso en pie, asintió y salió. Se fue a casa directamente, sin pasar por su propio despacho. Al entrar en el apartamento descolgó el teléfono, tomó una ducha larga y caliente, comió un kilo de melocotones y se metió en la cama.

30

Brunetti durmió doce horas seguidas, profundamente y sin soñar, y despertó fresco y despejado. Las sábanas estaban empapadas, aunque él no se había dado cuenta de que sudaba. En la cocina, mientras llenaba la cafetera, vio que tres de los melocotones que había dejado en el frutero la noche antes estaban cubiertos de pelusa verde. Los echó al cubo de la basura que tenía debajo del fregadero, se lavó las manos y puso el café en el fogón.

Cada vez que sus pensamientos derivaban hacia Santomauro o la confesión de Malfatti, él los ahuyentaba y se esforzaba por concentrarse en el próximo fin de semana, que estaba decidido a pasar en las montañas, con Paola. Se preguntó por qué no le habría llamado la víspera por la noche, y sintió que le invadía la autocompasión: él, ahogándose en este calor maloliente y ella, retozando en las montañas como una cordera. Pero entonces recordó que había descolgado el teléfono y tuvo una punzada de remordimiento. La echaba de menos. Los echaba de menos a todos. Se reuniría con ellos lo antes posible.

Animado por este propósito, fue a la
questura
, donde leyó la información del arresto de Malfatti, que aparecía en los periódicos, todos los cuales citaban al
vicequestore
Giuseppe Patta como fuente de información, quien, se informaba, había «supervisado el arresto» y «obtenido la confesión de Malfatti». Los periódicos atribuían la responsabilidad del último escándalo de la Banca di Verona a Ravanello, su recién nombrado director y no dejaban lugar a duda de que él había sido responsable del asesinato de su antecesor antes de ser él mismo víctima de Malfatti, su malvado cómplice. A Santomauro lo mencionaba únicamente el
Corriere della Sera
, citando sus protestas de indignación y su pesar por el abuso de que habían sido objeto los altruistas fines y los nobles principios de la organización a la que él se honraba en servir.

Brunetti llamó a Paola y, aunque sabía que la respuesta sería «no», le preguntó si había leído los periódicos. Cuando su esposa le preguntó qué hubiera tenido que leer, él le dijo tan sólo que el caso estaba aclarado y que ya se lo contaría al llegar. Tal como esperaba, ella le pidió que le dijera algo más, y él respondió que eso podía esperar. Ella no insistió y él se sintió molesto por su falta de perseverancia. Al fin y al cabo, este caso había estado a punto de costarle la vida.

Brunetti pasó el resto de la mañana preparando un informe de cinco páginas, en el que manifestaba su convencimiento de que Malfatti decía la verdad en su confesión y hacía un relato pormenorizado y razonado de todo lo sucedido, desde el descubrimiento del cadáver de Mascari hasta el arresto de Malfatti. Después del almuerzo, leyó dos veces el informe, y tuvo que reconocer que todo se basaba en meras sospechas, que no tenía ninguna prueba tangible que asociara a Santomauro con los delitos y que nadie creería que un hombre como Santomauro, que contemplaba el mundo desde las empíreas alturas de los principios morales de la Liga, pudiera estar mezclado en unos hechos violentos, provocados por la vil codicia y la lascivia. A pesar de todo, lo pasó a máquina, utilizando la Olivetti Standard que tenía en una mesita en un rincón del despacho. Al contemplar las páginas moteadas con las pintas blancas del líquido corrector, se preguntó si no iría siendo hora de solicitar un ordenador, y se puso a pensar en dónde lo colocaría y en si le concederían una impresora o tendría que imprimir sus escritos en la oficina general, idea que no le seducía.

Mientras sopesaba los pros y los contras del ordenador, Vianello llamó a la puerta y entró seguido de un hombre bajo, muy bronceado, con un traje de algodón arrugado.

—Comisario —empezó el sargento en el tono formal que adoptaba cuando se dirigía a Brunetti en presencia de extraños—, permita que le presente a Luciano Gravi.

Brunetti se acercó a Gravi y extendió la mano.

—Mucho gusto,
signor
Gravi. ¿En qué puedo servirle?

Condujo al hombre hasta su mesa y señaló la silla situada frente a ella. Gravi paseó la mirada por el despacho y se sentó. Vianello se sentó al lado del visitante y esperó a que éste hablara. En vista de que el hombre no decía nada, empezó él.

—Comisario, el
signor
Gravi tiene una zapatería en Chioggia.

Brunetti miró al hombre con interés. Una zapatería.

Vianello miró a Gravi y con la mano lo invitó a hablar.

—Acabo de volver de vacaciones —dijo Gravi dirigiéndose a Vianello, pero cuando éste miró hacia Brunetti, también él se volvió hacia el comisario—. He estado en Puglia dos semanas. No vale la pena abrir durante el
ferragosto
. Nadie compra zapatos. Demasiado calor. Así que todos los años cerramos la tienda tres semanas y mi mujer y yo nos vamos de vacaciones.

—¿Y acaban de regresar?

—Bien, regresamos hace dos días, pero no fui a la tienda hasta ayer. Y entonces encontré la postal.

—¿Una postal,
signor
Gravi? —preguntó Brunetti.

—De la dependienta de la tienda. Está en Noruega, con su novio, de vacaciones. Creo que él trabaja para ustedes, Giorgio Miotti. —Brunetti asintió; conocía a Miotti—. Bueno, pues, como le decía, están en Noruega, y ella me escribió que la policía estaba interesada en un par de zapatos rojos. —Se volvió otra vez hacia Vianello—. No sé de qué estarían hablando, para que ella pensara en eso, pero al pie de la postal escribía que Giorgio decía que ustedes buscaban a alguien que hubiera comprado un par de zapatos de mujer de raso rojo, de número grande.

Brunetti se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y tuvo que hacer un esfuerzo para relajarse y exhalar el aire.

—¿Y vendió usted esos zapatos,
signor
Gravi?

—Sí; vendí un par hará cosa de un mes. A un hombre. —Se interrumpió, esperando que los policías expresaran su extrañeza ante la circunstancia de que un hombre comprara unos zapatos semejantes.

—¿Un hombre? —preguntó Brunetti, complaciente.

—Sí; dijo que los quería para carnaval. Pero aún faltan muchos meses para carnaval. Me pareció extraño, pero me alegré de venderlos porque uno tenía el raso un poco roto, en el tacón. Me parece que el izquierdo. De todos modos, estaban de oferta, y él se los quedó. Cincuenta y nueve mil liras, antes estaban a ciento veinte. Una ganga.

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