Venus Prime - Máxima tensión (24 page)

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Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

BOOK: Venus Prime - Máxima tensión
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Tardó unos momentos en acercar la cabeza a cada uno de ellos antes de que Proboda trepase hasta allí desde abajo llevando consigo la bolsa de herramientas. Las bodegas B y D no se habían tocado desde hacía semanas, pero el teclado de la bodega A y la rueda mostraban las esperadas señales de que habían sido manipulados. Igual que, aunque esto no era tan esperado, ocurría con la bodega C.

—La bodega A es la única que está cerrada, Viktor —le dijo Sparta cuando él se le acercó—. Tendremos que averiguar la combinación más tarde, o forzarla. ¿Quiere mirar dentro de la B? Yo revisaré la C.

—Claro —contestó Proboda. Apretó los botones pertinentes para presurizar la cámara de descompresión de la bodega B.

La muchacha se cerró el casco y entró en la bodega C. El ritual de cerrar la escotilla exterior detrás de ella, evacuar la cámara de descompresión y abrir la escotilla interior que daba a la bodega sin aire —reprimiendo toda tentación de impaciencia—, tenía que llevarse a cabo cuidadosamente. Una vez hecho se encontró en el interior.

Era un cilindro de acero tan grande como un silo para almacenar grano y muy oscuro, con la excepción de una luz piloto que había situada junto a la cámara de descompresión. A la tenue luz verde de dicho piloto los monstruos metálicos, cada uno de casi seis toneladas métricas de masa, se alzaban contra la pared como una hilera de coristas. Todos estaban fuertemente encadenados a las costillas o cuerdas de aleación de acero de la bodega. En las sombras parecían hacerse más grandes a medida que Sparta se acercaba y los ojos compuestos que tenían, de diamante, parecían seguirla como los ojos de los retratos
trompe l'oeil.

No eran nada más que máquinas inertes, desde luego. Sin sus varas de combustible, amontonadas allí cerca dentro de ensamblajes de grafito protectores, los enormes robots no podían moverse ni un milímetro. No obstante, Sparta no podía negar la impresión que le causaban aquellos cuerpos de titanio, segmentados y hechos para soportar temperaturas de horno, o aquellas piernas parecidas a las de los insectos hechas para enfrentarse con el terreno más abrupto; o aquella boca con bordes de diamante y las garras hechas para desgarrar las más recalcitrantes matrices naturales...

Y aquellos brillantes ojos de diamante. Cuando se acercaba al robot que tenía más próximo, Sparta notó un cosquilleo en el oído interno. Se detuvo un instante antes de reconocer los efectos de la radiactividad latente, identificables gracias a la misma clase de corriente de inducción —diminuta, en este caso— que ella había temido en el escudo contra radiación de la nave. Una ojeada rápida al número de serie de la máquina le confirmó que aquélla era la que Sondra Sylvester había hecho probar en los terrenos de prácticas de Salisbury tres semanas antes de que el robot fuera cargado a bordo de la
Star Queen.

Con mucha cautela pasó junto al primer robot e inspeccionó los demás, uno a uno, escudriñando aquellas cabezas erguidas e imponentes. Todos, excepto el primero, estaban fríos como la piedra.

De regreso a la cámara de descompresión de acceso, después de haber cerrado la escotilla tras ella, Sparta aguardó a que Proboda saliera de la bodega D. Al parecer había quedado satisfecho con lo que había visto —fuera lo que fuese— en la bodega B y había decidido pasar a la bodega restante, en cuyo interior estaba hecho el vacío, mientras ella se encontraba aún admirando los robots. El hombre asomó la parte superior de la cabeza por la escotilla; con el casco puesto parecía la cabeza de una hormiga. La muchacha le dio unos golpecitos en el vaso de plástico azul.

—¿Por qué no se quita ese chisme? —le preguntó—. La peste no lo matará.

Proboda la miró y comenzó a desenroscarse el casco hasta que se lo quitó. Le llegó una bocanada de olor y arrugó aquella enérgica nariz eslava hasta la frente.

—Aquí vivió durante una semana —dijo. Pensó que quizás aquel olor hiciera que Proboda apreciase un poco más a McNeil, ya que no respetarlo—. Viktor, quiero que haga una cosa por mí. Y significa que nos tendremos que separar durante algunos minutos.

—¿Antes de que hayamos terminado aquí? Todavía tenemos que comprobar la historia que nos ha contado McNeil.

—Estoy convencida casi del todo de que ya tenemos lo verdaderamente importante. Quiero que lleve usted estas pruebas al laboratorio.

—Inspectora Troy —dijo Proboda poniéndose muy formal con ella—. Tengo órdenes de permanecer con usted. De no apartarme de su lado.

—Vale, Viktor, dígale a la capitana Antreen todo lo que crea que debe decirle.

—Primero tendrá que decírmelo usted a
mí —
insistió él, exasperado.

—Lo haré. Después, tan pronto como haya dejado usted todo eso en el laboratorio, quiero que vaya a interceptar a la
Helios.
Antes de que nadie desembarque. Entreténgalos con cualquier excusa...

En cuanto Sparta le hubo manifestado sus sospechas y él las hubo comprendido, Proboda se marchó. Aquello de ser persuasiva resultaba algo agobiador, pensó ella. La inteligencia social —la inteligencia para manipular a la gente— era la que más difícil se le hacía. Casi inmediatamente, casi involuntariamente, volvió a caer en trance.

La breve meditación le devolvió las fuerzas. Cuando permitió que el mundo de afuera le volviera a la consciencia empezó a
escuchar.

Al principio no filtró ni enfocó lo que oía, sino que aceptó toda aquella sinfonía de la gran estación orbital que giraba en el espacio por encima de Venus; su repertorio de sonidos vibraba a través de las paredes de la
Star Queen.
Gases y fluidos seguían su curso a través de bombas y conductos, los cojinetes de los grandes centros y anillos rodaban suavemente en sus rondas eternas, el zumbido de miles de circuitos y autobuses de alto voltaje hacían temblar el éter. Sparta podía oír las voces apagadas de los cien mil habitantes de la estación, un tercio de ellos trabajando, un tercio respirando profundamente dormidos, y otro tercio ocupado en las ricas trivialidades de la existencia, comprando, vendiendo, enseñando, aprendiendo, cocinando, comiendo, peleando, jugando...

Simplemente escuchando, la muchacha no era capaz de entresacar conversaciones individuales. Nadie parecía estar hablando en las inmediaciones. Naturalmente, habría podido sintonizar las transmisiones radiofónicas y las redes de comunicaciones si hubiese querido entrar en estado receptor, pero no era ése su propósito. Quería hacerse una idea de aquel lugar. ¿Cómo sería vivir en un mundo de metal que se halla en órbita constante alrededor de un planeta infernal? Un mundo con parques y jardines, tiendas, escuelas y restaurantes, seguro; un mundo con vistas no paralelas de la noche estrellada y el sol brillante, pero un mundo contenido, un mundo del cual sólo los ricos podían aliviarse con facilidad. Era un mundo donde personas de culturas dispares —japoneses, árabes, rusos, norteamericanos— se veían arrojados a una estrecha proximidad bajo condiciones que inevitablemente acababan por producir tensión. Algunos iban allá por dinero, otros porque habían imaginado que el espacio de algún modo se vería libre de las restricciones de la superpoblada Tierra. Algunos venían, desde luego, porque los traían sus padres. Pero sólo unos pocos poseían el espíritu pionero que convertía las dificultades en un fin en sí mismas. Port Hesperus era una ciudad industrial, como una plataforma petrolífera en el Atlántico Norte o una ciudad industrial de los bosques canadienses.

El mensaje que recibió Sparta a través de las paredes de metal fue el de una tensión en reserva, el de la espera de un tiempo propicio, el de un sentimiento próximo a la servidumbre bajo contrato de aprendizaje. Y había algo más, en parte entre los recientes y reacios inmigrantes, pero especialmente entre los residentes más jóvenes, aquellos que habían nacido en la estación: una sensación de monotonía, cierto resentimiento, la semisubconsciente corriente de un descontento en ciernes; de momento la generación de los más mayores aún ostentaba con firmeza el mando, y éstos tenían en la cabeza pocas cosas más que explorar vigorosamente los recursos de la superficie de Venus, hacerse la vida lo más cómoda posible mientras llevaban a cabo tal tarea y ganar los medios necesarios para abandonar para siempre Port Hesperus...

A casi un kilómetro del carguero, del lugar donde Sparta flotaba y soñaba, la vida de ocio de Port Hesperus se encontraba en pleno apogeo. La enorme esfera central de la estación se hallaba circundada por un cinturón de árboles altos —todos con la copa apuntando hacia dentro— y con una red de ventanas de vidrio provistas de persianas graduables que constantemente se ajustaban para compensar el giro de la luz de Venus y la luz del sol. Entre los árboles se entretejían senderos en medio de exuberantes jardines llenos de flores de la pasión, orquídeas y bromiláceas; las cicadáceas y helechos gigantes se alzaban junto a arroyos que fluían en chorro tenue y estanques que aún reflejaban la luz en sus aguas continuamente recicladas, sobre los que se tendían puentes arqueados de madera o de piedra.

Un paseante que recorriera todo el circuito, de tres kilómetros y medio, se encontraría con siete vistas sorprendentemente diferentes de climas controlados por separado. Estaban dispuestas por un arquitecto de paisajes, el maestro Seno Sato, y sugerían la diversidad de culturas que habían contribuido a construir Port Hesperus así como el mítico pasado de su planeta madre. Pasen por este
torii
: he aquí Kyoto, un castillo con aleros, guijarros rastrillados y pinos retorcidos. Aparten a un lado estas ramas de tamarisco y podrán ver Smarkand, con sus pabellones de arabescos de piedra azul incrustada reflejados en estanques perfumados. A través de estos desnudos abedules pasen a Kiev, con cúpulas semejantes a cebollas azules por encima de un canal helado donde hoy describen círculos los patinadores. Allá abajo la nieve se convierte en mármol pulverizado, y luego en simple arena. Y he aquí la Esfinge, en medio de un jardín de desnudas rocas rojas. Subiendo por este sendero rocoso, y más allá del ciruelo en flor, llegamos a la desaparecida Changan, una pagoda de piedra de siete pisos salpicada de florones dorados. A través de estos gingos amarillos aparece el estanque lleno de barcas de Central Park, en Nueva York, completado con goletas de juguete bajo la perpleja y divertida vigilancia del bien pulido bronce de Alicia. Una avenida de silenciosas cicutas conduce a Vancouver, con cedros chorreantes, postes de tótems y gárgolas cubiertas de cardenillo. Y bajo estas chorreantes plantas gigantes pasamos a los pantanos de helechos del legendario y ficticio Venus, con una notable colección de plantas carnívoras que brillan bajo eterna lluvia. Alrededor de esta elevada arancaria vemos la puerta de Kyoto...

A cada lado de los magníficos jardines, en cinturones paralelos alrededor de la esfera central, se hallaban la kesbah, la plaka, los Campos Elíseos, la Plaza Roja, la Quinta Avenida y la Calle Mayor de Port Hesperus, con tiendas, galerías, almacenes de baratijas, salones de té rusos, mercaderes de alfombras, restaurantes de quince sectas étnicas distintas, mercados de pescado (una de las especialidades era la brema de piscifactoría), mercados de frutas y verduras, puestos de flores, templos, mezquitas, sinagogas, iglesias, cabarets discretamente pícaros, el «Performing Arts Center» de Port Hesperus y las calles más exteriores atiborradas de compradores, vendedores ambulantes, malabaristas y músicos, gente vestida de brillantes metales y plásticos y con la piel pintada de colores. Los jardines de Sato atraían turistas adinerados de todo el sistema solar. Los comerciantes y publicistas de Port Hesperus estaban preparados para recibirlos.

La esfera central era frecuentada también por los trabajadores de la estación y sus familiares, naturalmente. Sólo que una cosa como Disneylandia —aunque fuera una Disneylandia equipada con una cosmopolita selección de comidas, bebidas y gente real, a veces incluso peculiar— empieza a hacérsele a uno familiar después de la quinta o sexta visita, y se convierte en algo mortalmente aburrido después de la que hace el número cien. Cualquier excusa que suponga novedad, variación, se hace preciosa...

Por eso es por lo que Vincent Darlington se encontraba tan agitado.

Darlington caminaba anadeando por el espectacularmente llamativo salón principal del «Museo Hesperiano» sin ningún propósito fijo; enderezaba los cuadros barrocos y rococó de recargados marcos, trataba de mantener los dedos alejados de los camarones y del caviar cultivados, de las pequeñísimas colas de langosta y de los panecillos rellenos de jamón sintético que los proveedores habían llevado a montones y que ahora brillaban bajo la extraña luz de la cúpula de vidrieras de colores de la estancia. Cada varios segundos Darlington volvía a la vitrina vacía que se encontraba en la cabecera de la sala, dispuesta donde, de haber sido el lugar aquel una iglesia, como sugería la apoteosis de sus vidrieras que formaban una arcada espectacularmente intrincada, habría estado situado el altar. Tamborileó con dedos gordezuelos en el marco dorado. Había sido construido especialmente para contener su más reciente adquisición, y lo habían colocado donde nadie que entrase en el museo pudiera
en modo alguno
dejar de verla, especialmente aquella mujer, Sylvester, si es que tenía la desfachatez de acudir allí.

Sólo por una única razón él había organizado la recepción. E invitado a una persona, a aquella persona tan especial que con toda probabilidad
arrastraría
consigo a Sylvester hasta allí. Confiaba en que viniera; estaba
impaciente
por verle la envidia reflejada en el rostro...

Pero ahora todo se había echado a perder. O por lo menos habría que posponerlo. Primero la noticia de que su adquisición había sido
confiscada.
Y luego la otra noticia que acababa de producirse: ¡que la Policía estaba
retrasando
el desembarco de la
Helios!
¿Qué podría tener tan
complicado
, en nombre del cielo, un simple accidente en el espacio...?

Horriblemente embarazoso, pero lo cierto era que él no tenía
intención
de volver a abrir el «Museo Hesperiano» hasta que su tesoro se hallase entronizado y a salvo.

Darlington se alejó del altar vacío. Había retrocedido espantado ante la idea de mezclarse con la multitud de personas de los medios informativos y demás chusma que se había precipitado hacia el sector de seguridad cuando la
Star Queen
por fin llegó. A continuación había llamado discretamente a las autoridades, urgiéndolas —de hecho se podría decir que
suplicando
, pero eso realmente sería la manera más
suave
posible de llamarlo— para que se hiciera algo acerca del precinto rojo que impedía que él pudiera recibir la entrega
inmediata
del libro más valioso de toda la historia de la lengua inglesa; y, honestamente, si no
fuera
el libro más valioso, por qué se había visto obligado a pagar una suma tan escandalosa por él, seguramente la suma más grande pagada jamás por un libro en lengua inglesa en toda la historia de la propia lengua inglesa? Y eso seguramente significaba
algo
..., y además había salido de sus propios bolsillos, que, al fin y al cabo, no eran, digamos, un saco sin fondo...

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