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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (36 page)

BOOK: Una página de amor
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—¿Tiene usted que volver a las diez en punto? —preguntó Elena.

—Sí, señora, con su permiso —respondió Ceferino.

—Es que hay un buen trecho… ¿Toma usted el ómnibus?

—¡Oh!, a veces, señora. ¿Sabe usted?, con una buena carrerita se llega antes todavía.

Elena había dado un paso en la cocina y ahora se apoyaba en la alacena, con las manos caídas y cruzadas sobre su peinador. Siguió hablando del mal tiempo que había hecho durante el día, de cómo se comía en el cuartel, de lo caro que estaban los huevos. Pero cada vez, cuando había hecho una pregunta y ellos habían respondido, la conversación cesaba. Se sentían cohibidos sabiéndola a sus espaldas: ni siquiera se volvían, hablaban con la cabeza metida en el plato, se encogían de hombros bajo su mirada y tragaban pequeños bocados para parecer más pulcros. Ella, tranquilizada, se encontraba bien allí.

—No se impaciente la señora —dijo Rosalía—. El agua ya empieza a cantar… Si el fuego fuera más vivo…

Elena no permitió que se levantara. Después. Sólo sentía un gran cansancio en las piernas. Maquinalmente, cruzó la cocina y se acercó a la ventana, donde estaba la tercera silla, una silla de madera muy alta que se transformaba en escalera cuando se la desplegaba. Pero no se sentó enseguida. Había visto, en un extremo de la mesa, un montón de estampas.

—¡Vaya! —dijo cogiéndolas, con el deseo de ser agradable a Ceferino.

El soldadito rió silenciosamente. Estaba radiante siguiendo las estampas con la mirada, inclinando la cabeza cuando un bello ejemplar caía bajo los ojos de la señora.

—Esta —dijo de pronto— la encontré en la calle del Temple… Es una mujer guapetona que lleva flores en un cesto…

Elena se había sentado. Examinaba a la hermosa mujer, tapadera de una caja de grajeas, dorada y barnizada, que Ceferino había limpiado con esmero. Sobre el respaldo de la silla, una rodilla no le permitía apoyarse. Elena la separó y se quedó de nuevo absorta. Entonces los dos enamorados, viendo a la señora tan amable, ya no se sintieron cohibidos y acabaron incluso por olvidarla. Elena había dejado caer, una a una, las estampas sobre sus rodillas, y con una vaga sonrisa los miraba y los escuchaba.

—Oye, chico —murmuró la cocinera—. ¿No quieres un poco más de pierna de cordero?

El no dijo ni sí ni no; se balanceaba como si le hicieran cosquillas y luego se hinchaba de gusto cuando ella le ponía en el plato una gruesa tajada. Sus charreteras rojas saltaban en tanto que su redonda cabeza de grandes orejas separadas, se meneaba como la de un chino de porcelana en su cuello amarillo. Su risa agitaba la espalda de su guerrera, que jamás se desabrochaba en la cocina, por respeto a la señora.

—Esto sabe mejor que los nabos del tío Rouvet —acabó por decir con la boca llena.

Se trataba de un recuerdo de su pueblo. Los dos se desternillaron de risa y Rosalía tuvo que apoyarse en la mesa para no caerse. Un día (la cosa ocurrió antes de que hiciera la primera comunión), Ceferino había robado tres nabos al tío Rouvet. ¡Qué duros estaban! ¡Oh!, duros como para partirse los dientes; pero, de todos modos, Rosalía se había comido su parte detrás de la escuela. Desde entonces, cada vez que comían juntos, Ceferino no dejaba de decir:

—Esto está mejor que los nabos del tío Rouvet. Y cada vez Rosalía se reía tan fuerte, que rompía los cordones de sus enaguas. Esta vez se oyó como saltaban.

—¡Viva! ¿Ya los rompiste? —dijo el soldadito triunfalmente.

Alargó las manos para averiguarlo, pero recibió un buen sopapo.

—Estáte tranquilo, que no vas a ser tú quien lo componga… Vaya bobada romperme el cordón. Lo he de poner nuevo todas las semanas.

Pero, como de todos modos seguía palpando, ella le dio un buen pellizco en la mano y lo retorció. Esta amabilidad le hubiese excitado más todavía si ella, con una furiosa mirada, no le hubiese mostrado a la señora, que los estaba mirando. Él, sin turbarse demasiado, se hinchó un carrillo con un enorme bocado y, guiñando un ojo con gesto de soldado avispado, dejó entender que a las mujeres no les desagrada esto, ni que sean señoras. A los que se quieren, siempre gusta verlos.

—¿Todavía le quedan a usted cinco años de ser soldado? —preguntó Elena, abandonándose sobre la alta silla de madera.

—Sí señora; puede que sólo cuatro, si no les hago falta.

Rosalía comprendió que la señora estaba pensando en su boda y exclamó fingiendo estar enojada:

—¡Oh señora!, se lo pueden guardar diez años si quieren, que no he de ser yo quien vaya a reclamárselo al gobierno. Se está volviendo demasiado atrevido. Me parece que lo están descarriando… Sí, ya puedes reírte, pero conmigo esto no vale. Cuando estemos en presencia del señor alcalde será el momento de bromear.

Y, como él se riese más alto para presumir de seductor delante de la señora, la cocinera se enfadó de veras.

—¡Vamos! Te lo aconsejo… ¿Sabe usted, señora?, en el fondo sigue siendo un paleto. No tiene usted idea de cómo el uniforme los vuelve tontos. Todo es para presumir con los camaradas. Si le echara a la calle, le oiría usted llorar en la escalera… Me importas un bledo, chiquillo. Si yo quisiera, te pasarías el día de rodillas para saber de qué color llevo las medias.

Le miraba desde muy cerca; pero al verle así, con su cara bobalicona color salvado, que empezaba a inquietarse, se sintió enternecida de pronto y, sin transición aparente, dijo:

—¡Ah!, no te dije que recibí carta de la tía… Los Guignard quieren vender la casa. Sí, casi por nada… Tal vez más tarde podríamos…

—¡Diablos! —exclamó Ceferino satisfecho—. Allí estaríamos bien… Caben por lo menos dos vacas.

Entonces se callaron. Estaban en los postres. El soldadito lamía el arrope extendido sobre su pan con la fruición de un muchacho, mientras la cocinera mondaba una manzana cuidadosamente, con aire maternal. No obstante, Ceferino, había metido la mano que le quedaba libre tajo la mesa y le estaba acariciando las rodillas, pero con tanta suavidad, que ella fingía no darse cuenta. Cuando se comportaba decentemente, no se enfadaba. Incluso debía gustarle, sin confesárselo, pues daba ligeros brincos de satisfacción en su silla. En fin, aquel día había sido una verdadera delicia.

—Señora, el agua ya está hirviendo —dijo Rosalía después de un silencio.

Elena no se movía. Se sentía como envuelta en su ternura. Seguía con ellos sus sueños y los imaginaba allá, en casa de los Guignard, con sus dos vacas. Le hacía sonreír verle a él tan serio con la mano debajo de la mesa, mientras la criadita se mantenía muy rígida para disimular. Todas las distancias se habían acortado y ya no tenía conciencia clara de ella misma ni de los demás, ni del lugar donde se encontraba, ni de lo que había venido a hacer allí. Los cobres centelleaban en las paredes y una lasitud la retenía allí, con la cara sofocada, sin que le molestase el desorden de la cocina. Este rebajamiento de sí misma le proporcionaba el profundo placer de una necesidad satisfecha. Únicamente sentía mucho calor; el hornillo ponía gotas de sudor en su pálida frente y, tras ella, la ventana, entreabierta, soplaba en su nuca escalofríos deliciosos.

—Señora, su agua está hirviendo —repitió Rosalía—. No va a quedar nada en el calentador.

Y lo puso ante ella. Elena, sorprendida de repente, tuvo que levantarse.

—¡Ah!, sí… Muchas gracias.

Ya no le quedaba ningún pretexto y tuvo que marcharse contra su voluntad. Una vez en su cuarto, el calentador la estorbaba. Pero toda la pasión estallaba en su interior. Aquel entumecimiento que la había mantenido como atontada se fundía ahora en una oleada de vida ardiente cuyos destellos la quemaban. La estremecía una voluptuosidad que antes no había sentido. Volvían los recuerdos, y sus sentidos despertaban demasiado tarde con un inmenso deseo insatisfecho. De pie en el centro de la habitación, todo su cuerpo se estiró, y con las manos levantadas y retorcidas hizo crujir sus miembros debilitados. ¡Oh!, le amaba, le quería, y se le entregaría sin reservas la próxima vez.

En el instante en que se quitaba el peinador, contemplando sus brazos desnudos, la inquietó un ruido, creyendo que Juana había tosido. Entonces cogió la lámpara. La niña, con los párpados cerrados, parecía dormida. Pero cuando su madre, tranquilizada, hubo vuelto la espalda, abrió los ojos de par en par, unos ojos negros que la siguieron mientras volvía a su habitación. No dormía todavía; no quería que la hicieran dormir. Una nueva crisis de tos le desgarró la garganta, mas, hundiendo la cabeza bajo las mantas, logró sofocarla. Ahora ya podría desaparecer, que su madre ni se daría cuenta. Mantenía los ojos abiertos en la noche, enterada de todo, y muriendo por ello sin una queja.

II

Al día siguiente, a Elena se le ocurrieron toda clase de ideas prácticas. Despertó sintiendo la imperativa necesidad de velar por sí misma, por su felicidad, temblorosa ante el temor de perder a Enrique por cualquier imprudencia. A esta hora friolera del levantarse, mientras la habitación, abotargada, dormía todavía, ella le adoraba, le deseaba con un arrebato de todo su ser. Jamás había sentido esta necesidad de mostrarse hábil. Su primer pensamiento fue que debía ver a Julieta aquella misma mañana. Así evitaría las explicaciones enojosas, las investigaciones, que podían comprometerlo todo.

Cuando llegó a casa de la señora Deberle, hacia las nueve, la encontró ya levantada, pálida y con los ojos enrojecidos como los de la heroína de un drama. En cuanto la vio, la pobre mujer se lanzó en sus brazos llorando y llamándola su ángel bueno. Podía jurarle que no amaba, en absoluto, a Malignon; se trataba de la más estúpida de las aventuras. ¡Dios mío! Habría sido la causa de su muerte, pues ahora comprendía que ella no estaba hecha para esta clase de aventuras, con las mentiras, los sufrimientos, las obligaciones de un sentimiento siempre igual. ¡Cuán agradable le resultaba saberse todavía libre! Se reía a gusto, aunque luego sollozó de nuevo, suplicando a su amiga que no la despreciara. En su febril estado, lo que había en el fondo era miedo, pues temía que su marido lo sabía todo: la víspera había vuelto agitado a casa.

Acosó a Elena a preguntas. Entonces ésta, con una audacia y una facilidad que la sorprendían a sí misma, le contó una historia de la cual iba inventando los detalles, uno a uno, en gran abundancia. Le juró que su marido no sospechaba nada. Era ella que, enterada de todo y queriendo salvarla, se le había ocurrido ir a interrumpir la cita. Julieta la escuchaba y aceptaba esta novela con la expresión resplandeciente por una alegría desbordada, en medio de sus lágrimas. De nuevo se colgó del cuello de Elena, a la que no molestaban, en absoluto, estas caricias, pues ya no sentía aquellos escrúpulos de lealtad que tanto la habían hecho sufrir antes. Cuando la dejó, después de haberle hecho prometer que se mostraría tranquila, en el fondo se reía de su pericia y salía encantada.

Pasaron unos días. Toda la existencia de Elena había quedado desplazada: ya no vivía en su casa, sino en la de Enrique, por sus pensamientos de cada hora. No existía nada, excepto el pequeño hotelito vecino por el que latía su corazón. En cuanto se le ocurría un pretexto, allí acudía y se entretenía, satisfecha de respirar el mismo aire. En este primer arrebato de la posesión, la vista de Julieta la enternecía como algo que pertenecía a Enrique. No obstante, éste no había podido todavía encontrarla a solas un solo instante. Parecía como si ella pusiera cierto refinamiento en retardar la hora de una segunda cita. Una noche, cuando él la acompañaba hasta el vestíbulo, le hizo jurar únicamente que jamás volvería a ver la casa del pasaje des Eaux, añadiendo que la comprometería. Ambos temblaban en espera del abrazo apasionado en que se pertenecerían de nuevo, sin saber dónde, en algún sitio, alguna noche. Elena, fascinada por el deseo, sólo vivía para este momento, indiferente a todo lo demás, aguardándolo dichosa, turbada únicamente, en su felicidad, por la inquieta sensación de que Juana estaba tosiendo cerca de ella.

Juana tosía con una tosecita seca, frecuente, que se acentuaba hacia el anochecer. Tenía entonces pequeños accesos de fiebre, y el sudor la debilitaba en su sueño. Cuando su madre la interrogaba, contestaba que no estaba enferma, que nada le dolía. Sin duda se trataba de un resfriado ya en declive; y Elena, tranquilizada con esta explicación, sin tener clara conciencia de lo que ocurría a su alrededor, experimentaba no obstante, en el enajenamiento en que vivía, el sentimiento confuso de una pena, como un peso cuya herida la hacía sangrar en algún sitio que no hubiese podido localizar. A veces, en medio de una de esas alegrías sin causa que la inundaban de ternura, la acometía una ansiedad y le parecía que la desgracia la estaba persiguiendo. Cuando se es demasiado feliz, se vive temblando. No había nadie junto a ella. Juana acababa de toser, pero tomaba tisana, y no sería nada.

Sin embargo, una tarde, el viejo doctor Bodin, que visitaba su casa como amigo, demoró el despedirse, preocupado y examinando a Juana con el rabillo de sus ojos azules. La interrogaba como si estuviese jugando con ella. Ese día no dijo nada, pero reapareció dos días más tarde, y esta vez, sin examinar a Juana, con la jovialidad de un anciano que ha visto muchas cosas, llevó la conversación al tema de los viajes. En otros tiempos había servido como cirujano militar, por lo que conocía toda Italia. Era un país soberbio que había que admirar especialmente durante la primavera. ¿Por qué la señora Grandjean no llevaba allí a su hija? Llegó así, con hábiles transiciones, a aconsejar una estancia en el país del sol, como él lo llamaba. Elena le miraba fijamente. Entonces él protestó: seguro que ni una ni otra estaban enfermas, pero cambiar de aires siempre rejuvenece. Ella se puso muy pálida, sintiendo un frío mortal ante la idea de abandonar París. ¡Dios mío!, irse tan lejos, tan lejos… Perder a Enrique de pronto, abandonar sus amores sin la perspectiva de un mañana… Experimentó un dolor tan desgarrador, que tuvo que inclinarse hacia Juana para ocultar su turbación. ¿Acaso a Juana le gustaría partir? La niña, friolera había juntado sus manitas. ¡Oh, seguro que le gustaría! Ir hacia el sol, las dos, ella y su madre. ¡Oh sí, completamente solas! Sobre su pobre carita enflaquecida, cuyas mejillas quemaba la fiebre, resplandeció la esperanza de una nueva vida. Pero Elena ya no escuchaba, rebelde y desconfiada, persuadida ahora de que todo el mundo se ponía de acuerdo, el sacerdote, el doctor Bodin, la misma Juana, para separarla de Enrique. Al verla tan pálida, el viejo doctor creyó que había cometido una imprudencia y se apresuró a decir que no había prisa alguna, decidido a insistir otro día sobre aquello.

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