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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (31 page)

BOOK: Una página de amor
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—¿Ves? —murmuró la madre—, así vamos más de prisa… Esta noche, los seis gorritos quedarán terminados.

Y se volvió para mirar el reloj. La una y diez minutos. Faltaban todavía cerca de dos horas. Enrique ya había recibido la carta. ¡Oh!, seguro que iría. Las señas eran precisas, lo encontraría en seguida. Pero todas estas cosas le parecían todavía muy lejanas y la dejaban fría. Cosía a puntadas regulares, con el esmero de una costurera. Transcurrían, uno a uno, los minutos. Sonaron las dos.

La sorprendió una llamada a la puerta.

—¿Quién puede ser, madrecita? —preguntó Juana, que se había estremecido en su silla.

Y, como viera entrar al señor Rambaud, le dijo:

—¿Eres tú?… ¿Por qué llamas tan fuerte? Me has dado miedo.

El buen hombre pareció consternado. En efecto, había tirado muy fuerte del cordón.

—Hoy no quiero ser cariñosa —prosiguió la chiquilla—; estoy malita y no hay que asustarme.

El señor Rambaud se preocupó. ¿Qué le ocurría a la pequeña querida? Y no se sentó, tranquilizado, hasta que se dio cuenta de que Elena le dirigía un ligero gesto para advertirle de que Juana tenía la negra, como decía Rosalía. Ordinariamente pocas veces venía durante el día, de modo que quiso explicar en seguida el motivo de su visita. Se trataba de un paisano suyo, un viejo obrero que no podía encontrar trabajo por culpa de su mucha edad y que tenía a su mujer paralítica en un cuartucho más pequeño que la palma de la mano. Era inimaginable tanta miseria. Aquella misma mañana había subido a verle para darse cuenta. Un agujero bajo el tejado, con una lumbrera por toda ventana, cuyos vidrios rotos dejaban entrar la lluvia; y allí dentro, sobre un jergón, una mujer envuelta en una vieja cortina, y el hombre, como atontado, sentado en el suelo, sin ánimos siquiera para barrer un poco.

—¡Pobres desgraciados! ¡Pobres desgraciados! —repetía Elena emocionada y con lágrimas en los ojos.

No era el viejo obrero lo que preocupaba al señor Rambaud. Se lo llevaría a su casa y ya vería la manera de ocuparle. Pero la mujer, esa paralítica que su marido no se atrevía a dejar sola un momento y a la que había que hacer rodar como un fardo, ¿dónde meterla? ¿Qué se podía hacer con ella?

—He pensado que usted —prosiguió— encontraría la manera de hacerla ingresar en un hospicio… Hubiese ido directamente a casa del señor Deberle, pero he pensado que usted le conoce más, que usted tendría más influencia… Si él quiere ocuparse, el asunto puede estar resuelto mañana.

Juana había escuchado y estaba muy pálida, temblando con un estremecimiento de lástima.

Juntó sus manos y murmuró:

—¡Oh mamá!, sé buena: haz que admitan a esa pobre mujer…

—¡Claro, claro! —dijo Elena, cuya emoción aumentaba—. En cuanto pueda, hablaré con el doctor y él mismo se ocupará de los trámites. Déme usted los nombres y la dirección, señor Rambaud.

Este estaba escribiendo una nota sobre el velador; luego, incorporándose:

—Son las dos y treinta y cinco minutos —dijo—. Puede que todavía encuentre usted el doctor en su casa.

Ella también se había levantado y miró el reloj con un gran sobresalto. Eran, en efecto, las dos y treinta y cinco minutos y las minuteras seguían avanzando. En un balbuceo dijo que seguramente el doctor ya habría salido para hacer sus visitas. Sus ojos no abandonaban el reloj. No obstante, el señor Rambaud, con el sombrero en la mano, se mantenía de pie, repitiendo su historia. Esta pobre gente había vendido todo, incluso la estufa; desde principios de invierno, pasaban los días y las noches sin lumbre. A últimos de diciembre habían pasado cuatro días sin comer. Elena prorrumpió en una exclamación dolorosa. Las minuteras marcaban las tres menos veinte. El señor Rambaud tardó todavía dos minutos en marcharse.

—Bueno, cuento con usted —dijo; e, inclinándose para besar a Juana, añadió—: Hasta pronto, querida.

—Hasta pronto… Vaya tranquilo: mamá no se olvidará y yo haré que lo recuerde.

Cuando Elena volvió del recibidor, adonde había acompañado al señor Rambaud, la aguja marcaba las tres menos cuarto. Dentro de un cuarto de hora, todo habría terminado. De pie, ante la chimenea, tuvo una rápida visión de lo que iba a ocurrir: Julieta ya estaba allí y Enrique entraba y la sorprendía. Ella conocía la habitación, percibía los menores detalles con una claridad tremenda. Sobrecogida todavía por la lamentable historia del señor Rambaud, sintió un gran escalofrío que le subía de los miembros al rostro. Un grito interior estallaba en ella. Lo que había hecho era una infamia; la carta que había escrito, una cobarde denuncia. De pronto lo comprendía así con una claridad cegadora. ¡Cómo había podido cometer semejante infamia! Se acordaba del gesto que había hecho al echar la carta en el buzón, con el estupor con que una persona miraría a otra cometer una mala acción, sin que se le ocurriera la idea de intervenir. Era como si despertara de un sueño. ¿Qué habría ocurrido? ¿Por qué seguía allí sin dejar de mirar las agujas de aquel reloj? Habían pasado dos nuevos minutos.

—Mamá —dijo Juana—, si quieres, esta tarde iremos las dos juntas a ver al doctor… Esto me servirá de paseo. Hoy siento que me ahogo.

Elena ya no oía. Todavía trece minutos. No podía permitir que semejante abominación se realizara. En este despertar tumultuoso, sólo había en ella una firme voluntad de impedirlo. Era necesario: no podía vivir; y, como loca, corrió hacia su habitación.

—¡Ah, me llevas contigo! —gritó alegremente Juana—. Vamos a ver al doctor en seguida, ¿verdad madrecita?

—No, no —respondió buscando sus zapatos y mirando debajo de la cama.

No los encontraba: hizo un ademán de suprema indiferencia, pensando que también podía salir con sus zapatillas de andar por casa que llevaba puestas. Entretanto, estaba revolviendo el armario-espejo buscando su chal. Juana se había acercado muy mimosa.

—Entonces, no vas a casa del doctor, madrecita…

—No.

—Oye: llévame de todos modos… ¡Oh, llévame! ¡Me gustaría tanto!

Pero al fin había encontrado el chal y se lo echó a los hombros. ¡Dios mío! Nada más que doce minutos: el tiempo justo de correr… Iría allí, haría algo, cualquier cosa. Lo pensaría por el camino.

—Madrecita, ¡llévame! —repetía Juana con una voz cada vez más baja y conmovedora.

—No puedo llevarte —dijo Elena—. Voy a un sitio donde no deben ir las niñas… Dame mi sombrero.

La cara de Juana había palidecido. Sus ojos se hicieron más negros y, con voz cortante, preguntó:

—¿Adónde vas?

La madre no contestó, ocupada en anudar las cintas de su sombrero. La niña prosiguió:

—Ahora siempre sales sin mí… Ayer saliste, hoy también has salido, y ahora todavía vuelves a marcharte. Yo sufro mucho; aquí, sola, tengo mucho miedo… ¡Oh!, si me dejas, voy a morirme. ¿Lo oyes?, voy a morirme si me dejas.

Luego, sollozando, en una crisis de dolor y de rabia, se agarro a las faldas de su madre.

—Vamos, suéltame, sé juiciosa; voy a volver en seguida —contestó ésta.

—No, no quiero…, no quiero… —balbuceaba la niña—. ¡Oh! ya no me quieres; si me quisieras, me llevarías… ¡Oh!, no te figures que no veo que quieres más a los otros que a mí… Llévame, llévame, o me voy a echar en el suelo; y cuando vuelvas me encontraras así tirada…

Anudaba sus bracitos alrededor de las piernas de su madre, lloraba en los pliegues de su traje, se agarraba a ella, se hacía pesada para no dejarla avanzar. Las agujas caminaban: eran las tres menos diez. Entonces Elena pensó que jamás llegaría a tiempo y, perdiendo la cabeza, rechazó violentamente a Juana gritando:

—¡Qué chiquilla más insoportable!… ¡Es una verdadera tiranía!… ¡Si lloras, te acordarás de mí!

Salió, cerrando la puerta con un golpe. Juana se había echado hacia atrás, tambaleándose hasta la ventana, cortado el llanto ante esta brutalidad, pálida y crispada. Tendió los brazos por dos veces hacia la puerta, gritando:

—¡Mamá! ¡Mamá!

Y allí se quedó, de nuevo en su silla, con los ojos muy abiertos, el rostro convulso por el pensamiento celoso de que su madre la engañaba.

En la calle, Elena, apresuró el paso. Había cesado la lluvia; únicamente grandes gotas se desprendían de los canalones y le mojaban pesadamente los hombros. Se había prometido reflexionar en cuanto saliera, disponer un plan. Pero sólo sentía la necesidad de llegar. Al meterse por el callejón des Eaux, dudó un momento. La escalera se había convertido en un torrente, los arroyos de la calle de Raynouard desbordaban y se arremolinaban. A lo ancho de los peldaños, entre los apretados muros, el agua burbujeaba formando espuma, mientras algunas extremidades del pavimento espejeaban, lavados por el chaparrón. Un rayo de luz pálida caía del cielo gris, blanqueando el pasaje entre las ramas negras de los árboles. Elena iba descendiendo y apenas si recogió su falda. El agua subía hasta la altura de sus tobillos y sus pequeños zapatos estuvieron a punto de perderse en los charcos. A su alrededor, a lo largo de su descenso, oía un bisbiseo claro, parecido al murmullo de los pequeños arroyos que se escurren bajo la hierba en el fondo de los bosques.

De pronto se encontró ante la escalera, ante la puerta. Permaneció allí, jadeante, atormentada. Después se acordó y prefirió llamar a la cocina.

—¡Cómo! ¡Es usted! —dijo la tía Fétu.

No hablaba con su voz lacrimosa. Sus pequeños ojos brillaban, mientras una sonrisa de vieja complaciente temblaba en las mil arrugas de su cara. Ya no se cohibía y, mientras escuchaba las palabras entrecortadas de Elena, le golpeaba suavemente las manos. Elena le dio veinte francos.

—Dios se lo pague —balbuceó la tía Fétu por costumbre—. Todo lo que usted quiera, mi pequeña.

IV

Malignon, arrellanado en su sillón, con las piernas extendidas ante el gran fuego que llameaba en la chimenea, esperaba tranquilo. Había tenido el refinamiento de cerrar las cortinas de las ventanas y encender las bujías. La primera habitación, en la que se encontraba, estaba vivamente iluminada por una pequeña araña y dos candelabros. En la alcoba, por el contrario, reinaba la oscuridad; únicamente la lamparilla de cristal derramaba una débil luz crepuscular. Malignon sacó el reloj.

—¡Diantre! —murmuró—; a ver si hoy también me va a dejar plantado.

No pudo disimular un ligero bostezo. Hacía una hora que esperaba y no le resultaba muy divertido. De todos modos, se levantó y echó un vistazo a los preparativos. La disposición de las butacas no le agradó y arrastró un confidente ante la chimenea. Las bujías ardían con su reflejo rosa sobre el tapizado de cretona; silenciosamente, la habitación iba caldeándose confortablemente mientras afuera soplaban bruscas ráfagas. Luego examinó por última vez la alcoba y su vanidad se sintió satisfecha: le pareció perfecta, de verdadera elegancia, convenientemente acolchada y con la cama perdida en una sombra voluptuosa. En el momento en que disponía adecuadamente los encajes de las almohadas, llamaron con tres golpes rápidos. Era la señal.

—¡Por fin! —se dijo en voz baja, con aire triunfal.

Corrió a abrir. Julieta entró, con el velo de su sombrero tapándole el rostro, envuelta en un abrigo de pieles. Mientras Malignon cerraba suavemente la puerta, ella permaneció un momento inmóvil, sin que se notara la emoción que le cortaba la palabra. Pero, antes de que el joven tuviera tiempo de cogerle la mano, levantó su velo y mostró su rostro sonriente, un poco pálido, pero perfectamente tranquilo.

—¡Vaya! Ha encendió usted las luces —exclamó—. Tenía entendido que detestaba usted eso de encender las luces en pleno día.

Malignon, que se disponía a estrecharla entre sus brazos con un ademán estudiado que había preparado, quedó desconcertado y explicó que el día estaba demasiado feo y que las ventanas daban sobre un descampado. Por otra parte, adoraba la noche.

—Con usted nunca se sabe —repuso ella burlándose—. La pasada primavera, cuando mi baile infantil, me hizo usted todo un drama: que aquello parecía un panteón y que se diría que se entraba en la casa de un difunto… Bueno, digamos que cambió usted de gusto.

Parecía que estuviese de visita, fingiendo una seguridad que le hacía ahuecar un tanto la voz. Era el único indicio de su turbación. De vez en cuando se le contraía un poco la barbilla como si sintiera alguna molestia en la garganta. Pero sus ojos brillaban y saboreaba el vivo placer de su imprudencia. Luego, en una transición, pensó en la señora Chermette, que tenía un amante. ¡Dios mío! De todos modos, resultaba divertido.

—Vamos a ver cómo se ha instalado usted —añadió. Dio una vuelta por la estancia. Él la seguía reflexionando que debió besarla ante todo; ahora ya no era posible, y había que esperar. Entre tanto ella examinaba los muebles, miraba las paredes, levantaba la cabeza y retrocedía sin dejar de hablar.

—Su cretona no me gusta mucho. ¡Es tan vulgar! ¿De dónde se ha sacado usted este rosa abominable?… Vaya, esta silla sería bonita si no hubiesen dorado tanto la madera… Y ni un cuadro, ni una figura; sólo esta araña y estos candelabros sin ningún estilo… ¡Ay, amigo mío, puede usted seguir burlándose de mi pabellón japonés!…

Se reía y se vengaba de sus viejas diatribas, por las que le guardaba verdadero rencor.

—¡Ahora podemos hablar de su buen gusto!… ¿Sabe usted que mi ídolo cuesta más que todo su mobiliario?… Ni un hortera habría aceptado ese rosa… ¿Es que se ha propuesto usted seducir a la lavandera?

Malignon, muy ofendido, no contestaba nada; intentaba conducirla hacia la alcoba. Ella se quedó en el umbral diciendo que jamás entraba en lugares oscuros. Por otra parte, veía lo suficiente para darse cuenta de que la alcoba valía lo que el salón. Todo aquello procedía del arrabal Saint-Antoine
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. Pero fue la lámpara lo que más la divirtió. Estuvo implacable, sin parar de comentar aquella lámpara de pacotilla que era el sueño de todas las modistillas que esperan que les pongan piso. Se podían encontrar en cualquier bazar al precio de siete francos cincuenta.

—¡Me costó noventa! —acabó por chillar Malignon, perdida toda paciencia.

Parecía encantada haciéndole rabiar. Él se quedó luego más tranquilo y preguntó con malicia:

—¿No se quita usted el abrigo?

—Sí —contestó ella—. ¡Qué calor hace en su casa!

Se quitó incluso el sombrero, que él dejó, como el abrigo, sobre la cama. Cuando volvió, la encontró sentada junto al fuego y mirando todavía a su alrededor. Se había puesto más formal y consintió en mostrarse más conciliadora.

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