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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (35 page)

BOOK: Una página de amor
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—¡Ah!, es la señora —dijo Rosalía al abrir—. Ya empezaba a inquietarme. —Y, cogiendo el paraguas para llevarlo a la cocina y ponerlo sobre la pila añadió—: ¡Vaya modo de llover!… Ceferino, que acaba de llegar, estaba empapado como una sopa… Me he permitido decirle que se quede a cenar, señora. Tiene permiso hasta las diez.

Elena la siguió maquinalmente. Parecía que sintiera necesidad de ver todas las habitaciones de su departamento antes de quitarse el sombrero.

—Hizo usted bien, hija mía —respondió.

Permaneció un instante a la entrada de la cocina mirando los fogones encendidos. Con un gesto instintivo, abrió un armario y lo cerró de nuevo. Todos los muebles estaban en su sitio; sólo con verlos sentía una satisfacción. Entretanto, Ceferino se había levantado respetuosamente, y ella le sonrió dirigiéndole un leve gesto con la cabeza.

—Ya no sabía si debía o no preparar el asado —prosiguió la criada.

—¿Qué hora es, pues? —preguntó.

—Cerca de las siete.

—¡Cómo! ¡Las siete ya!

Quedó muy sorprendida. Había perdido la noción del tiempo. Era como si estuviera despertándose.

—¿Y Juana? —interrogó.

—¡Oh!, ha sido muy formalita, señora. Me parece incluso que se ha dormido, pues ni siquiera la he oído.

—¿No le ha llevado usted luz?

Rosalía se quedó perpleja, sin querer confesar que Ceferino le había llevado unas estampas. Puesto que la señorita no se había movido, esto quería decir que no necesitaba nada. Pero Elena ya no la escuchaba. Al entrar en la habitación tuvo la sensación de que hacía mucho frío.

—¡Juana, Juana! —llamó.

Ninguna voz contestó. Tropezó con una butaca. La puerta del comedor, que había dejado entreabierta, iluminaba un trozo de alfombra. Sintió un escalofrío; diríase que la lluvia caía dentro de la pieza, con sus ráfagas de humedad y su ininterrumpido chorrear. Entonces, al volverse, percibió el pálido cuadro de la ventana recortándose sobre el cielo gris.

—¿Quién ha abierto la ventana? —gritó—. ¡Juana! ¡Juana!

Tampoco ahora hubo respuesta. Una mortal inquietud oprimía su corazón. Quiso mirar por la ventana, pero, tanteando, tropezó con una cabellera: allí estaba Juana. Rosalía llegó con una lámpara, y la niña, completamente blanca, apareció durmiendo con la mejilla apoyada en los brazos cruzados mientras la salpicadura de las gotas que caían del tejado la mojaba. Apenas respiraba, abatida por la desesperación y la fatiga. Sus grandes párpados azulados retenían entre las pestañas dos grandes lágrimas.

—¡Mi pobre niña! —balbuceó Elena—, ¡a quién se le ocurre!… ¡Dios mío! Está completamente fría… Dormirse así, con semejante tiempo, teniendo prohibido que abriera la ventana… ¡Juana! ¡Juana! Contéstame, despierta.

Prudentemente, Rosalía se había escabullido. La pequeña, a la que su madre había cogido en brazos, dejaba caer su cabeza como si no pudiera sacudir aquel sueño de plomo que se había apoderado de ella. No obstante, por fin abrió los párpados; pero seguía amodorrada, atontada, con los ojos heridos por la claridad de la lámpara.

—Soy yo, Juana… ¿Qué te pasa? Mírame, acabo de llegar.

Pero la niña no parecía entenderla y seguía murmurando, como pasmada:

—¡Ah!… ¡Ah!…

Miraba a su madre como si no la reconociese. De pronto se estremeció y pareció sentir el intenso frío de la habitación. Sus ideas reaparecieron y las lágrimas, desprendidas de sus pestañas, rodaron por las mejillas. Se debatía, no quería que la tocasen.

—Eres tú, eres tú… Pero déjame, me aprietas demasiado. Estaba tan a gusto…

Soltóse de sus brazos como si le tuviera miedo. Su mirada, inquieta, la seguía desde las manos hasta los hombros; una de las manos estaba sin guante, y retrocedió ante la muñeca desnuda, la palma húmeda, los dedos tibios, y tuvo el mismo gesto arisco con que evitaba la caricia de una mano extraña. Ya no era el mismo perfume de verbena, los dedos parecían más largos y la palma más blanda; la desesperaba el contacto de aquella piel, que le parecía cambiada.

—Vamos, no voy a reñirte —prosiguió Elena—. Pero, verdaderamente, es insensato… Anda, bésame.

Juana seguía retrocediendo. No recordaba haber visto jamás aquel vestido ni aquel abrigo de su madre. La cintura era demasiado ancha y los pliegues caían de tal manera que la irritaban. ¿Por qué volvía tan mal vestida, con un no sé qué tan feo y triste en todas sus cosas? Llevaba barro en la falda, sus zapatos estaban rotos, y nada se le sujetaba al cuerpo, como ella misma decía cuando se enfadaba con las niñas que no sabían vestirse.

—Bésame, Juana.

La niña tampoco reconocía la voz, que le parecía más fuerte. Ahora le estaba mirando la cara y se sorprendía de la pequeñez de fatiga de los ojos, del rojo febril de los labios, de la extraña sombra en que todo el rostro parecía sumergido. Nada le gustaba, y empezaba a sentir un dolor en el pecho como el que experimentaba cuando la disgustaban. Entonces, nerviosa por el acercamiento de aquellas cosas sutiles y duras que olfateaba, comprendió que estaba respirando el aire de la traición y estalló en sollozos.

—No, no, por favor… ¡Oh!, me dejaste sola y he sido muy desgraciada.

—Pero, puesto que he vuelto, querida… No llores más; ya he vuelto.

—No, no, se acabó… Ya no te quiero… ¡Oh!, te he esperado, te he esperado y me siento demasiado mal.

Elena la había cogido de nuevo y la atraía dulcemente, mientras la niña repetía testaruda:

—No, no, no es lo mismo; ya no eres la misma.

—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo, hija mía?

—No sé; pero no eres la misma.

—¿Quieres decir que ya no te quiero?

—No sé; no eres la misma… No lo niegues… No hueles igual que antes. Se acabó, se acabó. Quiero morirme.

Elena, muy pálida, la tenía de nuevo en sus brazos. Entonces, ¿es que se le notaba en la cara? La besó, pero la pequeña temblaba con un aire de tan profundo malestar, que no puso en su frente un nuevo beso. La retuvo, no obstante. Ni una ni otra hablaron más. Juana lloraba muy bajito, en su rebelión nerviosa, que le daba cierta tiesura. Elena pensaba que no debía darse mayor importancia a los caprichos de una chiquilla. Pero en el fondo, sentía una secreta vergüenza y el peso de su hija sobre su hombro la hacía enrojecer. Entonces dejó a Juana en el suelo. Ambas se sintieron aliviadas.

—Ahora, sé juiciosa y sécate los ojos —repuso Elena—. Ya hablaremos de todo esto.

La niña obedeció y se mostró muy mimosa, un tanto atemorizada, mirándola de reojo. Pero de pronto la sacudió un acceso de tos.

—¡Dios mío! Ahora vas a ponerte enferma. Verdaderamente, no puedo dejarte un segundo… Has cogido frío.

—Sí mamá, en la espalda.

—¡Vaya! Ponte este chal. La estufa del comedor está encendida. Vas a entrar en calor… ¿Tienes apetito?

Juana dudó. Iba a decir la verdad, contestar que no; pero la miró de nuevo de reojo, retrocedió y dijo en voz baja:

—Sí, mamá.

—Vamos, esto no es nada —declaró Elena, que tenía necesidad de tranquilizarse—. Pero, te lo ruego, no vuelvas a darme estos sustos de niña mala.

Cuando Rosalía vino a decir que la señora estaba servida, la riñó severamente. La muchacha bajaba la cabeza, murmurando que tenía razón, que debió ocuparse de la señorita. Para tranquilizar a su señora, la ayudó a desvestirse. ¡Dios mío! ¡Cómo iba la señora! Juana miraba aquellas prendas que, una a una, se iba quitando como si esperase ver caer, de entre aquellas telas manchadas de barro, las cosas que le ocultaban. La cinta de una de las enaguas, sobre todo, no quería ceder. Rosalía tuvo que esforzarse para desatar el nudo, y la niña se acercó, atraída, compartiendo la impaciencia de la criada, enojándose contra este nudo, acometida por la curiosidad de saber cómo estaba hecho. Pero no pudo quedarse y se refugió tras una butaca, lejos de aquellas vestiduras cuya tibieza la enojaba. Volvió la cabeza, a pesar de que jamás se había sentido molesta viendo a su madre mudarse de ropa.

—La señora se sentirá cómoda ahora —decía Rosalía—. Cuando uno se ha mojado, la ropa seca resulta muy agradable.

Elena, arropada en su peinador de muletón azul, lanzó un ligero suspiro como si, en efecto, sintiese cierto bienestar. Se sentía de nuevo en su casa, aliviada al no llevar ya encima de sus hombros aquellos vestidos que había arrastrado. La muchacha le repetía en vano que la sopa ya estaba puesta, pero ella quiso lavarse la cara y las manos con abundante agua. Cuando apareció, completamente blanca, húmeda todavía, con el peinador abrochado hasta la barbilla, Juana se le acercó, le cogió una mano y se la besó.

No obstante, en la mesa, madre e hija no se hablaron. La estufa roncaba y el pequeño comedor se hacía más alegre con su caoba reluciente y sus claras porcelanas. Pero Elena parecía caer de nuevo en aquel aturdimiento que le impedía pensar; comía maquinalmente, aparentando tener apetito. Juana, frente a ella, levantaba sus ojos por encima del vaso, disimuladamente, sin perder ninguno de sus gestos. Tosió. Su madre, que la había olvidado, se inquietó de pronto.

—¡Cómo! ¡Todavía toses!… ¿Es que no entras en calor?

—¡Oh sí, mamá! Tengo mucho calor.

Quiso cogerle la mano para ver si decía la verdad, y entonces se dio cuenta de que su plato seguía lleno.

—Decías que tenías apetito… ¿Es que esto no te gusta?

—¡Claro que sí, mamá! Estoy comiendo.

Juana hizo un esfuerzo y se tragó una cucharada. Elena la vigiló un momento y luego su recuerdo volvió allí, a aquella habitación llena de sombras. La niña se daba cuenta de que ella ya no contaba. Hacia el final de la comida, sus pobres miembros fatigados parecían desmayados sobre la silla; parecía una viejecita, con sus pálidos ojos de solterona a la que jamás amará nadie.

—¿La señorita no va a tomar mermelada? —preguntó Rosalía—. Entonces, ¿puedo recoger la mesa?

Elena seguía con la mirada extraviada.

—Mamá, tengo sueño —dijo Juana con una voz distinta—. ¿Me dejas que me acueste? Estaré mejor en la cama.

De nuevo su madre pareció despertar con un sobresalto.

—¿Te sientes mal, querida? ¿Dónde te duele? Dilo de una vez.

—No, ¡ya te lo dije!… Tengo sueño, y ya es hora de ir a dormir.

Se levantó de la silla y se irguió para que creyeran que no le dolía nada. Sus piececitos, entumecidos, tropezaban sobre el entarimado. En la habitación, se apoyó en los muebles y tuvo la valentía de no llorar, pese al fuego que la quemaba. Su madre vino a acostarla, pero sólo pudo anudar sus cabellos para la noche, tanta había sido la prisa que se diera la niña en quitarse ella misma sus vestidos. Se metió en la cama ella sola y cerró de prisa los ojos.

—¿Estás bien? —preguntó Elena, subiéndole los cobertores y arrebujándola.

—Muy bien. Déjame, no me muevas… Y llévate la luz.

Sólo deseaba una cosa: estar a oscuras para abrir los ojos y sentir su mal sin que nadie la mirase. En cuanto desapareció la lámpara, abrió los ojos de par en par.

Entretanto, en la habitación de al lado, Elena iba y venía. Una necesidad de movimiento la mantenía de pie, la idea de acostarse le era insoportable. Miró el reloj: eran las nueve menos veinte. ¿Qué iba a hacer? Buscó en un cajón sin acordarse de lo que buscaba Después se acercó a la biblioteca y echó un vistazo a los libros sin decidirse, aburrida ya en la sola lectura de los títulos. El silencio de la habitación zumbaba en sus oídos; aquella soledad, aquella atmósfera pesada, se le convertían en un sufrimiento. Hubiese deseado oír ruido, que hubiese gente, algo que la distrajera de sí misma. Por dos veces escuchó junto a la puerta de la habitación en la que la pequeña Juana no parecía respirar siquiera. Todo dormía. Todavía dio otra vuelta, colocando y desplazando los objetos que le venían a mano. Pero de pronto recordó que Ceferino debía de estar todavía con Rosalía. Entonces, tranquilizada, feliz con la idea de no estar sola, se dirigió hacia la cocina arrastrando las zapatillas.

Cuando ya estaba en el recibidor e iba a empujar la puerta de cristales del pequeño pasillo, la sorprendió el chasquido sonoro de un bofetón soltado con toda el alma. La voz de Rosalía gritaba:

—¡Eh! Cuidado con que vuelvas a pellizcarme… ¡Quita las patas!

Mientras, Ceferino murmuraba con voz contenida:

—Eso no es nada, guapa; es así como me gustas… Eso es.

Pero la puerta había crujido. Cuando Elena entró, el soldadito y la cocinera, sentados muy tranquilamente, tenían las narices metidas en el plato. Hacían como si nada hubiese ocurrido. Únicamente se les notaba muy colorados, sus ojos ardían como brasas y la inquietud les hacía saltar sobre sus sillas de paja. Rosalía se levantó precipitadamente.

—¿Se le ofrece algo a la señora?

Elena no había preparado ningún pretexto. Había venido para verlos, para hablar, para estar con alguien. Pero le dio vergüenza y no se atrevió a decir que no quería nada.

—¿Hay agua caliente? —preguntó al fin.

—No, señora; y ya se apagó el fuego… Pero poco importa, se la puedo llevar dentro de cinco minutos. Hervirá en seguida.

Echó carbón y puso el calentador al fuego. Después, viendo que la señora seguía allí, en el umbral, dijo:

—Dentro de cinco minutos se la traigo, señora.

Entonces Elena, con un vago ademán, repuso:

—Esperaré; no tengo prisa. No se moleste, hija mía… Coman, coman… Este mozo tendrá que volver a su cuartel.

Rosalía consintió en sentarse de nuevo. Ceferino, que permanecía de pie, saludó militarmente y cortó otra vez la carne, apartando los codos para demostrar que sabía comportarse. Cuando comían juntos, después de la cena de la señora, ni siquiera ponían la mesa en el centro de la cocina; preferían comer uno al lado del otro, de cara a la pared. De ese modo podían darse golpes con las rodillas, pellizcarse, soltarse bofetones sin perder bocado y, si levantaban la vista, no veían más que el divertido espectáculo de las cacerolas. Un ramillete de laurel y tomillo estaba allí colgado y del bote de las especies emanaba un olor a pimienta. A su alrededor, la cocina, que no estaba arreglada todavía, mostraba el desorden de las sobras de la cena; pero seguía siendo muy agradable, de todos modos, para dos enamorados de buen apetito que se regalaban con cosas que jamás se servían en el cuartel. Olía sobre todo a asado, acusado por el vinagre, el vinagre de la ensalada. Los reflejos del gas danzaban en los cobres y el hierro colado. Como el fogón calentaba terriblemente, habían entreabierto la ventana y unas ráfagas de aire fresco, procedente del jardín, hinchaban la cortina de percal azul.

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