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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (39 page)

BOOK: Una página de amor
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Desde el día siguiente al de la crisis, el reverendo Jouve las visitaba. Él y su hermano llegaban cada tarde y cambiaban un apretón de manos con Elena sin atreverse a pedir noticias. Se habían ofrecido para velar a la niña por turno, pero ella los despedía hacia las diez; no quería a nadie por la noche en la habitación. Una tarde, el sacerdote, que parecía muy preocupado desde la víspera, la llevó aparte:

—He pensado una cosa —murmuró—: la pobre pequeña, a causa de su salud, ha ido un tanto retrasada… Podría hacer aquí su primera comunión…

Elena pareció no comprender de momento. Aquella idea, con la cual, pese a su tolerancia, reaparecía el cura por entero, con sus preocupaciones sobre el cielo, la sorprendía, incluso la hería un poco. Tuvo un gesto de despreocupación al decir:

—No, no; no quiero que se la atormente… Déjelo; si existe un paraíso, a él irá directamente.

Pero aquella tarde Juana experimentaba una de esas mejorías que ilusionan a los moribundos. Había oído al sacerdote con su agudeza auditiva de enferma.

—Eres tú, mi buen amigo —dijo—. Hablas de la comunión… Será pronto, ¿verdad?

—Sin duda, querida.

Entonces quiso que él se acercara para hablarle. Su madre la había incorporado sobre la almohada; estaba sentada, tan pequeñaja. Sus labios, quemados, sonreían en tanto que por sus claros ojos rondaba ya la muerte.

—¡Oh!, me siento muy bien —añadió—. Me podría levantar si quisiera. Dime: ¿llevaré un traje blanco con un ramillete de flores?… ¿Y la iglesia estará tan bonita como en el mes de María?

—Más bonita, pequeña mía.

—¿De veras? ¿Habrá tantas flores y cantarán cosas tan dulces?… Pues que sea pronto, pronto; ¿me lo prometes?

Se sentía llena de satisfacción. Miraba las cortinas del lecho diciendo, como en éxtasis, que ella quería mucho a Dios y que le había visto cuando entonaban los cánticos. Oía el órgano y veía las luces que giraban, mientras las flores, en los vasos, viajaban como mariposas. Pero una tos violenta la sacudió y la aplastó de nuevo en la cama. Seguía sonriendo sin darse cuenta de que tosía y repetía:

—Voy a levantarme mañana; aprenderé mi catecismo sin una falta y todos estaremos muy contentos.

A Elena, que estaba al pie de la cama, se le escapó un sollozo. Escuchando la risa de Juana, ella, que no podía llorar, sintió una oleada de lágrimas que le subía a la garganta. Sofocada, escapó hacia el comedor para ocultar su desesperación. El sacerdote la siguió. El señor Rambaud se había levantado de inmediato para entretener a la pequeña.

—¡Oye!, mamá ha gritado. ¿Es que se hizo daño?

—¿Tu mamá? —respondió él—. No ha gritado, se ha reído porque te encuentras mejor.

En el comedor, Elena, con la cabeza caída sobre la mesa, ahogaba sus sollozos entre las manos juntas. El sacerdote se inclinó rogándole que se contuviera; pero ella, levantando la cara bañada en llanto, se acusó a sí misma diciendo que había matado a su hija; y toda una confesión se escapaba de sus labios con palabras entrecortadas. Nunca habría cedido a ese hombre si Juana hubiese estado a su lado. Fue preciso que lo encontrara en aquella habitación desconocida. ¡Dios mío!, el cielo debía habérsela llevado junto con su hija. No podía seguir viviendo. El sacerdote asustado, la tranquilizaba prometiéndole el perdón.

Llamaron. Un rumor de voces llegó del recibidor. Elena se secaba los ojos cuando entró Rosalía.

—Señora, es el doctor Deberle…

—No quiero que entre.

—Pide noticias de la señorita.

—Dígale que se va a morir.

La puerta había quedado abierta y Enrique pudo oírlo. Entonces, sin esperar a la criada, volvió a bajar. Subía todos los días, recibía la misma respuesta y se retiraba.

Lo que destrozaba a Elena eran las visitas. Algunas señoras, que había conocido en casa de los Deberle, creían obligado ofrecerle sus consuelos. La señora de Chermette, la señora Levasseur, la señora Guiraud y otras más, se presentaron; no solicitaban entrar, únicamente preguntaban a Rosalía, pero en voz tan alta, que su conversación atravesaba los delgados tabiques del pequeño departamento. Entonces, llena de impaciencia, Elena las recibía en el comedor, de pie, con breves palabras. Permanecía todo el día en peinador, olvidándose de mudarse de ropa, con sus hermosos cabellos sencillamente retorcidos y anudados hacia arriba. Sus ojos se cerraban de cansancio, su rostro estaba enrojecido, y su boca, amarga y pastosa, no encontraba las palabras. Cuando Julieta las visitaba, no podía cerrarle el dormitorio y permitía que se instalara un momento junto al lecho.

—Querida —le dijo un día amistosamente—, se abandona usted demasiado. Tenga un poco de valor.

Elena no había aún contestado cuando Julieta, para distraerla, pasó a hablarle de los acontecimientos que preocupaban a los parisienses.

—Ya sabe usted que, decididamente, vamos a tener guerra… Me fastidia mucho, pues tengo dos primos que deberán partir.

Subía así, al regreso de sus correrías por París, animada por toda una tarde de parloteo, trayendo el torbellino de sus largas faldas a esta habitación recoleta de enferma. Era inútil que bajara la voz, que adoptara actitudes lastimeras; su feliz indiferencia se traslucía, y se la veía dichosa y triunfante, rebosante ella misma de salud. Elena, abatida ante ella, sufría una angustia celosa.

—Señora —murmuró Juana una tarde—, ¿por qué no viene Luciano a jugar conmigo?

Julieta, cortada por un momento, se limitó a sonreír.

—¿Es que también está enfermo? —prosiguió la pequeña.

—No, querida; no está enfermo… Está en el colegio.

Cuando Elena la acompañaba hasta el recibidor, quiso explicar a ésta su mentira:

—¡Oh!, desde luego, me gustaría traerle; ya sé que estas cosas no son contagiosas… Pero los chiquillos en seguida se asustan, y Luciano es tan bobo… Sería capaz de llorar viendo a su pobre angelito.

—Sí, sí, tiene usted razón —interrumpió Elena, con el corazón destrozado al pensar que esta mujer tan alegre tenía en su casa un hijo rebosante de salud.

Había pasado la segunda semana. La enfermedad seguía su curso y se llevaba cada hora un poco de la vida de Juana. No se apresuraba en absoluto en su relativa rapidez, empleando en destruir aquella débil y adorable carne todas las fases previstas, sin perdonarle una sola. Los esputos sanguinolentos habían desaparecido, y había momentos en que la tos cesaba. Pero ahogaba a la niña una opresión, que, por la creciente dificultad de su aliento, se podían seguir los estragos del mal en su pequeño pecho. Era algo demasiado brutal para tanta debilidad, y los ojos del sacerdote y del señor Rambaud se llenaban de lágrimas al escucharla. Durante el día, durante la noche, se oía su soplo a través de las cortinas; la pobre criatura, a la que cualquier tropiezo podía matar, no acababa de morirse en un esfuerzo que la llenaba de sudores. La madre, al término ya de sus fuerzas, no pudiendo soportar más el sonido de su estertor, se fue a la habitación vecina, donde apoyó la cabeza contra la pared.

Poco a poco, Juana se aislaba. Ya no veía a nadie, y su cara, ahogada y borrosa, tenía una expresión como si ya estuviese viviendo sola en alguna parte. Cuando las personas que la rodeaban pronunciaban su nombre para llamear su atención, para que las reconociera, ella las miraba fijamente, sin una sonrisa, y luego se volvía hacia la pared en una actitud de cansancio. Una sombra la envolvía, y sólo desaparecía con el enfurruñamiento irritado de sus malos momentos de celos. No obstante, algunos caprichos de enferma la despertaban todavía. Una mañana preguntó a su madre:

—¿Hoy es domingo?

—No, no, mi niña —respondió Elena—. Sólo estamos a viernes… ¿Por qué querías saberlo?

Parecía que ya ni se acordara de la pregunta que había hecho. Pero dos días más adelante, estando Rosalía en el cuarto, le dijo a media voz:

—Es domingo… Ceferino está ahí; ruégale que venga.

La criada dudaba; pero Elena, que había oído, le hizo una seña de consentimiento. La niña repitió:

—Tráelo; venid los dos. Estaré contenta.

Cuando Rosalía entró con Ceferino, medio se incorporó, apoyándose en la almohada. El soldadito, con la cabeza descubierta y las manos lacias, se balanceaba para disimular su gran emoción; pues apreciaba mucho a la señorita. Por esto, pese a las advertencias de Rosalía, que le había recomendado que estuviera sonriente, puso su cara más estúpida, profundamente conmovido al verla tan pálida, reducida a casi nada. Seguía siendo un sentimental, pese a sus aires de conquistador. No dio con ninguna de aquellas frases bonitas que ahora sabía decir. La criada, por detrás, le pellizcó para que se riera, pero él sólo logró balbucear:

—Con permiso de la señorita… y la compañía…

Juana seguía incorporada, apoyada en sus brazos enflaquecidos. Abrió sus grandes ojos vacíos como si buscara algo. Un temblor agitaba su cabeza, cegada, sin duda, por la gran claridad que penetraba la sombra en que se iba sumiendo.

—Acérquese usted, amigo —dijo Elena al soldado—. Es la señorita quien quiere verle.

El sol entraba por la ventana, que era como un ancho agujero amarillo en que danzaba el polvo desprendido de la alfombra. Marzo había llegado y, fuera, nacía la primavera. Ceferino dio un paso y quedó recortado por el sol; su pequeña cara redonda, cubierta de pecas, tenía el reflejo dorado del trigo maduro, en tanto relucían los botones de su guerrera y su pantalón rojo sangraba como un campo de amapolas. Entonces Juana le vio; pero sus ojos se inquietaron de nuevo, vacilantes, yendo de un lado a otro.

—¿Qué quieres, niña mía? —preguntó su madre—. Todos estamos aquí. —Luego comprendió—: Acérquese, Rosalía… La señorita quiere verla.

A su vez, Rosalía avanzó hacia el sol. Llevaba una cofia cuyas cintas, abandonadas sobre los hombros, volaban como las alas de una mariposa. Una polvareda dorada caía sobre sus recios cabellos negros y sobre su bondadosa cara, de nariz aplastada y gruesos labios. Se diría que estaban únicamente ellos en la habitación: el soldadito y la cocinera, codo a codo, bajo los rayos del sol. Juana los miraba.

—Bueno, hija mía —prosiguió Elena—, ¿no les dices nada?… Ahí los tienes juntos.

Juana los miraba temblándole la cabeza, con el leve temblor de una mujer muy anciana. Allí estaban ellos, como marido y mujer, a punto de cogerse del brazo para volverse a su tierra. La tibieza de la primavera los caldeaba, y, queriendo animar a la señorita, acabaron por reírse, mirándose a la cara con aire embobado y enternecido. Un perfume de salud se desprendía de sus redondas espaldas. Si hubiesen estado solos, seguro que Ceferino habría agarrado a Rosalía y recibido de ella un magnífico bofetón. Se adivinaba en sus ojos.

—Bueno, querida, ¿no se te ocurre nada que decirles?

Juana los miraba ahogándose cada vez más. No dijo ni una palabra. Bruscamente rompió a llorar y Ceferino y Rosalía tuvieron que abandonar el dormitorio en seguida.

—Con permiso de la señorita… y la compañía… —repitió el soldadito, turbado, al marcharse.

Este fue uno de los últimos caprichos de Juana. Cayó en un humor sombrío del que nada lograba sacarla. Se desentendía de todo, incluso de su madre. Cuando ésta se agachaba por encima del lecho buscando su mirada, la niña mantenía su semblante mudo, como si únicamente la sombra de las cortinas pasase sobre sus ojos. Permanecía en silencio, con la negra resignación de una persona abandonada que se siente morir. A veces permanecía largo rato con los párpados medio cerrados, sin que se pudiera adivinar en su mirada adelgazada qué pensamiento tenaz la absorbía. Para ella, únicamente existía su gran muñeca, acostada a su lado. Se la habían dado una noche para distraerla de sus intolerables sufrimientos y se negaba a devolverla, defendiéndola con un gesto huraño cuando intentaban quitársela. La muñeca, con su cabeza de cartón puesta sobre la almohada, estaba tendida como una persona enferma y cubierta hasta los hombros. Sin duda la niña la cuidaba, pues de vez en cuando, con sus manos ardientes, palpaba aquellos miembros de piel rosada, desprendidos y vacíos de serrín. Durante horas sus ojos no perdían de vista aquellos ojos de esmalte siempre fijos, aquellos dientes blancos que no cesaban de sonreír. Después, en un acceso de ternura, sentía la necesidad de estrecharla contra el pecho, de apoyar la mejilla en su pequeña peluca, cuya caricia parecía tranquilizarla. Se refugiaba así en el amor de su gran muñeca, asegurándose, al salir de sus modorras, de que estaba todavía allí, sin ver más que a ella, hablando con ella, apareciendo a veces en su rostro la sombra de una sonrisa, como si la muñeca le hubiese murmurado algo al oído.

Finalizaba la tercera semana. El anciano doctor se instaló allí una mañana y Elena comprendió que su hija no pasaría de aquel día. Desde la víspera había caído en un estupor que le quitaba incluso la conciencia de sus actos. Ya no se luchaba contra la muerte: se contaban las horas. Como la enferma sufría de una sed ardiente, el médico había recomendado simplemente que le diesen una bebida opiada para facilitarle la agonía. Este abandono de todo remedio dejaba a Elena como atontada. Mientras las pociones llenaron la mesita de noche, esperaba todavía el milagro de la curación; pero ahora los frascos y las cajitas ya no estaban allí, y con ellas había desaparecido la última esperanza. Sólo sentía un impulso: estar junto a Juana, no separarse de ella, mirarla. El doctor, queriendo sacarla de esta contemplación espantosa, trataba de alejarla, encargándole pequeños cuidados; pero ella volvía, atraída por la necesidad física de ver. Rígida, con los brazos caídos, con una desesperación que le hinchaba la cara, esperaba.

Hacia la una llegaron el reverendo Jouve y el señor Rambaud. El médico salió a su encuentro y les dijo unas palabras. Ambos palidecieron. Permanecieron de pie, sobrecogidos, y sus manos temblaron. Elena ni se había vuelto.

Hacía un día soberbio, una de esas tardes soleadas de primeros de abril. Juana se agitaba en su lecho. La sed que la devoraba producía, por instantes, un leve movimiento penoso de los labios. Había sacado de los cobertores sus pobres manos transparentes y las agitaba dulcemente en el vacío. El sordo trabajo de la enfermedad había terminado; ya no tosía, y su voz, extinguida, era como un soplo. Luego, por un momento, volvía la cabeza y buscaba la luz con los ojos. El doctor Bodin abrió la ventana de par en par. Entonces Juana dejó de agitarse y apretó la mejilla contra la almohada, fija la mirada sobre París, mientras su respiración, oprimida, iba espaciándose.

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