Ya estábamos solos, de nuevo, Tavia y yo.
—Quizá este sea nuestro último viaje a bordo del
Jhama
—dije.
—No me vendría mal un descansito —contestó la muchacha.
—¿Estás cansada?
—Más de lo que pensaba hasta que me sentí segura con la gran flota de Helium a mi alrededor. Creo que estoy cansada de estar siempre en peligro, sencillamente.
—No debí traerte ahora —dije—. Pero aún tienes tiempo para volver al buque insignia.
Ella sonrió.
—Sabes que no lo haría, Hadron.
¡Claro que lo sabía! Sabía que ella no me abandonaría. Permanecimos en silencio durante un rato, mientras el
Jhama
surcaba el espacio ligeramente a popa del crucero. Al mirar el rostro de Tavia me pareció que reflejaba un gran cansancio; había en él unas líneas de tristeza apenas perceptibles que no había visto antes. Habló con un tono monótono que apenas se parecía al suyo habitual.
—Creo que Sanoma Tora estará contenta de volver contigo esta vez —comentó.
—No lo sé —dije—. Para mí da igual que quiera venir o no. Mi deber es traerla.
Ella asintió.
—Quizá sea lo mejor —dijo—. Su padre es noble y muy rico.
No entendí qué tenía que ver aquello, pero como no estaba particularmente interesado, ni en Sanoma Tora ni en su padre, no seguí la conversación. Sabía que mi deber era devolver a Sanoma Tora a Helium, si ello era posible, y ese era el único interés que tenía en el asunto.
Hacía un buen rato que habíamos avistado Jahar antes de encontrar naves de guerra; entonces apareció un crucero que vino al encuentro del nuestro que llevaba la bandera de parlamento. Los comandantes de ambas naves intercambiaron unas palabras y entonces la jahariana dio la vuelta y puso rumbo al palacio de Tul Axtar. Avanzaba lentamente y como yo ya había formulado mis planes y el
Jhama,
gracias a su invisibilidad, no precisaba escolta, me puse delante. Dirigí mi nave directamente al ala del palacio donde estaban los alojamientos de las mujeres y di lentamente vueltas en círculo a su alrededor, con el periscopio apuntando a las ventanas.
Habíamos rodeado el extremo del ala, donde se encontraba el gran salón en el que Tul Axtar reunía a sus cortesanas, cuando el periscopio se situó delante de las ventanas de unas preciosas habitaciones. Detuve la nave ante ellas, como había hecho antes con otras que deseaba examinar, y mientras el periscopio en lento movimiento me fue ofreciendo sobre el cristal esmerilado distintas partes del gran salón, vi las figuras de dos mujeres que reconocí al instante: eran Sanoma Tora y Phao, y la primera vestía el lujoso traje de una jeddara. La mujer a la que amaba había logrado sus propósitos, pero aquella idea no me produjo el menor pinchazo de celos. Revisé el resto de la habitación sin encontrar a ningún otro ocupante; acerqué entonces el puente del
Jhama
al alféizar de la ventana, alcé la escotilla y salté al interior de la habitación.
Al verme, Sanoma Tora se levantó del diván en el que estaba reclinada y retrocedió aterrorizada. Pensé que iba a gritar pidiendo ayuda y le conminé a que se mantuviera en silencio, al tiempo que Phao saltaba y sujetando a Sanoma Tora por un brazo le tapó la boca con la palma de la otra mano. Un instante después estaba yo a su lado.
—La flota de Jahar ha sido derrotada por las naves de Helium — anuncié a Sanoma Tora— y yo he venido a devolverte a tu propio país.
La joven temblaba tanto que fue incapaz de contestar. Nunca había visto antes a alguien poseído por tan tremendo terror, sin duda inducido por una conciencia culpable.
—Me alegra que hayas venido, Hadron de Hastor—dijo Phao—, porque sé que me llevarás también a mí.
—No lo dudes —dije—, el
Jhama
está ahí fuera, junto a la ventana. ¡Vamos! Pronto estaremos seguros a bordo del buque insignia del Señor de la Guerra.
Mientras hablaba tuve conciencia de un extraño ruido que parecía venir de lejos y que fue creciendo de volumen hasta parecer que se acercaba cada vez más. No podía explicarlo; quizá no lo intenté porque, en el mejor de los casos, apenas me sentía interesado. Había encontrado a dos de las personas que buscaba. Las llevaría a bordo del
Jhama y
trataría luego de localizar a Tul Axtar.
La puerta se abrió de golpe en ese momento y un hombre entró a la carrera en la habitación. Era Tul Axtar. Estaba pálido como un cadáver y tenía la respiración entrecortada. Cuando me vio, se detuvo en seco, retrocedió de un salto y pensé que iba a volverse y echar a correr, pero miró temeroso hacia atrás, a la puerta abierta y se puso delante de mí temblando.
—¡Vienen a por mí! —gritó aterrorizado— ¡Me van a descuartizar!
—¿Quién viene? —pregunté.
—La gente —replicó—. Han forzado las puertas y vienen hacia acá. ¿No les oyes?
Así que ese era el ruido que había atraído mi atención, las hordas hambrientas de Jahar a la caza del autor de su miseria.
—El
Jhama
está al lado de la ventana —dije—. Si vienes a bordo, como prisionero de guerra, te llevaré a presencia del Señor de la Guerra de Barsoom.
—El también me matará —aulló Tul Axtar.
—Lo hará —le aseguré.
Se me quedó mirando un momento y pude ver en sus ojos y en la expresión de su rostro el reflejo de una idea que se le acababa de ocurrir. Sus facciones de iluminaron. Parecía lleno de esperanza.
—Iré —dijo—, pero antes déjame coger una cosa que quiero llevarme. Está en ese armario de allí.
—Date prisa —le dije.
Se acercó al armario, un mueble alto que casi llegaba al techo y al abrir la puerta quedó oculto a nuestra vista.
Mientras esperaba, pude oír el entrechocar de armas en los pisos superiores y gritos, aullidos y maldiciones de hombres que pensé que serían la guardia del palacio que había contenido, al menos de momento, a la multitud. Me impacienté.
—Date prisa, Tul Axtar —dije, pero no hubo respuesta.
Le llamé de nuevo, con el mismo resultado, y entonces crucé la habitación hasta el armario. ¡Tul Axtar no estaba detrás de la puerta!
El armario tenía muchos cajones de distintos tamaños, pero ninguno lo bastante grande para ocultar a un hombre, ni medio alguno para que pudiera pasar a otra habitación. Revisé por todos lados rápidamente, pero no pude encontrar a Tul Axtar, y entonces miré por casualidad a Sanoma Tora. Sin duda estaba intentando llamar mi atención, pero tan aterrorizada que no podía hablar. Señalaba la ventana con un dedo tembloroso. Miré donde indicaba, pero no pude ver cosa alguna.
—¿Qué? ¿Qué estás intentando decirme, Sanoma Tora? —pregunté corriendo a su lado.
—¡Se ha ido! —consiguió decir— ¡Se ha ido!
—¿Quién se ha ido?
—Tul Axtar.
—¿A dónde? ¿Qué quieres decir? —insistí.
—La escotilla del
Jhama. Vi
que se abría y se cerraba.
—¡Pero no es posible! Estábamos aquí, de pie, mirando —de repente se me ocurrió un pensamiento que me dejó casi paralizado. Me volví a Sanoma Tora—. ¿El manto de la invisibilidad? —musité.
Ella asintió con un movimiento de cabeza.
Crucé la habitación de un solo salto hasta alcanzar la ventana y tanteé buscado el puente del
Jhama.
No estaba. La nave se había ido. Tul Axtar se la había llevado, ¡y a Tavia con él!
Me volví acercándome a Sanoma Tora.
—¡Maldita! —grité— Tu egoísmo, tu vanidad, tu traición han puesto en peligro la seguridad de una persona a la que no le llegas ni a la suela de sus sandalias.
Hubiera deseado apretar con mis dedos su perfecta garganta deseando ver la agonía de la muerte en su bello rostro, pero me limité a dar la vuelta, con los brazos caídos, porque soy un hombre, un noble de Helium, y las mujeres de Helium son sagradas, incluso Sanoma Tora.
Desde abajo llegaba el ruido de una renovada contienda. Sabía que si la multitud conseguía abrirse paso estábamos perdidos. Sólo había una esperanza de alcanzar una seguridad temporal al menos y esa era la esbelta torre que se alzaba por encima del gineceo.
—¡Seguidme! —ordené en tono tajante.
Al entrar en el corredor principal eché un vistazo al interior del gran salón donde Tul Axtar celebraba sus recepciones cortesanas. Estaba atestado con mujeres aterrorizadas, perfectamente conocedoras de la suerte que correrían las mujeres de un jeddak en manos de una multitud furiosa. Mi corazón estaba con ellas, pero no podía salvarlas. Mucha suerte tendría si lograba salvar a estas dos.
Cruzamos el pasillo y ascendimos por la rampa en espiral hasta el almacén donde tomé la precaución de correr el cerrojo una vez que hubimos entrado y entonces subí la escalera de mano que conducía a la trampilla de la cima de la torre seguido por las dos mujeres. Al levantar la trampilla y mirar alrededor casi se me escapa un grito de gozosa sorpresa: ¡volando en círculos a poca altura sobre el tejado del palacio estaba el crucero que ondeaba la bandera de parlamento! No temí el peligro de ser descubierto por los guerreros jaharianos ya que sabía bien que estaban ocupados allá abajo, o huyendo para salvar sus vidas, de manera que subí de un salto a lo más alto de la torre y llamé a los del crucero con una voz que bien se pudo oír por encima de los aullidos de la multitud. Del puente de la aeronave me llegó un grito de respuesta y un momento después descendió al nivel del tejado de la torre. Ayudado por la tripulación hice que Phao y Sanoma Tora subieran a bordo.
El comandante del crucero saltó a mi lado.
—Nuestra misión aquí no tiene objeto —me dijo—. Acaban de decirme que el palacio ha caído bajo el empuje de una horda de ciudadanos furiosos. Los nobles han cargado cada aparato con todo lo que pudieron llevarse y han huido. No hay nadie con quien podamos negociar la paz. Nadie sabe qué ha sido de Tul Axtar.
—Lo sé —respondí y le conté lo sucedido en las habitaciones de la jeddara.
—¡Debemos perseguirle! —exclamó— Debemos alcanzarle y llevarle a presencia del Señor de la Guerra.
—¿Y dónde buscamos? —pregunté—. El
Jhama
puede estar a una docena de sofads de nosotros y, pese a ello, no podemos verle. Le buscaré, no temas, y algún día le encontraré, pero por el momento es inútil tratar de localizar el
Jhama.
Volvamos al buque insignia del Señor de la Guerra.
No sé si John Carter se dio plena cuenta de la pérdida que había tenido yo, pero sospecho que sí, porque me ofreció todos los recursos de Helium para buscar a Tavia.
Le di las gracias, pero sólo le pedí una aeronave veloz, en la que pudiera dedicar el resto de mi vida a la que, estaba convencido, sería una búsqueda totalmente inútil de Tavia porque cómo podía saber qué lugar del extenso Barsoom había elegido Tul Axtar para ocultarse. Conocía, sin duda, muchos lugares remotos de su propio imperio donde podría vivir con seguridad el resto de su vida en Barsoom. Se dirigiría a dicho lugar y nadie le vería pasar dada la invisibilidad del
Jhama;
no quedaría pista alguna que seguir y se llevaría a Tavia con él para convertirla en su esclava. Me estremecí al pensarlo, clavándome las uñas en las palmas de las manos.
El Señor de la Guerra ordenó que se abarloara al buque insignia uno de los aparatos más modernos y veloces de Helium. Era un aparato perfectamente acabado del tipo de semicabina capaz de acomodar a cuatro o cinco personas. Hizo que se transfirieran de los almacenes provisiones y agua suficientes, a los que añadió vino de Ptarth y frascos de la famosa miel de Dusar.
Sanoma Tora y Phao habían sido enviados por el Señor de la Guerra a la cabina, ya que el puente de un navío de guerra en servicio no es el lugar adecuado para las mujeres. Yo estaba a punto de marcharme cuando llegó un mensajero: Sanoma Tora deseaba verme.
—Yo no quiero verla —respondí.
—También su compañera le ruega que vaya —contestó el mensajero.
Eso era distinto. Casi me había olvidado de Phao, pero, si ella deseaba verme, iría, por lo que me dirigí a la cabina donde estaban las muchachas. Al entrar, Sanoma Tora vino hacia mí y se hincó de rodillas a mis pies.
—Ten piedad de mí, Hadron de Hastor —gritó—. He sido malvada, pero fue mi vanidad, no mi corazón, la que pecó. No te vayas. Vuelve a Helium y dedicaré mi vida a hacer tu felicidad. Tor Hatan, mi padre, es rico. El compañero de su única hija vivirá para siempre rodeado de lujos.
Temo que mis labios delataron el desdén que sentía en el corazón. ¡Qué alma tan ruin la suya! Ni siquiera en su humillación y penitencia era capaz de ver otra belleza y otra felicidad que no fueran la riqueza y el poder. Ella pensaba que había cambiado, pero yo estaba convencido de que Sanoma Tora no podría cambiar jamás.
—¡Perdóname, Tan Haron! —gritó— Vuelve a mí, porque te amo. Ahora sé que te amo.
—Tu amor llega demasiado tarde, Sanoma Tora —respondí.
—¿Amas a otra?
—Sí.
—¿A la jeddara de algún país extraño que hayas visitado? —preguntó.
—A una esclava —contesté.
Su ojos se desorbitaron incrédulos No concebía que alguien pudiera elegir a una esclava en vez de a la hija de Tor Hatan.
—Eso es imposible —dijo.
—Pero es cierto —le aseguré—, una pequeña esclava es más deseable para Tan Hadron de Hastor que Sanoma Tora, hija de Tor Hatan —me di media vuelta y me dirigí a Phao—. Adiós, mi querida amiga. Sin duda, no nos volveremos a encontrar, pero me ocuparé de que tengas un buen hogar en Hastor. Hablaré con el Señor de la Guerra antes de marcharme y él te enviará directamente a casa de mi madre.
Puso sus manos en mi hombro.
—Déjame ir contigo, Tan Hadron —rogó—, porque quizá en tu búsqueda de Tavia pases cerca de Jhama.
Entendí al instante lo que quería decir y me reproché haberme olvidado temporalmente de Nur An.
—Vendrás conmigo, Phao —dije— y mi primer deber será regresar a Jhama y rescatar a Nur An del viejo Phor Tak.
Sin dirigir otra mirada a Sanoma Tora salí con Phao de la cabina y tras unas palabras de despedida con el Señor de la Guerra subimos a bordo de mi nueva nave y nos dirigimos al oeste, en busca del
Jhama,
siendo despedidos amistosamente.
Al dejar de estar protegidos por la invisibilidad del compuesto de Phor Tak o por la pintura resistente al rayo desintegrador de Jahar nos vimos obligados a mantenernos alerta ante la presencia de naves enemigas; no me causaban temor si las avistábamos a tiempo, mi velocidad me permitiría distanciarme fácilmente.