Ajusté mi brújula de control del destino a Jhama y aceleré a fondo; ya había caído la rápida noche barsoomiana y el único ruido perceptible era el rumor del viento a nuestros costados que amortiguaba el casi silencioso ronquido de nuestro motor.
Por primera vez desde que la encontré de nuevo en el gineceo de la jeddara de Jahar, tuve 'ahora la oportunidad de hablar con Phao y empecé por pedirle que me explicara el abandono del
Jhama
después de que Tul Axtar nos desembarcó a Tavia y a mí en U-Gor.
—Fue un accidente que causó una ira espantosa a Tul Axtar —dijo—. Nos dirigíamos a Jahar cuando avistamos una de sus propias naves que nos recogió a bordo tan pronto como descubrieron la identidad del jeddak. Era de noche y en la confusión de la subida a bordo del navío de guerra jahariano Tul Axtar se olvidó momentáneamente del
Jhama,
que se habría alejado del navío más grande en el momento de abandonarlo nosotros. Estuvieron navegando de un lado a otro, buscándolo un buen rato, pero finalmente abandonaron la búsqueda y la nave se dirigió a Jahar.
Se había aclarado el milagro de la presencia del
Jhama
en lo alto de la cresta donde tan providencialmente lo encontré a tiempo para huir de los cazadores de U-Gor. Los vientos reinantes en esta parte de Barsoom soplan del noroeste en esa época del año. El
Jhama
había sido, simplemente, arrastrado por el viento y se quedó detenido en la cresta más alta de la cordillera.
También me contó Phao por qué Tul Axtar había raptado en principio a Sanoma Tora de Helium. Había tenido, durante algún tiempo, agentes secretos en Helium que le informaron que el mejor señuelo para atraer la flota de Helium a Jahar era secuestrar a alguna mujer de familia noble. Les dio instrucciones para que eligieran a una que fuera hermosa y ellos se decidieron por la hija de Tor Hatan.
—¿Pero, cómo esperaban atraerse a la flota de Helium hacia Jahar si no dejaron pista alguna sobre la identidad de los secuestradores de Sanoma Tora? —pregunté.
—No dejaron ninguna pista en aquel momento porque Tul Axtar no estaba preparado para recibir el ataque de Helium —explicó Phao—, pero ya había enviado a sus agentes para que dejaran caer alguna insinuación sobre el paradero de Sanoma Tora cuando John Carter se enterara por otras fuentes de la identidad de sus secuestradores.
—Así que todo salió como Tul Axtar lo había planeado —dije—, excepto el final.
Nos pasamos las horas conversando de vez en cuando y guardando largos silencios, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Sin duda, los de Phao eran una mezcla de confianza y temor, pero en los míos había poco espacio para la esperanza. Lo único agradable en perspectiva era rescatar a Nur An para reunirle con Phao, después de lo cual les llevaría a cualquier país al que desearan ir y yo volvería a las inmediaciones de Jahar para proseguir mi desesperanzada búsqueda.
—Oí lo que le dijiste a Sanoma Tora en la cabina del buque insignia y me alegré mucho —dijo Phao tras un largo silencio.
—Dije tantas cosas… ¿A cuál te refieres?
—Dijiste que amabas a Tavia —contestó la muchacha.
—No dije nada semejante —respondí con cierta sequedad porque casi odiaba aquella palabra.
—¡Vaya que sí! —insistió ella— Dijiste que amabas a una pequeña esclava y yo sé que amas a Tavia. Lo he visto en tus ojos.
—¡No has visto nada de eso! Estás enamorada y piensas que todo el mundo debe estarlo.
Ella se echó a reír.
—La amas y ella te ama.
—Sólo somos amigos, muy buenos amigos —insistí— y, además, sé que Tavia no me ama.
—¿Y cómo lo sabes?
—No hablemos más de ello —corté.
Pero, aunque no hablamos de ello en ello seguí pensando. Recordé que había dicho a Sanoma Tora que amaba a una pequeña esclava y sabía que pensaba en Tavia en aquel momento, pero creía que lo había dicho más por herir a Sanoma Tora que por cualquier otra razón. Intenté analizar mis propios sentimientos, pero finalmente lo dejé considerándolo una tontería. ¡Claro que no amaba a Tavia! No amaba a nadie, el amor no era para mío: Sanoma Tora lo había segado de mi pecho y, además, estaba igual de seguro de que Tavia no me amaba, de otro modo me lo hubiera demostrado y estaba plenamente convencido de que nunca había demostrado otro sentimiento hacia mí que el de la más profunda camaradería. Éramos, precisamente, lo que ella misma había dicho: camaradas de armas, nada más.
Todavía era de noche cuando divisé el resplandor del blanco palacio de Phor Tak que brillaba suavemente bajo la luz lunar allá lejos. A pesar de lo tardío de la hora había luz en algunas habitaciones. Yo confiaba en que todos estuvieran durmiendo, ya que el éxito de mis planes dependía de mi habilidad para colarme en el palacio sin ser visto. Sabía que Phor Tak nunca mantenía guardia nocturna, sabedor de que no necesitaba hacerlo en un lugar tan aislado.
Hice descender el aparato silenciosamente hasta dejarlo en la terraza del edificio donde Nur An y yo aterrizamos por primera vez; sabía que desde allí había un pasadizo que conducía al palacio situado debajo.
—Quédate aquí, a los mandos, Phao —musité—. Puede que Nur An y yo tengamos que venir a toda prisa, y debes estar preparada.
Inclinó la cabeza asintiendo y un instante después me había deslizado silenciosamente a la azotea y me acercaba a la puerta que conducía al interior.
Al detenerme en lo alto de la rampa en espiral palpé rápidamente para comprobar que cada arma estaba en su sitio. John Carter me había equipado completamente y de nuevo me encontraba luciendo el cuero y el metal de Helium, con un complemento total de armas, como corresponde a un luchador de Barsoom. Mi espada larga era del acero mejor templado; era una de las del propio John Carter. Llevaba, además, una espada corta y una daga y, de nuevo, la pesada pistola de radio a la cadera. Abrí la pistolera al empezar a bajar la rampa.
Oí una voz cuando llegaba al final. Venía de la dirección del laboratorio de Phor Tak, cuya puerta se abría al corredor situado al fondo de la rampa. Me deslicé lentamente hacia abajo. Podía reconocer la fina y alta voz de Phor Tak; la otra no era la de Nur An, pero me resultaba extrañamente familiar.
—… riquezas más allá de lo que puedas soñar —oí que decía el segundo hombre.
—No necesito riquezas —rió Phor Tak—. ¡Hola! Ahora tendré todas las riquezas del mundo.
—Necesitarás ayuda —oí que decía el otro en tono suplicante—. Puedo ayudarte, tendrás todas las naves de mi extensa flota.
Aquella observación me puso sobre aviso: "¡todas las naves de mi extensa flota!". No era posible y… sin embargo…
Probé la puerta suavemente. Ante mi sorpresa se abrió de golpe dejándome ver el interior de la habitación. Allí, debajo de una brillante luz, estaba Tul Axtar. A unos quince metros de él estaba Phor Tak, de pie detrás de un banco en el que había montado un fusil de rayos desintegradores que apuntaba de lleno a Tul Axtar.
¿Dónde estaba Tavia? ¿Y Nur An? Quizá sólo este hombre supiera el paradero de Tavia… ¡y Phor Tak estaba a punto de destruirle! Con un grito de aviso salté al interior de la habitación. Tul Axtar y Phor Tak me miraron con la sorpresa plenamente reflejada en sus rostros.
—¡Hola! exclamó el anciano inventor— ¡Así es que has vuelto! ¡Bribón! ¡Ingrato! ¡Traidor! ¡Pero has vuelto para morir!
—¡Espera! —grité— Déjame hablar.
—¡Silencio! —gritó Phor Tak— Vas a ver cómo muere Tul Axar. Odiaba la idea de matarle sin que hubiera testigos, alguien que presenciara su agonía. Me vengaré en él, primero, y luego en ti.
—¡Detente! —grité al ver que tenía el dedo en el gatillo, presto para mandar a Tul Axtar al olvido, llevándose consigo el secreto del paradero de Tavia.
Saqué la pistola. Phor Tak hizo un repentino movimiento con las manos y desapareció. Se desvaneció como si sus propios rayos desintegradores le hubieran convertido en aire, pero yo sabía la razón: se había puesto el manto de invisibilidad y yo disparé al lugar donde le vi por última vez.
En aquel instante el suelo se abrió a mis pies y fui lanzado a la más absoluta oscuridad.
Sentí que me precipitaba por una superficie lisa que gradualmente se hizo horizontal y un instante después caí en una habitación tenuemente iluminada que sabía que tenía que estar en las mazmorras situadas debajo del palacio.
Tenía asida la pistola mientras caía y ahora, al ponerme de pie, la volví a su funda: por lo menos no estaba desarmado.
La escasa luz de la habitación, poco más que nada, venía, según descubrí, de un orificio de ventilación del techo y, aparte del pozo por el que había caído a la celda, era la única abertura en las paredes, el techo o el suelo. La ventilación tenía unos sesenta centímetros de diámetro y conducía directamente desde el centro del techo a la azotea del edificio, unos pisos más arriba. El extremo inferior del pozo estaba a algo más de medio metro de la punta de mis dedos con los brazos extendidos por encima de la cabeza. Por tanto, esta vía de escape era inutilizable, ¡pero, Dios, qué tentadora! Resultaba enloquecedor ver la luz del día y una vía abierta hacia el mundo exterior justo encima de mi cabeza y no poder alcanzarla. Me alegró que el sol, alto ya, alumbrara la escena, porque de haber caído aquí sumido en la oscuridad, mis tribulaciones hubieran sido infinitamente peores, y mi primer antepasado sabía que ya eran lo bastante malas. Dirigí mi atención a la tolva por la que había caído y comprobé que podía ascender por ella un trecho, pero repentinamente se hizo más pina y su superficie pulimentada hacía imposible la escalada.
Regresé a la mazmorra. Tenía que escapar de allí, ¿pero cómo? A medida que mis ojos se acostumbraban a la tenue luz vi esparcido por el suelo algo que mató mi última esperanza y me hizo sentir invadido por el horror: por todas partes, las losas de piedra estaban cubiertas con montones de huesos humanos blanqueados por las insaciables ratas. Sentí un temblor al pensar en la llegada de la noche. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que mis huesos fueran a reunirse con los demás?
Este pensamiento me puso frenético, no ya por mí mismo, sino por Tavia. Yo no podía morir, no debía morir. Tenía que vivir hasta que la encontrara.
Di rápidamente una vuelta a la habitación buscando alguna señal de esperanza, pero sólo encontré piedra burdamente trabajada embutida en hormigón blando.
¡Hormigón blando! La esperanza renació en mí ante este hallazgo. Podría retirar algunos bloques y colocarlos uno sobre otro para alcanzar fácilmente el respiradero que daba al tejado por encima de mi cabeza. Saqué la daga y empecé rascando y arrancando el hormigón de una de las piedras de la pared más próxima. Parecía una tarea lenta, pero, en realidad, conseguí soltar la piedra en un plazo de tiempo increíblemente corto. El hormigón era de mala calidad y salía fácilmente en gruesos terrones. Al sacar el bloque, mi primer plan se desvaneció a la luz de lo que vi al otro lado: más allá de la abertura había un corredor al pie de una rampa en espiral ascendente y desde algún lugar por encima se filtraba la luz solar.
Sabía que si lograba retirar tres piedras más antes de que me descubrieran podría deslizarme por la abertura hasta el pasillo situado al otro lado; pueden creer que trabajé a toda velocidad.
Aflojé y saqué uno a uno los bloques y fue con una sensación exultante como me deslicé por la abertura al pasillo. Por encima de mí se alzaba la rampa en espiral. No sabía a dónde conducía, pero, por lo menos, era al exterior de las mazmorras. Subí con todo cuidado, pero sin vacilar. Tenía que tratar de llegar al laboratorio antes de que Phor Tak matara a Tul Axtar. Esta vez me aseguraría de vigilar al viejo inventor antes de entrar en la habitación. Rogué a todos mis antepasados que llegara a tiempo.
Las puertas que conducían desde la rampa a los distintos pisos del palacio estaban cerradas con llave, por lo que me vi obligado a subir a la azotea. Dio la casualidad de que el ala en la que me encontré estaba más o menos separada, por lo que al primer vistazo no localicé la forma de abrirme camino a ninguno de los tejados contiguos.
Mientras recorría el borde del edificio apresuradamente, buscando algún medio de descenso al tejado de abajo, vi algo en el inmediato que llamó mi atención al instante: era la pierna de un hombre que sobresalía por una ventana, como si hubiera lanzado una extremidad sobre el alféizar. Un momento después surgió un brazo y a continuación se hicieron visibles la cabeza y los hombros de un hombre al inclinarse al exterior. Extendió los brazos y vi que algo aparecía debajo de él que no estaba un instante antes: en ese momento alcancé a ver una muchacha que estaba tendida en el suelo unos centímetros más abajo y entonces vi que el hombre se deslizaba rápidamente por el alféizar, se dejaba caer y desaparecía. Todo lo que había ahora debajo de mí eran las losas de un patio.
Pero en este breve instante supe con exactitud lo que había visto: nada menos que a Tul Axtar alzar la escotilla del
Jhama
. Y a Tavia, tumbada en el suelo de la nave, atada, debajo de la escotilla. Y vi a Tul Axtar entrar en la aeronave y cerrar la escotilla sobre su cabeza.
Se tarda más en contarlo que lo que duró todo aquello; y se tarda más en contar lo que hice que el tiempo que tardé en hacerlo: al cerrarse la escotilla, salté.
Encuentro de una princesa
Hubiera sido tan irrazonable asegurar que me di cuenta del resultado de mi acción al saltar al espacio sin nada visible entre mí y las losas del patio doce metros más abajo como lo hubiera sido dar por supuesto que actué sólo siguiendo un impulso irracional. Hay casos de urgencia en los que la mente trabaja con una celeridad inconcebible. Se reciben las percepciones, se hacen juicios y la razón establece una conclusión definida con tal rapidez que las tres acciones parecen simultáneas. Tal tuvo que ser el proceso en este caso.
Sabía que el estrecho pasillo del puente superior del
Jhama
tenía que estar en el espacio, aparente vacío, que se abría ante mí, por lo que salté justo en el momento en que se cerraba la escotilla. Ni que decir tiene que sé, como lo sabía entonces, que mi acción hubiera sido un atrevimiento peligroso y difícil de lograr incluso aunque hubiera podido ver el
Jhama
debajo de mí; pero, ahora, al mirar atrás, reconozco que no podía hacer otra cosa. Era mi oportunidad, la única, de salvar a Tavia de un destino peor que la muerte; era, quizá, mi última oportunidad de verla. Salté entonces y volvería a saltar ahora en las mismas condiciones, aunque sabía que quizá no acertara con el
Jhama,
porque sé ahora, como sabía entonces, que prefería morir antes que perder a Tavia; aunque entonces no sabía por qué y ahora sí.