—¿Un porcentaje fijo?
—No, comisario. Lo negociábamos cada vez.
—¿Cómo te avisaba?
—Me llamaba la víspera del desembarco y me describía a la persona que montaría el número de la caída. Las dos primeras veces todo fue bien. Ésta, en cambio..., ese niño se rebeló.
Marzilla hizo una pausa y lanzó un profundo suspiro.
—Debe creerme, comisario. Aquella noche no pude dormir. No podía apartar de mi mente la escena, la mujer que lo sujetaba, yo con la jeringa, los otros niños que lloraban... Cuando fui a ver a ese hombre para acordar mi porcentaje, me dijo que no me daría nada, que el asunto había acabado mal y que la mercancía estaba averiada, eso fue exactamente lo que dijo, pero que podría resarcirme, pues estaba prevista una nueva llegada. Regresé a casa desanimado. Después oí en el telediario que un niño ilegal había sido arrollado por un desaprensivo. Entonces comprendí a qué se refería al decir que la mercancía estaba averiada. Más tarde se presentó usted en la tienda. Yo sabía que había estado preguntando en el hospital... En resumidas cuentas, comprendí que tenía que apartarme de todo esto como fuera.
Montalbano se levantó y salió a la galería. El rumor del mar era como la respiración de un niño. Después de permanecer un rato allí, volvió a entrar en la casa y se sentó.
—Por lo que veo, no quieres decirme el nombre de ese... señor, por llamarlo de alguna manera.
—¡No es que no quiera, es que no puedo! —dijo casi a gritos el hombre.
—Bueno, tranquilo, no te alteres; si no, te volverá a sangrar la nariz. Hagamos un trato.
—¿Qué trato?
—Tú sabes que puedo enviarte a la cárcel, ¿verdad?
—Sí.
—Y eso sería tu ruina. Perderías el trabajo en el hospital y tu mujer tendría que vender la tienda.
—Sí, lo sé.
—Pues entonces, si aún te queda un poco de cerebro en la cabeza, sólo tienes que hacer una cosa. Avísame de inmediato en cuanto ese hombre te llame. Nada más. Del resto nos encargaremos nosotros.
—¿Y yo quedaré fuera de todo este asunto?
—Eso no puedo garantizártelo. Pero puedo suavizar las consecuencias. Tienes mi palabra. Y ahora, apártate de mi vista.
—Gracias —dijo Marzilla, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta con unas piernas que parecían de requesón.
—No hay de qué —contestó Montalbano.
* * *
No se fue enseguida a la cama. Encontró media botella de whisky y fue a bebérsela a la galería. Antes de cada sorbo, levantaba la botella en el aire y brindaba por un pequeño guerrero que había luchado hasta el límite de sus fuerzas, pero que no había conseguido alzarse con la victoria.
Mañana cochina y ventosa, sol desvaído y a menudo cubierto por unos rápidos nubarrones de color gris oscuro: más que suficiente para exacerbar el mal humor del comisario, ya negro de por sí. Fue a la cocina, preparó café, tomó una primera taza, se fumó un cigarrillo, hizo lo que tenía que hacer, se duchó, se afeitó y se puso el mismo traje que llevaba desde hacía dos días. Antes de salir, regresó a la cocina con la intención de tomarse otro café, pero sólo consiguió llenar media taza porque la otra media se la vertió sobre los pantalones. De repente, y por propia iniciativa, la mano había actuado por su cuenta. ¿Otra señal de proximidad de la vejez? Soltando maldiciones como si se dirigiera a un pelotón de turcos puestos en fila, se quitó el traje y lo dejó sobre una silla para que Adelina lo lavara y planchara. Sacó lo que había en los bolsillos para trasladarlo a los del traje que se iba a poner, y entre el montón de cosas descubrió con sorpresa un sobre cerrado. Lo contempló, estupefacto. ¿De dónde había salido? Entonces lo recordó: era la carta que Catarella le había entregado diciendo que la había llevado el periodista Poncio Pilato. Su primer impulso fue arrojarla a la basura, pero, en lugar de eso, quién sabe por qué, decidió leerla. A fin de cuentas, siempre le quedaba la posibilidad de no contestar. Los ojos se desplazaron rápidamente hacia la firma: Sozio Melato, fácilmente traducible por Poncio Pilato, según el lenguaje catarellesco. El texto era muy breve, lo cual hablaba bien, en principio, de quien lo había escrito.
Querido comisario Montalbano:
Soy un periodista que no pertenece a ningún gran rotativo, pero que colabora asiduamente con diarios y revistas.
Un
free-lance
, como suele decirse. He llevado a cabo importantes investigaciones sobre la mafia del Brenta y sobre el contrabando de armas de los países del Este. Desde hace algún tiempo, me dedico a un aspecto concreto de la emigración clandestina en el Adriático y en el Mediterráneo.
La otra noche lo vi a usted en el puerto durante el desembarco de inmigrantes. Lo conozco de nombre, y he pensado que tal vez nos sería recíprocamente útil un intercambio de opiniones (no una entrevista, por el amor de Dios. Sé que usted las aborrece).
Le anoto al pie el número de mi móvil.
Permaneceré en la isla un par de días.
Quedo de usted affmo.
El tono seco de las palabras le gustó. Decidió llamar al periodista en cuanto llegara al despacho, si es que aún no se había ido. Fue a buscar otro traje.
Lo primero que hizo al entrar en la comisaría fue llamar a Catarella y hablar con él, en presencia de Mimì Augello.
—Catarella, presta mucha atención. Tiene que llamarme un tal Marzilla. En cuanto llame...
—Disculpe,
dottori
—lo interrumpió Catarella—. ¿Cómo ha dicho que se llama este Marzilla? ¿Cardilla?
Montalbano se tranquilizó. Si Catarella volvía a las andadas con los nombres, eso significaba que el fin del mundo aún quedaba muy lejos.
—Pero, ¡por la Virgen santísima!, ¿cómo se va a llamar Cardilla, si tú mismo acabas de llamarlo Marzilla?
—¿De veras? —dijo aterrorizado Catarella—. Pues entonces, ¿cómo demonios se llama este buen hombre?
El comisario cogió una hoja de papel, escribió en ella con letras de imprenta y rotulador rojo «MARZILLA» y se la entregó a Catarella.
—Lee.
Catarella lo leyó bien.
—Estupendo —dijo Montalbano—. Este papel lo pegas al lado de la centralita. En cuanto llame, me avisas, tanto si estoy aquí como si estoy en Afganistán. ¿De acuerdo?
—Sí, señor
dottori
. Váyase tranquilo a Agfastán que yo se lo pasaré.
—¿Por qué me has obligado a presenciar este vodevil? —preguntó Augello en cuanto Catarella se hubo retirado.
—Porque tú, tres veces por la mañana y tres veces por la tarde, tienes que preguntarle a Catarella si ha llamado Marzilla.
—¿Se puede saber quién es ese Marzilla?
—Te lo diré si has sido bueno y has hecho los deberes.
Durante el resto de la mañana no ocurrió nada de nada. Sólo la rutina habitual: una salida a causa de una violenta trifulca familiar, que acabó transformándose en agresión por parte de toda la familia, repentinamente reconciliada, contra Gallo y Galluzzo, culpables de intentar restablecer la paz; la denuncia de un teniente de alcalde, más pálido que un muerto, que había encontrado un conejo degollado en la puerta de su casa; el tiroteo de los ocupantes de un coche en marcha contra un sujeto que se encontraba junto a un surtidor de gasolina, el cual, tras haber resultado ileso, volvió a subir a su automóvil y se desvaneció en la nada sin que el encargado de la gasolinera hubiera tenido tiempo de anotar el número de la matrícula; el casi diario atraco a un supermercado... El móvil del periodista Melato permanecía obstinadamente apagado. En resumen: Montalbano no explotó de milagro. Pero se resarció en la
trattoria
Da Enzo.
Hacia las cuatro de la tarde Fazio dio señales de vida por teléfono. Llamaba a través del móvil desde Spigonella.
—
Dottore
? Tengo alguna novedad.
—Dime.
—Por lo menos dos personas de aquí creen haber visto al muerto que usted encontró, lo han reconocido en la fotografía en la que está con bigote.
—¿Saben cómo se llamaba?
—No.
—¿Vivía allí?
—No lo saben.
—¿Saben qué hacía por aquella zona?
—No.
—¿Pues qué coño saben entonces?
Fazio prefirió no contestar directamente.
—
Dottore
, ¿no podría venir usted aquí? Así comprendería personalmente la situación. Puede tomar la carretera del litoral, donde siempre hay más tráfico, o puede pasar por Montechiaro, coger la...
—Conozco el camino.
Era el mismo que había recorrido cuando había ido a ver el lugar donde habían matado al chiquillo. Llamó a Ingrid, con la que había quedado para cenar. La sueca se disculpó de inmediato: no podría ser. Su marido había invitado a cenar a unos amigos de manera inesperada, y ella tendría que quedarse a interpretar el papel de señora de la casa. Acordaron que ella pasaría por la comisaría hacia las ocho y media de la tarde del día siguiente. En caso de que no estuviera, ella lo esperaría. Volvió a probar con el periodista, y esta vez contestó.
—¡Comisario! ¡Ya pensaba que no me llamaría!
—Oiga, ¿podemos vernos?
—¿Cuándo?
—Ahora mismo, si quiere.
—No puedo. He tenido que viajar a Trieste. Me he pasado el día entre aeropuertos y aviones con retraso. Por suerte, mi madre no estaba tan grave como me había dicho mi hermana.
—Me alegro. ¿Entonces?
—Hagamos una cosa. Si todo va bien, mañana por la mañana tengo intención de tomar un avión a Roma y allí enlazar con Sicilia. Ya le diré algo.
Pasado Montechiaro, y una vez en la carretera de Spigonella, llegó al cruce de Tricase. Titubeó un instante y después tomó una decisión: como máximo le llevaría diez minutos. Cogió el desvío: el campesino no estaba trabajando en su campo, ni siquiera el ladrido de un perro rompía el silencio. En la base del montículo de grava, el ramillete de flores silvestres se había marchitado. Tuvo que echar mano de su escasa habilidad para ir marcha atrás en aquel viejo camino de mulas que parecía devastado por un terremoto, y regresó hacia Spigonella. Fazio lo esperaba delante de un chalet blanco y rojo de dos plantas visiblemente deshabitado. Se oía el rumor del mar embravecido.
—A partir de este chalet empieza Spigonella —dijo Fazio—. Vamos en mi coche.
Montalbano subió y Fazio empezó a hacer de guía mientras ponía en marcha el motor.
—Spigonella se levanta en un altiplano rocoso. Para acceder a la playa hay que subir y bajar unos peldaños excavados en la piedra, lo que en verano debe de provocar más de un infarto. También se puede llegar en coche, pero hay que seguir el camino que usted ha seguido, desviarse hacia Tricase y, desde allí, regresar aquí. ¿Me explico?
—Sí.
—En cambio, Tricase está a la orilla del mar, y sus habitantes son de otro tipo.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que aquí, en Spigonella, la gente tiene dinero y vive en chalets caros. Son abogados, médicos, comerciantes... Mientras que la gente de Tricase es humilde y vive en casuchas adosadas.
—Pero tanto los chalets como las casuchas son ilegales, ¿no?
—Por supuesto,
dottore
. Sólo quería hacerle ver que aquí los chalets están aislados, ¿se da cuenta? Tienen muros altos y jardines con una vegetación muy tupida. Es muy difícil ver lo que ocurre dentro. En Tricase, sin embargo, las casuchas se tienen confianza, es como si hablaran entre ellas.
—¿Te has vuelto poeta? —preguntó Montalbano.
Fazio se ruborizó.
—Me ocurre de vez en cuando —confesó.
Llegaron al borde de un acantilado y descendieron del coche. Abajo, el mar se convertía en espuma al golpear contra las rocas, y algo más allá había invadido por completo una pequeña playa. Era una costa extraña, en la que se alternaban tramos de rocas erizadas con otros de arena fina. En lo alto de un pequeño promontorio se veía un solitario chalet con una inmensa terraza colgada sobre el mar. El trozo de costa que se veía abajo —una masa de rocas altas— lo habían vallado ilegalmente y convertido en un espacio privado. No había nada más que ver. Subieron al coche.
—Ahora lo acompañaré a hablar con alguien que...
—No —dijo el comisario—. Es inútil, cuéntame tú lo que te han dicho. Regresemos.
Durante todo el trayecto, tanto de ida como de vuelta, no se cruzaron con ningún vehículo. Y tampoco vieron ninguno aparcado.
Delante de un chalet francamente lujoso había un hombre sentado en una silla de paja, fumándose un puro.
—Este es uno de los dos que dicen haber visto al tipo de la foto —dijo Fazio—. Trabaja aquí de vigilante. Dice que hace unos tres meses se encontraba sentado fuera de la casa, igual que ahora, cuando vio aparecer por la izquierda un coche que avanzaba a sacudidas. El vehículo se detuvo justo delante de él y bajó un hombre, el de la fotografía. Se había quedado sin gasolina. Entonces el vigilante se ofreció a ir a buscar un bidón al surtidor que hay en la parte baja de Montechiaro. Cuando volvió, el hombre le dio cien euros de propina.
—¿No sabe de dónde venía?
—No. Y jamás lo había visto. Con el segundo hombre que cree reconocerlo sólo he podido hablar un momento. Es pescador, y tenía que ir a vender el pescado a Montechiaro. Me ha dicho que vio al hombre de la fotografía hace tres o cuatro meses en la playa.
—¿Hace tres o cuatro meses? ¡Pero si era pleno invierno! ¿Qué hacía allí?
—Eso mismo se preguntó el pescador. Acababa de arrastrar la barca hasta la orilla, cuando vio en lo alto de un farallón al hombre de la fotografía.
—¿En lo alto de un farallón?
—Sí, señor. Uno de esos que había debajo del chalet de la terraza.
—¿Y qué hacía allí?
—Nada. Contemplaba el mar y hablaba por el móvil. El pescador pudo verlo bien porque en determinado momento giró la cabeza hacia donde él estaba. Tuvo la impresión de que le decía algo con los ojos.
—¿Qué?
—¡Desaparece de mi vista ahora mismo! ¿Qué, qué hago?
—No entiendo. ¿Qué tienes que hacer, quieres decir?
—¿Sigo buscando o lo dejo?
—Creo que es inútil que pierdas más tiempo aquí. Vuelve a Vigàta.
Fazio lanzó un suspiro de alivio. Aquella investigación se le había atragantado desde el primer momento.
—¿Y usted no viene?
—Yo te sigo, pero tú ve tirando..., yo tengo que parar un momento en Montechiaro.
Era una trola como una casa, no tenía nada que hacer en Montechiaro. Durante un rato siguió el coche de Fazio, pero poco a poco fue quedándose atrás. En cuanto lo perdió de vista, giró en redondo y volvió sobre sus pasos. Spigonella lo había impresionado. ¿Cómo era posible que en toda aquella zona, aunque no fuera la época, no hubiera ni un alma, a excepción del vigilante del puro? No había visto ni un perro ni un gato deambulando por los alrededores de los chalets. Era el lugar ideal para hacer lo que a uno le diera la gana, como, por ejemplo, llevarse a una querida, montar una timba, una pequeña orgía o una esnifada colosal. Bastaba con cerrar las persianas para que no se filtrara el menor rayo de luz al exterior y para que nadie se enterara de lo que estaba ocurriendo dentro. Los chalets disponían de tanto espacio a su alrededor que podían meter dentro todos los coches que quisieran. Una vez cerrada la verja, era como si jamás hubiera llegado ningún coche allí. De pronto se le ocurrió una idea. Frenó, bajó del coche y se puso a dar vueltas de un lado a otro, absorto. De vez en cuando, propinaba pequeños puntapiés a las piedrecitas blancas que tapizaban la carretera.