Un giro decisivo (14 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

BOOK: Un giro decisivo
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La larga fuga del chiquillo, iniciada en el muelle del puerto de Vigàta, había terminado en los alrededores de Spigonella. Y casi con toda certeza, el niño estaba huyendo de Spigonella cuando había sido atropellado por el coche.

El muerto sin nombre que él había descubierto en el agua había sido visto en Spigonella. Y muy probablemente lo habían matado allí. Ambos sucesos parecían discurrir por caminos paralelos y, sin embargo, tal vez no fuera así. Le vino a la mente el célebre término acuñado por un político que fue asesinado por las Brigadas Rojas: «Convergencias paralelas». En este caso, ¿el punto de convergencia sería el pueblecito fantasma de Spigonella? ¿Por qué no?

Pero ¿por dónde empezar? ¿Averiguando los nombres de los propietarios de los chalets? La empresa se le antojó imposible. Si todas aquellas construcciones eran ilegales, sería inútil acudir al registro o al Ayuntamiento. Desanimado, se apoyó en un poste del tendido eléctrico. Nada más rozarlo con la espalda, se apartó de él como si hubiera sufrido una descarga. ¡La luz, claro! ¡Los chalets debían de disponer de energía eléctrica y, por consiguiente, los propietarios habían firmado una solicitud de conexión! El entusiasmo le duró muy poco, pues imaginó la respuesta de la compañía: los recibos correspondientes a Spigonella, al no haber calles con nombres ni números, en definitiva, al no existir Spigonella, se enviaban a los domicilios habituales de los propietarios. La criba de todos aquellos propietarios habría sido sin duda una tarea ciertamente larga y complicada. Si Montalbano hubiera querido decir cómo de larga, la respuesta habría sido de una imprecisión casi poética. ¿Y si probara con la compañía telefónica? ¡Venga ya!

Dejando aparte que la respuesta de la compañía telefónica habría tenido muchos puntos en común con la de la eléctrica, ¿qué hacer en los casos de los que utilizaban móviles? Además, ¿no había dicho el pescador que el anónimo muerto estaba hablando justamente por un móvil? Nada, mirara por donde mirara, acababa tropezando con una muralla. Se le ocurrió otra idea. Subió al coche, lo puso en marcha y se alejó de allí. No le resultó fácil encontrar el camino. Hasta dos o tres veces pasó por delante del mismo chalet, antes de encontrar el que buscaba. El vigilante seguía sentado en la misma silla de paja, con el puro apagado en la boca. Montalbano bajó del coche y se acercó.

—Buenos días.

—Si a usía le parecen buenos... Buenos días.

—Soy comisario de policía.

—Ya sé que es policía. Lo vi con el que me enseñó la foto.

Vista fina el señor vigilante...

—Quería preguntarle una cosa.

—Lo que usted quiera.

—¿Se ven inmigrantes ilegales por aquí?

El vigilante lo miró, estupefacto.

—¿Inmigrantes ilegales? Señor mío, aquí no se ven inmigrantes legales ni ilegales. Aquí sólo se ve a los que viven aquí, cuando vienen. ¡Inmigrantes ilegales!... ¡Quite, por Dios!

—Perdone, ¿por qué le parece tan absurdo?

—Porque por aquí pasa cada dos horas el coche de vigilancia privado. ¡Y ésos, si vieran a algún inmigrante ilegal, le pegarían tantas patadas en el trasero que lo enviarían a su país!

—¿Y cómo es que hoy no se ven vigilantes por ninguna parte?

—Porque hacen media jornada de huelga.

—Gracias.

—No, gracias a usted que me ha ayudado a pasar un poco el rato.

Subió al coche y se fue. Pero al llegar al chalet blanco y rojo donde se había reunido con Fazio, volvió atrás. No es que esperara descubrir nada, pero no podía alejarse de aquel lugar. Se detuvo al borde del acantilado. Ya estaba empezando a oscurecer. Entre las sombras del crepúsculo, el chalet de la gran terraza ofrecía una apariencia espectral. A pesar de los lujosos edificios, de los cuidados árboles que asomaban por encima de los muros, del verdor que había por todas partes, Spigonella era una tierra baldía, por citar a Eliot. Es cierto que los pueblos costeros, sobre todo los que viven de los veraneantes, fuera de temporada parecen muertos. Pero Spigonella ya debía de estar muerta cuando nació. En su principio estaba su final, por fusilar una vez más a Eliot. Subió nuevamente al coche y, esta vez sí, regresó a Vigàta.

—Catarè ¿se ha sabido algo de Marzilla?

—No, señor
dottori
. Él no ha tilifoniado, el que ha tilifoniado ha sido Poncio Pilato.

—¿Qué ha dicho?

—Ha dicho que mañana no le dará tiempo a tomar el avión pero pasado mañana sí y por eso por la tarde de pasado mañana vendrá aquí.

Entró en su despacho y, sin sentarse, efectuó una llamada. Quería averiguar si era posible hacer una cosa que se le acababa de pasar por la cabeza mientras aparcaba.

—¿Señora Albanese? Buenas tardes, ¿qué tal está? ¿Podría decirme a qué hora regresa con la barca su marido? Ah, que hoy no ha salido... está en casa... ¿Me lo puede pasar? ¡Ciccio!, pero ¿qué haces en casa? ¿Que te has resfriado?... Y ahora, ¿cómo estás? ¿Ya se te ha pasado? Bueno, me alegro. Oye, quería preguntarte una cosa... ¿Cómo dices? ¿Que por qué no voy a cenar a tu casa y así hablamos directamente? La verdad es que no querría molestar a tu mujer... ¿Qué has dicho? ¿Pasta con requesón fresco? ¿Y de segundo morralla? Dentro de media hora estoy con vosotros.

Durante toda la cena no consiguió decir nada. De vez en cuando, Ciccio se atrevía a preguntar:

—¿Qué quería preguntarme, comisario?

Pero Montalbano no decía nada. Se limitaba a mover en sentido giratorio el índice de la mano izquierda en ese gesto que quiere decir «después..., después», no se sabe si porque tenía la boca llena o por miedo a abrirla, no fuera a ser que el aire se llevara el sabor que custodiaba celosamente entre la lengua y el paladar.

Cuando llegó el café, decidió hablar, aunque sólo después de haber felicitado a la mujer de Albanese por sus habilidades culinarias.

—Tenías razón, Ciccio. Al muerto lo vieron hace unos tres meses en Spigonella. Las cosas debieron de ocurrir como tú dices: lo mataron y después lo arrojaron al agua en Spigonella o alrededores. Veo que tu reputación de sabio marinero no es injustificada.

Ciccio recibió la alabanza con humildad, como algo natural.

—¿En qué más puedo servirlo? —se limitó a preguntar.

Montalbano se lo dijo. Albanese lo pensó un momento y preguntó a su mujer:

—¿Sabes si Tanino está en Montelusa, o en Palermo?

—Esta mañana mi hermana me ha dicho que estaba aquí.

Antes de levantarse para ir a llamar, Albanese se sintió obligado a dar una explicación.

—Tanino es el hijo de una hermana de mi mujer. Estudia Derecho en Palermo, pero su padre tiene una casita en Tricase y viene a menudo porque le gusta hacer submarinismo. Tiene una lancha neumática.

La conversación no duró más de cinco minutos.

—Mañana por la mañana a las ocho Tanino lo espera. Ahora le explico cómo se llega hasta allí.

—¿Fazio? Perdóname que te moleste a estas horas. El otro día me pareció ver a uno de los nuestros con una pequeña videocámara que...

—Sí, señor
dottore
. Era Torrisi. Se la acababa de comprar, se la había vendido Torretta.

¡Faltaría más! ¡Torretta debía de haber trasladado el bazar de Zanzíbar para instalarlo en la comisaría de Vigàta!

—Dile a Torrisi que venga a Marinella con la videocámara y con todo lo necesario para hacerla funcionar.

Once

Cuando abrió la persiana, se le ensanchó el corazón. La mañana se presentaba encantada de ser como era, resplandeciente de luz y colores. Bajo la ducha, Montalbano intentó incluso cantar, cosa que hacía muy raras veces, pero, como desafinaba un poco, se limitó a canturrear la melodía. Aunque no tenía prisa, lo hacía todo muy rápido. Estaba impaciente por dejar Marinella y partir hacia Tricase. Tanto es así que en el coche se descubrió conduciendo a una velocidad excesiva. Al llegar al cruce de Spigonella-Tricase, giró a la izquierda y, después de la consabida curva, llegó al montículo de grava. El ramillete de flores ya no estaba. Un obrero cargaba paladas de gravilla en una carreta. Las pocas cosas que recordaban la existencia y la muerte del pequeño habían desaparecido. A esas horas el cuerpecito habría sido enterrado de manera anónima en el cementerio de Montechiaro. Cuando llegó a Tricase, siguió fielmente las instrucciones que le había dado Ciccio Albanese, y casi en la orilla se encontró delante de una casita de color ocre. En la puerta había un joven de veintitantos años de aspecto simpático, descalzo y en bañador. En el agua, a unos metros de la casa, flotaba una lancha neumática. Se estrecharon la mano. Tanino observó con curiosidad al comisario, que iba vestido como un auténtico turista: aparte de la videocámara que sostenía en la mano, llevaba también unos gemelos en bandolera.

—¿Nos vamos ya? —preguntó el muchacho.

—Sí, pero primero quisiera quitarme esta ropa.

—Pase.

Entró en la casita y salió en traje de baño. Tanino cerró la puerta con llave y subieron a la lancha neumática. El muchacho preguntó:

—¿Adónde quiere que vayamos?

—¿No te lo ha explicado tu tío?

—No, sólo me ha dicho que me pusiera a su disposición.

—Quiero efectuar unas tomas de la costa de Spigonella. Pero debemos procurar que no nos vean.

—¿Quién puede vernos, comisario? ¡En Spigonella no hay ni un alma en esta época!

—Tú haz lo que te digo.

Cuando no llevaban ni media hora navegando, Tanino aminoró la velocidad.

—Aquéllos son los primeros chalets de Spigonella. ¿Le va bien esta velocidad?

—Muy bien.

—¿Me acerco un poco más?

—No.

Montalbano tomó la videocámara y se dio cuenta horrorizado de que no sabía cómo usarla. Las instrucciones que Torrisi le había facilitado la víspera se habían convertido en una especie de papilla informe en su cerebro.

—¡Virgen Santa! ¡Se me ha olvidado cómo funcionaba! —exclamó en tono quejumbroso.

—¿Quiere que lo haga yo? Sé cómo usarla. Yo tengo una igual.

Intercambiaron las posiciones y el comisario se colocó al timón. Con una mano lo sujetaba y con la otra sostenía los gemelos delante de los ojos.

—Y aquí termina Spigonella —dijo en determinado momento Tanino, volviéndose a mirar al comisario.

Montalbano no contestó, parecía enfrascado en sus pensamientos.

—¿Comisario?

—¿Eh?

—¿Qué hacemos ahora?

—Volvemos atrás. A ser posible, un poco más cerca y más despacio.

—Es posible.

—Otra cosa: cuando lleguemos a la altura del chalet de la terraza grande, ¿puedes enfocar el zoom sobre aquellos farallones que hay debajo?

Repitieron el paseo en sentido contrario, hasta que dejaron Spigonella a su espalda.

—¿Y ahora?

—¿Estás seguro de que se ha grabado bien?

—Pongo la mano sobre el fuego.

—Muy bien, pues volvamos. ¿Sabes quién es el propietario del chalet de la terraza?

—Sí, señor. Se la hizo construir un americano, yo aún no había nacido.

—¿Un americano?

—Sí, un hijo de emigrantes de Montechiaro. Al principio se ve que venía bastante, pero luego desapareció. Corrieron rumores de que lo habían detenido.

—¿En nuestro país?

—No, en América. Por contrabando.

—¿Droga?

—Y cigarrillos. Dicen que en una época dirigía desde aquí todo el tráfico del Mediterráneo.

—¿Tú has visto de cerca la escollera que hay delante?

—Comisario, aquí cada cual se ocupa de sus asuntos.

—¿El chalet ha estado habitado recientemente?

—Recientemente no, pero el año pasado sí.

—¿O sea que lo alquilan?

—Sí.

—¿Se encarga de ello alguna agencia?

—No tengo ni idea, comisario. Si quiere, puedo hacer averiguaciones.

—No, te lo agradezco, ya te he molestado bastante.

Llegó a la plaza de Montechiaro cuando el reloj del Ayuntamiento daba las once y media. Bajó del coche y se dirigió hacia una puerta acristalada encima de la cual había un rótulo que decía «Agencia Inmobiliaria». Dentro sólo había una amable y agraciada joven.

—No, de ese chalet al que usted se refiere no nos encargamos nosotros.

—¿Sabe quién se encarga?

—No. Verá, es difícil que los propietarios de estos chalets de lujo recurran a las agencias, al menos en esta zona.

—¿Cómo lo hacen entonces?

—Son gente rica, con muchos contactos... Hacen correr la voz en su ambiente...

«Los delincuentes también hacen correr la voz en su ambiente», pensó el comisario.

La chica lo miraba, deteniendo especialmente su atención en los gemelos y la videocámara.

—¿Es usted turista?

—¿Cómo lo ha adivinado?

El paseo marino le había despertado un apetito irresistible, lo sentía agitarse en su interior como un río en plena crecida. Dirigirse a la
trattoria
Da Enzo habría significado excluir cualquier posibilidad de equivocarse, pero debería correr el riesgo de abrir el frigorífico u el horno de Marinella porque necesitaba ver de inmediato el material filmado. Una vez en casa, corrió a descubrir con cierta intriga lo que la inspiración de Adelina le había preparado: en el horno encontró un inesperado aunque ansiado conejo a la cazadora, guisado con tomate, ajo, hierbas aromáticas, vino blanco y vinagre. Mientras lo ponía a calentar, llamó por teléfono.

—¿Torrisi? Soy Montalbano.

—¿Ha ido todo bien,
dottore
?

—Creo que sí. ¿Puedes acercarte un momento a mi casa dentro de una hora?

Cuando uno come solo, puede permitirse ciertas cosas que jamás se atrevería a hacer en compañía de alguien. Los hay que se sientan a la mesa en calzoncillos, mientras que otros comen tumbados o sentados delante del televisor. A menudo, y de muy buen grado, el comisario utilizaba los dedos. Y así lo hizo con el conejo a la cazadora. Después tuvo que pasarse media hora con las manos bajo el grifo, tratando de eliminar el pringue. Llamaron a la puerta. Era Torrisi.

—Mire, comisario, se hace así. Se le da aquí y se...

Y así lo hizo, mientras explicaba, pero Montalbano no le prestaba atención. Para esas cosas era completamente negado. En el televisor aparecieron las primeras imágenes que Tanino había rodado.

—Comisario —dijo Torrisi con admiración—, ¿sabe que son unas imágenes magníficas? ¡Es usted muy hábil! Le ha bastado una sola lección teórica para...

—Bueno —dijo modestamente Montalbano—, no ha sido muy difícil...

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