Catarella se retiró y volvió al cabo de un minuto.
—Vattiato,
dottori
. Se llama así.
Era cierto. Por tercera vez, en un breve lapso de tiempo, Catarella había vuelto a acertar. ¿Acaso se acercaba el fin del mundo?
—Llama a la Jefatura de Cosenza y diles que te pongan con el comisario Vattiato. Cuando esté al teléfono, me lo pasas.
El colega de Cosenza era un hombre de mal carácter. Y esta vez tampoco desmintió su fama.
—¿Qué hay, Montalbano?
—Puede que haya encontrado a alguien que estáis buscando, un tal Ernesto Errera.
—¿De veras lo has detenido?... ¡No me digas!...
¿Por qué se sorprendía tanto? A Montalbano se le puso la mosca detrás de la oreja.
Decidió actuar a la defensiva.
—¡No, no, qué dices! ¡En todo caso, he encontrado su cadáver!
—¡Venga ya, Montalbano! Errera murió hace casi un año y está enterrado en nuestro cementerio, siguiendo el deseo expreso de su mujer.
Montalbano se enfureció de vergüenza.
—¡Pues su ficha no fue anulada!
—Nosotros comunicamos su defunción. Si los del fichero no la anularon, no es culpa mía. Así que no la tomes conmigo.
Colgaron simultáneamente sin despedirse. Por un momento, estuvo tentado de llamar a Catarella y hacerle pagar el ridículo que había hecho con Vattiato, pero lo pensó mejor. ¿Qué culpa tenía el pobre Catarella? En todo caso, la culpa era suya por no haber hecho caso a Mimì. Inmediatamente después, otro pensamiento lo fustigó. Unos cuantos años atrás, ¿habría sido capaz de distinguir entre quién estaba equivocado y quién en lo cierto? ¿Habría reconocido el error cometido con la misma tranquilidad que mostraba en esos momentos? ¿Y acaso no era eso también una señal de madurez o, para decirlo claro, de vejez?
—
Dottori
? Está al tilífono el
dottori
Latte con ese al final. ¿Qué hago, se lo paso?
—Pues claro.
—¿
Dottor
Montalbano? ¿Cómo está? ¿Todo bien en la familia?
—No puedo quejarme. Dígame.
—El señor jefe superior acaba de regresar de Roma y ha convocado una reunión de distrito para mañana a las tres de la tarde. ¿Estará usted?
—Naturalmente.
—Le he pasado al señor jefe superior su petición de una entrevista. Lo atenderá mañana mismo al término de la reunión.
—Se lo agradezco,
dottor
Lattes.
Ya estaba hecho. Al día siguiente, presentaría su dimisión. Despidiéndose también, entre otros, del muerto que nadaba, como lo llamaba Catarella.
Por la noche, llamó a Livia y le contó el testimonio de la enfermera. Al terminar, cuando el comisario creía haberla tranquilizado por completo, Livia soltó un «¡en fin!» de lo más dubitativo.
—¡Por Dios bendito! —estalló Montalbano—. ¡Te has emperrado y no hay manera! ¡No quieres rendirte a la evidencia!
—Y tú te rindes a ella con demasiada facilidad.
—¿Qué significa eso?
—Significa que en otros tiempos habrías efectuado comprobaciones sobre el testimonio.
Montalbano se enfureció.
—¡En otros tiempos!
¿Acaso era un viejo chocho? ¿Un Matusalén?
—No he hecho comprobaciones porque, como ya te he dicho, es una de tantas historias de este tipo. Además...
Interrumpió la frase porque había percibido en el interior de su cerebro el chirrido de los engranajes a causa del repentino frenazo.
—¿Además?... —lo apremió Livia.
¿Salirse por la tangente? ¿Inventarse cualquier chorrada? ¡Ni loco! Livia se daría cuenta enseguida. Lo mejor era decir la verdad.
—... además, mañana por la tarde voy a ver al jefe superior.
—Ah.
—Para presentarle la dimisión.
Pausa horrenda.
—Buenas noches —dijo Livia.
Y colgó.
Se despertó con las primeras luces del alba, pero permaneció acostado contemplando el techo, que se iba aclarando lentamente. La pálida luz que penetraba a través de la ventana era nítida y constante, sin las variaciones de intensidad que causan el paso de las nubes. Se anunciaba un buen día. Mejor así, el mal tiempo no lo habría ayudado. Se podría mostrar más firme ante el jefe superior cuando le explicara los motivos de su dimisión. Y, al pensar en esta palabra, le vino a la mente un episodio que le había ocurrido antes de incorporarse a la comisaría de Vigàta. Después recordó la vez que... Y luego aquella otra en que... De pronto, el comisario comprendió el porqué de aquella aglomeración de recuerdos: dicen que, cuando se está a punto de morir, los acontecimientos más importantes de la vida de uno pasan por delante de los ojos como en una película. ¿Acaso a él le estaba ocurriendo lo mismo? En su fuero interno, ¿la dimisión se le antojaba como una auténtica muerte? Se sobresaltó al oír el timbre del teléfono. Miró el reloj. Eran las ocho y no se había dado ni cuenta. ¡Virgen santísima, qué larga había sido la película de su vida! Peor que «Lo que el viento se llevó». Se levantó para atender la llamada.
—Buenos días,
dottore
. Soy Fazio. Estoy a punto de salir para seguir adelante con la investigación...
Le iba a decir que lo dejara correr, pero se arrepintió.
—Y como esta tarde va a ver al jefe superior, le he preparado los documentos para firmar y todo lo demás en su escritorio.
—Gracias, Fazio. ¿Alguna novedad?
—Ninguna,
dottore
.
Puesto que debía estar en la Jefatura a primera hora de la tarde y no le daría tiempo a regresar a Marinella para cambiarse, tenía que salir de casa de punta en blanco. Sin embargo, la corbata prefirió guardársela en el bolsillo; se la pondría a su debido tiempo. No le apetecía nada andar por ahí con el dogal al cuello ya de buena mañana.
El montón de papeles que había sobre su escritorio se mantenía en equilibrio inestable. Si hubiera entrado Catarella golpeando la puerta como tenía por costumbre, la torre de Babel se habría derrumbado. Se pasó más de una hora firmando sin levantar la vista hasta que sintió la necesidad de tomarse un pequeño descanso. Decidió salir a fumarse un cigarrillo. Ya en la acera, introdujo la mano en el bolsillo para sacar la cajetilla y el encendedor, pero nada, se los había dejado olvidados en Marinella. Su lugar en el bolsillo lo ocupaba la corbata verde con topitos rojos que había elegido. La volvió a guardar de inmediato, mirando a su alrededor como un ladrón que acaba de birlar una cartera. ¡Jesús! ¿Cómo había ido a parar aquella infame corbata entre las suyas? ¿Y cómo no había reparado en los colores cuando se la había metido en el bolsillo? Volvió a entrar en la comisaría.
—Catarè, mira a ver si hay alguien que pueda prestarme una corbata —dijo cuando pasó por delante de él, camino a su despacho.
Catarella se presentó a los cinco minutos con tres corbatas.
—¿De quién son?
—De Torretta,
dottori
.
—¿El mismo que le prestó las gafas a Riguccio?
—Sí, señor
dottori
.
Eligió la que desentonaba menos con su traje gris. Tras pasarse otra hora y media firmando, consiguió terminar el montón. Luego comenzó la búsqueda de la cartera donde siempre llevaba los documentos que debía presentar a su jefe. Soltando maldiciones, puso el despacho patas arriba, pero no hubo manera de encontrarla.
—¡Catarella!
—¡A sus órdenes,
dottori
!
—¿Has visto por casualidad mi cartera?
—No, señor
dottori
.
Lo más probable era que la hubiera llevado sin darse cuenta a Marinella y la hubiera olvidado allí.
—Mira a ver si hay alguien por ahí que...
—Ahora mismo me encargo de ello,
dottori
.
Regresó con dos carteras casi nuevas, una negra y otra marrón. Montalbano eligió la negra.
—¿Quién te las ha dado?
—Torretta,
dottori
.
¿Acaso el tal Torretta había abierto un bazar en la comisaría? Por un instante, estuvo tentado de ir a comprobarlo, pero después pensó que, a esas alturas, le importaba un pimiento. Entró Mimì Augello.
—Dame un cigarrillo —le dijo Montalbano.
—Ya no fumo.
El comisario lo miró, estupefacto.
—¿Te lo ha prohibido el médico?
—No. Ha sido una decisión mía.
—Entiendo. ¿Te has pasado a la coca?
—¿Pero qué chorradas estás diciendo?
—No es ninguna chorrada, Mimì. Actualmente se están endureciendo las leyes contra los fumadores. Son muy severas, casi persecutorias. En eso también se imita a los americanos. Sin embargo, con los cocainómanos hay más tolerancia. Al fin y al cabo, la consumen todos: altos funcionarios, políticos, ejecutivos... Si estás fumando un cigarrillo, el que tienes al lado puede acusarte de estarlo envenenando con el humo pasivo, mientras que la cocaína pasiva no existe. En resumen, la cocaína causa menos daño social que el humo. ¿Cuántas rayas esnifas al día, Mimì?
—Hoy estás un poco agresivo, ¿no? ¿Ya te has desahogado?
—Bastante.
Pero ¿qué coño estaba ocurriendo? Catarella acertaba los nombres, Mimì se volvía virtuoso... En aquel microcosmos que era la comisaría algo estaba cambiando y éstas eran señales también de que había llegado la hora de irse.
—Esta tarde, después de la reunión de distrito, tengo una cita con el jefe superior. Voy a presentarle mi dimisión. Tú eres el único que lo sabe. Si me la acepta, por la noche comunicaré la noticia a todos.
—Haz lo que quieras —dijo en tono desabrido Mimì, y se levantó para retirarse.
Una vez en la puerta, se volvió hacia el comisario.
—Quiero que sepas que he decidido dejar de fumar porque a Beba y al niño que va a nacer les puede hacer daño. En cuanto a la dimisión, tal vez sea lo mejor. Te has apagado, has perdido brillo, ironía, agilidad mental e incluso mordacidad.
—¡Vete a tomar por saco y envíame a Catarella! —le gritó el comisario a su espalda.
Bastaron dos segundos para que apareciera Catarella.
—A sus órdenes,
dottori
.
—Mira a ver si Torretta tiene una cajetilla de Multifilter rojos
light
y un encendedor.
Catarella no pareció sorprenderse de la petición. Se retiró y volvió a presentarse con los cigarrillos y el encendedor. El comisario le dio el dinero y salió de la comisaría, preguntándose si en el bazar Torretta encontraría los calcetines que ya empezaban a faltarle. Una vez en la calle, le entraron ganas de tomarse un café como Dios manda. En el bar de al lado de la comisaría, el televisor estaba encendido, como siempre. Eran las doce y media y tenían sintonizado el canal de Televigata. Apareció el busto de la periodista Carla Rosso, que enumeró las noticias siguiendo el orden de preferencias de los televidentes. En primer lugar, un drama de celos: un hombre de ochenta años que había matado a puñaladas a su mujer de setenta. A continuación, un violento choque entre un vehículo ocupado por tres personas, todas muertas, y un camión; un atraco a mano armada en la sucursal de un banco de Montelusa; el avistamiento en alta mar de una patera con un centenar de inmigrantes clandestinos; nuevo acto de omisión de ayuda en la carretera: niño inmigrante ilegal al que no había sido posible identificar, arrollado y muerto por un vehículo que se había dado a la fuga.
Montalbano se tomó tranquilamente el café, pagó, se despidió, salió a la calle, encendió un cigarrillo, se lo fumó, lo apagó en la puerta de la comisaría, saludó a Catarella, entró en su despacho, se sentó y, de repente, en la pared que tenía delante, apareció la pantalla del televisor del bar y, en ella, el busto de Carla Rosso que abría y cerraba la boca sin palabras, pues éstas el comisario las estaba oyendo en el interior de su cabeza:
«Niño inmigrante ilegal al que no ha sido posible identificar...»
Se levantó como un resorte y volvió corriendo sobre sus pasos, sin saber muy bien por qué. O tal vez lo sabía, pero no quería reconocerlo. La parte racional de su cerebro rechazaba lo que la parte irracional ordenaba hacer al resto de su cuerpo, es decir, obedecer a un absurdo presentimiento.
—¿Ha olvidado algo? —le preguntó el camarero al verlo entrar disparado.
Ni se molestó en contestar. En la pantalla del televisor vio sobreimpresionado el logotipo de Retelibera. Estaban poniendo una serie de humor.
—¡Vuelve a poner Televigata! ¡Rápido! —dijo el comisario con una voz tan fría y tan baja que el camarero palideció y se apresuró a obedecer.
Había llegado a tiempo. La noticia era tan irrelevante que ni siquiera iba acompañada de imágenes. La presentadora decía que un campesino había visto a primera hora de la mañana a un niño inmigrante que era arrollado por un coche no identificado. El hombre había dado aviso de inmediato, pero el pequeño había ingresado sin vida en el hospital de Montechiaro. A continuación, Carla Rosso, con una sonrisa que le partía la cara en dos mitades, deseó a los telespectadores una buena comida y desapareció.
Entonces se produjo una especie de lucha entre las piernas del comisario, que querían ir deprisa, y su cerebro, que, por el contrario, le imponía un paso normal y despreocupado. Al parecer llegaron a un acuerdo, cuya consecuencia fue que Montalbano echó a andar como uno de esos muñecos mecánicos a los que se les está acabando la cuerda y van caminando a trompicones. Se detuvo en la puerta de la comisaría y gritó hacia el interior:
—¡Mimì!... ¡Mimì!...
—¿Es que estás cantando «La Bohème» o qué? —preguntó Augello, respondiendo a la llamada.
—Escucha. No puedo ir a la reunión con el jefe superior. Ve tú en mi lugar. Sobre mi mesa están los documentos que hay que llevar.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada. Y después, pídele perdón en mi nombre. Dile que de mi asunto personal le hablaré en otra ocasión.
—¿Y qué excusa le doy?
—Una de las que pones cuando no vienes al despacho.
—¿Puedo saber adónde vas?
—No.
Augello, con expresión preocupada, lo vio alejarse.
Suponiendo que los neumáticos, tan lisos como el culo de un recién nacido, resistieran; suponiendo que el depósito de gasolina no se agujereara definitivamente; suponiendo que el motor aguantara una velocidad superior a los ochenta por hora; suponiendo que hubiera poco tráfico, Montalbano calculó que en cuestión de hora y media conseguiría llegar al hospital de Montechiaro.
Por un instante, mientras circulaba a toda velocidad —con evidente riesgo de estrellarse contra otro vehículo, o contra un árbol, pues jamás había sido un buen conductor—, lo dominó una sensación de ridículo. ¿Sobre qué fundamento estaba haciendo lo que hacía? Niños inmigrantes en Sicilia los había a centenares. ¿Qué lo inducía a sospechar que el niño atropellado era el mismo que él había llevado de la mano unas noches atrás en el muelle? Pero de una cosa estaba seguro: para tranquilizar su conciencia, tenía que ver a toda costa a aquel niño; de lo contrario, la sospecha se le quedaría dentro, persiguiéndolo y atormentándolo sin cesar. Y si por casualidad no era él, tanto mejor.